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22.11.07

Pericles y la democracia de Atenas



Pericles, que vivió entre 495 y 429 antes de Cristo, fue uno de los más importantes políticos y oradores atenienses. Su ingenio permitió a esta ciudad griega erigirse como un motor cultural único a la hora de producir las más variadas y logradas obras, ya fuera en el terreno político, filosófico (con los ejemplos de Sócrates y Platón), artístico o histórico. Su impulso constante a las letras y a los monumentos y la mejora incansable en la calidad de vida de los habitantes de Atenas hicieron de esta ciudad un semillero increíble de creación y originalidad, como nunca hasta entonces, ni después, se ha visto, sobretodo considerando la escasa población de la capital griega.

Para entender por qué apareció la sofística y la posterior reacción a ella de Sócrates y Platón es necesario aproximarnos a Pericles, a sus actuaciones democráticas en Atenas y su ímpetu cultural. Desde tiempo atrás, casi por naturaleza, la posibilidad de alcanzar la virtud, es decir, la excelencia de una vida plena y digna, se reservaba a las clases aristocráticas, dado que los plebeyos carecían de tiempo y no se consideraban aptos para alcanzarla. Pero Pericles cambió esta circunstancia instaurando un sistema de sorteo para el arcontado (una forma de gobierno en la cual el poder descansaba en nueve jefes, los arcontes, a quienes se cambiaba todos los años por elección), así como para los funcionarios. De hecho, toda magistratura no especializada seguirán este tipo de sorteo, por lo que los cargos vitalicios estarían sujeto a ser depuestos, incluido el del mismo Pericles. Así, casi todo ciudadano (casi todo, porque los esclavos y mujeres estaban al margen) podía, por sí mismo, acceder a un puesto de este tipo, valorándose sus aptitudes en detrimiento de sus orígenes o ascendencia. Además, se retribuía por los servicios prestados a la polis, decisión que, como vimos, Platón criticó posteriormente a los sofistas en relación a la filosofía. Pero la idea que subyace a esta determinación no es tanto, por supuesto, envilecer la propia filosofía, sino ofrecer la posibilidad de que todos, no sólo unos pocos privilegiados, la enseñen y abarque, así, un mayor horizonte. Con esto, como señala C.M. Bowra, "Pericles completó el proceso de democratización e hizo que Atenas reclutase a sus servidores en una extensión mayor y los recompensase por sus servicios" ('La Atenas de Pericles', Alianza, 1979)

Así, la idea de Pericles era que los pobres, por el hecho de serlo, no se vieran impedidos de participiar en la vida política activa. Sorprende que la palabra democracia estuviera tan literalmente aplicada en la Atenas clásica. Porque la facultad popular de gobierno no quedaba en manos de unos representates electos, sino que el mismo pueblo el que ejercía el poder. Por lo tanto, la asamblea popular, la institución más relevante, constituida por todos los ciudadanos, era soberana, y su poder y radio de acción no estaba limitado por nada: esto significa que aquel que mejor dominara el arte de la persuasión, el que mejor hablara, entusiasmara o agradara a la audencia era el que podía llevar el mando político de la ciudad. Y en este terreno, por supuesto, los sofistas, artistas de la palabra y la capacidad para convencer, tenían las de ganar, otro punto que relaciona la democracia ateniense con la filosofía.

