31.10.09

Diógenes de Sínope



Cuatro fueron las escuelas principales de filosofía que florecieron en tiempos de Alejandro Magno; de los estoicos, escépticos y epicúreos hablamos ya en el pasado, por lo que ahora nos centraremos en una de las figuras más representativas de la escuela restante (los cínicos): Diógenes de Sínope, su fundador. Otra ocasión queda reservada para Antístenes, maestro de aquel y discípulo de Sócrates.

Diógenes vivió a lo largo del siglo IV antes de Cristo, entre 403 y 323, probablemente. Esto significa que su existencia abarcó alrededor de 80 años, una edad bastante avanzada para la época. Murió, al parecer, porque retuvo su respiración (otros sugieren que fue debido a una mordedura de perro, o por zamparse un pedazo de pulpo crudo...), justo el mismo día que Alejandro, y la ciudad de Corinto, donde falleció, le rindió un destacado homenaje fúnebre, mientras que Sínope le erigió un monumento; muestras éstas de cariño, respeto y admiración que, muy posiblemente, el mismo Diógenes hubiese censurado, de acuerdo con su peculiar y sincerísima visión del mundo y las personas.

Todo lo que conocemos de Diógenes procede de comentarios, anécdotas y sentencias que se le atribuyen, pero dado que no dejó texto alguno (al igual que Sócrates, otorgaba más relevancia a la interacción verbal, al diálogo, que a la palabra escrita) los datos biográficos que se conservan deben considerarse verosímiles sólo en parte; es casi seguro que hay bastante (puede que hasta mucho) de leyenda en las referencias posteriores sobre su vida.

Diógenes tuvo que abandonar Sínope de joven ya que mientras trabajaba en el taller de moneda que su padre dirigía había falsificado algunas piezas (presumiblemente según auspicios de cierto oráculo, y además con el consentimiento paterno), y huyó a Atenas, donde vivó el resto de sus días y conoció a Antístenes, queriendo ser su alumno; pero el cínico nunca había tenido aprendices, ni los quería, de modo que trató de ahuyentar al joven a bastonazos; mas Diógenes era perseverante, y además adulador: proclamó que ninguna vara era bastante grande para apartarle de un hombre cuyas palabras eran dignas de escucharse; Antístenes, complacido por la arenga, aceptó al muchacho. Con todo, más tarde el alumno criticaría al maestro, por no vivir conforme a sus propias teoría; acabó llamándole “trompeta que nada oye sino a sí mismo”. Diógenes, por su parte, obraría siempre en base a sus ideas y pensamientos, aunque ello supusiese una rotura radical con todo lo que le rodeaba.

Pronto adoptó Diógenes las costumbres e ideas cínicas, como menciona Jean Brun: “sin patria, sin ciudad, sin casa, pobre, vagabundo, viviendo al día, y diciendo “busco a un hombre”, arrojando su vaso y su escudilla al ver a un niño beber en la palma ahuecada de su mano y comer sobre un trozo de pan...”. Diógenes reivindicó un modo de vida austero, independiente respecto a personas e instituciones, en consonancia con la naturaleza y alejado de las posesiones materiales. Se dice que dormía en un tonel, siempre desnudo, y que tan sólo llevaba consigo una capa, su morral y un báculo. Vivía “como un perro”, de donde precisamente deriva el nombre de cínico. Menciona Antoni Martinez Riu que “quienes le motejaron con el nombre de «perro», seguramente querían señalar su total falta de aidós (vergüenza, pudor y respeto) y su carácter de anaídeia o de bestialidad franca, a lo que Diógenes asentía, y debió considerar que el epíteto de «perro» le era ajustado, de lo cual se enorgullecía”.



Rechazó cualquier convención, fuese social, moral, estética, alimentaria o de educación. Quiso trabar una hermandad universal, no sólo con los hombres, sino también con los animales. Su cosmopolitismo, considerarse como ciudadano del mundo y no únicamente de la polis particular, levantó ampollas en la sociedad griega, en donde la identidad se hallaba muy ligada a la ciudadanía; y, como es bien sabido, cuando el emperador Alejandro le vio sentado en las escaleras del templo de Cibeles, impresionado por la humildad del hombre, le preguntó si necesitaba algo, lo que fuese, que él se lo proporcionaría, Diógenes contestó: “sólo pido que no me obstruyas la luz del Sol”. Según menciona el historiador Diógenes Laercio, algunos atribuyen al cínico de Sínope su condena de que “los hombres miren y remiren tanto las alhajas que compran, y examinen tan poco sus vidas”.

Pero Diógenes nunca deseó nada más que lograr la virtud, la areté griega, y “la libertad moral en la liberación del deseo”, punto de partida de la escuela estoica, como ya vimos y señala Bertrand Rusell. Esta forma de vivir y de considerar la virtud hizo que Platón viese en Diógenes a "un Sócrates que se ha vuelto loco”. Podemos entender mejor al discípulo de éste si recordamos que Diógenes, por ejemplo, solía comer en medio del mercado ateniense (actitud muy reprobable en la época), dormir en cualquier rincón, orinó una vez encima de un hombre que le había insultado y lanzado huesos, y hasta defecó en el anfiteatro. Incluso llegó a masturbarse en el ágora... Su grosería era intolerable; su franqueza y naturalidad, desconcertantes. El derroche de composturas tan radicales ha generado el sentido peyorativo y actual de “cínico”: el que obra mal y hace ostentación de ello.

