21.3.20

'Diálogos' de Platón (IV): Critón

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Diálogos de Platón: Primera Etapa: Socrática o de juventud (393-388 antes de Cristo)
-Apología de Sócrates: una defensa del maestro de Platón, condenado a muerte por la democracia ateniense.
-Critón, o del deber, en el que Sócrates rechaza escapar de la cárcel
-Ion, mención a un rapsoda homérica, que canta sobre la Ilíada y reflexiona sobre la inspiración poética.
-Lisis, diálogo referido a la amistad.
-Protágoras, que discute sobre los sofistas y su forma de dialogar y metodología.
-Laques, cuyo título hace mención a un general, en el que se trata del valor.
-Cármides, que trata sobre la sabiduría moral.
-Eutifrón, diálogo que estudia la piedad y si es adecuada o no la acusación.

El Critón es el diálogo más breve de entre los escritos por Platón en su primera época. Su nombre hace referencia a un amigo de Sócrates, Critón, acaudalado y con cierta capacidad de manejar a personas a través de su fortuna. Y que se presta a ayudar del mismo modo al maestro de Platón para que huya de Atenas y pueda salvar la vida.

Por su contenido, este diálogo se enlaza con la Apología de Sócrates, que ya analizamos, aunque no está claro si realmente "sigue" a este; su redacción podría ser algo posterior, pero también casi simultánea. Hay quien aporta la fecha del 396 antes de Cristo como fecha probable de composición (María Rico Gómez, en su edición del Critón: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1986). La idea discutida aquí es la de tomar decisiones que puedan salvar a uno de la muerte (o, en su defecto, de algo que nos resulte pernicioso) violando las leyes que determinan lo contrario. En el caso de Sócrates, la prisión y su inminente ejecución representan la sentencia, el dictamen de la Ley.

El Critón, seguramente a causa de su carácter primerizo y tan escueto, no pretende dar una definición general de un concepto ni de rechazar un argumento porque tiene algún defecto de razonamiento; es más, a lo largo del diálogo da la impresión de que estamos analizando conceptos, pero incluso así todo está supeditado a la idea básica del texto: la decisión que se toma y por qué.

Cuando uno decide seguir las leyes debe hacerlo hasta el último momento, hasta la última consecuencia. No tiene sentido que, cuando la circunstancia sea adversa a nuestros propios intereses, la rechacemos o intentemos saltárnosla. Esto se relaciona con el "acto heroico", acto que es en principio motivo de admiración para todo hombre. Pero si uno decide llevarlo a cabo no puede retirarse cuando está en condiciones ya de lograrlo; ello supondría una vergüenza para dicho sujeto. Actuar heroicamente es hacerlo, a través de una decisión personal y única, adecuadamente a una idea o un deber moral. Incluso aunque ello suponga dificultad o contraprestación para quien la ejecuta.

Entre la condena de Sócrates y su ejecución debió transcurrir un mes, aproximadamente. Este tiempo exageradamente largo, y angustioso para el común de los mortales, fue consecuencia de la procesión que, anualmente, enviaba Atenas a Delos en recuerdo de la victoria de Teseo sobre el Minotauro. Durante el trayecto de ida y vuelta estaba prohibido ejecutar cualquier sentencia de muerte.

Durante ese tiempo, Sócrates fue invitado (no cabe duda al respecto) a huir de la prisión, por parte de Critón y de otros amigos del sabio ateniense. La causa de esta petición estribaba en la irritación que aquellos sentían por la sentencia, a todas luces injusta. El diálogo nace precisamente de esa petición, y a lo largo de las pocas páginas de que consta Sócrates nos muestra su posición.

La razón es lo que debe prevalecer siempre. Esto significa que si los razonamientos son correctos hay que seguirla; y no tiene valor hacerlo cuando no nos afectan o no tiene implicaciones en nosotros directamente. Es precisamente al afectarnos cuando hemos de seguirlos aún más firmemente. Que haya un peligro para nosotros no obsta de ser rectos y seguir la Ley; en eso consiste el heroísmo. 

