25.12.11

Mencio (Meng Ke)



Meng Ke (latinizado como Mencio) fue el primer filósofo chino relevante de la escuela de los Letrados. Nacido (al parecer) hacia el año 371 antes de Cristo y miembro de la nobleza, amplió y sistematizó las enseñanzas confucianas, divulgándolas a través de sus numerosos viajes a otras cortes. Mencio llegó a ser miembro destacado de la Academia creada en el estado de Qi, en donde vivían los mejores eruditos de la región. Más tarde se dedicó por completo a la escritura, redactando su obra principal, el Mèngzei, compuesto por siete libros de sentencias, que posteriormente conformaría, junto con el Lúnyú de Confucio y otras dos obras, el cimiento de los llamados “cuatro libros” de la Escuela de los Letrados (la Rújia), escuela cuyos miembros más conspicuos fueron Confucio, Mencio y Xun Kuang.

Confucio había expresado la necesidad de ser benevolente (virtud suprema) y preferir siempre la rectitud al interés propio; en la época de Mencio, sin embargo, había quiénes se preguntaban por qué no podía beneficiarse uno, sacar provecho de algo si la ocasión lo permitía. Es decir, era urgente una legitimación moral, por así decir, de la recta acción confuciana, una razón que amparara y diese sustento al comportamiento deseable. Para responder a tal exigencia, Mencio elaboró su teoría de la bondad de la naturaleza humana. Se suponía que tal naturaleza se componía de un manojo de predisposiciones y deseos, destinados a satisfacer apetitos (básicamente, comida y sexo). Si un comportamiento natural se dirige a satisfacerlos, ¿por qué debemos alejarnos de ello y, en cambio, observar la benevolencia y rectitud, en principio tan lejos de nuestros apetitos?

Mencio afirmará que, como animales que en parte somos, poseemos en efecto tales apetitos, los cuales constituyen casi toda nuestra naturaleza humana; pero no toda. Esa pequeña distinción es lo que nos hace humanos, más allá de los atributos animales; empero, hay hombres que olvidan esa distinción, y se convierten en seres vulgares. Quienes, por el contrario, son conscientes de ella y la preservan, configuran los hombres superiores. Gracias al corazón, nos dice Mencio, a su juicio el órgano del pensamiento (y, por tanto, el más valioso), podemos pensar y decidir; quien no emplea ese órgano acaba rebajando su naturaleza a la meramente animal, pues los instintos gobernarán entonces nuestra conducta y no habrá diferencia ninguna entre ellos y nosotros.

Hay otros órganos en nuestro cuerpo, pero el corazón (sede del pensamiento, repetimos) es el más importante. Los grandes hombres lo saben, y le dan prioridad sobre los demás; el sabio cultivará todo su cuerpo, naturalmente, pero sobretodo aquel órgano más noble y precioso. El corazón, prosigue Mencio, contiene cuatro tendencias o emociones naturales que conducen, si nos las apropiamos, hacia la dignidad y la nobleza. Se trata de: 1) la compasión; 2) la vergüenza; 3) el respeto y la humildad; y 4) la distinción entre el bien y el mal. Cada una de estas tendencias genera, a su vez, las virtudes básicas de benevolencia (porque la compasión nos impulsa a ayudar a los demás), rectitud (porque la vergüenza nos insta a actuar correctamente), urbanidad (respetando y siendo humildes tendemos a cumplir con la reglas de etiqueta y de cortesía) y sabiduría (puesto que distinguir entre el bien y el mal es el primer paso hacia la sapiencia). Ésas cuatro tendencias o sentimientos son los cuatro pilares que sustentan la teoría de la bondad natural del ser humano de Mencio.

La compasión es la mayor virtud, ya que es el primer y espontáneo sentimiento que percibimos en nosotros ante una situación que pone en peligro a otros; luego podremos actuar o no para ayudar, eso dependerá de la altura moral de cada cual, pero la compasión la sentimos de forma inmediata, lo que evidencia que es propia de nuestro corazón, afirma Mencio.

No obstante, aquellos cuatro pilares, fundamentos de las cuatro virtudes, pueden acabar perdiéndose, destruirse, a causa de malas vivencias o experiencias desagradables o traumáticas en la vida, que marchitan y malogran los cuatro pilares hasta el punto en que el ser humano degenera hasta comportarse de igual modo que los animales sin corazón. La dureza de la vida es la responsable: “El hombre pierde su bondad de corazón del mismo modo como se abate a los árboles a hachazos. Si uno y otro día se el hiere, ¿cómo podrá conservar su belleza?”, escribe Mencio. Así pues, la pérdida de la bondad humana es consecuencia de la sociedad, y de la dura vida que nos ha tocado vivir.