Como dice Frederick Copleston, “se asegura que [Diógenes] propugnaba la comunidad de mujeres e hijos y el amor libre, mientras que en la esfera política se declaraba ciudadano del mundo... Aconsejaba un ascetismo positivo a fin de alcanzar la libertad. En conexión con esto iban sus deliberadas burlas contra los convencionalismos y él hacía en público lo que generalmente se considera que debería hacerse en privado y aun lo que ni siquiera en privado debe hacerse”.

Para Diógenes y los cínicos, la civilización y la sociedad generan una multitud de necesidades materiales para los individuos que, sin embargo, son totalmente prescindibles. El mal no está en los hombres, sino en la sociedad en que viven; los seres humanos, aseguraba, llevamos en nuestro interior todo aquello que es de verdad indispensable para nuestro bienestar; a mayor independencia de nuestras necesidades materiales, más felicidad. Cuando menos atendamos a nuestra reputación, a nuestras propiedades, incluso la organización social y política, cuando menos importancia demos al amor (una forma de esclavitud del deseo, para el cínico), cuando menos sintamos la pérdida de un amigo, una mujer o un hijo, inclusive su muerte, entonces más libres seremos, más virtuosos y con mayor independencia. En estas últimas afirmaciones es cuando, seguramente, dejamos de sentir simpatía por Diógenes... Así, el bien supremo, la virtud definitiva y absoluta, es el retorno al estado natural, lo que sólo puede alcanzarse mediante la “autarquía”, aquella carencia de necesidades propias de los cínicos, término de raíces socráticas aunque convenientemente modificado para darle un giro consecuente con aquello que brinda la naturaleza, y no lo que responde a una propiedad de lo perfecto, como pensaba Platón.

Algunas de las anécdotas que ilustran la vida de Diógenes son verdaderamente divertidas: para que un aprendiz le siguiera y aprendiese sus nociones, le hizo atar a una cuerda un arenque, símbolo de la austeridad, e ir recorriendo los pueblos con el colgando por la espalda (el joven huyo en cuanto vio lo que le obligaban a hacer...); una vez que vio a una mujer sentada en una suntuosa litera, le dijo: “no es ésa la jaula que se merece una bestia”; y cuando un niño, hijo de una fulana, estaba arrojando piedras a una multitud, le espetó: “ten cuidado, que seguramente herirás a tu padre”; le preguntaron también en una ocasión qué hacer si se recibía una bofetada; sabemos ahora lo que diría la tradición cristiana, pero Diógenes contestó: “Ponte un casco”; y, viendo a un arquero torpe que no daba ni una sola vez a la diana, se sentó junto a ésta y proclamó: “Aquí, por fin, es donde estaré verdaderamente a salvo”.

Excepto por sus modales, sus ideas cosmopolitas y enseñanzas trasgresoras, la vida de Diógenes contiene bien poca filosofía. Pero su existencia es un buen ejemplo de cómo se puede ir contracorriente, de cómo los valores tenidos en una época por correctos y conformes a la virtud no tienen gran importancia; y no porque el relativismo deba inundar el mundo, instando a cada uno llevar la vida que le plazca, sino porque en lo tocante a educación, preceptos y principios, en atributos considerados apropiados y en valores que hacen de nosotros seres humanos como tales, aún hoy discutimos, y muchas veces sin llegar a conclusión alguna, cuáles pueden ser ésos y de cuáles es mejor prescindir. No estamos, en consecuencia, mucho más adelantados en la actualidad que en los tiempos de Diógenes

Por último, y para cerciorarnos basta con un vistazo a nuestro alrededor, la propuesta de austeridad y sobriedad material que aquel promovía está lejos, quizá más lejos que nunca, de llevarse a la práctica. La virtud de Diógenes no tuvo realización efectiva en su época; hoy, sería absolutamente imposible de alcanzar, ni siquiera en una medida más leve y tolerable. Si nos corroe el materialismo y las necesidades que éste genera, ¿hay posibilidad de adoptar (algunas, sólo algunas) de las ideas del “perro” de Sínope? ¿Alguien podría (o más bien alguien querría) vivir así: libre, independiente, soberano de sí mismo, por encima de exigencias sociales, preceptos morales establecidos y modales al uso? ¿Sería, él o ella, un valiente, un iconoclasta, o un simple loco, un chiflado desequilibrado y lunático? ¿Qué sería de él en un mundo como el actual? ¿Cuánto tardaría en apretar el gatillo o en lanzarse desde un puente hasta las aguas tranquilas de la soledad social y de la oscuridad vital?

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