Por tanto, si Sócrates aceptase el ofrecimiento de sus amigos, salvaría la vida, sí, pero incumpliría la ley, la violaría. Si consideramos que la ley es injusta lo que hay que hacer es tratar de convencer al pueblo de que lo es, para que con el consenso se pueda modificar; pero no tiene sentido es vulnerarla y huir. Con ello sólo se logra que el pueblo considere falso, hipócrita y cobarde a aquel que antes promulgaba el seguimiento recto de las leyes y la democracia.

Platón emplea el genial recurso de la prosopopeya (es decir, personificar o atribuir a los seres inanimados facultades propia de los seres humanos; en este caso las leyes hablan en boca del propio Sócrates) para explicar por qué hay que acatar las leyes:

“Dime, Sócrates, ¿qué tienes proyectado hacer? ¿No es cierto que, con esta acción que intentas, proyectas destruirnos a nosotras las leyes y a toda la ciudad, en lo que de ti depende? ¿Te parece a ti posible que pueda aún existir sin arruinarse una ciudad en la que los juicios que se producen no tienen ningún poder, sino que son destruidos por particulares y resultan nulos?” (50b)

Los individuos no deben poseer la facultad de escoger la decisión, de elegir cuál es su castigo o su responsabilidad; eso atañe a las leyes. Hay, pues, que obedecerlas. Uno puede acatarlas aun sabiendo que ha sido injustamente condenado, pero no por las leyes, sino por la errónea aplicación de ellas que hacen los hombres. Pero, al huir, al renegar de las leyes y de la decisión que se ha tomado en base a ellas, se genera un mal como producto de otro mal.

"En fin, Sócrates, obedécenos a nosotras, que te hemos criado, y ni a tus hijos ni a tu vida ni a ninguna otra cosa estimes en más que a la justicia, para que, al llegar al Hades, puedas alegar en tu defensa esto ante los que allí gobiernan. Pues aquí, es evidente que obrar de tal modo ni para ti ni para ninguno de los tuyos es mejor, ni más justo ni más piadoso, ni tampoco será mejor cuando llegues allí. Si te marchas ahora, te vas habiendo sido condenado injustamente no por nosotras, las leyes, sino por los hombres. En cambio, si huyes de forma tan vergonzosa, devolviendo injuria por injuria, mal por mal, habiendo quebrantado tus acuerdos y tus pactos con nosotras, y habiendo hecho daño a los que menos conviene, a ti mismo, a tus amigos, a la patria y a nosotras, entonces nosotras, mientras vivas, estaremos irritadas contigo, y allí, en el Hades, nuestras hermanas las leyes no te recibirán bien, sabiendo que intentaste destruirnos en la medida de tus fuerzas. Vamos, que no te convenza Critón a hacer lo que dice más que nosotras" (54b)

Por consiguiente, lo que tenemos con este diálogo es la defensa de las leyes de la pólis por parte de Sócrates, que acepta su propio destino marcado por ellas aun a costa de su misma integridad y para su fatal final; pero la ciudad sale ganando, porque triunfan las leyes (aunque su aplicación sea equivocada). Podemos ver aquí una cierta crítica política, en tanto que parece que la Atenas de Pericles va lentamente sucumbiendo ante otra forma de gobernar y de hacer política. 

Así pues, podríamos concluir diciendo que el Critón expone dos aspectos del hombre en relación con la pólis: por un lado, el ideal de perseguir la virtud en toda circunstancia, tratando de ser incorruptible, y por otro, y relacionado con el anterior, asumir las leyes de la ciudad como propias, obedecerlas y rechazar cualquier tentación (como la propuesta por Critón) de abandonar y huir para salvar la vida.

Algunas ediciones on-line de "Critón":


Juan Escoto Erígena





















El Imperio de Bizancio fue organizado y dirigido por Carlomagno a partir del año 768, quien se mostró tan excelso en labores de gobierno como en tareas guerreras. A la muerte del emperador, en 814, le sucedió Luis el Piadoso, el heredero del Imperio. Una vez disuelto este, y muerto asimismo Luis, en 840, el reino de Francia pasó a estar bajo mano de Carlos el Calvo, con quien se logró una importante recuperación cultural.

Hacia esos años llegaron a la corte carolingia algunas obras de "San Dionisio Areopagita" (hoy, Pseudo-Dionisio), y el profesor de la escuela palatina Juan Escoto Erígena, monje irlandés, las tradujo al latín por petición del emperador. Había emigrado a Francia en 1840, a los treinta años.

Erígena compuso otras obras: Sobre la predestinación, por la que casi fue acusado de herejía; un comentario a la Jerarquía celeste, del Pseudo-Dionisio, otro más acerca del Evangelio de san Juan y los cinco libros de De divisione naturae, su obra más relevante. 

El medievalista Étienne Gilson afirma acerca de Erígena que el sentido de su doctrina es íntimamente dependiente de la relación entre la fe y la razón. La naturaleza humana tiene, por deseo innato, el ansia de conocer la verdad. Tras el pecado original, que ensombreció la razón, sólo quedó para el hombre una "física" que únicamente le permitió conocer aspectos naturales del mundo y le hizo ver la necesidad de una causa creadora. Pero desde Cristo la razón ya no estaba huérfana, y debió acatar la verdad que le es revelada por Dios. Por tanto, para comprender la verdad es preciso creerla, como había afirmado Isaías (y que San Agustin retomó). Ahora bien, el mismo Dios desea que ejercitemos la razón, porque la fe debe generar en nosotros el deseo de que también la exploremos racionalmente.

Dios ha brindando la fe al hombre, sí, pero no para que se limite a ella, sino para que sea la fuerza que sirva para desarrollar en "la criatura racional el conocimiento de su Creador". Algunos pasajes de las Escrituras cabe interpretarlos, simbólicamente, ya que para el Erígena la teología es "un tipo de poesía".

En una muy famosa cita de nuestro pensador, "la verdadera filosofía es verdadera religión, y a la inversa, la verdadera religión es verdadera filosofía". Esta expresión debe comprenderse con arreglo a lo que se acaba de decir. Y por ello mismo puede vérsele, a Erígena, tanto como un cristiano ortodoxo que como un racionalista.

La razón debe entender lo que cree. Bien. Pero, ¿cuál debe ser el método para ello? Erígena nos dice que la dialéctica platónica. Emplearemos la doble operación de división y análisis: por la primera iremos pasando géneros universales hasta los particulares, hasta alcanzar finalmente a los individuos; por el segundo, recompondremos en unidad los géneros supremos, los cuales no son conceptos lógicos sino  los propios individuos.

Escoto Erígena analiza el término Naturaleza y sus implicaciones en una famosa descripción. En su conjunto, la naturaleza se presenta en cuatro ramificaciones, como recoge en De divisione naturae, una obra de genuina raíz platónica, y en la que sigue a San Agustin.

1-Naturaleza que crea y no es creada.
2-Naturaleza que crea y es creada.
3-Naturaleza que no crea y es creada, y
4-Naturaleza que no crea ni es creada.

En palabras de Nicolas Abbagnano: "La primera naturaleza crea y no es creada; y es la causa de todo lo que existe y no existe. La segunda es creada y crea; y es el conjunto de las causas primordiales. La tercera es creada y no crea y es el conjunto de todo lo que se engendra en el espacio y en el tiempo. La cuarta no crea ν no es creada, y es Dios mismo como fin último de la creación".

La primera (1) de estas naturalezas es Dios, obviamente. Es naturaleza que crea pero no es creada, y por ello es el principio de todas las cosas. La cuarta (4) es igualmente Dios, pero en su estadio final, de reposo, como fin de su propia actividad y de los productos que ha generado. La segunda naturaleza (2), que crea y es creada, corresponde a las Ideas, al Verbo. O, más bien, son creadas porque emanan del Verbo, pero nunca existió un Verbo sin las ideas. Finalmente, la Naturaleza que es creada y no crea (3) son las criaturas, formadas a partir de las ideas, de las que participan, del mismo como las ideas participan de Dios.

Pero esta división de la Naturaleza (según el Erígena, ésta es el "acto por medio del cual Dios se expresa a sí mismo") no tiene por qué implicar el panteísmo, pero lo cierto es que subyace una cierta identificación en este sentido. El mundo sensible sería una teofanía, de modo que Dios se "revela en su obra".

Ahora bien, en la Naturaleza no todo es ser. También se incluye, de algún modo, el no ser. Bien mirado, todo "ser algo" es a la vez el "no-ser" de algo (porque, siendo lo que es, no puede ser otras cosas). Y, también, si "ser" es lo que podemos comprender y percibir, todo aquello que no lo sea formará parte del no-ser. 

Como comenta Abbagnano, "circula por toda la obra de Juan Escoto el sentido del valor superior y divino del hombre. El pesimismo propio de los escritores cristianos y del mismo Agustín sobre la naturaleza y los destinos del hombre, se atenúa en él hasta transformarse en exaltación del hombre, de sus capacidades y de su éxito final". El hombre participa de todo: comprende como el ángel, razona como hombre, siente como, vive como gusano, posee alma y cuerpo... De hecho, se podría ver al hombre como superior al ángel, pues posee cuerpo, sensibilidad y movimiento. 

El pecado es lo que aleja al hombre de Dios; si no pecase, nada le apartaría de él... y podría participar en la perfección. El hombre es su entendimiento, y la perfección del hombre es tan grande que ni siquiera el pecado original pudo destruirla. El hombre, con él, perdió no su naturaleza, sino su felicidad. 

La misma muerte del hombre es el inicio de un ascenso que le llevará a identificarse con Dios. Lo que hará será retornar al estado previo al pecado. El hombre se disolverá en sus cuatro elementos constitutivos; luego resucitará en un nuevo cuerpo; después el cuerpo será transformado en espíritu. En la última fase, la naturaleza humana volverá a sus causas primeras, que se hayan en Dios, y se moverá con él. 

Pero esto no será una pérdida del hombre en Dios, sino permanecer en su verdadera sustancia, integrada en las causas primeras y subsistiendo en la perfección divina.

El mal no es una realidad, sino una negación de ella. Dios no puede conocer el mal, su conocimiento debe ser creador. Todo lo que es, es pensamiento divino. Si conociera Dios el mal, el mal sería una realidad en el mundo. Pero no es nada real, ni sustancial. Lo que hace pecar no es la apariencia bella, sino la disposición del que la ve así. La pena que recaerá, tarde o temprano, en aquel que peca no es una decisión predestinada de Dios, pues ella es igualmente dolor y carencia, no realidad positiva. La pena y el pecado no se hallan en la mente divina, que sólo posee el bien y el ser. 

Por tanto, el mal es el pecado, la carencia o ausencia de voluntad. La voluntad libre es el libre albedrío, en Erígena, al contrario que para san Agustín, quien la entendía como voluntad de bien. En nuestro autor, la voluntad libre tiene la opción de decantarse por el bien o por el mal. Sin esa capacidad el hombre no sería plenamente libre.

Con sagacidad, Erígena observa que la justicia es dar a cada uno lo suyo y que Dios reconozca a cada hombre el mérito de haber seguido sus mandatos. Pero si el hombre no pudiese hacer más que el bien, ¿qué valor y sentido tendrían esos mandatos? Dios otorgó el libre albedrío para que el hombre pudiera pecar o no pecar. 

La idea de un "infierno material" adonde llevar a los "condenados" no tiene cabida en un universo cuya materia ha vuelto a sus principios inteligibles. Es, dice Erígena, un residuo de superstición pagada que el cristianismo debe superar. La beatificación o condenación de cada uno tendrá lugar en su conciencia, porque la auténtica muerte es la "ignorancia de la verdad".

Juan Escoto Erígena es una isla maravillosamente fresca y genuina en el pensamiento medieval, que aparece de improviso en el siglo IX, precedida de una pobreza cultural y de investigación tristemente evidentes. Fue un espíritu libre, de gran capacidad especulativa. Resulta casi, como señala Abbagnano, "un milagro" en el árido panorama filosófico de este periodo. El mismo autor italiano nos indica su relevancia: "La obra de Juan Escoto ha tenido una importancia decisiva para la ulterior evolución de la escolástica [...] En la especulación posterior no hay filósofo de la escolástica que no se relacione con él directa o polémicamente".

Sus análisis tratarán todos los aspectos y problemas fundamentales de la escolástica. Erígena representa, pues, una mente valiente y crítica, asombrosamente lúcida en un tiempo en el que, tras su muerte, la cultura cristiana occidental iba a entrar, nuevamente, en un periodo de aislamiento y mediocridad.

(Nota: Para la realización de esta entrada nos hemos basado en la Historia de la Filosofía, de Juan Carlos García-Borrón, Volumen II)

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