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30.3.09

Jenófanes: crítica religiosa y cautela epistemológica



De Jenófanes, coetáneo de Pitágoras y algo mayor que Heráclito y Parménides, sabemos bastante acerca de su biografía y se conservan numerosos fragmentos de sus obras. Debió nacer hacia el 570 antes de Cristo, en la ciudad jonia de Colofón, y su muerte acaeció casi una centuria después. Parece que pasó parte de esta larga vida viajando y cantando sus composiciones en verso (era un poeta y rapsoda consumado), a la manera de un Sócrates lírico, aunque con la particularidad de que sus cantinelas eran, a menudo, críticas a las formas y creencias de la sociedad griega, no tanto una dialéctica de preguntas y respuestas, y recitadas en ámbitos aristocráticos, no en las polvorientas calles de las ciudades.

Jenófanes se halla dentro de los confines, aún difusos, que separan la filosofía presocrática de la mera poesía. Hay quienes le otorgan un papel intelectual primordial en la discusión de la teología tradicional; otros le ven como un antecesor, o incluso fundador, de la escuela eleática (como Platón y Aristóteles), mientras que otros le niegan cualquier relevancia filosófica y lo reducen a una especie de mero "poeta racional". Los motivos son varios: puede que molesten sus escritos en verso (mas Parménides también los produjo, y nunca se ha discutido su carácter filosófico), pero sobretodo incordia que casi todos los textos procedan de elegías o poemas redactados en distintos momentos y, seguramente, bajo diferentes estados de ánimo, lo que impide formar un sistema intelectual coherente y unitario.

Dicho pensamiento está orientado, más que a las grandes cuestiones cosmológicas acerca del mundo y su génesis (particularidad característica de la escuela de Mileto), hacia la crítica de las nociones y creencias comunes de la sociedad griega, tal y como se derivaban de la influencia de los grandes poetas (Homero y Hesíodo). También reprocha algunas costumbres bien establecidas, como por ejemplo, que se le otorgue tanta relevancia y valor a las capacidades físicas y al éxito en el deporte, y no se estime en igual valía al saber y a la destreza intelectual (como, análogamente, sucede en nuestra sociedad de hoy...). Pese a su condición aristocrática, Jenófanes rechaza el lujo excesivo (“presumidos, ufanos de sus elegantes peinados/ derramando la fragancia de elaborados ungüentos”, fragmento B3) y las conversaciones sobre temas míticos o de guerras ancestrales (“no ocuparte de las luchas de los titanes, gigantes/ y centauros, invenciones de la gente del pasado/, ni de violentas refriegas, temas en los que nada hay de provecho”, fragmento B1).

Pero la crítica más mordaz de todas las que lleva a cabo Jenófanes es la de la tradición teológica. Ahora bien, lo que juzga improcedente Jenófanes no son las mismas creencias religiosas, sus fundamentos, sino las representaciones en exceso humanas que de los dioses, o sus acciones, hemos realizado los seres humanos. En primer lugar, la reprende porque los poetas antiguos habían vertido en los actos divinos ciertas conductas que, para el hombre, son consideradas deleznables, como “robar, adulterar y engañarse unos a otros” (fragmentos B11 y B12). Pero, si lo son en nuestro caso, ¿no deberían serlo también para los dioses, que en última instancia son, o deben ser, un modelo a seguir por nosotros? ¿Cómo podemos aceptar dichas conductas como adecuadas o convenientes para unos pero como nefastas o deplorables para otros? En segundo lugar, amonesta Jenófanes la visión torpemente antropomórfica que los humanos poseemos de la divinidad, e unos fragmentos, ya clásicos, que citamos a continuación:

Pero los mortales se imaginan que los dioses han nacido/ y que tienen vestidos, voz y figura humana como ellos” (fragmento B14); “los Etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros/ y los tracios que tienen los ojos azules y el pelo rubio” (fragmento B16); “si los bueyes, los caballos o los leones tuvieran manos/ y fueran capaces de pintar con ellas y de hacer figuras como los hombres/, los caballos dibujarían las imágenes de los dioses semejantes a las de los caballos/ y los bueyes semejantes a las de los bueyes y harían sus cuerpos/ tal como cada uno tiene el suyo” (fragmento B15)