En épocas de paz, el pueblo (démos) estaba sujeto a las órdenes y mandatos del señor, al que servían fabricándole instrumentos y utensilios o cosechando sus campos. Sin embargo, en la guerra de poco servían las ayudas de los poetas o el enfrentamiento personal: era imprescindible la unión, la agrupación de cuántos más griegos mejor. En estas circunstancias el démos era quien mandaba, el que llevaba las riendas, por lo que las ordenanzas aristocráticas perdían su relevancia. Esta condición, a su vez, exigía la isonomía (es decir, la igualdad de todos ante la ley, símbolo de la democracia teórica) y la isegoría (el derecho a la palabra, a su acceso y uso público). En la Oración Fúnebre, recogida por Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso, leemos un conciso resumen de las medidas políticas y sociales de Pericles : "nuestra política no copia las leyes de los países vecinos, sino que somos la imagen que otros imitan. Se llama democracia, porque no sólo unos pocos sino unos muchos pueden gobernar. Si observamos las leyes, aportan justicia por igual a todos en sus disputas privadas; por el nivel social, el avance en la vida pública depende de la reputación y la capacidad, no estando permitido que las consideraciones de clase interfieran con el mérito. Tampoco la pobreza interfiere, puesto que si un hombre puede servir al estado, no se le rechaza por la oscuridad de su condición." Esto significa que ser ciudadano de Atenas era tener ya una función a realizar: había que comprometerse ante las circunstancias de la ciudad donde se vivía, actuar, mandar o ser mandado, no permanecer de brazos cruzados a la espera de que otros lleven a cabo sus propias acciones, "pues somos [los atenienses] los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella [la actividad pública].

Por otra parte, una particularidad que define la democracia de Pericles es, por supuesto, la libertad. Pero no debe entenderse ésta como el privilegio de hacer lo que nos venga en gana, ya que se trata de un estatuto con dos extremos bien complementarios: de una parte, hay que ser libre en relación a toda exigencia o imposición personal, y por otra, cabe obedecer a las leyes generales. Es decir, todo ciudadano queda liberado de las sujeciones a otros ciudadanos o grupos al formar parte de la polis, pero al mismo tiempo debe ser libre "sujeto a la misma ley".

Sin embargo, Pericles llevó a cabo también un conjunto de reformar o reinterpretaciones en el campo, mucho más peligroso, de la religión. Peligroso por lo que ya se vio en relación a Protágoras, a quien se acusó de impiedad algo más de una década después de la muerte de Pericles. Éste tuvo la osadía de considerar, casi laicamente, a los dioses: esto es, para él los dioses no eran una creencia, sino una conjetura, pues se los consideraba en virtud de un consenso general; no cabía temerlos, pues los dioses son los que hacen el bien; y se les podía entender, tal y como hacían los materialistas, como abstracciones de las virtudes... . O sea, una serie de ataques, más o menos encubiertos, hacia la religión tradicional, ataques que señalan también la conformidad de Pericles con ideas sofistas, como las del propio Protágoras.

Esto tuvo consecuencias, no podía ser de otra manera, en las estrechas y aún piadosas mentes de la aristocracia y clase media ateniense: por mayoría decidieron aprobar una ley que autorizaba a acusar de impiedad a todo aquel que no creyera en la religión y, en cambio, se dedicara a enseñar "astronomía". Más radicalmente, incluso, se podía penar a todo aquel que no demostrase veneración a los dioses. Esto cogió casi por sorpresa a Anaxágoras, de quien fue alumno el mismo Pericles en su juventud, y la propia compañera de Pericles, Aspasia de Mileto, que fue acusada de corromper a las mujeres atenienses (al parecer, porque regentaba un burdel), aunque el líder ateniense pudo salvarla. Este tipo de leyes fueron cada vez más habituales y cruentas, hasta que cristalizaron en la pena de muerte pedida a Sócrates, justo al inicio del siglo IV antes de Cristo.

Con ello, naturalmente, si bien el prestigio de Atenas se mantuvo durante varios siglos más, el anhelo ilustrado de Pericles acabó definitivamente ahogado; no pudo pues hacer nada cuando, en 430 antes de Cristo, sus enemigos lo depusieron del poder y arrebataron el generalato. Unos meses más tarde Pericles moriría víctima de una epidemia (seguramente fiebre tifoidea, según se piensa actualmente). En su Oración Fúnebre, Tucídides se lamenta finalmente por la desaparición de Pericles, pero aún llora más por la pérdida de una ciudad, Atenas, que iniciaría así una lenta decadencia, tras la época de extraordinaria grandeza que el líder ateniense supo inspirar.

26.10.07

'Utopía', de Tomás Moro



Empezamos el pasado mes de septiembre analizando la República, de Platón, primera y genuina obra de corte utópica de la que tenemos constancia. La segunda de la serie, igualmente importante y gustosa de leer es la propia Utopía, del inglés Tomás Moro (1478-1535), máxima e idealizada expresión renacentista de la organización política y social.

La utopía de Moro nace, en parte, como consencuencia del descubrimiento del Nuevo Mundo, con los relatos y observaciones de esa otra cultura, la nativa americana, que empezaba entonces a divulgarse. El hallazgo de estructuras sociales y políticas radicalmente diferentes a las existentes en la Europa medieval sirvieron de acicate a los escritores utópicos para imaginar y realzar un mundo idealista en el que las injusticias y las carencias de aquélla no estuvieran presentes y fueran sustituidas por relaciones y tratos más humanos, acordes con el nuevo espíritu renacentista. Además, Moro se vio también influido por las ideas de su amigo Erasmo de Rotterdam, quien seguramente le ayudó a redactar Utopía. Partiendo de estas fuentes, Tomás Moro compuso una oda a una sociedad libre y perfecta, suponiéndole los valores y estructuras siguientes, a grosso modo:

Utopía se desarrolla en una isla, que dispone de varias ciudades en las que la explotación agrícola y ganadera se realiza por turnos de grupos patriarcales, de como máximo cuarenta individuos. Cada año los grupos se relevan, de modo que todo la población participa activamente en las tareas que proporcionan alimentos. La propiedad privada ha sido abolida, y las gentes cambian de casa cada diez años. Los magistrados, representantes de la población y elegidos por ellos, deciden qué principe, entre cuatro, será quien gobierne. El Consejo se reúne cada tres días para analizar y discutir las cuestiones de la república. Aunque la agricultura es la ocupación fundamental, cada persona puede elegir también otros trabajos u oficios (como tejedor, herrero, albañil, etc.), de acuerdo con sus intereses, aficiones o las necesidades de la misma ciudad. La jornada laboral es de seis horas, y otras ocho se dedican al descanso nocturno. Las diez restantes son de libre empleo personal; pueden suponer lecturas, música, juegos instructivos o conversación, pero se evita (y se castiga) la ociosidad, el no hacer nada, la improductividad. En Utopía ni las joyas, el oro o el dinero tienen importancia (de esto hablaré más adelante). La medicina es universal, y se permite la eutanasia, si no hay alternativa. Dado que la distribución igualitaria de los bienes no genera divisiones de ricos o pobres, sino que todos tienen la misma riqueza, el excedente no es para la propia república, sino que se exporta al extranjero. Se fomenta la investigación científica, la tecnología y los estudios de todo tipo. La religión debe ser compatible con la razón (reminiscencias de las ideas escolásticas...), y aunque la religión de Utopía es similar a la católica, se permite la libertad de culto.

Leer Utopía es un ejercicio de imaginación, porque hay que crear constantemente, a partir de las palabras de Moro, el ensueño de una ciudad insuperable en sus medidas políticas y prácticas sociales. Cabe, por supuesto, hacer algunos reproches a la visión del amigo de Erasmo, como la de la represión de las relaciones sexuales fuera del matrimonio, la vigilancia, la carencia de cierta libertad en cómo vivir nuestro tiempo no laboral, etc. Pero, a mi juicio, el aspecto más destacable de toda la Utopía es el análisis y consideración que hace Moro (por boca de Rafael Hytlodey, el navegante portugués que nos ofrece el relato acerca de la república utópica) acerca del dinero y de las repercusiones que éste tiene en la sociedad.

En efecto, una vez concluida la descripción de Utopía, Hytlodey inicia una serie de comparaciones entre la situación de ésta y la sociedad europea, así como una breve disertación sobre las influencias perniciosas que el dinero causa en las gentes y en la estabilidad de la república. Para empezar, Moro recrimina, en el viejo mundo, la falta de tranquilidad ante la vida de los agricultores y gentes sencillas, que deben estar permanentemente nerviosos ante la hipotética carencia de bienes básicos, mientras nobles y señores feudales disfrutan de todo tipo de placeres y lujos innecesarios sin realizar ninguna aportación a la sociedad:

"¿Cómo puede justificarse que un pobre, o un plebeyo que sea usurero, u otro cualquiera que no se ocupa en trabajo alguno o que toda su acción es poco necesaria a la República, pueda adquirir a base de tal ociosidad el vivir con esplendor y regalo, y que un trabajador, o un hombre del campo, tenga que trabajar día y noche con tanta fatiga que no la toleraría un animal, para granjearse escasamente su alimento, con menos comodidad que los brutos, que ni se cansan tan intensamente ni padecen por el temor de que les falten las cosas necesarias para la vida?" [...]

"¿No es ingrata e injusta aquella República que desperdicia grandes caudales en los que llama nobles, en los artífices de cosas vanas, en los bufones, en los inventores de deleites superfluos, y en muchos otros por el estilo, no teniendo el menor interés por el bienestar de los agricultores y toda clase de trabajadores, sin los cuales la República no podría subsistir?"
Acto seguido, Moro presenta la hipótesis, nada injustificada, tanto entonces como ahora, de que el dinero es el responsable directo de gran cantidad de desgracias, conflictos y tragedias que afligen a las personas. Y aboga por una sociedad no regida por él, como Utopía, en la que el dinero, las joyas y las posesiones personales son denostadas:

"¿Quién no sabe que los engaños, hurtos, robos, tumultos, alborotos, enemistades,
motines, asesinatos, traiciones y venenos (que cada día son más frecuentes, porque los castigos no bastan para evitarlos), todo ello desaparece si se desprecia el dinero?"
"Sí, la misma pobreza que sólo parece carencia de dinero, si la moneda desapareciera también disminuiría y se esfumaría."
"¡Tan fácilmente podrían los hombres obtener su manutención si no hubiera obstaculizado por sí sola el camino entre nosotros y nuestra manutención aquella misma apreciada princesa, doña Moneda, que fue muy encarecidamente concebida e inventada con la buena fama de que por medio de ella se abriría aquel camino!"

El dinero, si bien Moro procedía de familia acomodada, era para el inglés una especie de enfermedad, una infección que contamina toda vida común y estable, inhabilitando la buena fe y el entendimiento entre personas; el dinero, la moneda, el papel timbrado, no son elementos de convivencia, de paz, de cohesión social. Más bien representan la lucha, la disensión, una pugna resistente entre el que los posee y el que no, entre el que se hace rico y quien permanece pobre. De toda la Utopía, quizá sea este punto, el hecho de querer suprimir el dinero de la sociedad, el más propiamente utópico, por su inviabilidad, mucho más clara hoy en día que entonces: porque, ¿podría alguien vivir sin dinero? Más aún, ¿alguien querría hacerlo? ¿No estamos, desde hace tiempo, identificándonos con él, creyendo que nos representa, que es él y no nosotros mismos lo que nos define?

Aparta al dinero del hombre y podrás ver cómo es en realidad, cuáles son sus valores. El dinero supone hoy la separación entre poder hacer, o no, entre ser, o no, entre vivir, o no. Pero, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar en su adquisición? ¿Qué vamos a sacrificar de nosotros mismos para tenerlo en nuestras manos? Hay quienes tras él han perdido, no ya su identidad, sino el propio rastro humano que le caracteriza. Es una continua carrera en pos de ese elemento burocrático y hechizante; pero no lo poseemos, es él quién lo hace. Y así, tal como nos dice Moro (si bien en relación a la Presunción, otra de sus princesas sociales), el dinero es:

"Esa bestia infernal que se introduce en los corazones de los hombres y
les impide seguir el recto camino de la vida; está tan enraizada en los pechos
humanos que no puede ya ser arrancada."


20.9.07

El Neoliberalismo

En nuestro mundo actual, como todos sabemos, domina ampliamente el capitalismo, una teoría económica en la que destaca el capital como fuerza de producción y que defiende el protagonismo de la empresa privada en asuntos económicos en detrimiento del Estado. Se trata de un sistema muy difundido a lo largo y ancho de todo el planeta, implementado en países del primer mundo y, también, en los países en desarrollo. El fin último del capitalismo es emplear el capital invertido para maximizar los beneficios, en lugar de cubrir las necesidades básicas o domésticas. La economía capitalista mundial a la que estamos sujetos supone, pues, un modo de producir para la venta o el intercambio, no sólo para ofrecer alimento y manutención a la población.

