23.11.09

El nacimiento de la filosofía, según Giorgio Colli



Es lugar común en la tradición presentar el origen de la filosofía como producto de un cambio en el pensamiento humano, que abandona la perspectiva mítica del mundo para abrirse paso en la corriente de la razón. Suele concederse a los filósofos presocráticos la primacía en este menester revolucionario, pero dado que éstos aún exhiben ligeros retazos de mitología engarzada en sus elucubraciones y reflexiones racionales, han sido las figuras de Platón, y posteriormente su discípulo Aristóteles, quienes han protagonizado para la historia la germinación definitiva del pensamiento en base a la razón, es decir, la filosofía. Éstos son los rostros de la verdadera sabiduría, se nos dice, y no los comediantes homéricos o los poetas. Con la razón nace la sabiduría; la filosofía, “el amor a la sabiduría”, marca, pues, el inicio del interés humano por el conocimiento, por la verdad y el bien.

Giogio Colli, uno de los más notables filósofos (por así decir) “librepensadores”, estaría (sólo en parte) de acuerdo con esto siempre que atendiéramos, y comprendiéramos, qué significa el mismo vocablo “filosofía”. Su librito (apenas un centenar de páginas) “El nacimiento de la filosofía” cabría incluirlo en el temario de todo aprendiz de filósofo, o de instructor de la filosofía, quizá no tanto por su contenido, sino porque invita a leer al revés la historia de las ideas, y con ello, brinda una nueva vuelta de tuerca a la noción de filosofía. No estamos en condiciones de afirmar o rebatir a Colli; pero su propuesta es tan atractiva que no nos resistimos a recogerla y darle difusión. Aquí realizaremos un comentario sencillo de algunas de sus tesis principales.

Casi a mitad de su obra, Colli menciona unas palabras de Heráclito, una especie de acertijo, cuyo significado vendría a ser que si bien los sentidos, y lo que transmiten, no son condenables, sí lo sería nuestro intento de convertir esa experiencia sensorial en algo estable, en algo externo a nosotros; al tratar de fijarla, la falsificamos: conocida es su expresión: “no se puede entrar dos veces en el mismo río”, que señala como lo único existente la sensación instantánea, sin que detrás haya nada objetivo. Paralelamente, otro tema esencial en Heráclito es el “pathos” de lo oculto, como señala Colli: concebir el fundamento último del mundo como algo insondable. Podemos designar a los dioses de la forma como queramos, como símbolos, pero siempre atendiendo a que tal denominación es inadecuada, precisamente por el carácter oculto de los mismos (“a la naturaleza primordial le gusta ocultarse”, dice Heráclito). Todo esto se dirige hacia una concepción del “alma, lo oculto, la unidad, la sabiduría, como lo que no vemos ni cogemos, pero llevamos dentro”. Colli acaba sosteniendo que toda la sabiduría de Heráclito puede entenderse como un “tejido de enigmas que aluden a una naturaleza divina insondable”; la sensación de corporeidad del mundo, su multiplicidad, es mera ilusión, una trama de enigmas, un tapiz de contrarios que sólo llega a su solución con el logro de la unidad, el dios, que abarca “día noche, guerra paz, invierno verano...”

Pero si el origen de la sabiduría griega parte de una experiencia mistérica, enigmática y mística, ¿cómo pudo pasarse del sustrato religioso a un pensamiento racional y discursivo? Es la misma pregunta que podríamos hacernos en relación a la Edad Media, cuando confluyeron, en los mismos protagonistas principales, las distintas percepciones de la una idéntica realidad: mágica y racional, oculta y manifiesta, intangible y material. Para Colli la solución en la antiguedad vino de la mano de la dialéctica, entendida en su sentido primordial, como el arte de la discusión. El desafío de un hombre a otro, que requiere de éste que le rebata con relación a un saber, dicho o afirmación cualquiera. Tras la discusión se alcanza un nuevo conocimiento, producto bien de la refutación de la tesis del interrogador, bien su confirmación al no poder el adversario hacerle frente argumentativamente. Aquí no son necesarios jueces que decidan quién gana; es la misma naturaleza de la discusión la que proporciona el veredicto. Como nos ha enseñado Aristóteles y menciona Colli, “demostrar una determinada proposición es hallar un concepto (universal) tal que, aplicado a los dos términos de la misma, de forma que partiendo de esa conexión pueda deducirse (demostrarse) la proposición”. Toda discusión sería, pues, “la búsqueda de universales cada vez más abstractos”.

Más adelante señala Colli que el enigma aparece como “el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica”. Porque enigma lo designan las fuentes como “próblema”, pero en el lenguaje dialéctico el término está presente como desafío; así pues, el enigma es el germen de la dialéctica, enigma casi siempre presentado de forma contradictoria (como la misma esencia de la dialéctica). Misticismo, agonismo, dialéctica, racionalismo... todas estas expresiones no fueron algo antitético en la antigua Grecia, sino que serían fases sucesivas de un mismo fenómeno.

También hace referencia Colli a la elaboración, por parte de generaciones de dialécticos, “de un sistema de la razón, de un logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral”, y del que la discusión escrita (como sucede con las obras de Platón) no sería más que un sustituto de escaso valor. Colli se pregunta si ese edificio del logos contiene un contenido doctrinal de la razón (más allá de la formación conceptual y la de normas reguladoras del discurso), y la respuesta para él es negativa, porque en el planteamiento subyace un interés “destructivo”. Y este interés ya existía en el origen de la misma dialéctica: si el interrogado adopta una tesis, el interrogador (si es eficaz en su cometido) la destruirá; pero si escoge la antitética, lo hará igualmente; si la victoria cae del lado del interrogado es por mera inoperancia dialéctica de su contrincante. Las consecuencias son devastadoras, como señala Colli: “cualquier juicio puede refutarse”. Por ello, toda doctrina o “proposición científica estará igualmente expuesta a la destrucción”.

Tras Heráclito, la figura de Parménides, envuelta ya en el remolino dialéctico, hace frente a un nuevo “próblema”, el de decidir entre el ser y el no-ser. Parménides manda optar por la primera elección, porque en caso de elegir la otra nos veríamos ahogados por el nihilismo de la dialéctica, la encerrona devastadora de un “no” eterno, a todo y a todos. El “es” salvaguarda, según Colli, la naturaleza metafísica del mundo. Pero en Zenón de Elea, discípulo de Parménides, hay una reorientación dialéctica. Aunque suele decirse que el uso que Zenón hace de la dialéctica está encaminado a defender a su maestro de los pluralistas, que rechazan el monismo total de Parménides, lo cierto es que dicho uso se dirige, por el contrario, a rechazar la senda del “es” y transitar por su opuesta, la misma que su maestro prohibió seguir. Zenón desata la argumentación dialéctica en una orgía extrema, generalizando la dialéctica demoledora a todo ámbito, objeto o concepto. La dialéctica, nos dice Colli, “dejó de ser una teoría agonística para convertirse en una teoría general del ‘logos’”.



Se llega, pues, a la circunstancia en que todo aquello que es expresado y que remite a objetos, sensibles o abstractos, existe y no existe al mismo tiempo, “y que además se demuestra que es posible y al mismo tiempo imposible”. En definitiva, la dialéctica conlleva la destrucción de la realidad de cualquier objeto. Para Colli, “Zenón se dio cuenta de que no se podía bloquear el desarrollo de la dialéctica y de la razón, pues descienden de la esfera del enigma”; trató, por el contrario, de potenciar hasta lo radical el dinamismo de la dialéctica, hasta su extremo absoluto, alcanzando el nihilismo total. Quiso hacer ver, en definitiva, que el mundo a nuestro alrededor no es más que mera apariencia, el pálido reflejo del mundo divino, y nada más. Pensadores posteriores a Zenón, e incluso el mismo Aristóteles dieron por superadas las aporías de Zenón (que vimos en una nota anterior), pero ninguno consiguió demostrarlo.

Si aún aguardamos la refutación (verdadera, irrevocable, categórica) de las tesis zenonianas, esto quizá signifique, señala Colli, que el suyo sería el logos racional por antonomasia, “el punto extremo de la racionalidad griega”. La razón de la Grecia antigua era vista como un “discurso” sobre algo, un logos que habla de alguna otra cosa; Colli sostiene que ese “algo” constituye “el fondo religioso, la experiencia de exaltación mística, lo que la razón tiende a expresar de algún modo, gracias a la mediación del enigma”. Después el logos perdió esa función alusiva, y se juzgó al discurso como autónomo en sí mismo, como espejo de un objeto independiente. Pero en sus orígenes la razón nació como un complemento, pues su raíz estaba en algo más allá de ella, algo que el mismo discurso, el logos, no podía revelar, sino tan sólo señalarlo. En lugar de edificar una formulación nueva del logos, que suscribiera una “autonomía propia de la razón, se mantuvieron las normas del logos primitivo, que había sido sólo un medio... y que de auténtico que era pasó a ser... un logos espurio”.

Gorgias, el escéptico radical (ver apunte correspondiente), con sus tres tesis principales (“nada existe”, “si existiera sería incognoscible”, “y, en caso de no serlo, no podría comunicarse a los demás”) declara abiertamente la dominación definitiva del nihilismo, poner todo en duda, hasta la misma naturaleza divina. “Gorgias”, nos dice Colli, “es el sabio que declara acabada la era de los sabios”. Con Gorgias, además, acontece un cambio en las condiciones en que se desenvuelven las discusiones: hasta entonces eran algo privado, destinado a cierta clase social o grupo específico (puramente esotérico, pues, dada su condición de saber limitado a un círculo restringido); a partir del siglo V antes de Cristo, sin embargo, se abrió el campo del aislamiento dialéctico, y pasó de ejercerse en un ambiente reservada a uno amplio, populoso y menos exclusivo: lo dialéctico abandona lo ‘secreto’ y entra en lo público. Con ello, la dialéctica inicia su adulteración, ya que en lugar de mentes en liza tenemos un grupo nutrido e inexperto que escucha, sin participar. La discusión termina, se inicia el sermón.

La retórica hace así su aparición, mancillando la dialéctica previa. Pese a su carácter oral, desaparece la contienda; ya no se encaran, se contradicen y ‘luchan’ en pos de un triunfo dialéctico, sino que ahora lo que prevalece es un discurso retórico en el que el orador trata de convencer, subyugando a la plebe que le escucha. Ya no sólo entra en juego la fuerza dialéctica, sino también un componente emocional, la seducción de los oyentes. “En la dialéctica se luchaba por la sabiduría; en la retórica se lucha por una sabiduría dirigida al poder”. El contenido de la dialéctica retorna al mundo individual, de lo humano, sus pasiones e intereses.

Un postrer elemento que configura la decadencia de la sabiduría antigua lo constituye la “gradual generalización de la escritura en sentido literario”; en la discusión dialéctica las abstracciones y las propias palabras del logos se aprehenden, se captan gracias a la misma participación en la discusión, pero en la oralidad esa interioridad se desvanece. Platón, indica Colli, creó el diálogo como literatura, en la que su narrativa recorría los distintos contenidos de las discusiones, a un público indiferenciado: es el mismo Platón quien nombra a ese nuevo género literario como “filosofía”, que posteriormente definiría los textos escritos acerca de temas abstractos, racionales, políticos y morales.