También critica Jenófanes que, de fenómenos puramente naturales, tendamos a ver la huella divina; así en el caso del arco iris, por ejemplo: “Y esa a la que llaman Iris resulta ser también una nube/, púrpura, escarlata y verdosa a la vista” (fragmento B32)

La moraleja evidente de estas críticas es que el sistema de creencias de la divinidad basadas en los textos homéricos y hesiódicos son incorrectas, y deben ser sustituidas. Sin embargo, la propuesta alternativa de Jenófanes es, cuando menos, insuficiente, y no parece que se deba a carencias de información o de textos por nuestra parte, sino a que, en realidad, el poeta de Colofón no elaboró una imagen propia y sólida de la divinidad.

Aún así, la concepción del Dios de Jenófanes es la de prevalecer uno de ellos (monoteísmo), que posee como atributos principales la omnipotencia, la omnisciencia y su unidad absoluta (de ahí el supuesto paralelismo con la escuela eleática), además de no ser físicamente similar a los humanos: “(Existe) un solo dios, el mayor entre los dioses y los hombres, no semejante a los mortales ni en su cuerpo ni en su pensamiento” (fragmento B23). En ocasiones se le suele definir como esférico, pero en todo caso es, según Jenófanes, inmóvil (le es inadecuado e innecesario el movimiento): “Siempre permanece en el mismo lugar, sin moverse para nada, ni le es adecuado el cambiar de un sitio a otro, sino que, sin trabajo, mueve todas las cosas con el solo pensamiento de su mente” (fragmentos B26 y B25). Dado que la unidad es lo mayor, a la vez es lo más real; por lo tanto, sólo aquello que sea uno es real (otro punto de conexión eléata). Sin embargo, esa unidad podría entenderse como que Dios y el mundo conforman dicha unidad, en cuyo caso no se trataría tanto de un monoteísmo por parte de Jenófanes como de un claro panteísmo, si bien esta posibilidad es muy discutible.

El hombre, por su parte, se halla lejos de estas facultades divinas: es un ser débil e imperfecto, e incapaz de lograr un conocimiento verdadero. De hecho, nuestro saber es, como máximo, pura conjetura; “ningún hombre conoció ni conocerá nunca la verdad sobre los dioses y sobre cuantas cosas digo; pues, aun cuando por azar resultara que dice la verdad completa, sin embargo, no lo sabe. Sobre todas las cosas [o sobre los hombres] no hay más que opinión” (fragmento B34). No estamos en condiciones de conocer la verdad, por lo que Jenófanes se deja llevar por una ignorancia humana natural que, no obstante, no deber ser óbice para tratar de conseguir la cultura y el saber. Más que un escepticismo radical, lo que este poeta quiere transmitir es la idea de que valoremos cautelosamente aquello que sostenemos como realidad o verdad, porque nunca podremos saber si nuestras nociones u opiniones son categóricamente ciertas o no. Como señalan Kirk y Raven, “su renovación de la doctrina tradicional sobre las limitaciones humanas, esta vez en un contexto parcialmente filosófico, contribuyó, poco más de lo que podemos rastrear, a moderar la tendencia ultradogmática por naturaleza de la filosofía griega en sus primeros estadios vivaces”. Tras el dogmatismo propio de los milesios y de su coetáneo Pitágoras (Jenófanes llegó a burlarse de su doctrina de la metempsicosis...) Jenófanes atemperó, y tal vez atenuó, el excesivo optimismo en la revelación de la verdadera realidad en que la filosofía previa se había instalado. Un conveniente aviso acerca de las limitaciones epistemológicas de la reflexión filosófica...