La noción de capitalismo se basa en la doctrina política del liberalismo, que hunde sus raíces en las ideas capitalistas de Adam Smith, recogidas en su manifiesto La riqueza de las naciones. Smith y sus sucesores concebían una economía en la que el Estado quedaba reducido a su mínima expresión; tal sólo debía éste preocuparse de asegurar el respeto por la propiedad privada y su propia defensa por medio de la coerción (es decir, la policía y las fuerzas militares), además de algunas otras medidas menores. Si el Estado participaba en asuntos económicos, pensaban los liberales, provocaría una perturbación perjudicial para el sistema, de modo que la mejor manera de alcanzar el pleno desarrollo económico era establecer el libre comercio, eliminar las limitaciones en la fabricación, así como las barreras o aranceles comerciales, imponiendo la competencia y la libre empresa.

Este liberalismo perduró hasta la Gran Depresión, cuando John Maynard Keynes propuso que se precisaba un cambio de rumbo económico. En el nuevo modelo de Keynes el gobierno y los bancos centrales podían y debían intervenir para lograr el pleno empleo y promover el bien común. Pero esta alternativa se quebró tras unas décadas de existencia, sobretodo como consecuencia del colapso del comunismo, y a partir de entonces el liberalismo cobró vida de nuevo bajo la forma de neoliberalismo.

El neoliberalismo es, básicamente, muy similar a su antecesor, con sus ansias de libre mercado y escasa participación estatal en cuestiones empresariales. Para conseguirlo, por una parte, precisa de un comercio internacional y una inversión sin aranceles, pero por otra, y aquí radica uno de los (muchos) problemas del neoliberalismo, hay que reducir los costes. Mas, ¿cómo hacerlo? Hay dos alternativas principales, a cada cual peor: o bien pueden buscar una mejora de la productividad (eufeumismo clásico para definir el despido de trabajadores, circunstancia que vemos a diario en las grandes empresas y fábricas...), o bien pueden, sin demasiados escrúpulos, contratar a otros que realicen el mismo trabajo con salarios más bajos (extremo, por desgracia, también muy evidente en nuestra sociedad actual).

Además, como el corolario del neoliberalismo es el beneficio, hay que alejar al gobierno de las medidas que puedan disminuir aquél, como por ejemplo, las relacionadas con el medioambiente (las cuales anteponen, o por lo menos equiparan, el respeto a la naturaleza al beneficio) o incluso, las relativas a la seguridad en el trabajo. Todas estas medidas suponen controles, inspecciones, revisiones, etc., es decir, gastos gubernamentales, que cabe suprimir, o reducir, si la meta es maximizar los ingresos. Al mismo tiempo, si se llevan a cabo estas regulaciones, que afectan directamente a las empresas y trabajadores, también podrían realizarse otras, encaminadas a la propia población, que abarataran los costes y favorecieran la privatización. ¿Cuáles podrían ser, dichas medidas?

He aquí otras de las miserias del neoliberalismo: para reducir el gasto público sostiene que cabe actuar en sanidad, educación y servicios sociales, pero no mejorando dichas prestaciones, sino minimizándolas. La solución es la desregulación y la privatización, es decir, traspasar, vender a inversores privados las empresas estatales, tales como bancos, escuelas, hospitales, etc. Esto empieza a tener unos efectos catastróficos en la calidad de la atención a la población: si el beneficio es lo que cuenta, como dice Noam Chomsky, entonces lo primordial es aumentar las ganancias, no dispensar un buen trato a las personas que, de hecho, son las que posibilitan y sostienen todo el sistema económico. Un ejemplo prosaico son los hospitales: la comida de antaño, si bien no de una calidad extraordinaria, era medianamente comestible; ahora, sin embargo, prevalecen los alimentos enlatados, plastificados y de apariencia antediluviana. El responsable de ello es, por una parte, la empresa privada, que se dedica a reducir los gastos de alimentación en pos de un mayor beneficio económico, y por otro, el mismo gobierno, que ha dejado en manos del mejor postor el cuidado y la salud de sus conciudadanos. La consecuencia, como es fácil advertir, es el enriquecimiento del poderoso. Es una vieja castaña, sí, pero es la verdad.