Gracias a Platón es posible, hoy, apreciar las cualidades del pensamiento griego antiguo, y señalar su importancia mucho más allá que como “una mera anticipación balbuciente”, consideración a lo que deberíamos ceñirnos de ignorar la sabiduría de tal pensamiento. En efecto, “Platón llama a su literatura ‘filosofía’ para contraponerla a la ‘sofía’ anterior”. Platón define las épocas anteriores (Heráclito, Parménides, etc.) como la era de los “sabios”, mientras que, humildemente, se define a sí mismo como un “filósofo”, esto es, como el “amante de la sabiduría” (pero que aún no la posee, al contrario que los citados).

Platón manifiesta que la sabiduría transmitida por la escritura será siempre no-verdadera, aparente; ningún escrito puede transmitir un arte, o un saber último. Aunque describan pensamientos no habrá nunca forma de aclarar su significado, puesto que siempre seguirán expresando lo mismo. En otro lugar, afirma Colli: “Platón niega en términos generales la posibilidad de expresar un sentimiento serio”; si esto es cierto, todo lo que de Platón conocemos (es decir, sus textos escritos), puede que tampoco sea nada serio... Es más, si la escritura tiene este valor para Platón (“si alguien pone por escrito lo que es fruto de sus reflexiones... es cierto que los mortales le han quitado el juicioSéptima Carta), entonces, como se pregunta Colli, “¿sería también toda la filosofía posterior... algo no serio?

Finalmente, Colli señala “así nació la filosofía, criatura demasiado compleja y mediata como para contener dentro de sí nuevas posibilidades de vida ascendente. Las extinguió la escritura... lo que nos interesaba sugerir es que lo que precede a la filosofía, el tronco para el que la tradición usa el nombre de “sabiduría” y del que sale ese vástago pronto atrofiado, es para nosotros... más vital que la propia filosofía”.

Atinado o equivocado, tendencioso o ponderado, creador de un disparate filosófico o de una nueva manera de entender la racionalidad, lo que no cabe discutir a Giorgio Colli es su valentía, un atrevimiento rayano en la insolencia, que le permite examinar cuestiones ordinarias a la luz de un enfoque renovador. El resultado es una manera distinta de tratar la filosofía, el conocimiento y los valores que subyacen en esta disciplina milenaria, cuyo significado Colli ha retratado polémica y controvertidamente. A los treinta años de su muerte, rendimos este pequeño homenaje a un pensador a contracorriente, que nadó en aguas turbulentas para bien de la filosofía, sea ésta sabiduría o un simple amor hacia ella, como una lejana tierra prometida que podemos ver, pero a la que, por muchos esfuerzos que hagamos, nunca podemos llegar.

19.11.09

Lo que nos envuelve

"Filosofar sobre lo Circunvalante significaría penetrar en el ser mismo. Esto sólo puede tener lugar indirectamente. Pues mientras hablamos, pensamos en objetos. Necesitamos alcanzar por medio del pensamiento objetivo los indicios reveladores de ese algo no objetivo que es lo Circunvalante.

Ejemplo de lo que acabo de decir es lo que acabamos de pensar juntos. La separación del sujeto y el objeto, en la que siempre estamos, y que no podemos ver desde afuera, la convertimos en nuestro objeto al hablar de ella, pero inadecuadamente. Pues separación es una relación entre cosas del mundo que me hacen frente como objetos. Esta relación resulta una imagen para expresar lo que no es en absoluto visible, lo que no es nunca objetivo ello mismo.

De esta separación del sujeto y del objeto nos cercioramos cuando seguimos pensando en imágenes, partiendo de lo que nos está originalmente presente, como de algo que tiene por su parte un múltiple sentido. La separación es originalmente distinta cuando me dirijo como intelecto a objetos, como ser viviente a mi mundo ambiente, como «existencia» a Dios.

Como intelectos estamos frente a cosas comprensibles, de las que tenemos, en la medida en que se da, un conocimiento de validez universal y necesaria, pero que es siempre de objetos determinados.

Como seres vivientes, situados en nuestro mundo ambiente, somos alcanzados en éste por aquello de que tenemos experiencia intuitiva sensible; por aquello que vivimos realmente como lo presente, pero no capta ningún saber general.

Como «existencia» estamos en relación con Dios -la trascendencia- mediante el lenguaje de las cosas, que la trascendencia convierte en cifras o símbolos. La realidad de este ser cifras no la capta ni nuestro intelecto ni nuestra sensibilidad vital. Dios es como objeto una realidad que sólo se nos da en cuanto «existencia» y que se encuentra en una dimensión completamente distinta de aquella en que se encuentran los objetos empíricamente reales, que pueden pensarse con necesidad, que afectan nuestros sentidos.

Así es como se desmiembra lo Circunvalante en cuanto queremos cerciorarnos de ello, en varios modos del ser circunvalante, y así es como tuvo lugar el desmembramiento al seguir ahora el hilo conductor de los tres modos de la separación del sujeto y el objeto: primero, el intelecto como conciencia en general en que somos todos idénticos; segundo, el ser viviente, en el sentido del cual somos cada uno de nosotros una individualidad singular; tercero, la «existencia», en el sentido de la cual somos propiamente nosotros mismos en nuestra historicidad
".

Karl Jaspers, "La filosofía", Breviarios, FCE, 1973-1995.

13.11.09

La estética de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Es por todos conocido que Platón expulsó de su Estado ideal a los dramaturgos y poéticas épicos; además, no parece que el ateniense apreciara significativamente la belleza natural que le rodeaba, pues atendía al lugar en donde se hallaba, al ambiente que le servía para discusiones o por mero descanso físico, en función de su utilidad. No miraba al mundo y admiraba su belleza, sino que estaba en el mundo y agradecía su funcionalidad para ciertos momentos y circunstancias. Con estos antecedentes podríamos concebir la personalidad de Platón como insensible ante la belleza, pero la realidad es más compleja, y no exenta de contradicciones; si bien es justo reconocer su ausencia de interés por la belleza natural, no sucede lo mismo con la belleza humana, ni con la creada por nuestra civilización.

La razón de que Platón expulsase a casi todos los poetas de su República obedecía a causas morales y metafísicas; mas esto no implicaba que no sintiese estima por las composiciones de Homero, por ejemplo, ni de que no le tuviera una cierta admiración: “Alabamos muchas cosas de Homero”, “Debo hablar, por más que la afición y reverencia a Homero, que desde mi juventud me han dominado, me retraigan de hacerlo”, y “estamos dispuestos a reconocer que Homero es el mayor de los poetas y el primero de los trágicos”, son muestras textuales de la República que señalan el evidente respeto que Platón profesaba por aquel.

El arte parte de la apreciación por la belleza, que el arte produce (o que, más bien, es el mismo arte). Cualquier teoría sobre el arte debe partir de la noción de belleza. Para Platón, la belleza existía realmente, y la presente en el mundo de los sentidos participaba o derivaba de una Belleza universal, de la cual las cosas sensibles eran aproximaciones más o menos logradas. Hay grados diversos de belleza: un objeto bello es feo al compararlo con una mujer bonita; un chimpancé gracioso no es nunca más bello que un hombre bien parecido, y éste siempre será feo frente a un dios. La Belleza universal, por su parte, no está compuesta por una parte de belleza y la otra de fealdad, ni es bella en relación con ciertas cosas y fea en relación con otras, sino que, como todas las Ideas, es “eternamente autosubsistente y en unicidad consigo misma”.

De esto se deduce que la Belleza universal no es algo material, no puede plasmarse en una cosa bella; la Belleza universal es, como toda Forma, suprasensible, de modo que las obras de arte (pintura, escultura, arquitectura, poesía, danza, canto, música, etc.) se sitúan inevitablemente en una dimensión inferior dentro de la escala de Belleza. Las cosas bellas lo son en virtud de nuestro sentidos que la perciben, mientras que la Belleza arquetípica, universal, atañe sólo a la Inteligencia.

Una dificultad a la hora de establecer una definición de lo bello aplicable a su manifestación sensible aparece cuando se equipara la belleza a la utilidad, a la eficiencia: “todo lo útil es bello” declara Sócrates en Hipias Mayor. Entonces, ¿una instituto de alumnos diligentes y obedientes, que obtiene resultados académicos magníficos, es bello? ¿Un mecánico cuya destreza arregle nuestro coche es bello? Incluso, ¿una bombona de butano es bella por el mero hecho de calentar con competencia el agua de nuestra ducha? Manera de abandonar este aprieto la sigue Sócrates dirigiendo la atención hacia dilucidar si esa utilidad se emplea para un fin bueno o uno malo; lo que es eficaz para un fin ruin no puede ser bello, afirma Sócrates, pero si sólo lo bueno lo es, si sólo aquello que consideramos bueno es bello, entonces, como dice Frederick Copleston, “la belleza y la bondad no pueden ser lo mismo, ya que tampoco la causa y el efecto pueden identificarse”. Sócrates terminará declarando que tal vez la belleza será aquello que produce un sentimiento agradable a la vista y al oído (músicas y voces bellas, mujeres y hombres hermosos, estatuas bien realizadas, etc.). Pero, si esto es la Belleza universal, ¿cómo identificarla con lo intangible que le es propio a esta? ¿Cómo puede la Belleza universal, una Forma trascendental, según la metafísica platónica, ser apreciada por nuestros sentidos? Si todo objeto bello genera placer y satisfacción, bien a la vista, bien al oído, entonces deben poseer algún carácter común que les confiere su belleza y que está presente en ambos. Y, ¿cuál es? ¿Quizá el placer que sirva para algún fin, que sea útil, que nos produzca una emoción, un impulso, un estímulo encaminado a una acción provechosa? Pero, si esto es así, como señala Sócrates hemos regresado al punto de partida, y no hemos solucionado realmente nada; un mero razonamiento circular. Ni bello, ni útil.
Toda destreza o habilidad genera “productos de objetos reales” (lápices, libros, edificios, hechos por los hombres, y rocas, plantas y hombres, hechos por los dioses), o bien “imágenes”, que imitan la realidad pero no desempeñan las funciones de sus originales. Las imágenes son falsas imitaciones de la realidad, y aunque poseen parte de ésta (si no, no serían imágenes, sino otro ejemplo de la misma cosa), por ello se sitúan en un segundo grado de alejamiento de la realidad de las Formas: en efecto, el arte imitativo está “dos grados por debajo de la realidad, porque es simple semejanza”; el pintor no copia de los objetos con exactitud, sino que imita las simples apariencias. El pintor, dice Platón, es un pseudoartífice, no como las medicinas, que poseen habilidad auténtica, sino como los cosméticos, que dan apariencia de salud más que la propia salud.

Conocer algo es captar su Forma eterna; pero las artes, simples imitaciones de imitaciones (imitaciones de las formas concretas del mundo sensible que, a su vez, son como copias de las verdaderas Formas), no pueden producir ni ser ellas mismas conocimiento. Ahora bien, una obra de arte que posea belleza atesora una relación con la Forma y, a veces, el artista, inconsciente de lo que está realizando, puede tener un momento de inspiración, o de intuición, alcanzando el saber y lo verdadero de forma directa, tal vez por estar poseído por una divinidad.

Por este motivo, las artes pueden y deben jugar un papel dentro del orden social del Estado. Para descubrir cuál es primero debemos examinar qué efectos causan en los hombres. Por una parte, el arte brinda un placer, porque posee belleza, y además se trata de un placer puro, en el sentido de que no está generado por otras causas (por ejemplo, comer cuando tenemos hambre); pero, sin embargo, en ocasiones el arte da entrada a personajes (en la poesía dramática) que modifican su propia realidad, comportándose indeseablemente y actuando sin sinceridad ni dignidad; su falsedad y fingimiento natural producen placeres vulgares en el auditorio, por lo que deberían, afirma Platón, ser sancionados. Ahora bien, dado que las artes tienen la cualidad de influir en las actitudes y comportamientos de las gentes, habrá que especificar para el Estado ideal cuáles pueden ser las conductas adecuadas y cuáles perniciosas; Platón está seguro de que la imitación artística de una mala actitud o conducta es un llamamiento a que los individuos hagan lo mismo, imitando dicha conducta, en sus vidas; en consecuencia todas las páginas que destilen comportamientos incorrectos o inmorales, ya sea de los héroes o los dioses, deben ser suprimidas de la educación de la República. Por el contrario textos que señalen virtudes y facultades convenientes deben ser leídos y difundidos, e incluso creados si no existen, por el bien de las jóvenes generaciones.

Si son bien empleados y encauzan adecuadamente la educación del carácter, la danza, la música y la poesía son instrumentos indispensables y muy beneficiosos para la formación de los ciudadanos, señala Platón. Pese a su severidad ante la aplicación de las artes en la sociedad, el ateniense reconoce su valor y las respeta en grado sumo, aunque siempre destaca que el artista debería mostrar una intachable responsabilidad social, de forma que orientara sus creaciones hacia el bien de la colectividad, transmitiendo valores y atributos humanos que permitiera a los hombres mejorar su condición a acercarles a la virtud.

La limitación que Platón propone para la dimensión creativa del artista, en consecuencia, no es debida a un prejuicio sobre las artes, a un cierto fanatismo que desprecia aquellas manifestaciones estéticas que no encajan con nuestros gustos, sino que se encuadra dentro del ánimo platónico de un Estado ideal en donde todos sus elementos, inclusive los que no dependen tanto del sueño de la razón, estén encaminados a proporcionar una estabilidad y una rectitud al espíritu de los hombres.

¿Debe el arte ceñirse a una consideración meramente social, restringiéndose al bien colectivo, antes que a una libertad creativa de sus practicantes que pueda generar una desviación en las conductas y modos de comportamientos considerados correctos? En la sociedad actual tenemos una respuesta obvia a esta pregunta; cabría, sin embargo, preguntarse hasta dónde influyen las “artes” (hoy hablaríamos más correctamente de medios) en nosotros, y hasta dónde es beneficioso que lo haga; y, también, podríamos cuestionar por qué ciertos individuos, incapaces de distinguir entre una actitud artísticamente sugestiva o socialmente aceptable, adoptan una como deseable y desechan la otra (se conocen casos de violencia, o conducta agresiva, tras el visionado de una película, la televisión o después de unas horas con algunos videojuegos), sin discernir que su mera presentación y aparición en una serie televisiva o un juego de ordenador no supone la necesidad, o la conveniencia, de trasladarla en ningún caso a la vida real; vida en donde no hay un botón para cerrar la pantalla, ni “contrincantes” virtuales sino de carne y hueso, ni la posibilidad de empezar, jamás, una nueva partida.

9.11.09

Al-Farabi (I)



Apodado "El Segundo Maestro" por los historiadores árabes (el Primero fue, naturalmente, Aristóteles), Al-Farabí, (nacido en Bagdad hacia 870 y muerto en 950, aprox.) renovó la filosofía adquirida por los seguidores del Estagirita, convenientemente neoplatonizada, por medio de diversos comentarios a sus obras.

Entre las muchas preocupaciones de Al-Farabí destaca, en primer lugar, su intento por probar una cierta concordancia entre el pensamiento de Platón y Aristóteles. Pese a sus evidentes diferencias, el filósofo iraquí concedía que se trataba de meras discrepancias accidentales, y para demostrarlo llegó incluso a comparar texto a texto. La aparente contradicción es producto, según él, de dos causas identificativas: 1) conducta personal, por cuanto Platón se muestra como un asceta ajeno a preocupaciones terrenas, mientras Aristóteles es un hombre de calle; sin embargo, ambas formas de vivir responden a sus propios caracteres, y la del estagirita no es más que la aplicación práctica, en sociedad, promulgada por su maestro; y 2) método, sintético (y más claro) en éste último, y analítico (y más oscuro, con tintes míticos) en aquel, si bien el ateniense emplea el mito para ocultar la sabiduría a los indignos, mientras que la sencillez aristotélica se pierde en cuanto profundizamos en su significado.

Dicha contradicción descansa, asimismo, en cuatro aspectos filosóficos básicos, como son: 1) Lógica, ya que ambos discrepan acerca de cómo lograr una definición perfecta, o en qué consiste un silogismo y cómo lograr conclusiones adecuadas, aunque Al-Farabí cree que ambas posturas son conciliables en último término; 2) Epistemología, dado que Platón admite la existencia del Mundo de las Ideas, mientras que Aristóteles la niega. Esta es una dificultad importante, pero el filósofo de Bagdag la resuelve modificando a Platón hasta el neoplatonismo, y acercando al estagirita hasta Plotino, de forma que ambas visiones acaben convergiendo, pese a sus innegables diferencias. Otra complicación es cómo tenemos noticias de las ideas si no existen en este mundo; Al-Farabí no aclara este punto, toda vez que duda entre conceder o no plena inmortalidad al alma. Además, si el conocimiento es mero recuerdo, ¿qué papel juega la memoria?; Al-Farabí concluye que la doctrina platónica es una tesis que explica la función de la memoria en el conocimiento, mientras que Aristóteles aceptaba dar entrada para la génesis del conocimiento tanto a las sensaciones como a datos de la memoria; 3) Metafísica, en primer lugar, la doctrina de la visión; según Platón vemos debido a la emisión de algo que brota del ojo y que se encamina hacia el objeto. Para su discípulo, en cambio, es el ojo quien sufre una influencia por parte del objeto. Aunque Al-Farabí ve en ambas posturas una cierta afinidad, la diferencia es insalvable. Y, en segundo lugar, Platón negó la eternidad del mundo, pero Aristóteles la afirmó; así pues, la única forma que tiene el filósofo iraquí de superar esta contradicción es negando la tesis aristotélica y otorgándole una creación del mundo a partir de la nada; y 4) Filosofía Práctica, según Platón las aptitudes naturales son más importantes en la conformación de nuestra personalidad que los hábitos adquiridos, mientras que el estagirita opina justo lo contrario; para Al-Farabí, empero, Platón señala sólo la dificultad de desarrollar nuestras capacidades naturales, y Aristóteles tiende también a afirmar que la educación no lo es todo y que debe respetar el modo de ser de cada individuo; nuestro filósofo, por su parte, asegurará que el niño tiene una potencia receptiva casi total, siendo el papel de su constitución natural muy secundario; ésta tendría un caracter únicamente potencial, actualizable sólo por medio del ejercicio en acto de sus hábitos.

Dentro del apartado epistemológico, Al-Farabí destaca como el mayor grado de saber el correspondiente a la metafísica, ciencia que estudia el ser en cuanto tal, los principios de las ciencias y el ser que no es cuerpo ni está presente en cuerpo alguno. El concepto de ser aparece como ser contingente o causado, y el ser necesario por sí mismo. Éste último es puro, el único ser necesario, no tiene causa, ni materia que lo forme, ni fin; es el bien puro, pensamiento puro y amante puro, de modo que puede identificarse con Dios. Al-Farabí señala las vías que dirigen hacia la demostración de Dios: 1) todo ser recibe su existencia de otro, en una cadena que debe terminar en el ser primero; 2) los seres contingentes deben recibir su existencia del único ser necesario; 3) todo ser posible en potencia se actualiza por el ser acto puro; y 4) todo efecto que no existe por su propia naturaleza debe proceder de una causa extrínseca (Dios). El ser primero está desprovisto de las imperfecciones propias de los seres contingentes, de modo que no puede definírsele o describírsele correctamente, pues su grandeza está más allá del género o la especie; es, al mismo tiempo, presente y oculto, y su existencia desborda nuestro intelecto, por lo que sólo podemos tener una idea de Él aproximada. Dios es vida absoluta, y es pura contemplación; por ello tiene que ser el más feliz de los seres, la misma felicidad es Él, por lo que se ama a sí mismo, y es al unísono amor, amante y amado.

Como Dios es Uno, Al-Farabí precisa que la multiplicidad observada a nuestro alrededor nazca a partir de las generaciones sucesivas. De Dios sólo procede su inteligencia, de la que brota la potencia y que generará las causas segundas. Así, todas las cosas siguen un cierto esquema, un cierto orden jerárquico dentro de la Creación: 1) Ser único; 2) Causas segundas; 3) Entendimiento agente; 4) Alma; 5) Forma; y 6) Materia. Los cuerpos, por su parte, comprenden seis géneros: 1) Cuerpo de las esferas celestes; 2) Animal racional; 3) Animal irracional; 4) Vegetal; 5) Mineral, y 6) Cuatro Elementos. Este orden demuestra la existencia de una ley universal que emana de Dios; todo cuanto existe brota a partir del único ser necesario. El encadenamiento necesario de todas las cosas es absoluto; Dios sólo precisa conocerse a sí mismo para conocer todas las cosas; este es el conocimiento que pone en marcha al Cosmos, el mecanismo eterno e invariables de nuestro Universo. De Dios sólo emerge un sólo ser, el primero creado; fuera de Él, éste primero creado puede ser el germen para la multiplicidad; por ello, afirma Al-Farabí, el primer creado es uno por su número, pero múltiple en cuanto a su naturaleza.

Al-Farabí diferencia nominalmente ser posible de ser necesario. En éste la existencia acompaña ineludiblemente a su esencia, porque ambas se confunden; en el ser posible, sin embargo, la existencia se añade a su esencia por el acto creador del primero creado. Éste, por su parte, que recibió si existencia del ser primero, conforma lo uno a partir de lo uno, a partir del cual será posible la multiplicidad. Es múltiple en esencia, y por tanto, también en acto.

El Cosmos físico, para Al-Farabí, es un conjunto de esferas concéntricas en cuyo centro descansa la Tierra y en torno suyo giran nueve esferas siguiendo un movimiento circular perfecto y uniforme, movimiento que parte en todas ellas de la inteligencia presente en la esfera inmediata superior; este movimiento tiene por fin el deseo de perfección propio del ser primero, de modo que todo el Cosmos se mueve en pos de una perfección absoluta, producto del amor a dicha perfección.

La combinación de los cuatro elementos que proceden de la materia prima genera, por influencia de las esferas celestes (sobretodo el Sol) la constitución del mundo terrestre; a causa del acercamiento o alejamiento de la estrella se produce el frío y el calor, la generación y la corrupción. Pero el modo en que estas influencias tienen lugar, y el modo en que los cuerpos se preparan para recibir las formas, no es predecible completamente, por lo que los fenómenos que tienen a agentes causales a los cuerpos tampoco lo serán, y habremos de recurrir a la experiencia para obtener conocimientos físicos.

La décima inteligencia que influye en nuestro mundo es el entendimiento agente, el creador del Cosmos que percibimos y causa de la unión, por tanto, entre la materia y la forma por medio de una operación intelectual (pensar las esencias separadas de las cosas). Es el entendimiento agente lo que mueve a las almas, al entendimiento propiamente humano, para conducirlos al conocimiento; pero los seres no disponen de todo un infinito campo de acción en el que obrar y del que aprender; de hecho, cada ser creado, al contrario que el primer creado, está enlazado a un grupo o clase particular que le limita y comprende. Por ello, los seres creados no pueden librarse de su destino marcado.

