El
krausismo español, como tal, tuvo una vida larga (unas cuatro décadas) pero un esplendor
efímero, ya que su intervalo de mayor apogeo filosófico lo representa el Sexenio Revolucionario (1868-1874); tras
él, fue transformándose lentamente al positivismo.
Las
causas de ello, como las recoge Manuel Suances Marcos (en su Historia de la Filosofía Española, de la
que nos volvemos a valer para esta nota), fueron varias. Políticas, por un
lado, ya que se limitó la libertad de enseñanza, pero también de corte social,
dado que la burguesía progresista que dominó el mencionado sexenio fue
reemplazada por otra de carácter más conservador, que se erigiría con el tiempo
en la nueva base social y que buscaba seguridad y confort económicos. El
positivismo como filosofía fue implementándose a medida que la Restauración
borbónica tomaba las riendas de la ideología imperante; los ideales de defensa
del orden establecido y de la sociedad, procedentes de Auguste Compte, el padre
del positivismo, encajaron muy bien en esta nueva mentalidad, tratando de que
fuera la ciencia la que orientara la praxis política.
Por otro
lado, son obvias las razones de índole ideológica que propiciaron esa
incorporación positivista al krausismo. Éste, como se recordará según lo que
vimos en una nota previa, trataba el desarrollo social basándose en principios
metafísicos; pero la ciencia estaba ganando terreno y su papel desmitificador
ante tales premisas empezaba a cuestionar la adecuación de los mismos. El krausismo
español, pues, se vio en la necesidad de acomodarse a los nuevos tiempos: por
un lado, se hizo eco de la relevancia de la ciencia para analizar y dirigir el
orden social; y, por otro, encauzó sus energías en educar a dicha sociedad
propugnando un ideal pedagógico innovador.
El
positivismo fue paulatinamente impregnando la filosofía y ciencia españolas, y
fueron diversos los modos en que tomó forma esta influencia. En primer lugar,
como krauso-positivismo, una
modalidad que ensayó una armonía entre la razón y la experiencia, o lo que es
lo mismo, la filosofía y las ciencias. En segundo lugar, como neokantismo, que quiso superar el
idealismo postkantiano y concretar los límites del saber científico, de la
experiencia y del ámbito de la razón. También adoptó la forma de evolucionismo, haciendo suyas las tesis
darwinistas y de Herbert Spencer, con la implantación de una idea dinámica y
cambiante del hombre y la sociedad, respectivamente. Por último, resta la
apropiación marxista del enfoque positivista, una síntesis entre el marxismo y
el darwinismo con el fin de unir ciencias sociales y naturales, lo que confirió
a aquel un aire de mayor finura científica. De estas cuatro modalidades del
positivismo nos limitaremos, en esta nota, al krauso-positivismo.
***
El avance
de las ciencias a finales del siglo XIX y el talante abierto del krausismo permitió
a éste no cerrarse a sus influencias. Sin embargo, el núcleo del krausismo
venía dado por la metafísica o, si se quiere, por la especulación. Esto suponía
un problema para los sucesores krausistas, pues ellos querían fundamentar la
ciencia, mirando con mayor agrado a la vertiente empírica, lo que nos descubría
y trasmitía la experiencia, que lo meramente racional. En pocas palabras, la
pretensión del krausopositivismo fue: tratar de compaginar y armonizar el
positivismo científico con el corazón idealista y especulativo del krausismo
original. El modo, no exento de problemas y ambigüedades, como intentó llevar a
cabo este loable conato fue a través de las nuevas aportaciones que las
ciencias biológicas y las de la psicología y la fisiología.
En el
Ateneo de Madrid, hacia el año 1875, se celebraron discusiones y debates en
torno a esta cuestión. El Ateneo era el centro motor de la cultura española, en
donde reinaba la libertad de expresión y la tolerancia hacia ideas novedosas.
En las secciones de Ciencias matemáticas y morales y políticos se propusieron
temáticas que, en el caso de éstas últimas, se relacionaban con la inquietud
acerca de si “las tendencias positivas de las ciencias físicas y exactas deben
arruinar las grandes verdades sociales, religiosas y morales en que la sociedad
descansa”.
En
general, y prescindiendo de los matices, podemos decir que la mayoría de los
tertulianos fue reacio a la entrada e influencia del positivismo más radical,
viendo en éste un peligro para la supervivencia del corazón metafísico
krausista que hemos mencionado. Sin embargo, sí abrazaron su metodología. Quien
mejor ejemplifica esta singular indeterminación ante el positivismo es
Gumersindo de Azcárate, a quien ya mencionamos en la nota sobre el krausismo.
Azcárate
señala que hay dos modos o tipos de positivismo: el crítico y el dogmático (u
ontológico). Los dos tienen muchas
cosas en común: prefieren los hechos, la experiencia, a la especulación; son
enemigos, acérrimos, de la metafísica y la teología; y, asimismo, sostienen que
si existe algo más allá del mero fenómeno empírico, ello es por fuerza
inalcanzable a nuestro conocimiento. La diferencia básica entre ambos afecta a
esta última postura porque, en el positivismo dogmático, mantienen como ese
“algo más allá del fenómeno” es, en última instancia, materia, “cayendo
inconsecuentemente en un dogmatismo de tipo esencialista”, como señala Antonio
Jiménez García en su obra El krausismo y
la Institución Libre de Enseñanza (Cincel, Madrid, 1985). Lo que Azcárate
planteó fue un punto medio que analice los puntos fuertes y los pros y los
contras del positivismo.
1 comentario:
Al parecer, los humanos en general, necesitar creer en supremacía metafísica para justificar su existencia, siempre temiendo en lo que les vendrá después de la muerte. Deberíamos ocuparnos más de la vida que conocemos, sin dañar a otros, procurando el bien común y disfrutar nuestras realizaciones. Lo demás, nadie ha regresado para dar testimonios, pero más del 90 % vive preocupado por lo que no saben. Soy ateo.
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