Podría continuar enumerando las (numerosas) críticas que ha recibido el neoliberalismo y sus actuaciones, algunas muy razonables, como es de justicia advertir. Sin embargo, también ha generado hechos muy positivos, como es el aumento del nivel de vida general, al disponer de mayor cantidad de alimentos, más viviendas, atención médica, etc. Así mismo, una de las obsesiones del neoliberalismo es anteponer los derechos individuales al bien común, en total contraste con su homológo comunista. Esto, en una sociedad poco respetuosa con sus logros y patrimonio cultural, puede ser la solución para que, con el tiempo, dicho patrimonio subsista. No obstante, en muchas otras supone que los menos privilegiados se vean obligados a hallar soluciones a sus problemas.

Por lo tanto, el camino por el que nos están conduciendo las medidas neoliberales no parece el más halagüeño para una sociedad y una economía sana. Más bien, al contrario, semeja una especie de jungla en la que prevalecerá la ley del más fuerte, el mejor adaptado para derrotar al "enemigo", en una carrera, tal vez sin freno, por hacer de nuestra vida la quintaesencia del dinero, del beneficio, de las cuentas bancarias y de la provisión de recursos económicos. ¿Será el neoliberalismo lo que necesitamos para distinguir al prójimo de un rival al que hay que vencer, a la sociedad de una cárcel en la que medramos sin escapatoria, será, en definitiva, lo que precisamos para diferenciar al dinero de nuestra propia esencia porque, por supuesto, nuestra vida radica y se expande mucho más allá del beneficio, de las ganancias?. Si la respuesta a esta pregunta, como parece ser, es negativa, es decir, si la vieja doctrina de Adam Smith, en realidad, nos está encadenando aún más hacia todo ello, hacia la perspectiva de una vida ligada cada vez más al entramado económico, si la protagonista, en fin, no es la propia vida, sino el dinero, lo que todos deberíamos plantearnos es: ¿nos está ayudando en algo, el neoliberalismo?

2.9.07

Platón: 'La República'

Como hombres libres que somos (al menos, a eso aspiramos), es dudoso que no nos hayamos, alguna vez, cuestionado el modelo de sociedad y política reinante en nuestros tiempos. Quizá, concedo, no lo hayan hecho aquellos que moran a nuestro lado sin enterarse de dónde están, quiénes son y hacia dónde quieren ir (desgraciadamente, sospecho que son unos cuantos), pero la mayoría de nosotros, precisamente por la creencia en nuestra libertad, vemos en el mundo que nos rodea unos pocos, bastantes o muchos elementos que modificar, erradicar o suplir. Es decir, tenemos un ideal de sociedad, de política, y de mundo. Nos gustaría que éste, las gentes que lo pueblan y las normas y leyes que ellos han creado estuvieran más acordes, de ser posible, con nuestras voluntades y percepciones. Algunos construyeron en el pasado todo un modelo de ese tipo de sociedad idealizada, modelo que plasmaron y dejaron escrito para la posteridad (y que suele llamarse Utopía) como por ejemplo Tommaso Campanella (La Ciudad del Sol, 1623, de la que, también cabrá hacer un pequeño comentario en el futuro), o la clásica Utopía, de Tomás Moro (1516). Sin embargo, el primer esbozo de sociedad utópica corresponde a Platón [427-347 a. de C.] (de quien, por cierto, aún no habíamos hablado en estos desperdigados y errantes apuntes...), cuya obra La República, escrita hacia 370 antes de Cristo, constituye un acercamiento a sus ideas sobre la sociedad, la política y el ideal de polis griega.