Mencio defendió siempre con Confucio el evitar dar pábulo al contagio del provecho e interés. El deber, la benevolencia y la rectitud, han de ser cumplidos; no importa si las consecuencias que de esa acción se derivan son buenas o malas para mí; lo que cuenta es el ser acatar nuestra obligación. De hecho, para Mencio el valor del deber es mayor aún que el de la propia vida, y no vacila al afirmar que, si tuviera que elegir entre ambas, escogería sin dudarlo la rectitud. Ese ánimo de espíritu, esa moralidad convertida en una luminosidad natural procedente del interior (del corazón), alegra al hombre, afirma nuestro filósofo, porque él se “deleita en el camino” (moral, se entiende), y no atiende a la meta de ese camino. Su moral, por tanto, es deontológica (como lo llegaría a ser la de Inmanuel Kant).

Mencio no se limitó a mejorar y sistematizar el confucianismo; también criticó a otras doctrinas de pensamiento (como el Taoísmo de Lao-Tsé, que veremos en otra nota futura), entre ellas las ideas de Mo Di, a quien ya conocimos anteriormente. Mencio critica a Lao-Tsé porque ensalza el egoísmo (es “la escuela del cada cual para sí”, afirma), y a Mo Di porque ensalza el amor universal (por lo que “no se reconoce a ningún soberano, ni a nuestro padre, a nuestro hijo”, sino que los amamos a todos por igual). Amar a todos igual es no amar a nadie en especial; la benevolencia posee gradaciones: no se puede amar igual a un desconocido que a nuestro padre. Las dos virtudes básicas del confucianismo, la benevolencia y la rectitud, instan a amar más a nuestros propios familiares (ancianos, hermanos, hijos, etc.), a los vecinos y, después, a los extranjeros. Además, la doctrina del amor de Mo Di era utilitarista: es decir, miraba el beneficio reportado el pueblo por un amor universal (mayor estabilidad, cooperación, etc.), y no le importaba que se tratase de un sentimiento impuesto con ese fin social positivo, extremo intolerable para Mencio, que veía el amor como un sentimiento que brota naturalmente desde nuestro interior, nunca forzado por razones de provecho o conveniencia.

Esta misma oposición entre una postura utilitarista y deontológica se repite entre Mo Di y Mencio en relación con la cuestión política. El Estado, afirmaba Mo Di, existe por convención, porque es útil organizarlo para favorecer el bienestar general de la población; Mencio, por el contrario, proclamará que el Estado existe porque debe existir. Así lo quiere el Cielo. Sin más. Por otro lado, un gobernante debe ser un líder moral, paradigma y fuente perpetua de las virtudes de benevolencia y rectitud; si un soberano carece de estos atributos no es el rey por definición, sino un tirano que ha usurpado el poder en beneficio propio. En este caso, asegura Mencio, la rebelión en contra suya está totalmente justificada, pues es un rey falso; más aún, puede matársele y ello no implica cometer el asesinato de un rey, puesto que no lo es en absoluto... a todo caso, se mata a un farsante, lo que al parecer es menos grave a ojos de Mencio... Un rey honesto educa moralmente a su población, pero para tal menester se precisa tenerlo bien alimentado y vestido; ésa debe ser, asegura Mencio, la primera tarea del gobernante: proveer al pueblo de las condiciones materiales suficientes para su bienestar.

Mencionemos, por último, el tema de la “Gran Energía Vital”. La moral del ser humano no es más que derivación, a su escala particular, de una moral universal, propia del Universo en su totalidad. El saber moral humano, la benevolencia y la rectitud, nos conducen, pues, al saber del Cielo; lo que nos convierte, si logramos aquel saber, en ciudadanos del Cosmos, auténticos cosmopolitas. El sabio que ha alcanzado la perfecta benevolencia no sólo entiende el Universo, sino que se identifica con él; descubre que todas las cosas están en su corazón, que todo el Cosmos pervive allí. Ese momento de armonía entre nosotros y el Universo produce una “Gran Energía Vital” (el llamado ), una especie de fluido que se propaga desde todas las cosas o se desplaza hacia ellas, y que reside tanto en nosotros como en la totalidad del Cosmos. El sabio verdadero es capaz de aprehender esa Energía y domeñarla, pero es una Energía que surge sólo tras una vida de sapiencia y virtud; nadie puede forzar su venida, ni obligarla a brotar.

El objetivo último de las enseñanzas de Mencio es, por lo tanto, nuestro propio perfeccionamiento a través de la rectitud y benevolencia, y la observancia del deber en la sociedad para con los demás, así como de la definitiva unión del ser humano con la totalidad del Cielo. Aspiraciones nada baladíes y que convertirían a Mencio, sin duda, en uno de los más importantes filósofos de la antigua China.

(Fuente principal: China, de Jesús Mosterín, Alianza Editorial, Madrid, 2007)

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