15.3.08

Empédocles: el Amor y la Discordia



Exceptuando a Parménides y algún otro presocrático verdaderamente original (como, a mi juicio, lo fueron Anaximandro, Anaxágoras y Demócrito), Empédocles se erige como una de las personalidades más atractivas de la filosofía antigua hasta Sócrates. Por su polifacético vivir (filósofo, místico, poeta, médico, político, sacerdote, etc.) y por su caracterización filosófica, talentosa y singular, merece una tribuna especial dentro de la corriente de pensamiento occidental. Nació en Agrigento, fue un incansable viajante (conoció y recorrió casi todas las ciudades del Asia Menor) y afirmaba constantemente que era un mago, un taumaturgo capaz de las mayores proezas y milagros. Quiso corroborarlo, a tenor de lo que narra la leyenda, arrojándose temerariamente al cráter del volcán Etna, con la esperanza de demostrar su inmortalidad... Como Parménides, escribió en verso (aunque más comprensiblemente que éste) y tenemos algunos fragmentos de un par de sus obras (Acerca de la naturaleza y Puriciaciones, casi antitéticas en su orientación)

Empédocles no ofrece una filosofía totalmente nueva; antes bien, su intención fue consolidar las opiniones anteriores, eliminando las incompatibilidades entre la postura de los eleáticos y Heráclito. Parte de Parménides, de quien bebe mucho, pero trata de superarlo por los problemas que su metafísica genera. Acepta de éste la inmutabilidad del Ser y la imposibilidad de que el no-ser exista, pero a la vez adopta también de Heráclito su noción del devenir, del cambio continuo. ¿Cómo armonizar estas concepciones, prácticamente opuestas? Empédocles decidió que podía reconciliarlas si hacía entrar en escena cuatro principios, constitutivos de todo objeto, sustancia o cosa presente en el universo, a saber: tierra, aire, agua y fuego (denominadas raíces por Empédocles y elementos, en la actualidad, y que él relacionó con las deidades Zeus, Hera, Edoneo y Nestis, respectivamente). La formación de toda cosa no es más que una agrupación y combinación de estos cuatro elementos, y su muerte la separación de ellos, aunque las cuatro raíces permanecen siempre inalteradas, en todo tiempo y todo lugar. La cualidad de todo objeto se basa en la proporción en la que se hallan presentes cada uno de los cuatro elementos. De esta forma, Empédocles puede rechazar el nacimiento verdadero (puesto que las raíces siempre han existido y existirán) y también el de una muerte verdadera ("No se da nacimiento de ninguna de las cosas mortales, ni un acabarse en la maldita muerte, sino sólo mezcla y cambio de las cosas mezcladas"), y da entrada a una perspectiva pluralista, distinta al monismo de su predecesor eléata.

Así, todo aquello que aparece y desaparece, que nace y muere y se mueve, no es más que una combinación específica de los cuatro elementos o principios fundamentales. Espacialmente, lo que percibimos en el mundo empírico conforma una mezcla de elementos, y temporalmente, una sucesión de tales mezclas y separaciones. Empédocles llega, así, a la única formulación posible y coherente de su posición filosófica: existe el cambio, en tanto es producto de la unión o escisión de los elementos, pero el ser inmutable también existe, porque las cuatro raíces que lo forman todo son inalterables.

Mas afirmar que las recombinaciones y separaciones de los cuatro elementos, principios o raíces, permite la formación y destrucción de todo lo que existe, y que en tales elementos reside a su vez la permanenecia del ser, no explica cómo son posibles dichas combinaciones y escisiones. Es decir, era necesario para Empédocles esgrimir una causa eficiente que fuera su responsable, y he aquí que el filósofo de Agrigento formula la existencia de dos fuerzas, Amor (Afrodita o philía) y Odio o Discordia (Neikos), ambas eternas y, por así decir, de "signo" contrario. Ésta fue, seguramente, la contribución más relevante a la filosofía de Empédocles, al proporcionar un par de fuerzas que, actuando sobre el sustrato material, permitía esclarecer la génesis y la corrupción de lo empírico.

