16.10.07

Zaratustra y la doctrina mazdeísta

En lo que hoy son las tierras del norte de Irán floreció, hace más de dos mil quinientos años, una doctrina filosófico-religiosa de corte monoteísta cuyo fundador y artífice fundamental fue Zoroastro (o Zaratustra), personaje histórico del que poco sabemos; dicha doctrina es el zoroastrismo, llamada también mazdeísmo.

Hacia los treinta años Zaratustra abandonó su casa natal, tras hacer suyas las enseñanzas mágicas de sus antepasados, y fue junto unos amigos a orillas del río Araxes; allí, según un poema persa, un ángel le llevó al Cielo, donde el Ser Supremo le habló acerca de quiénes eran sus seguidores -"aquel de corazón recto, aquel que se muestra generoso con el justo"- y enseñó su doctrina. A su regreso, Zaratustra la sintetizó en estos principios:

I- El mundo no es sino la nada a los ojos del que lo ha creado; una larga posteridad no bastará para impedir que perezca.
II- No se debe enseñar lo que Ormuz [el ser creador del mundo] no ha dicho. Ormuz no desea nuestros pecados, y disminuirá nuestros males y pecados.
III-En nuestras acciones recogemos lo que hemos sembrado. El que haya sembrado la pureza la obtendrá en el Cielo. La palabra de Dios será siempre la misma, y se dirige a todos los hombres: el que peca se verá cubierto de vergüenza.
IV- El agua de la grandeza es la rectitud, o sea, lo que no es ni demasiado ni demasiado poco.
V- Hay dos gobiernos que gobiernan el mundo: el Bien y el Mal, ocultos desde la Creación hasta el día de la Resurreción.
VI-El hombre debe hacer el Bien y recibirá una recompensa proporcionada a sus acciones.

El zoroastrismo no tuvo gran difusión hasta la muerte de su fundador, pero la llegada del Islam la suprimió por completo; además Zaratustra, en nombre del Ser Supremo (Ahura Mazda, de ahí el termino que da nombre a la doctrina), se pronunció radicalmente en contra de otras creencias religiosas, lo cual tuvo efectos catastróficos en las comunidades tradicionales, que llegaron a expulsar a Zaratustra y sus seguidores de sus tierras persas. No obstante, en los seis principios citados es fácil observar la raíz de muchas de las religiones que conocemos hoy en día: la polarización entre el Bien y el Mal, la recompensa o el castigo posterior a esta vida, la fidelidad a lo dicho por el Ser Supremo, etc. El judaísmo recogió parte de las posturas del mazdeísmo, las cuales posteriormente pasarían a formar parte del islamismo o el cristianismo. En la doctrina de Zaratustra se condensa, por lo tanto, el gérmen de buena parte del pensamiento religioso posterior. De hecho, las figuras de los ángeles, arcángeles, etc. provienen del mazdeísmo, así como la dicotomía divina entre el mal, simbolizado por la oscuridad o la imagen de una serpiente y el bien, que queda representado por la luz. Por otra parte, la escatología y demonología propias del judaísmo se basan en parte en creencias y concepciones similares del zoroastrismo.

De no ser por una colección de textos, temporalmente misceláneos, conocidos como Avesta, hoy en día apenas conoceríamos nada de la doctrina de Zoroastro. En su forma original, al parecer, constaba de veintiún libros, pero en la actualidad tan sólo disponemos de uno completo, el llamado Vendidad. Los otros, Yasna, Vispered, Yasth y Khorda Avesta, se conservan en forma fragmentaria.

Resulta dificil, aún hoy, encontrar unanimidad en si se trata de una doctrina con una divinidad monoteísta o dualista (el concepto de politeísmo está fuera de todo sentido, pues el propio Zaratustra fue un enemigo acérrimo de los sistemas con múltiples dioses); si bien hay pasajes en el Avesta que se refieren al papel omnipotente de Ahura Mazda, en otras existe la dualidad al describir dos elementos, poderosos y antagónicos, como son el Bien y el Mal, los cuales dominan y dirigen el mundo. Es probable que esto se deba a que, en primera instancia, Zaratustra vio necesaria una sola figura divina, creadora de todo, posiblemente para ofrecer una alternativa al politeísmo reinante en los pueblos indoeuropeos. Posteriormente, sin embargo, puede que se viera obligado a incorporar otro espíritu cuando reparó en la presencia homogénea del mal, físico y moral. A consecuencia de ello, Zaratustra dotó finalmemente a Ahura Mazda de la facultad creadora, pero que no podía impedir el Mal, de modo que su tarea principal consistió en hacer ver a todo ser que su camino es el de la vida, el del Bien.

Así, se nos presenta un escenario en el que se enfrentan y lidian en ardua batalla metafórica, por una parte, las fuerzas del Bien, caracterizadas por Zaratustra como el Ser Supremo, Ahura Mazda, a quien se le suman siete semi-dioses, que pueden concebirse, a modo de ángeles, como abstracciones éticas divinizadas; son los Amesha Spentas. Por otra parte, hallamos los seguidores del Mal, los daevas. La antítesis de Ahura Mazda, su contrapartida maligna, por así decir, es Angra Manyu, el Espíritu del Mal, acompañado por otro ser pérfido de naturaleza femenina, Druj, además de otras insanas entidades. Las batallas de ambos bandos cristalizan en una guerra no sólo del Bien contra el Mal, sino que toman el cariz de enfrentamientos entre la vida y la muerte, la verdad y la mentira (Druj significa, precisamente, engaño), orden contra caos, o civilización y respeto contra salvajismo y profanación.

Lo más interesante de esta concepción es que, tanto los seguidores de una u otra facción lo son por propia elección; los que caminan haciendo el Bien lo acometen voluntaria y sinceramente, así como aquellos que optan por el Mal. Por lo tanto, nuestro destino no está escrito en piedra, lo hacemos nosotros a cada paso, está abierto a nuestra elección. No hay imposición ni obligación alguna, de ahí que pueda existir, al menos en principio, la posibilidad de que los miembros de ambos grupos se conviertan en prófugos y deserten de sus filas. A este empeño se dedican las fuerzas del Mal con ahínco, engatusando y engañando a las gentes de bien para que se sumen a su fétida camarilla; el resultado son ladrones nómadas, perversos malhechores cuya fuente de vida es el robo, la violencia y el asesinato, a los que se conocían tanto entonces como ahora.

Zaratustra veía en todas aquellas acciones y hechos que favorecen la destrucción y la muerte la señal inequívoca del mal, la huella de Angra Manyu; por el lado contrario, lo que se relaciona con el amor, no sólo a los parientes y amigos, sino también hacia la casa y las tierras, el respeto a los animales y a la vida en general, etc. está en contacto directo con la voluntad del Ser Supremo. Nuestra responsabilidad personal ante la vida que vivimos nos empuja hacia el Bien; luchando al lado del Sabio Señor, de Ahura Mazda, estamos no sólo participando en la difusión del amor y el bienestar, sino que somos entes creadores particulares de su propia obra. Téngase en cuenta, además, que la vida humana no dispone su fin cuando morimos; en efecto, el mazdeísmo no creía en la muerte absoluta, en el aniquilamiento personal en la Tierra, sino que la defunción tan sólo constituía un tránsito, un paréntesis antes de iniciar otra vida, la cual bien podía ser feliz o desventurada. De nuestras acciones en este mundo dependía si era una u otra, por lo que si queríamos alcanzar la felicidad más allá de la muerte debíamos hacer el Bien, y éste sólo toma forma cuando comprendemos y hacemos nuestras las enseñanzas de Ahura Mazda.

Dado que todos los actos humanos quedan registrados, en el juicio posterior a la muerte terrena se analizan tanto las acciones buenas como las malas; tras él, y una vez se alcanza el veredicto, al atravesar un alma buena el puente de Chinvat, que une el mundo de la Tierra y el del más allá, éste se expande y permite el fácil tránsito. Pero si el alma es maléfica por sus actos cometidos en este mundo, entonces el puente reduce su tamaño hasta que no es más ancho que el filo de un cuchillo, y aquella se ve abocada al abismo del infierno, donde residirá a lo largo de un tiempo infinito en compañía de los condenados y sufrirá espantosas torturas y agonías. El alma buena, por su parte, accederá al reino de la luz, junto a Ahura Mazda, y allí podrá existir dichosa tanto como desee. Por último, en un lejano futuro, toda alma buena o mala tomará su cuerpo de antaño y se enfrentarán en la lucha final entre el Bien y el Mal, contienda que concluirá con la victoria, definitiva y para siempre, del Bien. A partir de entonces, el Cosmos se purificará de nuevo, reciclándose, para dar entrada a una nueva época de vida en la que el Mal ya no tendrá cabida alguna.

Pero este momento decisivo en la biografía del Cosmos aún está por llegar, y no lo hará en un tiempo próximo; hasta entonces, quizá quepa apreciar la tesis de Zaratustra de amar la vida y (tan sólo ligeramente, si acaso) nuestras posesiones, respetando a los demás y tratando de hacer el bien, es decir, creando un mundo nuevo y digno de las enseñanzas de Ahura Mazda. El Mal también está dentro de nosotros, ciertamente, y su presencia ahí nos define en parte como somos, pero cabe distinguir entre un mal controlable, cuya emersión y protagonismo esporádico puede, incluso, hacernos progresar, porque de él también cabe aprender, del mal por sí mismo, encarnación de la violencia sin sentido y la destrucción sin meta u objeto. En el segundo caso el Mal nos domina, nos incapacita para ser humanos; en el primero, el Mal (o, si se quiere, nuestro lado Oscuro...) es una herramienta que nos permite superar rígidos puritanismos y una existencia blanda y fácilmente modulable.

11.10.07

Anaxímenes y el 'arché' etéreo



Anaxímenes (588-535 antes de Cristo) fue un filósofo griego miembro de la escuela de Mileto, de la que formaron parte también otros dos pensadores importantes, Tales y Anaximandro. De este último fue Anaxímenes discípulo, aunque parece que tuvo algo menos de ingenio que su maestro, puesto que tras el avance filosófico que supuso el ápeiron de éste, aquél prefirió regresar a la idea de que fue una sustancia primigenia la que dio origen al universo. Si Tales eligió el agua, para Anaxímenes fue el aire, asimismo eterno e ilimitado, pero que no sólo abarca la totalidad, sino que además estaba presente en ella.

Tal vez Anaxímenes vio en el aire el arché al observar que la respiración, en la que el aire juega un papel fundamental, permite la vida al hombre; en efecto, el hombre vive mientras respira (o viceversa). Pero Anaxímenes va más allá: el aire no sólo es responsable de la vida humana, sino de todo cuanto existe, porque "así como nuestra alma, siendo aire, nos mantiene unidos, así también el aliento y el aire circundan todo el Cosmos" (frag. 2). Del aire se formaron, pues, todo lo que existió, existe y existirá.

Pero, ¿cómo explicar el origen de sustancias tan sólidas como una roca o un pedazo de hierro partiendo de algo tan etéreo como el aire? Es aquí cuando Anaxímenes demuestra, aunque menos relevante que el de su maestro, su talento filosófico; si queremos razonar la aparición de objetos particulares en base a un elemento genérico y universal como el aire precisamos de dos conceptos concretos: condensación y rarefacción. Si bien al aire es, por definición, invisible, puede dejar de serlo si se difumina y rarifica, y entonces se convierte en fuego, o bien puede sufrir un proceso gradual de condensación, con lo cual se obtiene a partir de él viento, nubes, agua y tierra, así como piedra cuando termina completamente condensado.

Este procedimiento tiene sentido porque si el aire se dilata se vuelve más cálido (transformándose, pues, en fuego), pero si se condensa se enfría y, por ello, dispone de cierta propensión a convertirse en una sustancia sólida. Por esto, como recoge Plutarco, "ni lo frío ni lo caliente son sustancias, sino que son estados comunes de la materia producidas en las transformaciones; pues dice [Anaxímenes] que lo comprimido y condensado es frío y que lo raro y «laxo» es caliente. Por lo que no carece de fundamento su afirmación de que el hombre emite lo caliente y lo frío por la boca: el aliento se enfría cuando se comprime y se condensa con los labios; pero, cuando se abre la boca, el aliento se escapa y se calienta por rarefacción". Podemos entenderlo mucho mejor si recordamos que solemos soplar nuestras manos en un día de invierno, para calentarlas, y en cambio soplamos la sopa caliente para enfriarla; para lograrlo, en el primer caso lo hacemos con la boca abierta, y en el segundo, con los labios apenas separados.

Anaxímenes creía que lo percibido y lo sentido, todo aquello material, no era más que una cuestión de cantidad; la calidad no es más que cantidad, es decir, lo cualitativo se sustenta en lo cuantitativo, en armonía con el espíritu materialista de su escuela. Es más, para Anaxímenes el aire es dios y, también, nuestra propia alma. Si el alma es el principio de vida y movimiento (como se sostenía en las tierras de la Jonia) y el aire, como hemos dicho al inicio, es a su vez principio de vida al permitir la respiración, entonces la consecuencia es, lógicamente, que el alma es aire. Así, el aire todo es y todo abarca; toda materia, toda alma, todo mundo en el universo se conforma y sostiene gracias al aêr.

La aportación de Anaxímenes a la filosofía, sus nociones y conceptos, se han considerado desde siempre como menores, sobretodo en relación a su predecesor Anaximandro, figura más sobresaliente e interesante. Pero en cuanto a sus ideas cosmológicas y 'científicas' la situación es diferente, y Anaxímenes lleva la delantera a su maestro; y no siempre sólo porque fueran insólitas, sino porque no todas ellas son erróneas. Entre las que lo son, por ejemplo, las siguientes: Anaxímenes creía que todos los planetas (y eso, claro, incluye la Tierra) eran planos, formados por la condensación del aire; por otra parte, sostenía que los terremotos (bastante frecuentes en Grecia, tanto entonces como ahora) tenían lugar en periodos de sequía y si la humedad era alta, puesto que una sequía permanente provoca que el subsuelo se quiebre (como sucede con la superficie, que se agrieta), quizá repentina y bruscamente.

Anaxímenes especulaba con frecuencia sobre meteorología; tenía sugerentes opiniones acerca de los rayos y truenos, que él creía aparecían cuando el fuerte viento 'cortaba' una nube. La lluvia, por su parte, se debía cuando las nubes de condensaban, y el granizo ocurría al solidificarse la propia lluvia. La nieve, por último, se formaba cuando al granizo se le agregaba algo de viento... . Vemos aquí otra serie de sustancias y fenómenos que se originan a partir de los conceptos de rarefacción y condensación, procedimiento que ya conocemos.

Entre las concepciones acertadas de Anaxímenes tenemos su creencia de que la Luna brilla como consecuencia de la luz reflejada en ella por el Sol. Esto, por supuesto, fue una idea revolucionaria en la época, que posteriormente adoptaría Anaxágoras, ampliándola. En relación a los eclipses Anaxímenes creía que se debían a la presencia de otros astros que se interponían entre la Tierra y el Sol o la Luna, ocultándolos, o bien por las posiciones relativos de estos tres cuerpos. Ésta es, también una idea básicamente correcta.

Para Anaximandro, las estrellas estaban más cerca que los planetas de la Tierra; Anaxímenes, por su parte, sostuvo la creencia contraria (correcta, nuevamente), y además tuvo la intuición de que las estrellas eran fuego (o sea, aire enrarecido), pero que no llegábamos a percibir su calor, su energía, debido a las enormes distancias que nos separa de ellas. Del Sol, en cambio, sí que notamos su calor gracias a su distancia relativamente corta.

Hizo falta muchos tiempo, más exactamente unos dos mil años, para que esta idea tan sencilla y luminosa cuajara en las mentes de los pensadores renacentistas. ¿Dónde estaríamos hoy algunos de los hallazgos y sabidurías, no sólo de Anaxímenes o los presocráticos, sino de todos los intelectuales que florecieron en Grecia, no hubiesen caído en el olvido durante tanto tiempo hasta emerger de nuevo tras el estancamiento de los siglos medievales?

5.10.07

Platón y sus mitos

Casi en los albores de este blog, hace prácticamente un año, se publicó un apunte en el que hacíamos una ligera apología del mito, entendiendo este no como una forma superficial, inexacta y errónea de comprender la realidad, sino como manera específicamente humana, y también universal (algo de lo que no pueden vanagloriarse la ciencia ni la filosofía) de hacer familiar, útil y próximo al universo, estableciendo un nexo entre él y nosotros que está más allá de la materia que nos forma a ambos. Es, en síntesis, una aproximación simbólica y imaginativa a la realidad, no por ello menos significativa o relevante que la realizada sobre la base de la razón.

Dijimos entonces, asimismo, lo intensamente ligado que estuvo el mito en los escritos de los presocráticos (vimos el ejemplo de Tales de Mileto). Al fin, la filosofía griega abandonó paulatinamente las explicaciones basadas en el mito, pero tuvieron en Platón a un insospechado valedor.

El mito es una maravillosa herramienta para presentar lúdica y literariamente problemas y cuestiones de la mayor trascendencia y complejidad. ¿Y cuáles son estos problemas sino los relacionados con la génesis y el destino del propio ser humano? Sin embargo, ¿qué puede en verdad decirnos la razón al respecto? ¿Tiene ella alguna jurisdicción en esos ámbitos, o más bien se halla incapacitada para ofrecer ninguna explicación o sugerencia viable porque se hallan mucho más lejos de sus propios dominios? Si esto es así, la razón no nos puede ayudar, por lo que necesitamos otra forma de enfocar tales cuestiones. Platón, entonces, aboga por un reencuentro con el mito, porque "como el hablar de las cosas divinas está por encima de nuestras fuerzas, debemos creer a quienes en tiempos pasados tuvieron noticias de las mismas y pueden, por tanto, llamarse descendientes de los dioses".

Así, el mito entra en juego en muchos de los diálogos platónicos; la lista es muy numerosa, tanto que podríamos considerar que está presente prácticamente en toda su obra. Desde La República hasta Teeteto, pasando por Leyes, Fredo, El Banquete, Timeo o Critón, etc. Por ejemplo, en Timeo Platón hace uso del mito para forjar una explicación de la creación del mundo, y en El Banquete para rememorar cómo fue la historia antigua de los hombres y su caída. Además, en otros varios diálogos nos ilumina acerca de cuál es el próposito en nuestra propia vida. Analicemos esto más detenidamente:

1) El Cosmos, según Platón, ha sido creado gracias al poder y "la fuerza demiúrgica de Dios". En efecto, el Demiurgo (que significa artesano o hacedor) es uno de los atributos de la divinidad, y de él procede "todo ser mortal, todo cuanto crece sobre la tierra, incluso todas las cosas inanimadas". En el Timeo se habla del principio de los tiempos, en el que tan sólo existían las ideas perfectas, la materia, desordenada y caótica, el espacio y el Demiurgo. Al ser la materia basta e imperfecta, el Demiurgo se compadece y en ellas imprime las ideas, elaborando así los objetos que percibimos en nuestro mundo. He aquí la distinción fundamental de Platón entre el mundo perfecto de las ideas y la imperfección de nuestra realidad; lo que vemos y sentimos no es más que una copia de lo verdaderamente real (esto dará pie a otro mito muy relacionado y famoso, el de la Caverna).

2) Acerca del pasado remoto del hombre, Platón nos dice que, en el principio, era un ser sano y completo. Sin embargo, fue castigado por la divinidad por sus ínfulas de grandeza, su arrogancia y su voluntad de enfrentarse a los propios dioses. En consecuencia, su naturaleza fue degradada y obligada a existir en la vida terrenal, en la que mora el hombre como si se tratara de una prueba. Pero más allá de ésta existe otra, la vida verdadera, en el Hades (es decir, lo no visible), donde se juzgará la justicia o injusticia y las virtudes y vicios de nuestra alma; en función de las deliberaciones, podemos esperar cuatro sentencias distintas: premios y castigos temporales (como el que sufre ahora el hombre en la Tierra) o premios y castigos eternos.

3) En relación a cuál es la finalidad de nuestra vida en este mundo, Platón orienta su respuesta mítica hacia lo anterior; muchos otros mitos, de diferentes culturas, coinciden en señalar que esta existencia está subyugada a la del Hades, en la que tendrá lugar el "juicio de los muertos". Si el alma está forzada a comparecer ante "el Juez", entonces debemos expulsar de ella todo rastro de mal, porque el mal, si está presente en nosotros, deja una huella, un poso evidente a los ojos del Juez. Nuestra finalidad, por lo tanto, es hacer el Bien. De lo contrario, si perseveramos en poseer y dar vida al mal en nuestra vida terrena, seremos condenados como culpables, los cuales pueden ser (o no) curados: en el primer caso, nos veremos agraciados con una visita temporal a un "lugar de purificación". En el segundo, sin redención posible, padeceremos un castigo eterno de características nada gratas.

Platón, de esta forma, no se exime de utilizar mitos siempre que sea necesario, bien porque a veces se trata de temas muy complejos que el mito permite hacer más comprensible y didáctica, bien porque precisamente su dificultad se halla más allá, tal vez, de nuestro propio entendimiento, y la única manera de exponerlos es recurriendo a la metáfora y al saber intuitivo.

Para Platón los mitos tienen una autenticidad incuestionable, sin lugar a dudas. Pero ello no es debido a que Platón vea en los antiguos creadores de mitos como depositarios de la verdad absoluta, sino porque son ellos los primeros que han modelado la verdad transmitida a partir de los propios dioses. En efecto, no son artistas, no crean su mensaje, sino que lo reciben y posteriormente difuden a partir de las revelaciones divinas; por ello, "no nos está permitido negar la fe a los hijos de los dioses, aunque su enseñanza pueda no ser verosímil ni demostrable de modo cierto".

Podríamos ver en este uso del mito por Platón un recurso forzado o interesado cuando los procedimientos de la razón no son aplicables o útiles. Pero esto no significa que Platón abrazara al mito en detrimento de la razón, sino que ésta tiene una limitación inherente a la que cabe hacer frente cambiando la "táctica" para entender y dar sentido a la realidad. Hoy en día, la ciencia ha permitido explicar algunos problemas y resolver dudas acerca de la creación del universo, de la materia que lo forma, pero siguen permaneciendo, obstinadas, algunas preguntas que ella, la ciencia, la razón, parece no poder responder (ni ahora ni, tal vez, nunca). Preguntas como "por qué existe el universo", "por qué existimos nosotros en él", "de dónde procede su consciencia", etc. se hallan en un ámbito al que la ciencia y la razón, por sí mismas, posiblemente no tengan acceso.

¿Cabrá, entonces, hacer un hueco en nuestro pensamiento, de nuevo y tras tanto tiempo en el exilio, al mito?

30.9.07

Heráclito: Aprendizaje y sabiduría



Buena parte de las perspectivas filosóficas que han jalonado la historia de esta disciplina tienen una raíz, o al menos alguna raicilla, en las reflexiones y posturas que sostuvieron los presocráticos. Ése es el caso del escepticismo (que dará sus frutos más antiguos en la sistematización Pirrón de Elis, a quien ya conocemos) o el empirismo.

Heráclito de Éfeso (540-470 antes de Cristo) fue un presocrático cuyas ideas podrían encajar bastante bien con la idea de escepticismo que tenemos hoy en día. Atacó las ínfulas de conocimientos de que se jactaban sus contemporáneos o predecesores, así como la general estupidez humana, en general, porque según él "la mayoría de los hombres no comprenden las cosas con que se encuentran, ni las conocen, aunque se las hayan enseñado, sino que creen haberlas entendido por sí mismos", y también porque "hacen caso a los aedos del pueblo y toman como maestro a la masa, sin saber que muchos son los malos y pocos los buenos" (128B y 129B).

Sin embargo, Heráclito no desdeñaba la posibilidad de conocimiento; su escepticismo no lo es acerca de la epistemología, sino sobre la viabilidad de que cualquiera, la masa del pueblo, llegue al saber. Porque la verdad no se revela a sí misma, no está expuesta frente a nosotros, fácil al alcance, sino que está oculta, escondida en alguna parte, y sólo ciertas personas serán lo suficientemente sutiles y perspicaces para lograr encontrarla.

Mas, ¿cómo podemos conseguirlo? Es aquí cuando Heráclito empieza a distinguir entre aprender y descubrir. Para acercanos al conocimiento genuino precisamos de una gran personalidad, un carácter independiente, un "no dejarse llevar" por lo dicho por otros o autoridades, sean seculares o sagradas. "Los ojos son testigos más exactos que los oídos" (135B), decía Heráclito, otra forma de expresar que es mucho mejor ver y entender por nosotros mismos que basándonos en relatos ajenos u opiniones de otras personas. Heráclito rechazaba su propia autoridad, e instaba a aceptar sus concepciones únicamente por los méritos de éstas, no porque él las exponiese; en palabras de Diógenes Laercio, Heráclito no fue jamás "discípulo de nadie, sino que dice haberse investigado a sí mismo y haber aprendido todo por sí mismo" (1A).

Precisamente gracias a este personal estudio, a esta forma tan individual y propia de acercarse al saber, se permite Heráclito criticar a sus antecesores filósofos, en concreto a Pitágoras: "Pitágoras, hijo de Mnesarco, se ejercitó en informarse más que los demás hombres, y con lo que extrajo de esos escritos formó su propia sabiduría" (138 B). Es decir, Pitágoras emprendió su camino de conocimiento basándose en lo dicho, lo pensado y reflexionado por otros; dicho llanamente, Pitágoras "robó" a otros sus pensamientos y a partir de ellos edificó su filosofía. A este proceso de pseudo-conocimiento Heráclito lo llama polimatía, el arte de plagiar. Pitágoras no fue sabio, en opinión de Heráclito, puesto que sus ideas no nacían de su estudio e investigación, no eran resultado de sus propios descubrimientos, sino que partían de lo creado por otras mentes. Los hombres que practican la polimatía se dedican a "aprender" lo dicho por los demás, sus opiniones y posturas, lo cual nada tiene que ver con la sabiduría.

De esta manera, Heráclito separa de forma tajante los conceptos de aprendizaje y descubrimiento. De hecho, son conceptos completamente opuestos. Los que aprenden "no se han investigado a sí mismos", y aunque parezcan poseer conocimiento en realidad carecen por completo de él, pues aprender se basa en revelaciones ajenas y la sabiduría en las propias, las que son consecuencia de nuestros particulares hallazgos. Podemos dedicar una vida entera a aprender y adquirir los descubrimientos de otros, haciéndolos nuestros, pero entonces no seremos sabios, ni habrá arraigado en nosotros el conocimiento, tan sólo la opinión (doxa). La sabiduría es tarea personal, un trabajo individual de cada uno día a día; no pueden suplirla las aseveraciones de los demás.

El poeta John Keats (1795-1821) lo expresó sucinta y admirablemente:

El conocimiento habita
en mentes repletas de los pensamientos de otros;
la sabiduría, en mentes atentas a los suyos.


En la actualidad no resulta nada sencillo trepar hacia la sabiduría con el método de Heráclito; nos vemos invadidos y tiroteados por doquier con las ideas de los demás, los sistemas de pensamiento, las prescripciones morales y con todo tipo de opiniones, algunas útiles, la mayoría vanas y prescindibles. Por ello los científicos, filósofos, políticos, incluso los escritores parten de una base ya establecida, por nimia que sea. Tal vez sólo los artistas más vanguardistas puedan permitirse el lujo de ejercer su actividad sin echar la vista atrás, sin dar demasiada importancia a lo creado por otros, y llegar a una creación propia y pura. Lo que queda por demostrar es si lo creado por ellos es, de una forma u otra, conocimiento, y por ello, sabiduría. Quizá la pretensión de Heráclito fuera posible sólo en su tiempo, en aquella lejana época prístina, donde la razón empezaba sus primeros gateos, ayudada aún (como en la actualidad, si bien con distintos ropajes) por la fuerza del mito.

Puede, en efecto, que esa exigencia de Heráclito para lograr la sabiduría tras el descubrimiento personal esté ahora, tristemente, más allá de nuestras posibilidades.

27.9.07

Demócrito y el materialismo



"Por convención, el color; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío" (B 25)

Demócrito de Abdera fue contemporáneo de Sócrates, y vivió en Grecia hacia la segunda mitad del siglo V antes de Cristo, en una época en la que la tolerancia a las ideas novedosas empezaba a resquebrajarse, hecho ilustrado perfectamente en la sentencia de muerte a Sócrates por "despreciar a los dioses y corromper la moral de la juventud", es decir, por llevar a cabo una vida desligada de imposiciones intelectuales y religiosas (si bien el mismo Sócrates fue un patriota y un hombre creyente).

En Demócrito, y también en su maestro Leucipo (aunque parece que fue el primero quien sistematizó su doctrina) encontramos una continuación de nociones acerca del Cosmos presentes en otros presocráticos, sobretodo en Parménides. Como él, los atomistas (como así se denomina a aquéllos dos) sostienen que existe el Ser, eterno e inalterable, pero si para Parménides era uno, un ente material y extenso, a modo de esfera gigantesca que todo abarca y todo es, para Demócrito es múltiple "en cantidad, mas son seres invisibles por la pequeñez de su masa" (67 B). Demócrito, por lo tanto, abandona el monismo anterior y se suma a la filosofía pluralista, como ya habían hecho sus predecesores Empédocles y Anaxágoras. Aquellos seres no visibles son pequeños objetos duros, indivisibles, y también eternos e inalterables, y a partir de su conjunción o separación se generan o destruyen las cosas que percibimos por medio de los sentidos. A dichos seres se les llamó átomos.

Pero para dotar a su postura de coherencia hubo Demócrito de dar entrada a otro elemento: el vacío. Así, la realidad está formada por "lo que es" y "lo que no es", es decir, los átomos, el Ser, y el vacío, el no-Ser. Estos dos factores se compensan y enlazan entre sí para que podamos entender el mundo; uno sin el otro no tendrían sentido alguno, pues los átomos sin un espacio vacío no podrían desarollar su movimiento, y un vacío total, sin nada en absoluto, carecería de toda función, interés y propósito. De esta manera, existe un espacio vacío infinito en el que pululan (también) infinitos átomos, cuyo movimiento caótico, impredecible, es el responsable de la formación y aniquilación de cuanto hay.

Los átomos de Demócrito son, por supuesto, indivisibles (de hecho, la palabra griega de átomo significa, precisamente, no-divisible). Como resalta Aristóteles en su Metafísica, para Demócrito "el ser difiere sólo por la configuración, el contacto y la orientación", esto es, por la figura, la disposición y la posición de los átomos. Las diferencias entre las sustancias se basan en estos tres parámetros, por lo tanto, se trata siempre de diferencias cuantitativas, no cualitativas, las que distinguen unas cosas de otras.

Es sólo teniendo en cuenta esto cuando podemos analizar la cosmogonía jónica. El movimiento entre átomos en el espacio vacío e infinito puede generar, sólo por puro azar, que un número alto de ellos se acumule en una zona concreta; como los átomos difieren en sus características, sucede que algunos chocan con otros, de tal suerte que sus formas permiten su mutuo "enganche" (si bien no llegan nunca a fusionarse, recordemos que son, los átomos, inalterables). Estos conglomerados atómicos pueden aumentar de tamaño hasta convertirse en los objetos y sustancias que observamos, aunque posteriores choques con otros átomos quizá los desmenucen de nuevo, reduciéndolos hasta su tamaño y forma originales. La masa macroscópica, al contener átomos que conservan sus movimientos y vibraciones, inicia a su vez su propio movimiento, hacia una dirección específica, pero no es movimiento originado por alguna inteligencia externa (como lo era el 'nous' de Anaxágoras), sino por sí mismo. Su oscilación por el espacio provoca que los átomos de mayor masa, y por tanto menos fácilmente movibles, se dirijan hacia el centro de la masa, convertida ya en remolino giratorio (por el impulso transmitido de los átomos a la masa), que dan lugar a la tierra y al mar, mientras que los menos masivos se sitúan en el exterior, que a su vez constituyen el aire. Este proceso se ha repetido infinidad de veces en muchísimos lugares del kosmos, produciendo de esta manera los infinitos mundos de la cosmogonía atomista, entre ellos el nuestro.

Y ahora entramos en el terreno del alma. Para Demócrito el alma no es más que un conjunto de átomos, es decir, una substancia, eso sí compuesta por un tipo especial de átomos, sutiles y esféricos, similares a los que conforman el fuego. El ser humano es, pues, un cuerpo sutil (el alma) dentro de otro cuerpo más burdo (el cuerpo, por supuesto). Nuestra conciencia y el pensamiento no son más que agrupaciones particulares de átomos del alma, siendo a su vez la causa y el origen de sus variaciones, esto es, todas aquellas manifestaciones psiquícas se relacionan con el número y la forma de combinarse de dichos átomos. Así, cuando nos invade el sueño lo que sucede es que parte de los átomos del alma salen de nuestro cuerpo (por respiración o por algún otro motivo). Si parte de los átomos del alma abandonan las agrupaciones que nos permiten la sensación o la conciencia, entonces dejamos de ser nosotros mismos; el hombre sólo es plenamente consciente de sí cuando posee todos sus átomos de este tipo. La muerte, consecuentemente, le sobreviene en el momento en que los pierde por completo.

Este materialismo radical de Demócrito no fue muy bien acogido en su época, entre otras razones porque había más interés en asuntos políticos que de filosofía natural: "Llegué a Roma y nadie me escuchó", solía decir el filósofo de Abdera. Sin embargo, pese a sus excesos en pro del corporalismo, hay que reconocer que Demócrito hizo mucho en favor de concebir a la divinidad de forma menos temerosa y miedosa que la reinante en su época. En efecto, para él los dioses eran seres análogos al alma humana, con la única diferencia de una mayor pureza y una organización más sólida, así como una duración vital mucho mayor. Pero no son inmortales, no están libres del día en que sus átomos constituyentes les abandonen y, así, dejen de existir. ¿Cabe entonces tener miedo y sentirnos intimidados ante el poder divino, si los dioses son mortales y están sujetos a la misma ley del destino que nosotros? Además, si tras la vida dejamos de existir, ¿por qué preocuparse por los presuntos castigos y condenas que nos azotarán después de morir?

Tras todo esto, podemos entender ahora la frase de Demócrito que abre este breve apunte. Las palabras de las que nos valemos para hacer inteligible el mundo y nuestra relación con él no nos sirven. Y no sirven porque las palabras comunes tienden a hacernos ver que ésta substancia posee tal o cual cualidad (es de un color determinado, o tiene tal fragancia, o aquél gusto), pero de hecho lo que existe son átomos, conjuntos de ellos, y un vacío infinito en el que aquellos discurren. Las apariencias nos engañan y alejan de la verdadera naturaleza de lo real.

Demócrito vivió mucho (hay quienes aseguran que 108 años), viajó por Persia y Mesopotamia (hay quienes dicen que vendió parte de su herencia para costeárselos), y tuvo interesantes discusiones con Protágoras (a quien conoceremos en breve). Fue, posiblemente, el mayor filósofo de su tiempo, y de él muchos guardan aquella famosa máxima que reza: "prefiero entender un por qué que ser el Rey de Persia". Es una buena frase, sin duda, por su carácter intelectual y trascendente, pero no lo es menos esta otra, más sencilla pero de igual valor.

"Una vida sin regocijo es como un largo camino sin posada."

No olvidemos que la filosofía no existe sin la vida, y ésta sin la felicidad, el goce, el sentimiento y la pasión, el compartir, en suma, no es nada.

23.9.07

Budismo; Segunda Noble Verdad

Unos meses atrás iniciamos una serie de 'ligeras' notas sobre el budismo: primero hicimos una somera introducción, y posteriormente describimos la Primera de las Nobles Verdades. Hoy corresponde hablar de la Segunda de ellas, pero antes un recordatorio de lo ya dicho.

Las Cuatro Nobles Verdades representan el fundamento de la doctrina budista, que cabe considerar no como religión, sino como un método de curación de las enfermedades del alma. La Primera Noble Verdad permitía ver que, en efecto, nos atenaza una enfermedad, a la que debemos hacer frente. Esta enfermedad es el sufrimiento, pero ¿cuál es su causa? Éste es el núcleo de la Segunda Noble Verdad.

Uno de los motivos reside en la voluntad de vivir, en la sed de placer y la sed de prosperidad, como queda recogido en el texto Mahâvagga. Ahora bien, como en el budismo existe una completa conexión y dependencia entre todos los elementos, la sed de existencia es debida, a su vez, a otro hecho. La necesidad de vivir se enlaza, así, a la sensación, la cual nos permite experimentar. Pero ésta, por su parte, toma forma gracias al contacto y, así sucesivamente, aparece un ciclo fundamental del budismo cuyo nombre, Pratîtya-samutpada, podría traducirse por "origen interdependiente" o "surgimiento condicionado".

Este ciclo supone la idea de que nuestro universo aparece y se consume debido a causas y condiciones concretas, que se entrelazan y engarzan a modo de eslabones que, en último término, dan lugar al surgimiento del sufrimiento. Expresado literariamente: "Cuando esto es, eso existe. Con el surgir de esto, eso surge. Cuando esto no es, eso no existe; con cesar de esto, eso cesa".

El ciclo Pratîtya-samutpada se construye con dos importantes concepciones: por una parte, la inevitable causalidad, que asume la existencia de una causa para todo fenómeno o suceso, causa que permite explicarlo. Si deseamos que un fenómeno deje de existir, necesitamos hallar, pues, su causa, y si es posible, destruirla. La segunda concepción relevante engloba a la anterior y es el hecho de que toda cosa en el universo está inextricablemente ligada a las demás: no sólo todo fenómeno posee una causa, sino que dicho fenómeno es causa de otros, dentro de un sistema de infinitas causalidades y conexiones. Así lo explica Piyadassi Thera:

Sujetas a la ignorancia (de la existencia verdadera) surgen las formas volitivas (o karma)
Supeditadas a las formaciones volitivas aparece la conciencia (hay renacimiento)
Dependiendo de la conciencia se forma la mentalidad-materialidad (es decir, el par mente-cuerpo)
Condicionada por la mentalidad-materialidad emana la base séxtuple (cinco órganos sensoriales más la conciencia)
Supeditado a la base séxtuple se produce el contacto
Dependiendo del contacto nace la sensación
Sujeto a la sensación surge el deseo
Supeditado al deseo aparece el apego
Condicionado por el apego se produce el devenir
Dependiendo del devenir se produce el nacimiento, el envejecimiento y la muerte, la pena, el lamento, el dolor, la aflicción y la tribulación. Así se produce toda esa masa de sufrimiento, el anuloma paticca samuppâda (Noble Verdad de la Producción de Sufrimiento [dukkha])
Mediante la eliminación total de la ignorancia se suprimen las formaciones volitivas; al cesar éstas, la conciencia; a su vez, cesan la mentalidad-materialidad, etc. Con ello, se suprime toda la masa de sufrimiento, el patiloma pattica samuppâda.

Así pues, el sufrimiento surge como consecuencia de la ignorancia ante la existencia material y sensible, cuya naturaleza consideramos verdadera cuando no es más que ilusioria. Una vez comprendemos que el sufrimiento es la raíz de las desdichas, y tenemos constancia también de cómo surge ese sufrimiento, es el momento de pasar a la acción, de ponerle fin, es decir, de qué manera podemos alcanzar el Nirvâna. Este es, ya, el terreno reservado para la Tercer Noble Verdad, que analizaremos en un apunte futuro.

20.9.07

El Neoliberalismo

En nuestro mundo actual, como todos sabemos, domina ampliamente el capitalismo, una teoría económica en la que destaca el capital como fuerza de producción y que defiende el protagonismo de la empresa privada en asuntos económicos en detrimiento del Estado. Se trata de un sistema muy difundido a lo largo y ancho de todo el planeta, implementado en países del primer mundo y, también, en los países en desarrollo. El fin último del capitalismo es emplear el capital invertido para maximizar los beneficios, en lugar de cubrir las necesidades básicas o domésticas. La economía capitalista mundial a la que estamos sujetos supone, pues, un modo de producir para la venta o el intercambio, no sólo para ofrecer alimento y manutención a la población.