Las cosas creadas son buenas en lo que poseen de uno (del ser) y deficientes en lo que poseen de múltiple; a mayor multiplicidad, mayor deficiencia. Por ello, Al-Farabí afirmará que el mal, inevitable en la conformación de las cosas, es necesario y hasta beneficioso, puesto que, sin mal, no habría bien en las cosas creadas, en el mundo terrestre que pisamos. La causa del mal no radica en el uno divino, sino que, como se produce de la multiplicidad natural del primer creado, su causa se reduce a dicha multiplicidad, por lo que la causa del mal no procede de Dios.

(Fuente: Miguel Cruz Hernández, Historia del pensamiento islámico, vol. 1)

31.10.09

Diógenes de Sínope



Cuatro fueron las escuelas principales de filosofía que florecieron en tiempos de Alejandro Magno; de los estoicos, escépticos y epicúreos hablamos ya en el pasado, por lo que ahora nos centraremos en una de las figuras más representativas de la escuela restante (los cínicos): Diógenes de Sínope, su fundador. Otra ocasión queda reservada para Antístenes, maestro de aquel y discípulo de Sócrates.

Diógenes vivió a lo largo del siglo IV antes de Cristo, entre 403 y 323, probablemente. Esto significa que su existencia abarcó alrededor de 80 años, una edad bastante avanzada para la época. Murió, al parecer, porque retuvo su respiración (otros sugieren que fue debido a una mordedura de perro, o por zamparse un pedazo de pulpo crudo...), justo el mismo día que Alejandro, y la ciudad de Corinto, donde falleció, le rindió un destacado homenaje fúnebre, mientras que Sínope le erigió un monumento; muestras éstas de cariño, respeto y admiración que, muy posiblemente, el mismo Diógenes hubiese censurado, de acuerdo con su peculiar y sincerísima visión del mundo y las personas.

Todo lo que conocemos de Diógenes procede de comentarios, anécdotas y sentencias que se le atribuyen, pero dado que no dejó texto alguno (al igual que Sócrates, otorgaba más relevancia a la interacción verbal, al diálogo, que a la palabra escrita) los datos biográficos que se conservan deben considerarse verosímiles sólo en parte; es casi seguro que hay bastante (puede que hasta mucho) de leyenda en las referencias posteriores sobre su vida.

Diógenes tuvo que abandonar Sínope de joven ya que mientras trabajaba en el taller de moneda que su padre dirigía había falsificado algunas piezas (presumiblemente según auspicios de cierto oráculo, y además con el consentimiento paterno), y huyó a Atenas, donde vivó el resto de sus días y conoció a Antístenes, queriendo ser su alumno; pero el cínico nunca había tenido aprendices, ni los quería, de modo que trató de ahuyentar al joven a bastonazos; mas Diógenes era perseverante, y además adulador: proclamó que ninguna vara era bastante grande para apartarle de un hombre cuyas palabras eran dignas de escucharse; Antístenes, complacido por la arenga, aceptó al muchacho. Con todo, más tarde el alumno criticaría al maestro, por no vivir conforme a sus propias teoría; acabó llamándole “trompeta que nada oye sino a sí mismo”. Diógenes, por su parte, obraría siempre en base a sus ideas y pensamientos, aunque ello supusiese una rotura radical con todo lo que le rodeaba.

Pronto adoptó Diógenes las costumbres e ideas cínicas, como menciona Jean Brun: “sin patria, sin ciudad, sin casa, pobre, vagabundo, viviendo al día, y diciendo “busco a un hombre”, arrojando su vaso y su escudilla al ver a un niño beber en la palma ahuecada de su mano y comer sobre un trozo de pan...”. Diógenes reivindicó un modo de vida austero, independiente respecto a personas e instituciones, en consonancia con la naturaleza y alejado de las posesiones materiales. Se dice que dormía en un tonel, siempre desnudo, y que tan sólo llevaba consigo una capa, su morral y un báculo. Vivía “como un perro”, de donde precisamente deriva el nombre de cínico. Menciona Antoni Martinez Riu que “quienes le motejaron con el nombre de «perro», seguramente querían señalar su total falta de aidós (vergüenza, pudor y respeto) y su carácter de anaídeia o de bestialidad franca, a lo que Diógenes asentía, y debió considerar que el epíteto de «perro» le era ajustado, de lo cual se enorgullecía”.



Rechazó cualquier convención, fuese social, moral, estética, alimentaria o de educación. Quiso trabar una hermandad universal, no sólo con los hombres, sino también con los animales. Su cosmopolitismo, considerarse como ciudadano del mundo y no únicamente de la polis particular, levantó ampollas en la sociedad griega, en donde la identidad se hallaba muy ligada a la ciudadanía; y, como es bien sabido, cuando el emperador Alejandro le vio sentado en las escaleras del templo de Cibeles, impresionado por la humildad del hombre, le preguntó si necesitaba algo, lo que fuese, que él se lo proporcionaría, Diógenes contestó: “sólo pido que no me obstruyas la luz del Sol”. Según menciona el historiador Diógenes Laercio, algunos atribuyen al cínico de Sínope su condena de que “los hombres miren y remiren tanto las alhajas que compran, y examinen tan poco sus vidas”.

Pero Diógenes nunca deseó nada más que lograr la virtud, la areté griega, y “la libertad moral en la liberación del deseo”, punto de partida de la escuela estoica, como ya vimos y señala Bertrand Rusell. Esta forma de vivir y de considerar la virtud hizo que Platón viese en Diógenes a "un Sócrates que se ha vuelto loco”. Podemos entender mejor al discípulo de éste si recordamos que Diógenes, por ejemplo, solía comer en medio del mercado ateniense (actitud muy reprobable en la época), dormir en cualquier rincón, orinó una vez encima de un hombre que le había insultado y lanzado huesos, y hasta defecó en el anfiteatro. Incluso llegó a masturbarse en el ágora... Su grosería era intolerable; su franqueza y naturalidad, desconcertantes. El derroche de composturas tan radicales ha generado el sentido peyorativo y actual de “cínico”: el que obra mal y hace ostentación de ello.

Como dice Frederick Copleston, “se asegura que [Diógenes] propugnaba la comunidad de mujeres e hijos y el amor libre, mientras que en la esfera política se declaraba ciudadano del mundo... Aconsejaba un ascetismo positivo a fin de alcanzar la libertad. En conexión con esto iban sus deliberadas burlas contra los convencionalismos y él hacía en público lo que generalmente se considera que debería hacerse en privado y aun lo que ni siquiera en privado debe hacerse”.

Para Diógenes y los cínicos, la civilización y la sociedad generan una multitud de necesidades materiales para los individuos que, sin embargo, son totalmente prescindibles. El mal no está en los hombres, sino en la sociedad en que viven; los seres humanos, aseguraba, llevamos en nuestro interior todo aquello que es de verdad indispensable para nuestro bienestar; a mayor independencia de nuestras necesidades materiales, más felicidad. Cuando menos atendamos a nuestra reputación, a nuestras propiedades, incluso la organización social y política, cuando menos importancia demos al amor (una forma de esclavitud del deseo, para el cínico), cuando menos sintamos la pérdida de un amigo, una mujer o un hijo, inclusive su muerte, entonces más libres seremos, más virtuosos y con mayor independencia. En estas últimas afirmaciones es cuando, seguramente, dejamos de sentir simpatía por Diógenes... Así, el bien supremo, la virtud definitiva y absoluta, es el retorno al estado natural, lo que sólo puede alcanzarse mediante la “autarquía”, aquella carencia de necesidades propias de los cínicos, término de raíces socráticas aunque convenientemente modificado para darle un giro consecuente con aquello que brinda la naturaleza, y no lo que responde a una propiedad de lo perfecto, como pensaba Platón.

Algunas de las anécdotas que ilustran la vida de Diógenes son verdaderamente divertidas: para que un aprendiz le siguiera y aprendiese sus nociones, le hizo atar a una cuerda un arenque, símbolo de la austeridad, e ir recorriendo los pueblos con el colgando por la espalda (el joven huyo en cuanto vio lo que le obligaban a hacer...); una vez que vio a una mujer sentada en una suntuosa litera, le dijo: “no es ésa la jaula que se merece una bestia”; y cuando un niño, hijo de una fulana, estaba arrojando piedras a una multitud, le espetó: “ten cuidado, que seguramente herirás a tu padre”; le preguntaron también en una ocasión qué hacer si se recibía una bofetada; sabemos ahora lo que diría la tradición cristiana, pero Diógenes contestó: “Ponte un casco”; y, viendo a un arquero torpe que no daba ni una sola vez a la diana, se sentó junto a ésta y proclamó: “Aquí, por fin, es donde estaré verdaderamente a salvo”.

Excepto por sus modales, sus ideas cosmopolitas y enseñanzas trasgresoras, la vida de Diógenes contiene bien poca filosofía. Pero su existencia es un buen ejemplo de cómo se puede ir contracorriente, de cómo los valores tenidos en una época por correctos y conformes a la virtud no tienen gran importancia; y no porque el relativismo deba inundar el mundo, instando a cada uno llevar la vida que le plazca, sino porque en lo tocante a educación, preceptos y principios, en atributos considerados apropiados y en valores que hacen de nosotros seres humanos como tales, aún hoy discutimos, y muchas veces sin llegar a conclusión alguna, cuáles pueden ser ésos y de cuáles es mejor prescindir. No estamos, en consecuencia, mucho más adelantados en la actualidad que en los tiempos de Diógenes

Por último, y para cerciorarnos basta con un vistazo a nuestro alrededor, la propuesta de austeridad y sobriedad material que aquel promovía está lejos, quizá más lejos que nunca, de llevarse a la práctica. La virtud de Diógenes no tuvo realización efectiva en su época; hoy, sería absolutamente imposible de alcanzar, ni siquiera en una medida más leve y tolerable. Si nos corroe el materialismo y las necesidades que éste genera, ¿hay posibilidad de adoptar (algunas, sólo algunas) de las ideas del “perro” de Sínope? ¿Alguien podría (o más bien alguien querría) vivir así: libre, independiente, soberano de sí mismo, por encima de exigencias sociales, preceptos morales establecidos y modales al uso? ¿Sería, él o ella, un valiente, un iconoclasta, o un simple loco, un chiflado desequilibrado y lunático? ¿Qué sería de él en un mundo como el actual? ¿Cuánto tardaría en apretar el gatillo o en lanzarse desde un puente hasta las aguas tranquilas de la soledad social y de la oscuridad vital?

26.10.09

La ética de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

La ética es una reflexión sobre la conducta humana que se dirige hacia la resolución de problemas tanto individuales (por ejemplo, cómo puedo alcanzar la felicidad, o cómo debo vivir para estar por encima de mi constitutiva animalidad) como sociales (cómo lograr la convivencia común pacífica y tolerante). La ética platónica, que recoge detalles del pensamiento socrático y que será posteriormente ampliada, corregida y conceptualizada por Aristóteles, es eudemonista, dado que se orienta al logro del bien supremo del hombre, esto es, a su felicidad. El bien supremo consiste en el desarrollo de la personalidad, de su alma, de forma que adquiera el estado en que debe hallarse y, por ello, sea feliz.

Al inicio del diálogo platónico Filebo, sus dos disertantes se acomodan en dos posturas antagónicas: Protarco sostiene que la esencia del bien es el placer, mientras que Sócrates cree que es la sabiduría. Pronto, sin embargo, ambos admitirán que una vida cifrada en uno sólo de esos estados, y que los potencie a la máxima expresión, no sería propiamente una vida humana; una existencia de la que no tome parte la experiencia, la memoria, el conocimiento, sería tan vacía como otra que rechazase los placeres corporales. Una vida buena para el hombre, concluyen, deberá contener tanto placeres intelectuales como aquellos que suponen satisfacer un deseo corporal, siempre que sea con mesura.

De los primeros se supone imprescindible la concurrencia de la ciencia exacta de los objetos intemporales, es decir, la geometría. La geometría describe los conocimientos más verdaderos posibles acerca de la realidad más notable. Pero como en el mundo de nuestra experiencia no hallamos más que una grosera aproximación a esos objetos intemporales, será necesario atender a un conocimiento de segundo tipo que la describa, admitiendo, siempre, que se trata de un saber inferior; un conocimiento de esta guisa sería, por ejemplo, el proporcionado por la música o la poesía. De los placeres corporales, por su parte, se aceptan únicamente aquellos que reporten salud y bondad a quien los experimenta, y se desprecian los que generan maldad o locura. Se busca, así, una afinidad entre el conocimiento, entre la sabiduría, y lo que la satisfacción del deseo puede proporcionar, tratando de encontrar una mezcla ecuánime y certera.

La felicidad sólo se alcanza, pues, encontrando la medida o proporción entre una vida sabia y una vida gozosa. Y para ello es esencial la práctica de la virtud, equivalente en este contexto a parecerse tanto a Dios como al hombre le sea posible. La ética platónica abarca cuatro virtudes fundamentales que se derivan del análisis de las partes anímicas que presenta el ser humano (la racional, la irascible y la concupiscible). Así, al alma concupiscible le corresponde una moderación, una templanza inteligente, ya que todo aquel que se muestre templado en la búsqueda de la virtud obrará de forma buena y beneficiosa, de modo que la templanza y la sabiduría no son completamente dispares. En segundo lugar, al alma irascible le atañe una capacidad de sacrificio, una fortaleza de ánimo ante las adversidades, el coraje propio de los que van a la batalla, que no se apartan de la primera fila pese a estar expuestos al peligro. Estas dos virtudes se unifican en la presente o generada por la parte racional del alma, la prudencia, que representa lo verdaderamente bueno para el hombre y los modos para conseguirlo. A su vez, las tres virtudes precedentes se suman e integran en una cuarta, la más importante, que produce la armonía perfecta del alma: es la justicia. Sobre estas cuatro virtudes platónicas gira toda la vida moral de los hombres, ya que abarcan la determinación práctica del bien (prudencia), su efectiva realización social (justicia), el coraje para alcanzarlo o defenderlo de agresiones o amenazas (fortaleza) y la moderación necesaria en virtud de la cual podemos controlar y no confundir dicho bien con el exceso placer corporal (templanza).

Platón creyó siempre que nadie optaría por el mal a sabiendas. Pensaba que si alguien actuaba o elegía hacer algo malo era debido a que se imaginaba que, en realidad, lo que hacía era bueno, aunque de facto fuese todo lo contrario; si uno se deja arrastrar por la maldad es porque, sostenía Platón, no conocía el verdadero bien, o porque cede temporalmente a la pasión, obnubilándose durante un tiempo hasta que reconozca, él mismo, que el bien aparente le parecía el bien auténtico. Esto, sin embargo, no exculparía al individuo de responsabilidad moral, porque sería autor de una falta grave, al permitir que la pasión dominara sobre su razón.

Polemarco, según cuenta Platón en La República, había postulado su teoría de que era conveniente, y justo, portarse bien con aquellos seres próximos si ellos eran buenos, pero que con los enemigos, si eran malos, no cabía remordimiento alguno para con ellos y había que actuar con maldad. Platón rechazará esta máxima (seguramente muy de moda en sus tiempos, aunque también en los actuales...) según la cual se debe ser bueno con los amigos y familiares y malo con nuestros enemigos; Platón afirma que hacer el mal nunca puede ser bueno, y nunca puede proporcionar bien ni felicidad alguna. En boca de Sócrates, Platón asegura que dañar a aquel que actúa mal es hacerle aún peor; Sócrates concluye que, si se siguen las directrices propuestas por Polemarco, el resultado de su forma de “hacer el bien” y promover la justicia es “hacer peor al hombre injusto”; sin embargo, como es obvio, una acción similar sólo es propia de un hombre injusto, y no precisamente de aquel que se aprecia como razonable e virtuoso.

18.10.09

Conceptos y términos: "Voluntad de poder"

Dentro de la rica creación y aportación de términos filosóficos que Friedrich Nietzsche nos regala (“moral del rebaño”, “superhombre”, “eterno retorno”, etc.), la expresión “voluntad de poder” es una de las peor entendidas, y en consecuencia, peor valoradas.

Para entenderla necesitamos, primero, considerar que el mundo de Nietzsche no atiende a ninguna trascendencia más allá del hombre, de la vida humana en sí misma. No hay Dios (recordemos aquella famosa sentencia suya, divinamente lapidaria...), ni hay alma, ni siquiera un mundo en el más allá. Todas estas entidades propias de la metafísica occidental han desaparecido; resta, únicamente, el hombre y la vida, el mundo en su manifestación sensible. El mundo no es obra de Dios, ni la vida, la nuestra, está en función de -o puede concebirse bajo- un fin trascendente. Lo que cuenta es el aquí y el ahora, esta vida que vivimos, que es, sin más, una expresión de una “voluntad de poder”.

Esta voluntad de poder la contrapone Nietzsche a la “voluntad de vivir” de Arthur Schopenhauer, quien retrata la vida en “El mundo como voluntad y representación” como una voluntad meramente ciega que busca la perpetuación y la dominación de los dominios en la naturaleza, una voluntad irracional y perniciosa. Schopenhauer exhorta a abandonar este impulso, retirándose de la corriente que destruye el mundo y limitándose a una mera voluntad de vivir. No obstante, Nietzsche considera a ésta como el producto de un resentimiento contra la propia vida, que no halla mejor expresión que el pesimismo y la tristeza schopenhaueriana y que aboca, ineluctablemente, a un ascetismo rígido y limitante, cercenador de lo humano y privador del crecimiento que le es propio:

“De la misma forma, odio contra la voluntad; intento de ver en la renuncia al querer, en el «Ser subjetivo sin fin ni intención» (en el «sujeto puro y sin voluntad») un valor superior, el valor superior por excelencia. Síntoma grave de cansancio o debilidad de la voluntad: ya que es ella realmente la que manda sobre los deseos, y la que les señala el camino y les asigna la medida....”

Nietzsche distingue dos tipos de fuerzas, que son las que dominan y dirigen las acciones: por una parte, una fuerza activa, que genera e impulsa una vida ascendente, en crecimiento y con anhelo de autoafirmación; y, por otra, una fuerza reactiva, identificada con una manera de vivir decadente y agotada, cuyo sueño es la desaparición del aquí y ahora y el ansia del más allá, preñado de ilusiones y promesas vanas. La posición de Schopenhauer refleja, obviamente, esta segunda actitud ante el mundo y la vida, es una manifestación de la postura reactiva y resentida contra la vida.

Así, la voluntad de poder de Nietzsche es una fuerza activa y, por sí misma, un hecho vital, que no precisa de ninguna otra fuerza que la propia, ningún impulso vital (a la manera de Bergson, por ejemplo) ni ninguna idea externa para su realización. No obstante, esto no reduce al hombre a lo puramente biológico, no lo circunscribe a lo orgánico como descripción completa de su ser, sino que trata a la vida como una manifestación de la voluntad de poder. La voluntad de poder es una fuerza, siempre afirmativa, siempre aspirante a un mayor desarrollo y perfeccionamiento, que supera todo nihilismo y toda visión limitante del humano, aquella que proclama como verdadera y cierta que sólo existe, y sólo cuenta, la idea y lo trascendente (pensamiento que arranca en Sócrates y Platón y transita entre los siglos debido a la influencia judeocristiana) en contraposición a lo inmanente y vital.

“¿Y sabéis, en definitiva, qué es para mí «el mundo»? ¿Tendré aún que mostrároslo en mi espejo?... Este mundo es un monstruo de fuerza, sin principio ni fin; es una suma fija de fuerza dura como el bronce... es una fuerza que se encuentra en todas partes, una y múltiple como un juego de fuerzas y de ondas de fuerza perpetuamente agitadas, eternamente en cambio, en reflujo continuo, con gigantescos años que se repiten regularmente, flujos y reflujos de sus formas, que van desde las más simples a las más complicadas, de las más tranquilas, de las más fijas, a las más frías, a las más ardientes, más violentas, más contradictorias, para volver en seguida de la multiplicidad a la simplicidad... Este es mi universo dionisíaco que se crea y se destruye perpetuamente a sí mismo; ese enigmático mundo de la doble voluptuosidad, éste es mi «más allá del bien y del mal»... ¿Queréis un nombre para este universo, una solución para todos sus enigmas? ¿Queréis en suma una luz para vosotros, los más tenebrosos, los más fuertes, los más intrépidos de todos los espíritus? Este mundo, es el mundo de la voluntad de poder y nada más. Y vosotros sois también esa voluntad de poder, y nada más...”

Pero maticemos el significado de “voluntad de poder”. Porque, aunque pudiese parecerlo, esta expresión no remite a un deseo, por parte de la voluntad, de poder, de adquirirlo o aumentarlo, dominando más y mejor a seres y cosas. La voluntad no quiere poder, sino que el poder es lo que quiere en la voluntad. Es decir, la voluntad significa cómo está unida a lo que ella quiere –cómo logra lo que desea-, cómo, también, domina al propio poder, y cómo, en consecuencia, no desea el poder en sí mismo, como un fin. Dice Gilles Deleuze: “no debemos dejarnos engañar por la expresión: lo que quiere la voluntad. Lo que quiere una voluntad no es un objeto, un objetivo, un fin. Los fines y los objetos, incluso los motivos, siguen siendo síntomas. Lo que quiere una voluntad, de acuerdo con su cualidad, es afirmar su diferencia o negar lo que difiere”. Así pues, lo que encierra la voluntad de poder no es más que un impulso conducente a lograr su propia elevación, su autoafirmación, la forma superior de todo lo que existe. No hay, en consecuencia, rasgo alguno de connotación política o social en ella, ni de pretensión de dominio, sino que responde a una fuerza descriptiva que no se halla sometida a ninguna otra fuerza exterior, dios o valor superior del que constituye la misma vida. Su anhelo más directo y profundo no es el de apoderarse de algo o alguien, de dominar, de subyugar, sino que, como fuerza impulsora, se reduce y descansa en el acto de creación, es ella misma creación. Creación, en efecto, de nuevos valores, creación de una forma de vida superior, tan conspicua que descuella sobre lo existente

Según todo ello, la vida, nuestra vida, es un caso particular, una pequeña parte de este vigoroso ímpetu que representa la voluntad de poder, como fuerza expansiva de la vida ascendente y derrotadora del nihilismo, de la vida decadente. Así, como comenta Antoni Martinez Riu, “cualquier fuerza impulsora es voluntad de poder, toda fuerza creativa es la esencia misma del ser, y que, como principio afirmador, está situado más allá del bien y del mal”. Contra la imagen de una voluntad tradicional, cuyo deseo es atribuirse los valores establecidos, moverse dentro de ellos y limitarse a ellos, Nietzsche reitera que el impulso de la voluntad de poder es crear nuevos valores. No aspira ni persigue poder, no lo desea en modo alguno; únicamente trata, por su deseo irrefrenable, por su instinto ciego e irracional, de forjar los valores de un nuevo señor, el aristócrata de la moral, el superhombre que, todavía hoy, aguarda su aparición en nuestro mundo actual.

12.10.09

Sobre Heinrich Mann y Nietzsche



A primera vista, el breve tomito de Heinrich Mann parece servir de escueta y muy personal introducción a algunos personajes capitales de la historia del pensamiento. Recogiendo una sucinta pincelada biográfica, Mann captura en un par de líneas sus inclinaciones y sus antipatías hacia estos genios (que todos lo son, aunque cada uno a su manera), y pretende argumentar en tan escaso texto las virtudes y defectos de los mismos. Creo que logra con creces su propósito, aunque no comparto plenamente su visión en el caso de Friedrich Nietzsche. Sin embargo, la idea que sustenta -y que emerge de vez en cuando- toda la obra de Mann es la defensa de una cultura democrática en la que la mayoría, la masa y el grupo, son considerados como los motores de la sociedad, y del futuro humano. El primado gregario es, aquí, comprensible, teniendo en cuenta el momento y las circunstancias sociales y políticas en que escribe Mann su ensayo sobre Nietzsche (1939).

En primer lugar es de justicia reconocer el mérito del hermano de Thomas Mann en la crítica a la figura del gigante alemán, tan cara en sus tiempos, cuando Nietzsche era elevado a los olimpos un día y otro también. Su valentía de nadar contracorriente en su apreciación de la obra y repercusión de este último ya nos merecen nuestra simpatía; hay que tener agallas para pensar de forma distinta al marco intelectual de tu tiempo, sobretodo si tus reflexiones críticas atañen a un personaje tan arraigado en la cultura y la acción de un país como era Nietzsche en la Alemania de mediados del siglo pasado. También podemos conceder como acertada la censura de Mann hacia las particularidades de la personalidad de Nietzsche: orgulloso, arrogante, despreciativo, fanfarrón, endiosado, petulante, etc. Todos estos defectos los tuvo el autor de "Ecce Homo" y "Aurora"; un mero vistazo a sus escritos lo revela y pone de manifiesto su carácter y consideración de sí mismo.

La lectura del ensayo de Mann revela un palpable resentimiento hacia Nietzsche. Se trata de un resentimiento por lo que escribió, por sus ideales, sus valores y acciones. Excepto un par de atributos propios de Nietzsche que Mann aprecia (“era ingenio, contradictorio, siempre sincero”), casi todo lo demás, tanto lo que fue como lo que impulsó, tanto aquello que defendió como lo que atacó, es motivo de crítica. Para el hermano de Thomas Mann, por ejemplo, Nietzsche es, sino responsable, al menos sí instigador de regímenes totalitarios, de guerras con millones de víctimas inocentes y de inclinaciones personales cercanas a la locura, por su naturaleza anti-social y anti-gregaria (no confundir los términos).



"Nietzsche ha votado por la guerra, especialmente por la guerra con muchas víctimas", afirma Mann. También asegura que los tiempos de paz en que vivió aquel influyeron para su ansia de lucha, cansado de tanta calma y tranquilidad. Nietzsche abogaba por la disputa, la confrontación, la elevación de la cultura aristocrática, de unos pocos, por encima de los demás, la plebe, el pueblo: el sacrifico de la mayoría por la ascensión de un grupo reducido, creador de nuevos valores. Su metafísica, añade Mann, “le convenía a él y a nadie más”.

Son comprensibles, repetimos, estos reproches en el marco histórico en que vivió Mann; y son reproches, repetimos también, que guardan un substancial reflejo con una interpretación “justa” que puede hacerse de Nietzsche dentro de un contexto convencional. Sin embargo, para entender cabalmente a este pensador es necesario, sospechamos, ver más allá incluso de su época y su situación social. No porque sus escritos o sus pretensiones no puedan aplicase a su tiempo, sino porque es más allá de él como podemos, tal vez, adivinar el rumbo de sus pensamientos, y su efectiva intención.

Los textos de Nietzsche son, por sí mismos, complejos y contradictorios. A veces se prestan a lecturas opuestas, y otras no transmiten más que confusión, como el propio Mann señala. Esto produjo, como es lógico, que muchos efectuaran interesadas aproximaciones a sus obras y sus palabras, justificando sus actos (sean loables o bárbaros) gracias a la ambigüedad de Nietzsche. Eso ha sucedido, por ejemplo, con los hedonistas (Nietzsche siempre abogaba por liberar la vida, por recuperar los instintos y reinvertir aquello que el sacerdote había calificado como “malo” [todo lo que, en realidad, es bueno en la vida], y viceversa), que se aferraron al alemán para dar rienda suelta a sus pulsiones largamente reprimidas. Sin embargo, Nietzsche nunca vio con buenos ojos el hedonismo autocomplaciente y sin control; hay que exigir disciplina, sacrificios, e incluso ascesis, para lograr la fidelidad a la vida creciente, una vida superándose cada vez a sí misma. Sólo aquellos que dominan sus impulsos y pasiones son los grandes hombres, los “señores”, los verdaderos aristócratas, pero aristócratas no por su posición social, como parece interpretar Mann, sino por la creación de nuevos valores, por estar “más allá del bien y del mal”, y porque son la avanzadilla de una nueva moral.

Los guerreros, también amparados por la pluma de Nietzsche, no son “guerreros” violentos (“la sangre es el peor testimonio de la verdad, envenena incluso la doctrina más pura”, afirmó en una ocasión el filósofo) en el sentido habitual, no son los soldados que salen al campo de batalla a dar su vida por un bando u otro, sino sujetos que son fuertes y nobles porque han comprendido la falsedad de la vida y rechaza la moral de los esclavos, porque ven en Dios la gran impostura, y tratan de afirmar su propia existencia e irradiar la vida, elevándola en virtud de los valores individuales y la autosuperación.

Si bien es cierto que Nietzsche habla y escribe acerca de los pueblos ‘esclavos’ y los ‘señores’, no subyuga tales estratos “sociales” a una división férrea y deseable, sino a una mera circunstancia histórica; no son menos ‘esclavos’ aquellos ricos y poderosos que utilizan sus recursos para hostigar, violentar o causar penurias a los pobres y desamparados, porque en última instancia están igualmente sujetos a la moral esclava y al ámbito de los valores tradicionales. Acerca de ser “impulsor” de las guerras o del racismo, o de mostrarse partidario de nacionalismos radicales, Nietzsche también aseguró: “el narcisismo de la consciencia de la raza germánica es casi criminal”, o “yo tengo una sencilla norma; no tener ningún tipo de trato con promotores del racismo”.

El ansia de Nietzsche, en definitiva, es la de crear una sociedad (pero siempre empezando por el individuo) afirmativa en sus valores y méritos, una nueva valoración de la vida, vitalista, que sustituya la concepción cristiana tradicional. Para ello se precisa la emergencia de una moral innovadora, con una serie de individuos creadores de nuevos atributos humanos.

Heinrich Mann, por su parte, aboga por una moral, si es que puede decirse así, democrática, una cultura en la que manda el grupo, las tendencias gregarias, en las que aunque el individuo crezca por sí mismo, está todavía supeditado y anclado a la “moral del rebaño”, en términos nietzschanos. Mann defiende que lo bueno, lo positivo para la sociedad, es igualmente bueno para el individuo o, si se quiere, que lo mejor para todos puede no ser, como en el caso de Nietzsche, el triunfo de una minoría efectiva, sino compartir un destino común y una mejora en el seno social y democrático.

Se trata, por lo tanto, de dos percepciones distintas del papel que ha de jugar —y de cómo jugarlo— el individuo dentro del gremio social. Una busca el esplendor de una “aristocracia” fuerte y afirmativa, creadora de nuevos valores y perseguidora de ideales dionisíacos; otra aparca el impulso personal, o lo limita, en pos de un equilibrio colectivo y de una renta democrática que tenga como meta el enriquecimiento de todos. Ante dos propuestas tan radicalmente antagónicas, la elección nunca resultaría sencilla, y quizá acabaríamos decidiendo más por nuestras propias tendencias personales que por un análisis racional y distanciado de los beneficios y perjuicios que ambas, como es lógico, presentan.

7.10.09

Arte, filosofía y crítica del arte

"La estética es la rama de la filosofía que se ocupa de analizar los conceptos y resolver los problemas que se plantean cuando contemplamos objetos estéticos. Objetos estéticos, a su vez, son todos los objetos de la experiencia estética; de ahí que, sólo tras haber caracterizado suficientemente la experiencia estética, nos hallamos en condiciones de delimitar la clases de objetos estéticos. Aunque hay quienes niegan la existencia de cualquier tipo de experiencias específicamente estéticas, no niegan, sin embargo, la posibilidad de formar juicios estéticos o de dar razones que avalen dichos juicios; la expresión «objeto estético» incluiría, pues, aquellos objetos en torno a los cuales se emiten tales juicios y se dan tales razones.

La estética se formula en las cuestiones típicamente filosóficas de «¿Qué quiere usted decir? y «¿Cómo conoce usted?», dentro del campo estético, al igual que la filosofía de la ciencia se plantea esas mismas cuestiones en el campo científico. Así pues, los conceptos de valor estético o de experiencia estética, lo mismo que toda la serie de conceptos específicos de la filosofía del arte, son examinados en la disciplina conocida con el nombre de estética; y preguntas tales como «¿Qué es lo que hace bellas a las cosas?», o «¿Qué relación hay entre las obras de arte y la naturaleza?» -y cualesquiera otras cuestiones específicas de la filosofía del arte-, son cuestiones estéticas.

La filosofía del arte abarca un campo más limitado que la estética, porque sólo se ocupa de los conceptos y problemas que surgen en relación con las obras de arte, excluyendo, por ejemplo, la experiencia estética de la naturaleza. Sin embargo, la mayor parte de las cuestiones estéticas que suscitaron interés y perplejidad en todas las épocas se relacionaron específicamente con el arte: «¿Qué es la expresión artística? ¿Existe verdad en las obras de arte? ¿Qué es un símbolo artístico? ¿Qué quieren decir las obras de arte? ¿Hay una definición general del arte? ¿Qué es lo que hace buena una obra de arte?» Aunque todas estas cuestiones son propias de la estética, tienen su sitio en el arte, y no se plantean en relación con objetos estéticos distintos de las obras de arte.