Estas dos fuerzas, Amor y Odio, actúan mecánica y cíclicamente, y en los dos niveles de la Totalidad y lo particular. El Amor tiene como carácter unir aquello que es diferente en sí, mientras que su opuesto trata de separarlo: "Ya surge de muchos algo uno, ya se disocia de nuevo […], y este cambio constante nunca termina. Ya se reúne todo en uno en el amor, ya se separan las cosas particulares en el odio de la contienda”. El universo está destinado a transitar por cuatro etapas o fases: primero, en el momento en que el Amor domina y el Odio se mantiene en los límites exteriores del mundo, ajeno a su funcionamiento, las cuatro raíces ordenan los elementos de la mejor forma posible en una esfera perfecta (aquí Empédocles recoge la preferencia pitagórica por esta forma geométrica, la Spheira), alumbrando un dios rebosante de amor y de placidez. Esto es lo que sucedió al principio de los tiempos, el primer estadio de la evolución de nuestro cosmos. Pero el dios del Amor no es un dios, sin embargo, eterno u omnipotente; está destinado a ceder el testigo, tras un tiempo, a Discordia, fuerza que penetra poco a poco en la spheira y provoca una enemistad en los elementos que la conforman, separándolos y estructurando el universo tal y como lo conocemos hoy. La Discordia, por tanto, permite la aparición de las cosas. Esta segunda etapa es la que vivimos en la actualidad, que manifiesta la acción parcial, no dominante, de las dos grandes fuerzas. En la próxima fase el Odio tendrá un protagonismo completo, como antaño el Amor, y el mundo se transformará en un caos sin orden alguno, en el que tampoco habrá objetos o sustancias individuales. Pero, nuevamente, el Amor intervendrá en el devenir para corregir la inestabilidad y el cosmos volverá a su regularidad. Este ciclo se repetirá indefinidamente a lo largo del tiempo, sin fin alguno (idea que haría suya Nietzsche, miles de años más tarde, bajo el nombre de "eterno retorno").

Hasta aquí la concepción cosmológica de Empédocles. Hablemos ahora del alma; según la describe en su obra las "Purificaciones", se trata de un daimon o dios caído, porque gracias a la influencia nociva del Odio, se apartó de sus semejantes y tuvo que reencarnarse en un cuerpo como castigo, cuerpo vegetal, animal o humano (referencia al mito órfico-pitagórico de la transmigración de las almas). El alma es, también, una agrupación combinada de elementos, aunque muy especiales y dispuestos de forma excelsa. En origen divina, sólo volverá a su estado si, tras el ciclo de reencarnaciones, ha vivido con honradez y valor, recuperando su pureza y reintegrándose en el Todo.

Resulta interesante hallar en Empédocles estas dos tendencias en sus obras: la científica (casi materialista, podría decirse) en "Acerca de la naturaleza" y la religiosa, de corte incluso místico que suponen las "Purificaciones". Hay quienes creen que se trata de dos concepciones opuestas, fruto de la evolución de este magnífico pensador, filosóficamente independientes y sin relación alguna; pero también puede que coexistieran en él desde el inicio. Porque, por ejemplo, los conceptos de Amor y Armonía pueden interpretarse tanto desde la óptica materilista como mística; según palabras de Ferrater Mora, "los partidarios de esta última opinión se apoyan en el hecho de que en la cultura griega de la época no había necesariamente conflicto entre lo filosófico (o "científico") y lo religioso y, en general, entre lo racional y lo irracional".

La extrañeza de una unidad y una armonía en ciencia y religión es una creación occidental, no un fenómeno dado en el propio pensamiento. Nada impide que poseamos ambas, y que estén conectadas sin contradicciones o discordancias. Su convivencia, como nos descubrió Empédocles, el filósofo mago, es posible.

25.2.08

Las paradojas de Zenón



Parménides, el maestro de Elea, había desestimado lo revelado por los sentidos como guía para conocer la verdad porque, aunque éstos inducen a conformar un mundo en el que existe el movimiento y la pluralidad, todo debe reducirse al Ser, que es uno, inmutable, único y eterno.

Zenón de Elea (siglo V antes de Cristo), discípulo de Parménides (hay quién cree que fue su hijo adoptivo, otros, incluso, su amante...) quiso demostrar por vía de las paradojas (o aporías) que no es posible realizar afirmaciones sobre el mundo sensible que sean consistentes (como su movimiento, su pluralidad, etc.) Zenón tratará, pues, de poner de manifiesto que la realidad aparente es internamente contradictoria, puesto que precisa tanto del ser como del no-ser para adquirir sentido, lo que conduce a un callejón sin salida cognoscitivo.