La noción de capitalismo se basa en la doctrina política del liberalismo, que hunde sus raíces en las ideas capitalistas de Adam Smith, recogidas en su manifiesto La riqueza de las naciones. Smith y sus sucesores concebían una economía en la que el Estado quedaba reducido a su mínima expresión; tal sólo debía éste preocuparse de asegurar el respeto por la propiedad privada y su propia defensa por medio de la coerción (es decir, la policía y las fuerzas militares), además de algunas otras medidas menores. Si el Estado participaba en asuntos económicos, pensaban los liberales, provocaría una perturbación perjudicial para el sistema, de modo que la mejor manera de alcanzar el pleno desarrollo económico era establecer el libre comercio, eliminar las limitaciones en la fabricación, así como las barreras o aranceles comerciales, imponiendo la competencia y la libre empresa.

Este liberalismo perduró hasta la Gran Depresión, cuando John Maynard Keynes propuso que se precisaba un cambio de rumbo económico. En el nuevo modelo de Keynes el gobierno y los bancos centrales podían y debían intervenir para lograr el pleno empleo y promover el bien común. Pero esta alternativa se quebró tras unas décadas de existencia, sobretodo como consecuencia del colapso del comunismo, y a partir de entonces el liberalismo cobró vida de nuevo bajo la forma de neoliberalismo.

El neoliberalismo es, básicamente, muy similar a su antecesor, con sus ansias de libre mercado y escasa participación estatal en cuestiones empresariales. Para conseguirlo, por una parte, precisa de un comercio internacional y una inversión sin aranceles, pero por otra, y aquí radica uno de los (muchos) problemas del neoliberalismo, hay que reducir los costes. Mas, ¿cómo hacerlo? Hay dos alternativas principales, a cada cual peor: o bien pueden buscar una mejora de la productividad (eufeumismo clásico para definir el despido de trabajadores, circunstancia que vemos a diario en las grandes empresas y fábricas...), o bien pueden, sin demasiados escrúpulos, contratar a otros que realicen el mismo trabajo con salarios más bajos (extremo, por desgracia, también muy evidente en nuestra sociedad actual).

Además, como el corolario del neoliberalismo es el beneficio, hay que alejar al gobierno de las medidas que puedan disminuir aquél, como por ejemplo, las relacionadas con el medioambiente (las cuales anteponen, o por lo menos equiparan, el respeto a la naturaleza al beneficio) o incluso, las relativas a la seguridad en el trabajo. Todas estas medidas suponen controles, inspecciones, revisiones, etc., es decir, gastos gubernamentales, que cabe suprimir, o reducir, si la meta es maximizar los ingresos. Al mismo tiempo, si se llevan a cabo estas regulaciones, que afectan directamente a las empresas y trabajadores, también podrían realizarse otras, encaminadas a la propia población, que abarataran los costes y favorecieran la privatización. ¿Cuáles podrían ser, dichas medidas?

He aquí otras de las miserias del neoliberalismo: para reducir el gasto público sostiene que cabe actuar en sanidad, educación y servicios sociales, pero no mejorando dichas prestaciones, sino minimizándolas. La solución es la desregulación y la privatización, es decir, traspasar, vender a inversores privados las empresas estatales, tales como bancos, escuelas, hospitales, etc. Esto empieza a tener unos efectos catastróficos en la calidad de la atención a la población: si el beneficio es lo que cuenta, como dice Noam Chomsky, entonces lo primordial es aumentar las ganancias, no dispensar un buen trato a las personas que, de hecho, son las que posibilitan y sostienen todo el sistema económico. Un ejemplo prosaico son los hospitales: la comida de antaño, si bien no de una calidad extraordinaria, era medianamente comestible; ahora, sin embargo, prevalecen los alimentos enlatados, plastificados y de apariencia antediluviana. El responsable de ello es, por una parte, la empresa privada, que se dedica a reducir los gastos de alimentación en pos de un mayor beneficio económico, y por otro, el mismo gobierno, que ha dejado en manos del mejor postor el cuidado y la salud de sus conciudadanos. La consecuencia, como es fácil advertir, es el enriquecimiento del poderoso. Es una vieja castaña, sí, pero es la verdad.

Podría continuar enumerando las (numerosas) críticas que ha recibido el neoliberalismo y sus actuaciones, algunas muy razonables, como es de justicia advertir. Sin embargo, también ha generado hechos muy positivos, como es el aumento del nivel de vida general, al disponer de mayor cantidad de alimentos, más viviendas, atención médica, etc. Así mismo, una de las obsesiones del neoliberalismo es anteponer los derechos individuales al bien común, en total contraste con su homológo comunista. Esto, en una sociedad poco respetuosa con sus logros y patrimonio cultural, puede ser la solución para que, con el tiempo, dicho patrimonio subsista. No obstante, en muchas otras supone que los menos privilegiados se vean obligados a hallar soluciones a sus problemas.

Por lo tanto, el camino por el que nos están conduciendo las medidas neoliberales no parece el más halagüeño para una sociedad y una economía sana. Más bien, al contrario, semeja una especie de jungla en la que prevalecerá la ley del más fuerte, el mejor adaptado para derrotar al "enemigo", en una carrera, tal vez sin freno, por hacer de nuestra vida la quintaesencia del dinero, del beneficio, de las cuentas bancarias y de la provisión de recursos económicos. ¿Será el neoliberalismo lo que necesitamos para distinguir al prójimo de un rival al que hay que vencer, a la sociedad de una cárcel en la que medramos sin escapatoria, será, en definitiva, lo que precisamos para diferenciar al dinero de nuestra propia esencia porque, por supuesto, nuestra vida radica y se expande mucho más allá del beneficio, de las ganancias?. Si la respuesta a esta pregunta, como parece ser, es negativa, es decir, si la vieja doctrina de Adam Smith, en realidad, nos está encadenando aún más hacia todo ello, hacia la perspectiva de una vida ligada cada vez más al entramado económico, si la protagonista, en fin, no es la propia vida, sino el dinero, lo que todos deberíamos plantearnos es: ¿nos está ayudando en algo, el neoliberalismo?

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...