La filosofía del arte debería distinguirse cuidadosamente de la crítica del arte, que se ocupa del análisis y valoración crítica de las mismas obras artísticas, como algo contrapuesto al esclarecimiento de los conceptos implicados en esos juicios críticos, que es misión de la estética. La crítica artística tiene por objeto específico las obras de arte o las clases de obras de arte (por ejemplo, las pertenecientes al mismo estilo o género), y su finalidad consiste en fomentar el aprecio de ellas y facilitar una mejor comprensión de las mismas. La tarea del crítico presupone la existencia de la estética porque, en la discusión o valoración de las obras artísticas, el crítico utiliza los conceptos analizados y clarificados por el filósofo del arte. El crítico, por ejemplo, dice que determinada obra de arte es expresiva o bella; el filósofo del arte analiza lo que uno intenta decir cuando afirma que tal obra de arte posee esas características e, igualmente, si tales afirmaciones son defendibles y de qué forma. Al hablar y escribir sobre arte, el crítico presupone la clarificación de los términos que utiliza, tal como es propuesta por el filósofo del arte; en consecuencia, lo que escribe un crítico no consciente de esto se halla expuesto a pecar de falta de claridad. Si un crítico califica de expresiva una obra de arte sin tener ideas claras de lo que eso significa, el resultado será una gran confusión conceptual
".

M. C. Beardsley y J. Hospers, "Fundamentos de Estética", Cátedra, Madrid, 1976.

30.9.09

Filosofía china antigua: Confucio



Sin lugar a dudas, el maestro y filósofo más conocido de la antigua China es Confucio (Kong Qiu), que se que vivió entre los años 551 y 479 antes de Cristo. Su infancia trascurrió en medio de un ambiente pobre materialmente, y el joven Qiu (Kong es el apellido de la familia) hubo de trabajar duro para poder tirar adelante; ya fuera como funcionario menor, vigilando los almacenes del estado de Lu, o con el recuento y cuidado de ovejas y cabras. Más adelante, ya dentro de la corte, hizo estudios de los ritos y las tradiciones, y al poco tiempo se convirtió en un afamado letrado, gracias también a sus viajes, que le reportaron experiencia y enseñanzas.

Ya por entonces muchos le seguían por su sabiduría; y le seguían allá donde fuese Kong, sin importar el lugar o las condiciones. En los tiempos de Confucio China estaba dividida feudalmente, con las cortes de los señores por un lado y las aldeas campesinas, por otro. Pero las guerras hicieron perder a muchos nobles sus tierras y títulos, y para sobrevivir se dedicaron a enseñar, brindando sus conocimientos y competencias. Los letrados eran un grupo de eruditos consagrados a los ritos y ceremonias tradicionales, así como a la difusión de los textos clásicos, entre los que se hallaba Kong. Impedido durante los periodos de guerra y hostilidad a ejercer en las cortes, Confucio se dedicó a enseñar a sus discípulos. Aunque no escribió nada, como el occidental Sócrates, sus discípulos recogieron en un libro, el Lúnyu, los dichos y aforismos principales de su maestro; nosotros conocemos aquí por el nombre de “Analectas” de Confucio.

Confucio tuvo una relación singular con la religión. Muchas veces marcado como maestro espiritual, en realidad Kong Qiu se mostró adverso al “contacto” con los espíritus; de hecho, parece que ni siquiera hablaba de hechos extraordinarios, como rechazando la mitología que, tan ricamente, había nutrido la tradición china. Pero esta hostilidad hacia tales temas se debió más bien, parece, a que Confucio quería dedicar todas sus energías a servir como guía moral de los hombres y mujeres. No se trata de un ateísmo encubierto, sino de una espiritualidad de corte más mundana y práctica que la puramente arrebatada y mística.

Ahora bien, ¿qué entendía Confucio por un Ser Supremo, el Cielo o la Deidad? No queda demasiado claro, dado su renuncia a hablar de fuerzas celestes, o de la muerte, ya que siempre anteponía la responsabilidad moral y un gobierno justo. Habituaba a responder de forma evasiva (“¿Si no conocemos la vida, ¿qué vamos a saber de la muerte?”, o cuando afirmaba que la sabiduría es “atender a los hombres con justicia y respetar a los espíritus, manteniéndose lo más lejos de ellos que se pueda...”). De ahí que muchos estudiosos hayan visto en la doctrina confuciana, más que una religión ni un sistema de creencias (dado que carece de dioses, de panteón, sacerdotes o templos), una filosofía de corte social y política.

En la China antigua se aceptaba la doctrina del “Mandato celeste”, que consideraba que todo ser humano recibía una orden celeste, instándole a cumplir el deber que le está encomendado por el bien de la comunidad. Este mandato, sustento de la moralidad, a veces es difícil de descubrir, pero en cuanto el individuo lo averigua, debe encaminarse hacia su realización, sin tener en cuenta si el resultado, si la consecuencia de sus actos, será buena o mala, sino por la acción misma, por cumplir su obligación, su deber. En este sentido, la doctrina moral confuciana es claramente deontológico (y no teleológica, es decir, aquella que considera primordial los fines o las consecuencias que de éstos se derivan). Pero otra cuestión es si el individuo podrá realizar su propio mandato celeste, ya que aunque pongamos todas nuestras fuerzas y empeño, siempre existirá la fuerza del ming, del destino, de la inevitabilidad del porvenir: solía decir Confucio “si mis principios triunfan es porque así está dispuesto; si fracasan es porque así está dispuesto”. Así, lo que debemos hacer es buscar nuestro mandato celeste, hallarlo y dedicar nuestras energías a su realización, cumpliendo con nuestro deber, aunque observemos y tengamos siempre presente que el éxito no es exclusivo producto de nuestra voluntad.

El perfeccionamiento moral, la realización de nuestro mandato celeste, debe estar siempre sustentada en dos virtudes capitales: la benevolencia y la rectitud. Esta última supone hacer siempre, en toda circunstancia y situación, aquello que es correcto, justo u obligatorio, acatando aquello que el deber nos manda realizar. Como señala Jesús Mosterín, “es una virtud formal, una especie de imperativo categórico situacional, que se opone al li o beneficio... hay que hacer lo que hay que hacer porque es lo justo o lo correcto, sin pensar en las consecuencias o el posible provecho...porque si hacemos lo que tenemos que hacer porque pensamos que nos conviene hacerlo, entonces ya no actuamos moralmente. Esta posición es un claro precedente de la kantiana”.

La benevolencia, por su parte, corresponde al altruismo, a la compasión y el amor por los demás, nuestra solicitud por ayudar, beneficiar y animar a nuestros prójimos. Al contrario que la rectitud, el cumplimento de la benevolencia no tiene carácter formal, forzado, sino que brota espontáneamente de nuestro interior gracias a los sentimientos humanos. La compasión y el altruismo (que configuran el shu, guía principal del obrar) nos sugieren, como anticipo a la tesis kantiana, que “lo que no quieras que te hagan a ti mismo no lo hagas tu a los demás” y, en consecuencia, que hagamos a los demás lo que también nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Confucio asegura que seremos benevolentes y rectos si tratamos de ser y actuar moralmente para con los demás y si invertimos nuestros esfuerzos en esa única dirección.

Si, como dijimos en la nota precedente, Mo Di criticó duramente a Confucio y los letrados fue a consecuencia de su doctrina de la gradación del amor. Kong vio en la familia, y en el amor dispensado a esta, la base para todas las relaciones sociales. Sin embargo, en la familia no son iguales todos los tratamientos amorosos: no se quiere del mismo modo a una madre que a una tía, ni a un hermano que a un primo. Así, el amor no es brindado de forma universal e indiscriminada a cualquier ser humano por su mera condición de humano, sino que está regulado en función de la proximidad de esa persona en relación con nosotros. La benevolencia nos insta a amar más intensa y fielmente a nuestros hermanos y padre, aun en circunstancias adversas (o precisamente en ellas), que a los demás individuos. Nuestro amor debe ajustarse a la proximidad y relación que tengamos con ellos. Por lo tanto, el amor será superior en cuanto a los miembros directos de la familia (padres y hermanos mayores), y menos intenso a medida que vayamos saliendo de ella (vecinos, aldeanos próximos, desconocidos, etc.).

Kong Qiu contempla los ritos y las ceremonias tradicionales como una parte esencial de nuestra recta moralidad y corrección. No hay que olvidarnos, sino potenciarlos; para ello, y para que los practiquemos de forma espontánea y abierta, no forzada, se necesita lograr la benevolencia, alcanzable sólo mediante la disciplina y la educación. El autodominio permite actuar recta y honradamente, ser respetuoso con los ritos y practicarlos, y adquirir sabiduría. El mismo Confucio tan sólo logró dicho estado en su vejez: “a los setenta años ya podía seguir lo que mi corazón deseara sin caer en incorrección alguna”. Un estado en el que se actúa espontáneamente, sin esfuerzo alguno, pero siempre en armonía con lo correcto: entonces lo hecho y lo que debe hacerse son, ya, una misma cosa.

En cuanto a la mejora del Estado, Kong Qiu sostuvo que el principal remedio para su ordenación eran la clarificación de los nombres. Es decir: “si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan, de modo que las tareas no se llevarán a cabo y el pueblo no sabrá como obrar... Se precisa que los nombres se acomoden a los significados y éstos a los hechos. En el decir del hombre superior no debe haber nada impropio”.

Kong también pensaba que la única forma en que la sociedad podía funcionar correctamente y ser útil a todos era mediante el adecuada cumplimiento del deber y la función particular de cada individuo: el buen gobierno consiste en que “el soberano sea soberano, el ministro, ministro; el padre, padre, y el hijo, hijo”. El comportamiento y carácter de cada uno debe mostrar las cualidades y la conducta propias de ellos; “sólo entonces la sociedad funcionará bien y estará bien gobernada”.

16.9.09

Filosofía china antigua: Moísmo



Llamado también Mo zi o Mo Tzu, Mo Di encarna el primer pensador importante después de Kong Qui (conocido como Confucio, del que hablaremos en breve). Vivió en pleno siglo V antes de Cristo, y tuvo un papel relevante en la sociedad de su tiempo dado que era experto en temas económicos y de guerra, además de sus conocimientos y consejos de corte moral que prodigaba allá donde trabajó. El Mozi es el libro que recoge las enseñanzas de Mo Di y sus discípulos.

Aunque parece que, en primera instancia, Mo Di aprendió algunas directrices y planteamientos confucianos, bien pronto se le reveló la inadecuación de éstos para resolver los problemas sociales y políticos que reinaban a la sazón. Por ejemplo, Mo Di consideraba inútil la excesiva preocupación de Confucio y su escuela (la de los letrados) por los ritos, los actos ceremoniales e incluso los cultos funerarios, dado que suponían un gasto superfluo, una función puramente estética y muy perjudicial para el bienestar económico y social, y, además, una gran hipocresía por parte de los letrados, quienes cuidaban la preparación de ritos en honor de los espíritus sin creer realmente en ellos.

Mo Di creó una escuela, la Mójia, cuyos miembros seguían una severa disciplina y en donde aprendían todo lo relativo a la defensa de ciudades, fortificaciones, etc. La escuela, que solía recibir gente de clases populares (al contrario que la de Confucio, que sólo aceptaba a los nobles), tenía carácter casi militar, en organización y obediencia a un superior (el propio Mo Di, que fue el primer maestre), y vivían de forma muy sencilla y austera. Su propósito era formar funcionarios útiles al Estado, pero basándose siempre en las ideas de Mo Di, cuyo objetivo último era "racionalizar la sociedad, eliminando las tradiciones inútiles e introduciendo prácticas diseñadas para el mayor provecho de la colectividad" (Mosterín, 2007).