Es en esencia Zenón un defensor de las ideas de su maestro, el paladín de la unidad y la inmutabilidad del ser. Echando mano de la lógica, que posibilita la prueba de una hipótesis por "reducción al absurdo", «refuta a quienes afirman la multiplicidad», afirmando, por lo mismo, que «todo es uno».

Aunque parece ser que Zenón elaboró, para su defensa de la imposibilidad del cambio y movimiento, hasta casi medio centenar de aporías (esto es, una proposición sin salida lógica, que presenta dos afirmaciones igualmente plausibles, o dos razonamientos opuestos igual de consistentes), algunas de ellas son muy famosas, por la perplejidad que producen*. Los recogió Aristóteles, en su Física:

1) Argumento contra la pluralidad.

Zenón afirma que ni el espacio ni los objetos que éste contiene pueden ser divisibles o plurales. Si las cosas son divisibles, o bien están formadas por elementos sin extensión, divisibles hasta el infinito (en cuyo caso el objeto no tiene extensión, según el juicio del eleata), o bien por elementos con extensión, en número finito (en cuyo caso el objeto sería infinitamente grande; dado que sólo elementos finitos pueden separar otros igualmente finitos, y éstos a partir de otros también finitos, y así sucesivamente, esto conduce a un número infinito de elementos finitos separados, lo cual implica un total de dimensiones infinitas).

Este argumento, por lo tanto, nos permite comprender que si partimos de la posibilidad de la divisibilidad y pluralidad de la materia y el espacio, arribamos a una serie de conclusiones incongruentes, pues no pueden congeniar en un mismo mundo objetos infinitos con otros finitos, u objetos con tamaños infinitos y otros con ningún tamaño en absoluto. De ahí que Zenón concluya que ante esta situación contradictoria sólo quepa aceptar como real el mundo como unidad y entidad continua.

2) Parábola de Aquiles y la tortuga.

Sin duda, ésta es la paradoja más célebre de Zenón, y constituye el segundo punto del argumento del eléata contra el movimiento. En la imaginación de Zenón, Aquiles, el corredor griego más veloz, propone una competición entre él y una tortuga. Ufano y convencido de su triunfo, Aquiles permite que el animal tome una pequeña ventaja. Da inicio la carrera, y contra todo pronóstico, acontece algo extraño, según Zenón; cuando Aquiles alcanza el punto del que partía la tortuga, ésta se ha desplazado ya un ligero trecho. Por mucho que acelere Aquiles, al llegar a ese mismo lugar, la tortuga mantendrá aún cierta ventaja; aunque ésta vaya minvando a cada paso, aunque la separación tienda a cero, nunca será completamente cero, y por lo tanto, Aquiles nunca alcanzará la tortuga.

2B) La dicotomía.

Esta interesante paradoja se relaciona a su vez con la anterior. Según ella, Aquiles no sólo no atrapará jamás a la tortuga, sino que, de hecho, ¡ni siquiera se mueve! Porque, para llegar incluso al primer punto del recorrido, en el que se hallaba la tortuga al inicio de la carrera, Aquiles debe antes haber alcanzado la mitad de ese trayecto, un punto medio entre su posición anterior y la posterior. Pero, si desea hacerlo, antes debe, a su vez, haber llegado a la mitad de esa mitad, hasta lograr el punto medio dentro de aquel otro punto medio... y así sucesivamente. Como puede intuirse, esta progresión continúa indefinidamente hasta el infinito, con lo cual, según Zenón, Aquiles ni siquiera llega a empezar la carrera, al no realizar movimiento alguno.

3) La flecha.

Cuando lanzamos una flecha con un arco ésta se halla, aunque percibamos su vuelo a través del aire, en reposo. Porque una flecha debe permanecer siempre en un sitio, sea cual sea, y éste es siempre el mismo, dado que posee el mismo tamaño que la flecha. El lugar concreto en el que se halla la flecha está determinado por la flecha misma, dado que los otros lugares donde ella no está sólo se diferencian de aquel en la ausencia de dicha flecha. Ahora bien, si el lugar en el cual se halla la flecha es tan grande como ella misma, si encaja perfectamente en ella, la flecha no podrá moverse en él. Y si no se mueve en dicho espacio, entonces está quieta, en reposo. Es decir, un cuerpo en reposo ocupa un espacio que es "igual a sí mismo", algo que también sucede con un cuerpo en movimiento (una flecha, en el ejemplo), porque para cada instante llena un volumen de espacio idéntico a su propio tamaño; luego está en reposo.

4) El estadio.

Imaginemos ahora un estadio en el que disponemos un grupo de cuatro soldados en fila, que permanecen en reposo (los denominaremos XXXX) justo en el centro del estadio. De uno de los lados parte otro grupo de cuatro (YYYY) en dirección al primero, y del lado opuesto otros cuatro (ZZZZ) en dirección contraria, dispuestos a encontrarse también con XXXX. Ambas filas se desplazan a idéntica velocidad. Su situación inicial y final es la siguiente:



Lo singular de esta paradoja es que, mientras el grupo de las Ys, en su trayecto hasta situarse justo bajo los Xs, ha recorrido en relación a éstas dos posiciones, el grupo de los Zs, en relación a los Ys, ha efectuado cuatro posiciones en el mismo tiempo, hasta quedar alineados todos los tres grupos. Esto nos indica, puesto que la longitud de los grupos es idéntica, que la velocidad del cuarteto de los Zs es el doble que la del cuarteto de los Ys. Pero si, al partir ambos grupos, la velocidad de Ys y Zs era la misma, ¿cómo es posible que no lo sea, al mismo tiempo?

Hoy podemos hacer, naturalmente, algunas críticas a las aporías de Zenón*, pero en su tiempo fueron verdaderamente revolucionarias y causaron una enorme perplejidad entre los intelectuales griegos. Por ejemplo, su primera paradoja pierde fuerza al desconocer éste el concepto del vacío, concepto que sólo tomaría forma propia y desarrollada con los atomistas (posteriores, pues, a Zenón), o, también, porque el eleata no conocía que el valor de la suma de una serie de números infinitamente pequeños no es infinito, sino finito. Por lo que respecta a la aporía de la flecha, como señala Aristóteles en su Física, Zenón acepta la idea de que el tiempo está compuesto de instantes. "Si esto no se admite", afirma el estagirita, "la conclusión no valdrá" (A 28). Y en relación a la última de las aporías citadas, por fin, su coherencia se basa en la suposición de que tanto el tiempo como el espacio está constituido por elementos puntuales e indivisibles, como lo son los números, opinión que sustentaban los pitagóricos.

En todo caso, estas aporías tenían como misión básica, según ya se ha dicho, demostrar que el movimiento es imposible, así como la pluralidad y la divisibilidad en el mundo natural revelado por los sentidos. Aquellos que afirmen lo contrario están condenados a la contradicción, pues sus argumentos no son racionales, como corroboran las paradojas de Zenón. Así, éste no realiza una comprobación de las tesis de su maestro Parménides, sino que destaca, tan sólo (aunque ya es bastante...), la condición contradictoria de las que éste niega como verdaderas, arguyendo y razonando dónde se hallan sus errores y faltas.

Zenón no causó sólo perplejidad con sus aporías, sino también incomodidad, la intranquilidad de comprobar que, de estar en lo cierto, no existía ninguna posibilidad de investigar el mundo natural dentro del ámbito de la verdad, sino sólo en el de la opinión. Ante esta situación reaccionarían más tarde los pluralistas y atomistas, Empédocles, Anaxágoras y Demócrito.

*(En casi cualquier texto de filosofía que contenga el periodo presocrático se habla, con mayor o menor profundidad, de las paradojas de Zenón. Para un análisis más completo y exhaustivo del que hacemos aquí, puede servir el magnífico estudio de J. Barnes, en su obra "Los Presocráticos", pág. 312-350, Cátedra, Madrid, 2000).

11.10.07

Anaxímenes y el 'arché' etéreo



Anaxímenes (588-535 antes de Cristo) fue un filósofo griego miembro de la escuela de Mileto, de la que formaron parte también otros dos pensadores importantes, Tales y Anaximandro. De este último fue Anaxímenes discípulo, aunque parece que tuvo algo menos de ingenio que su maestro, puesto que tras el avance filosófico que supuso el ápeiron de éste, aquél prefirió regresar a la idea de que fue una sustancia primigenia la que dio origen al universo. Si Tales eligió el agua, para Anaxímenes fue el aire, asimismo eterno e ilimitado, pero que no sólo abarca la totalidad, sino que además estaba presente en ella.

Tal vez Anaxímenes vio en el aire el arché al observar que la respiración, en la que el aire juega un papel fundamental, permite la vida al hombre; en efecto, el hombre vive mientras respira (o viceversa). Pero Anaxímenes va más allá: el aire no sólo es responsable de la vida humana, sino de todo cuanto existe, porque "así como nuestra alma, siendo aire, nos mantiene unidos, así también el aliento y el aire circundan todo el Cosmos" (frag. 2). Del aire se formaron, pues, todo lo que existió, existe y existirá.

Pero, ¿cómo explicar el origen de sustancias tan sólidas como una roca o un pedazo de hierro partiendo de algo tan etéreo como el aire? Es aquí cuando Anaxímenes demuestra, aunque menos relevante que el de su maestro, su talento filosófico; si queremos razonar la aparición de objetos particulares en base a un elemento genérico y universal como el aire precisamos de dos conceptos concretos: condensación y rarefacción. Si bien al aire es, por definición, invisible, puede dejar de serlo si se difumina y rarifica, y entonces se convierte en fuego, o bien puede sufrir un proceso gradual de condensación, con lo cual se obtiene a partir de él viento, nubes, agua y tierra, así como piedra cuando termina completamente condensado.

Este procedimiento tiene sentido porque si el aire se dilata se vuelve más cálido (transformándose, pues, en fuego), pero si se condensa se enfría y, por ello, dispone de cierta propensión a convertirse en una sustancia sólida. Por esto, como recoge Plutarco, "ni lo frío ni lo caliente son sustancias, sino que son estados comunes de la materia producidas en las transformaciones; pues dice [Anaxímenes] que lo comprimido y condensado es frío y que lo raro y «laxo» es caliente. Por lo que no carece de fundamento su afirmación de que el hombre emite lo caliente y lo frío por la boca: el aliento se enfría cuando se comprime y se condensa con los labios; pero, cuando se abre la boca, el aliento se escapa y se calienta por rarefacción". Podemos entenderlo mucho mejor si recordamos que solemos soplar nuestras manos en un día de invierno, para calentarlas, y en cambio soplamos la sopa caliente para enfriarla; para lograrlo, en el primer caso lo hacemos con la boca abierta, y en el segundo, con los labios apenas separados.

Anaxímenes creía que lo percibido y lo sentido, todo aquello material, no era más que una cuestión de cantidad; la calidad no es más que cantidad, es decir, lo cualitativo se sustenta en lo cuantitativo, en armonía con el espíritu materialista de su escuela. Es más, para Anaxímenes el aire es dios y, también, nuestra propia alma. Si el alma es el principio de vida y movimiento (como se sostenía en las tierras de la Jonia) y el aire, como hemos dicho al inicio, es a su vez principio de vida al permitir la respiración, entonces la consecuencia es, lógicamente, que el alma es aire. Así, el aire todo es y todo abarca; toda materia, toda alma, todo mundo en el universo se conforma y sostiene gracias al aêr.

La aportación de Anaxímenes a la filosofía, sus nociones y conceptos, se han considerado desde siempre como menores, sobretodo en relación a su predecesor Anaximandro, figura más sobresaliente e interesante. Pero en cuanto a sus ideas cosmológicas y 'científicas' la situación es diferente, y Anaxímenes lleva la delantera a su maestro; y no siempre sólo porque fueran insólitas, sino porque no todas ellas son erróneas. Entre las que lo son, por ejemplo, las siguientes: Anaxímenes creía que todos los planetas (y eso, claro, incluye la Tierra) eran planos, formados por la condensación del aire; por otra parte, sostenía que los terremotos (bastante frecuentes en Grecia, tanto entonces como ahora) tenían lugar en periodos de sequía y si la humedad era alta, puesto que una sequía permanente provoca que el subsuelo se quiebre (como sucede con la superficie, que se agrieta), quizá repentina y bruscamente.

Anaxímenes especulaba con frecuencia sobre meteorología; tenía sugerentes opiniones acerca de los rayos y truenos, que él creía aparecían cuando el fuerte viento 'cortaba' una nube. La lluvia, por su parte, se debía cuando las nubes de condensaban, y el granizo ocurría al solidificarse la propia lluvia. La nieve, por último, se formaba cuando al granizo se le agregaba algo de viento... . Vemos aquí otra serie de sustancias y fenómenos que se originan a partir de los conceptos de rarefacción y condensación, procedimiento que ya conocemos.

Entre las concepciones acertadas de Anaxímenes tenemos su creencia de que la Luna brilla como consecuencia de la luz reflejada en ella por el Sol. Esto, por supuesto, fue una idea revolucionaria en la época, que posteriormente adoptaría Anaxágoras, ampliándola. En relación a los eclipses Anaxímenes creía que se debían a la presencia de otros astros que se interponían entre la Tierra y el Sol o la Luna, ocultándolos, o bien por las posiciones relativos de estos tres cuerpos. Ésta es, también una idea básicamente correcta.

Para Anaximandro, las estrellas estaban más cerca que los planetas de la Tierra; Anaxímenes, por su parte, sostuvo la creencia contraria (correcta, nuevamente), y además tuvo la intuición de que las estrellas eran fuego (o sea, aire enrarecido), pero que no llegábamos a percibir su calor, su energía, debido a las enormes distancias que nos separa de ellas. Del Sol, en cambio, sí que notamos su calor gracias a su distancia relativamente corta.

Hizo falta muchos tiempo, más exactamente unos dos mil años, para que esta idea tan sencilla y luminosa cuajara en las mentes de los pensadores renacentistas. ¿Dónde estaríamos hoy algunos de los hallazgos y sabidurías, no sólo de Anaxímenes o los presocráticos, sino de todos los intelectuales que florecieron en Grecia, no hubiesen caído en el olvido durante tanto tiempo hasta emerger de nuevo tras el estancamiento de los siglos medievales?

30.9.07

Heráclito: Aprendizaje y sabiduría



Buena parte de las perspectivas filosóficas que han jalonado la historia de esta disciplina tienen una raíz, o al menos alguna raicilla, en las reflexiones y posturas que sostuvieron los presocráticos. Ése es el caso del escepticismo (que dará sus frutos más antiguos en la sistematización Pirrón de Elis, a quien ya conocemos) o el empirismo.

Heráclito de Éfeso (540-470 antes de Cristo) fue un presocrático cuyas ideas podrían encajar bastante bien con la idea de escepticismo que tenemos hoy en día. Atacó las ínfulas de conocimientos de que se jactaban sus contemporáneos o predecesores, así como la general estupidez humana, en general, porque según él "la mayoría de los hombres no comprenden las cosas con que se encuentran, ni las conocen, aunque se las hayan enseñado, sino que creen haberlas entendido por sí mismos", y también porque "hacen caso a los aedos del pueblo y toman como maestro a la masa, sin saber que muchos son los malos y pocos los buenos" (128B y 129B).

Sin embargo, Heráclito no desdeñaba la posibilidad de conocimiento; su escepticismo no lo es acerca de la epistemología, sino sobre la viabilidad de que cualquiera, la masa del pueblo, llegue al saber. Porque la verdad no se revela a sí misma, no está expuesta frente a nosotros, fácil al alcance, sino que está oculta, escondida en alguna parte, y sólo ciertas personas serán lo suficientemente sutiles y perspicaces para lograr encontrarla.

Mas, ¿cómo podemos conseguirlo? Es aquí cuando Heráclito empieza a distinguir entre aprender y descubrir. Para acercanos al conocimiento genuino precisamos de una gran personalidad, un carácter independiente, un "no dejarse llevar" por lo dicho por otros o autoridades, sean seculares o sagradas. "Los ojos son testigos más exactos que los oídos" (135B), decía Heráclito, otra forma de expresar que es mucho mejor ver y entender por nosotros mismos que basándonos en relatos ajenos u opiniones de otras personas. Heráclito rechazaba su propia autoridad, e instaba a aceptar sus concepciones únicamente por los méritos de éstas, no porque él las exponiese; en palabras de Diógenes Laercio, