30.3.09

Jenófanes: crítica religiosa y cautela epistemológica



De Jenófanes, coetáneo de Pitágoras y algo mayor que Heráclito y Parménides, sabemos bastante acerca de su biografía y se conservan numerosos fragmentos de sus obras. Debió nacer hacia el 570 antes de Cristo, en la ciudad jonia de Colofón, y su muerte acaeció casi una centuria después. Parece que pasó parte de esta larga vida viajando y cantando sus composiciones en verso (era un poeta y rapsoda consumado), a la manera de un Sócrates lírico, aunque con la particularidad de que sus cantinelas eran, a menudo, críticas a las formas y creencias de la sociedad griega, no tanto una dialéctica de preguntas y respuestas, y recitadas en ámbitos aristocráticos, no en las polvorientas calles de las ciudades.

Jenófanes se halla dentro de los confines, aún difusos, que separan la filosofía presocrática de la mera poesía. Hay quienes le otorgan un papel intelectual primordial en la discusión de la teología tradicional; otros le ven como un antecesor, o incluso fundador, de la escuela eleática (como Platón y Aristóteles), mientras que otros le niegan cualquier relevancia filosófica y lo reducen a una especie de mero "poeta racional". Los motivos son varios: puede que molesten sus escritos en verso (mas Parménides también los produjo, y nunca se ha discutido su carácter filosófico), pero sobretodo incordia que casi todos los textos procedan de elegías o poemas redactados en distintos momentos y, seguramente, bajo diferentes estados de ánimo, lo que impide formar un sistema intelectual coherente y unitario.

Dicho pensamiento está orientado, más que a las grandes cuestiones cosmológicas acerca del mundo y su génesis (particularidad característica de la escuela de Mileto), hacia la crítica de las nociones y creencias comunes de la sociedad griega, tal y como se derivaban de la influencia de los grandes poetas (Homero y Hesíodo). También reprocha algunas costumbres bien establecidas, como por ejemplo, que se le otorgue tanta relevancia y valor a las capacidades físicas y al éxito en el deporte, y no se estime en igual valía al saber y a la destreza intelectual (como, análogamente, sucede en nuestra sociedad de hoy...). Pese a su condición aristocrática, Jenófanes rechaza el lujo excesivo (“presumidos, ufanos de sus elegantes peinados/ derramando la fragancia de elaborados ungüentos”, fragmento B3) y las conversaciones sobre temas míticos o de guerras ancestrales (“no ocuparte de las luchas de los titanes, gigantes/ y centauros, invenciones de la gente del pasado/, ni de violentas refriegas, temas en los que nada hay de provecho”, fragmento B1).

Pero la crítica más mordaz de todas las que lleva a cabo Jenófanes es la de la tradición teológica. Ahora bien, lo que juzga improcedente Jenófanes no son las mismas creencias religiosas, sus fundamentos, sino las representaciones en exceso humanas que de los dioses, o sus acciones, hemos realizado los seres humanos. En primer lugar, la reprende porque los poetas antiguos habían vertido en los actos divinos ciertas conductas que, para el hombre, son consideradas deleznables, como “robar, adulterar y engañarse unos a otros” (fragmentos B11 y B12). Pero, si lo son en nuestro caso, ¿no deberían serlo también para los dioses, que en última instancia son, o deben ser, un modelo a seguir por nosotros? ¿Cómo podemos aceptar dichas conductas como adecuadas o convenientes para unos pero como nefastas o deplorables para otros? En segundo lugar, amonesta Jenófanes la visión torpemente antropomórfica que los humanos poseemos de la divinidad, e unos fragmentos, ya clásicos, que citamos a continuación:

Pero los mortales se imaginan que los dioses han nacido/ y que tienen vestidos, voz y figura humana como ellos” (fragmento B14); “los Etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros/ y los tracios que tienen los ojos azules y el pelo rubio” (fragmento B16); “si los bueyes, los caballos o los leones tuvieran manos/ y fueran capaces de pintar con ellas y de hacer figuras como los hombres/, los caballos dibujarían las imágenes de los dioses semejantes a las de los caballos/ y los bueyes semejantes a las de los bueyes y harían sus cuerpos/ tal como cada uno tiene el suyo” (fragmento B15)

También critica Jenófanes que, de fenómenos puramente naturales, tendamos a ver la huella divina; así en el caso del arco iris, por ejemplo: “Y esa a la que llaman Iris resulta ser también una nube/, púrpura, escarlata y verdosa a la vista” (fragmento B32)

La moraleja evidente de estas críticas es que el sistema de creencias de la divinidad basadas en los textos homéricos y hesiódicos son incorrectas, y deben ser sustituidas. Sin embargo, la propuesta alternativa de Jenófanes es, cuando menos, insuficiente, y no parece que se deba a carencias de información o de textos por nuestra parte, sino a que, en realidad, el poeta de Colofón no elaboró una imagen propia y sólida de la divinidad.

Aún así, la concepción del Dios de Jenófanes es la de prevalecer uno de ellos (monoteísmo), que posee como atributos principales la omnipotencia, la omnisciencia y su unidad absoluta (de ahí el supuesto paralelismo con la escuela eleática), además de no ser físicamente similar a los humanos: “(Existe) un solo dios, el mayor entre los dioses y los hombres, no semejante a los mortales ni en su cuerpo ni en su pensamiento” (fragmento B23). En ocasiones se le suele definir como esférico, pero en todo caso es, según Jenófanes, inmóvil (le es inadecuado e innecesario el movimiento): “Siempre permanece en el mismo lugar, sin moverse para nada, ni le es adecuado el cambiar de un sitio a otro, sino que, sin trabajo, mueve todas las cosas con el solo pensamiento de su mente” (fragmentos B26 y B25). Dado que la unidad es lo mayor, a la vez es lo más real; por lo tanto, sólo aquello que sea uno es real (otro punto de conexión eléata). Sin embargo, esa unidad podría entenderse como que Dios y el mundo conforman dicha unidad, en cuyo caso no se trataría tanto de un monoteísmo por parte de Jenófanes como de un claro panteísmo, si bien esta posibilidad es muy discutible.

El hombre, por su parte, se halla lejos de estas facultades divinas: es un ser débil e imperfecto, e incapaz de lograr un conocimiento verdadero. De hecho, nuestro saber es, como máximo, pura conjetura; “ningún hombre conoció ni conocerá nunca la verdad sobre los dioses y sobre cuantas cosas digo; pues, aun cuando por azar resultara que dice la verdad completa, sin embargo, no lo sabe. Sobre todas las cosas [o sobre los hombres] no hay más que opinión” (fragmento B34). No estamos en condiciones de conocer la verdad, por lo que Jenófanes se deja llevar por una ignorancia humana natural que, no obstante, no deber ser óbice para tratar de conseguir la cultura y el saber. Más que un escepticismo radical, lo que este poeta quiere transmitir es la idea de que valoremos cautelosamente aquello que sostenemos como realidad o verdad, porque nunca podremos saber si nuestras nociones u opiniones son categóricamente ciertas o no. Como señalan Kirk y Raven, “su renovación de la doctrina tradicional sobre las limitaciones humanas, esta vez en un contexto parcialmente filosófico, contribuyó, poco más de lo que podemos rastrear, a moderar la tendencia ultradogmática por naturaleza de la filosofía griega en sus primeros estadios vivaces”. Tras el dogmatismo propio de los milesios y de su coetáneo Pitágoras (Jenófanes llegó a burlarse de su doctrina de la metempsicosis...) Jenófanes atemperó, y tal vez atenuó, el excesivo optimismo en la revelación de la verdadera realidad en que la filosofía previa se había instalado. Un conveniente aviso acerca de las limitaciones epistemológicas de la reflexión filosófica...

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