15.10.19

Michel de Montaigne

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Si hay un hombre que encarna el retorno del hombre a sí mismo, dejando atrás la esencia medieval para iniciar el cambio renacentista, ese es Michel de Montaigne (1533-1592).

Nacido en el castillo de Montaigne, un pueblecito francés cercano a Burdeos, Michel fue educado por su padre con un método pedagógico en el que se excluía toda coacción y rigor. Siendo muy pequeño fue enviado a vivir con gente pobre para que supiera y conociera lo que era la dura vida campesina. No aprendió el francés hasta los ocho años, siendo el latín su lengua materna; incluso los empleados del castillo tenían prohibido dirigirse al niño en francés porque su padre deseaba que su hijo hablase el latín con toda naturalidad. Gracias a la buena posición social y económica de su padre, Michel pudo estudiar en el Collège de Guyenne de la ciudad francesa mencionada arriba. Obtuvo el grado en Derecho y fue consejero del Parlamento de Burdeos (1557). Sus trabajos como magistrado se prolongaron hasta 1566. Finalmente, a los 38 años, decidió retirarse a su castillo para dedicarse al estudio.

Naturalmente, el fruto de ese estudio y el análisis de sí mismo, que es el auténtico interés de Montaigne (la "pintura del yo"), cristaliza en sus monumentales Ensayos, título con el que se menciona por vez primera este tipo de textos, y de los que Michel fue su creador. Su idea es desnudarse, describirse sin máscaras ni artificios sino tal y como es. Sin embargo, los primeros ensayos de su obra son simples recopilaciones de sentencias y hechos procedentes de otros escritores, antiguos y modernos. Sería con el avance de sus propias reflexiones y con el andar de las páginas con las que la personalidad de Montaigne y su estilo irían  poco a poco apareciendo. Cuando en 1580 publicó los dos primeros libros de su obra inició un viaje por Suiza, Alemania e Italia, permaneciendo en la capital de este país todo el invierno. Al ser nombrado alcalde de Burdeos tuvo que regresar a su país. En 1582 y 1588 se publicaron sendas ampliaciones de los Ensayos, y Montaigne aún preparaba una cuarta cuando le sobrevino la muerte, en septiembre de 1592.

Los Ensayos deben ser vistos no como pruebas o tentativas sino como experiencias. La intención de su autor es recoger, en palabras de Nicola Abbagnano, "las experiencias humanas expresadas en los escritos de los autores antiguos y modernos y ponerlas a prueba en relación con sus propias experiencias". La obra de Montaigne no es una filosofía sistemática desarrollada en un cuerpo de doctrinas, sino un ejercicio de verdadero filosofar: la meditación personal, dirigida a tratar todos los asuntos humanos, y ese constante dialogar con los demás y la comparativa entre sus vivencias y las propias del pensador francés forman el esqueleto de su proceder filosófico.

Siempre se ha dicho que Montaigne sigue el estoicismo y el escepticismo, pasando del primero al segundo. Bien, es cierto, pero lo hace con un ánimo de síntesis, de seleccionar lo mejor de ambas posturas para acabar perfilando una orientación socrática, donde logra su equilibrio. Es decir, del estoicismo comprende el estado de dependencia del hombre respecto a las cosas; del escepticismo aprehende el modo para liberarse de esa dependencia, para que a las cosas les demos su valor justo, pero no más que eso. En la torre de su castilla se advertía el lema "¿qué sé yo?", en clara referencia a las enseñanzas socráticas.

Hay que valorar el conocimiento sensible, el obtenido por medio de los sentidos, en igual justa medida. Es importante, porque sin él no seríamos más que una piedra. Pero el conocimiento sensible "carece de cualquier criterio seguro para discernir las apariencias verdaderas de las falsas".

En sus últimos Ensayos Montaigne se vuelve cada vez más hacia sí mismo. El filosofar es ya un continuo experimentarse, como señala en el tercer libro de su obra. La existencia en sí misma es un problema, un problema abierto siempre y para siempre, que nunca concluye y que, por ello mismo, debe estar siempre en autoanálisis constante. Este modo de filosofar, que trata de dirigirse a la humanidad del yo, y que desde él comprende su singularidad (y, por otro lado, la universalidad de la condición humana, para todo ser humano, por sencilla y humilde que sea su vida), es el germen de la filosofía moderna y, a juicio de Abbagnano, "el fruto más maduro del Humanismo". Y es un proceder que seguirá, no mucho después, René Descartes en su Discurso del Método.

Montaigne acepta el hombre como es, con sus vilezas y grandezas. No puede uno elevase por encima de la humanidad, pues "no puede ver más que con sus ojos ni sujetar nada que huya de ser su presa". El hombre, en fin, debe tratar de ser, sin más, hombre. No tiene sentido plantearse y fantasear acerca de una condición mejor y más alta de la que el hombre realmente ya posee. Hay que aceptarnos, aunque ello no excluye el mejorarnos. 

También hay que aceptar la muerte. "Quien teme sufrir, sufre ya por lo que teme", nos dice Montaigne, de modo que quien enseñe a los hombres a morir, les está enseñando igualmente a vivir. Llegará nuestra hora, para todos, y si somos conscientes y lo aceptamos, llegado ese momento, aceptaremos perder la vida sin queja. Y ese pensamiento y consciencia acerca de la muerte no vuelve la vida más triste, sino más apreciable y gozosa: "A medida que la posesión de la vida se hace más breve, hace falta que yo la haga más profunda y plena". Aceptar la muerte supone y cataliza un impulso por vivir, y para vivir mejor.

No hay mejor forma de terminar esta nota que por medio de las palabras de Nicola Abbagnano, cuyas páginas dedicadas a Montaigne en su Historia de la Filosofía (Volumen 2) hemos seguido aquí: "Si la primera llamada a la conciencia de su subjetividad individual e histórica lleva al hombre, en el Renacimiento, a la exaltación de su estado privilegiado, el profundizar esta conciencia en su continuo experimentarse y ponerse a prueba, lo conduce al reconocimiento de sus límites y a la lúcida aceptación de sí mismo. Montaigne representa precisamente esta segunda fase del Humanismo renacentista; y a través de esta segunda fase el Humanismo desemboca en la filosofía moderna y abre camino a Descartes y a Pascal".

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