Es sabido que Platón presentó sus obras en formas de diálogo. Su maestro, Sócrates (470-399 a. de C.), ya había empleado este género para llegar a un conocimiento mediante el debate y la discusión de ideas (forma de saber que se ha dado en llamar dialéctica). De los diálogos de Platón La República quizá sea el más importante, amén del más recordado y seguramente también el más leído. La edificación de un Estado ideal conforma la primera parte de esta obra, y es ahora la que más nos interesa.

Los manuales al uso de la historia de la filosofía nos dicen que Platón dividió la polis o ciudad ideal en tres tipos de ciudadanos; como ésta debe construirse a imagen del hombre y el hombre posee tres tipos de alma, habrá una correspondencia entre cada una de dichas partes y las del alma humana. O sea, en primer lugar, aquellas gentes en las que domine el alma concupiscible (o el placer sensible, o del estómago, para entendernos...) serán los productores (comercio, artesanía, agricultura, etc.), cuya mayor virtud es la templanza. Seguidamente, si predomina la parte irascible del alma (anclada en el pecho y que contiene aquellas disposiciones nobles de espíritu), las gentes serán encuadradas dentro del grupo de los militares, por su fuerza y valentía. Por último, si la dominante es la parte racional del alma, entonces nos hallamos ante los verdaderos gobernantes, pues destaca la inteligencia y la sabiduría y son ellos quienes deben encargarse de la legislación y la educación ciudadana.

Estos últimos, los gobernantes, deben ser filósofos porque, como cuenta Platón en la Carta VII, en su tiempo, "el derecho y la moral se hallaban corrompidos, y aquella situación en la que todo iba a la deriva me producía vértigo. Entonces me sentí irresistiblemente movido a cultivar la verdadera filosofía y a proclamar que sólo su luz puede mostrar dónde está la justicia en la vida pública y privada, convencido de que no acabarán las desgracias humanas hasta que los filósofos de verdad ocupen los cargos públicos, o hasta que, por una gracia divina, los políticos se conviertan en auténticos filósofos".

Por otra parte, la virtud fundamental de la vida en la polis es la justicia, cualidad que consiste básicamente en lograr la armonía entre ciudadanos, entre clases, y con el Estado, en general. Este propósito sólo es posible, para Platón, cuando cada uno de los ciudadanos o clases cumplen con su cometido para con el Estado sin pensar u obedecer a su propio interés. Ello es factible si no poseen propiedad privada ni familia, y el Estado se encargará de formar a hombres y mujeres por igual, según sus aptitudes. Hasta aquí la parte buena, o por lo menos, relativamente aceptable de La República.

No obstante, Platón propone una serie de medidas educativas y sociales que, hoy, parecen inhumanas, alienantes y bastante miserables. Para que los gobernantes consigan las cualidades que se les suponen, la educación debe ser amplia, variada y estricta. La formación estará basada en la música y la gimnasia (que hoy sería algo así como humanidades, más ciencia, y educación física). Pero no debe el gobernante aprender cualquier cosa, sino sólo aquello beneficioso para su tarea futura: por ejemplo, no sirve de nada aprender a Homero o Hesíodo, porque sus chanzas son superfluas y, además, en ciertos pasajes de sus obras, se expresa como un temor a la muerte y esto, como señala maliciosamente Bertrand Russell, no es deseable, porque "hay que tratar que los jóvenes mueran gustosamente en la batalla". Los ideales de seriedad y decoro, tan presentes en Platón, están ausentes por completo en los poetas, quienes manifestaban una jocosidad y un placer por las fiestas nada apetecible para el regio y templado porte de los gobernantes platónicos. Por lo que respecta a la música, sólo cabe escuchar aquellas melodías que inciten al valor, a la vida templada, pero no las que contienen ritmos pesadumbrosos o melancólicos. La vida comunal y el hecho de que las mujeres y los bienes sean de todos, además de la medida estricta que opta por desligar a los padres de los hijos desde el nacimiento (así, cualesquiera personas mayores podrían ser nuestro padres), tiñe a la ciudad ideal de Platón de un cariz deshumanizado y parco en afectos.

Asimismo, ¿por qué debe ser el Estado quien valore las aptitudes de los individuos y decida cuáles son los trabajos en los que serán más competentes y eficaces? Sólo cuando la persona esté desorientada y no sepa cuáles son sus cualidades debe entonces intervenir el Estado (o así debería ser en una sociedad abierta), pero en los otros casos son los ciudadanos, y sólo ellos, quienes deciden. No obstante, si es el Estado quien determina dónde emplazar a los individuos, entonces es comprensible que aquél domine sobre éstos, es decir, que los deseos del gobierno primen sobre los personales. Toda la república platónica está orientada, de hecho, hacia una subyugación individual ante el poder, pero no ante el poder de los sabios, sino el poder global y completo del Estado. La pretensión, dice Russell, "es reducir al mínimo las emociones personales, y quitar así obstáculos para el dominio del espíritu público".

También cabría pensar en por qué los gobernantes son sabios. ¿Qué les permite llegar a la sabiduría? Platón sostiene que se debe a que, tras su preparación y formación, han dado por fin con el conocimiento del bien, que no es otra cosa que obrar adecuadamente. ¿Y qué es obrar adecuadamente? Pues no hacer el mal voluntaria o conscientemente. Pero nosotros podemos experimentar el bien, es decir, obrar adecuadamente, y acto seguido obrar inadecuadamente, es decir, experimentar conscientemente el mal. Conocer el bien no nos exime de hacer el mal. Si bien nosotros no somos gobernantes (ni, por tanto, filósofos) y, así, no somos un buen ejemplo, resulta un tanto improbable imaginar a alguien capaz de elegir, perpetua y voluntariamente, el bien. ¿Podría alguien querer llegar a ese extremo? ¿Lo podríamos considerar plenamente humano, si aceptamos que el mal, el hacer mal voluntariamente, está tan imbuido en nuestras venas como la sangre? No podemos desprendernos de nuestro pedazo de ser oscuro, malévolo, perverso. Si acaso, todo lo más a lo que es posible aspirar es a una cierta represión, pero siempre acaba saliendo, porque forma parte de nosotros tanto como el bien.

Las características de La República (y de cualquier otra obra de este mismo género), examinadas muy someramente aquí (hay que leer el diálogo, qué duda cabe...), nos permiten llegar a dos conclusiones sencillas: la primera, que toda Utopía es un reflejo de los ideales de su autor, que a su vez se sustentan en las situaciones sociales, culturales y políticas de su tiempo. Esto significa que el paso de los años y siglos puede echar sobre las utopías tierra o flores, en función de la época y de las idiosincrasias socio-culturales desde las que se examinan. Y, segundo, que las Utopías son un modo de rebeldía social, una gracia de revolucionaria visión de lo que podría ser el mundo (y no es). Sirven de acicate, mejoran los sistemas existentes en su presente (o, como mínimo, así lo intentan) y dan una imagen de estabilidad y prosperidad en tiempos de crisis (como fue el caso de la sociedad en los años de Platón). En definitiva, que suponen un revulsivo intelectual ante una situación de fracaso económico/cultural/político, y mueven a una reflexión que puede tener importantes consecuencias futuras.

Hoy sabemos que la Utopía platónica es, también, quimérica. Los gobernantes, por muy iluminados por la sabiduría que estén, son seres humanos, y como antes señalábamos, dificilmente podrían estar exentos de interés, corrupción o, incluso, cierta malicia. Pero la relevancia de la República, a mi juicio, no estriba en el tipo de sociedad y gobierno que propone, a todas luces muy mejorable, sino en que fue una primera (y, si se quiere, ingenua y algo torpe, pero brillante por su novedad y calidad literaria) tentativa seria de ofrecer una alternativa al estado existente en la época de Platón. Esa voluntad de cambio ante el descontento y la zozobra, ante el poder corrompido y mutilado, ante un futuro incierto, es lo que debe valorarse hoy, 2.300 años después de su redacción.

La idealización de un Estado es tarea, tal vez, de todo hombre de su tiempo, porque todo hombre es un producto, lo quiera o no, de su propia sociedad, y aunque ésta no defina a aquél, un hombre feliz y dichoso en su sociedad, sometido y embelesado, acrítico e indiferente ante ella, quizá no merezca el apelativo de hombre.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...