La doctrina de Mo Di parte de la idea del "amor universal". Mo Di sostenía que, para distinguir entre las acciones buenas y malas, lo correcto e incorrecto, y entre una dirección política adecuada o nefasta, se necesita un criterio o un método que nos permita dilucidarlas (de aquí nacería un interés por la lógica y sus principios): este criterio lo resume Mo Di en hacer o realizar aquello que el Cielo desea. Y lo que el Cielo desea (entendido éste como una entidad divina y personal, ordenadora de los acontecimientos) no es más que, como puede suponerse, un amor universal e incondicional entre todos los ciudadanos del mundo. No trata el Cielo de forma distinta a unos y otros, sino que les brinda por igual su luz, su oscuridad, y a todos ellos les envía lluvias, tempestades, beneficios y desgracias. Si esta es la forma en que el Cielo nos atiende, entonces nosotros también debemos hacer lo mismo. El "amor universal", el que ofrece amor a todos los seres humanos sin consideración particular alguna, es el vehículo mediante el cual la sociedad puede ganar en confianza, en respeto y ayuda y prosperidad. Si los mandatarios y soberanos aplicaran este principio la evolución y mejora de los pueblos, la calidad de vida y el progreso serían evidentes, y los beneficios (enriquecimiento de la población pobre, incremento de la estabilidad y los tiempos de paz, aumento de población, etc.) lograrían impulsar una nueva edad de oro.

El principio del "amor universal" es una réplica directa a otro, el de la "gradación del amor", propio de la escuela confuciana, que abogaba por una escala distintiva en la aplicación del amor; según ésta había que amar y tratar de manera muy diferente a las personas desconocidas o extranjeras que a las de la propia familia. El amor hacia un vecino o alguien a quien vemos poco debe ser mucho menor y menos intenso que el que brindamos a nuestros padres o hermanos. Mo Di creía que esta segregación y discriminación amorosa, habitual en los ambientes cortesanos afines a los seguidores de Cofucio, era un trato humano que tan sólo provocaba enemistades, conflictos y egoísmos familiares, y del que era necesario prescindir para ordenar y pacificar el mundo.

Las personas inteligentes y racionales, pensaba Mo Di, únicamente precisaban de su misma razón para entender y aplicar el principio del amor universal, porque comprenden que hacer el bien repercute y amplía el bien a nuestro alrededor, mientras que hacer el mal es incrementar el dolor y la perversidad, hechos que no benefician a nadie. Pero, a aquellos otros que no llegan al convencimiento del amor universal se les debe persuadir recurriendo a miedos religiosos. Así, era vital reimplantar la creencia en los espíritus para hacer ver que toda acción humana conlleva consecuencias sancionables, es decir, que todo lo que hagamos será premiado o castigado en función de si lo hecho está en consonancia con los preceptos de aquellos. La creencia de Mo Di en el Cielo y los espíritus era más bien interesada que sincera: aunque los guerreros, de los que formaba parte, mantenían dicha creencia por pertenecer al pueblo llano, al contrario que los letrados, que hacía ya tiempo eran escépticos (pese a mantener los ritos, como hemos dicho), a Mo Di lo que le motivaba era seducir a los incrédulos con la sanción de sus actos para que los orientaran hacia el amor universal.

Por último, dejaremos constancia de la peculiar relación de Mo Di con la guerra. Mo Di fue un antibelicista convencido, sabedor de que la violencia y los enfrentamientos llevan a la guerra, el mayor desastre posible del que son capaces los hombres. La guerra es condenable moralmente, desde luego, pero además afirma Mo Di que toda guerra no proporciona ningún bien a ninguno de los dos bandos; en efecto, lo que se pierde en una contienda tal (en vidas humanas, esfuerzo, tiempo, dinero, riquezas) siempre es mucho más que lo obtenido, por grande que sea. Lo explica Mo Di con estas palabras:

"Considera un país a punto de entrar en guerra. En invierno el frío es terrible, en verano el calor. Esto implica que ni en invierno ni en verano se puede hacer guerra. Pero si se hace en primavera, los campos no estarán sembrados; si en otoño, no se recogerán las cosechas. Y si se pierde sólo una estanción, el número de gente que morirá de frío y hambre es incalculable. Considera el equipo, las armas, las flechas que se perderán, los carros destruidos, los bueyes y caballos que caerán, las bajas militares, el número inabarcable de personas que perecerán. El Estado habrá robado al pueblo sus ingresos y disminuida su fuente de beneficios. Y todo esto, ¿por qué? Porque codiciamos la fama y el botín de ganar la guerra. Lo que ganamos no sirve para nada y es mucho menos de lo que perdemos".

¿Cuántos seres humanos, bienes y fortunas culturales permanecerían en pie y dignas de ser admiradas si, desde que Mo Di pronunciara estas palabras, los mandatarios y jefes de Estado, Emperadores y presidentes de Repúblicas y Gobiernos las hubieran tenido en cuenta antes de ordenar la entrada en guerra con sus hermanos?

15.7.09

Introducción al pensamiento de Karl Marx (Epílogo)



Serie "Introducción al pensamiento de Karl Marx (6 partes)

-Epílogo: Repercusión del pensamiento marxiano.

Tras examinar las raíces, las características y algunas de las aplicaciones prácticas que reclamaba el pensamiento de Karl Mark y Frederick Engels en la sociedad de finales del siglo XIX, ahora concluiremos la serie con las influencias y la relevancia de dicho pensamiento en la centuria posterior, así como las críticas que suscitó en ciertos filósofos.

Una de las peculiaridades más notables de la filosofía marxiana es que, además de poseer una importancia capital en la historia de las ideas y el pensamiento, sus tesis cristalizaron en una praxis aplicable al ámbito de la "vida ordinaria"; es decir, el marxismo logró superar el marco intelectual para abrazar la acción social y política. Fue la primera ocasión en que ello sucedió (sobretodo a tan gran escala, prácticamente planetaria, y con un profundo arraigo allá donde se realizó).

Lenin y Stalin, artífices de la Revolución Comunista en la Unión Soviética, implantaron la ideología marxista a grandes rasgos, si bien entendieron que cabía cambiar ciertas partes o nociones que, en la práctica, resultaban de difícil aplicación. Uno de los postulados sustraídos fue el del periodo conocido como "dictadura del proletariado", fase que según Marx era temporal, mientras que para Lenin debía forzosamente prolongarse en el tiempo de forma indefinida. Para éste el Estado era imprescindible, mientras que aquel, recordemos, creía que debía constitir en un mero trámite.

A partir de 1917 el marxismo comenzó su expansión y llegó a fronteras lejanas, no sólo a lo largo de todo el dominio soviético, sino también a los países próximos, como la antigua Checoslovaquia, Hungría, Polonia, y China, entre otros. Pero esta corriente de pensamiento también ha dejado su huella en países en donde no tuvo aplicación directa, gracias a la formación de partidos de corte socialista o comunista. Sin embargo, si el comunismo tuvo una vida más bien breve, ya que apenas unas décadas después de su implantación, y sobretodo en la década de los noventa del siglo pasado, los sistemas comunistas terminaron ahogándose y derrumbándose, fundamentalmente en la antigua URSS y en los países del Este europeo.

Esto ha servido para comprobar que no siempre la adopción de las ideas marxistas ha sido todo lo fiel que el propio Marx hubiese deseado, o bien que tales ideas no son aplicables dentro del curso histórico actual, o que carecen de la suficiente fuerza o interés para serlo. Además, los regímenes comunistas, lejos de liberar al pueblo trabajador, fue un acicate para la opresión y la violación de derechos humanos fundamentales, hasta el punto de generar una serie de horribles e inaceptables genocidios tanto en la URSS como en China y otros países con talante comunista (se cree que fueron cerca de cien millones las muertes generadas). Campos de concentración, hambrunas dramáticas y purgas legendarias, así como privación de libertad y corrupción, etc., etc, señalan el posible giro copernicano que unos líderes depravados pueden llegar a realizar en su propio beneficio de las tesis marxistas.

Intelectualmente, el marximo ha tenido tanto a grandes defensores como a detractores ilustres. Georges Politzer, por ejemplo, representa el filósofo marxista entusiasta, a veces hasta límites insostenibles (alababa la política leninista, y ya hemos comentado algunas de sus depravaciones); Karl Popper, por su parte, supone la vertiente opuesta, la crítica contundente. Una de las mayores censuras que Popper hace a la filosofía comunista es la de haberse presentado como una teoría presuntamente científica (basada en los conocimientos científicos de la época, y seguidora de sus mismos métodos) y, en cambio, haber errado completamente en sus previsiones: preconizó la caída del capitalismo y la eclosión del comunismo, la liberación del pueblo, la desaparición del Estado, etc. Sin embargo, como es obvio, todo ello no se ha cumplido; es más, ha sido el comunismo el sistema que ha sucumbido a sus propios fallos, y el capitalismo ha terminado por prevalecer. Los hechos demuestran que la filosofía marxista estaba equivocada. Popper termina su crítica afirmando, muy probablemente con razón, que no hay forma de predecir científicamente los acontecimientos futuros, sino que, tan sólo, es posible revelar tendencias generales.

Un crítico más sereno es L. Stevenson, quien señala el inadecuado planteamiento de las tesis marxistas y su más que compleja aplicación a la sociedad actual. Remarca, además, que muchos de los problemas que el comunismo decía solucionar no tuvieron remedio alguno, y que en algunos casos se agravaron todavía más. Sin embargo, concede que el marxismo fue capaz de mejorar las condiciones de trabajo del proletariado: aumentando la cantidad de tiempo libre, aumentando los salarios, permitiendo que los mismos trabajadores participaran del porvenir y funcionamiento de la empresa, mayor igualdad entre los asalariados, más seguiridad a las pequeñas empresas, etc. Todas estas propuestas, en principio marcadas para el comunismo, han sido adoptadas y potenciadas por el capitalismo actual, generando una mejora sustancial de las condiciones del empleado y su bienestar, a la vez que aumentaba el rendimiento de las empresas y la producción.

Por lo tanto, no fue tanto un error conceptual como de aplicación lo que truncó la vida de la filosofía marxista, lo que condenó al comunismo al ostracismo y a la oscuridad. Murió porque no vio que sus mismos postulados podían ser envenenados y contaminados por la avaricia y la obnubilación de los grandes profetas y predicadores, profetas que, en nombre del comunismo, se cegaron ante el poder. Por suerte, su muerte no ha sido definitiva; como todo en el Universo, ha resurgido de sus cenizas para acabar enriqueciendo, y hasta cierto punto ennobleciendo, el sistema enemigo, el capitalismo, que pese a sus incontables desmadres, corrupciones y vilezas, ha crecido y madurado hasta convertirse en el modelo a seguir para un crecimiento económico y social realmente notable.

No obstante, hay mucho que pulir dentro del neoliberalismo, demasiado que corregir y casi todo por innovar. Aguarda el medio ambiente, aguarda el propio ser humano, aguarda la idiosincrasia misma del trabajo, todos ellos esperando un respeto, o una reforma. Aguarda una revolución en el concepto mismo de trabajar, en percibir y entenderlo no como una obligación impuesta, sino un deseo diario. Algo que insufle vida, sentimiento y gozo, no meros recursos económicos o calidad de vida material.

El camino que nos queda por recorrer para lograrlo es casi infinito. Empecemos, pues, a caminar.

(Bibliografía fundamental:

- Historia de la Filosofía, J.R. Ayllón, M. Izquierdo, C. Díaz, Ariel, 2005
- Diccionario de Filosofía, Ferrater Mora, Ariel, 1994
- Diccionario de Filosofía Herder, Cd-Rom, 1997)

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...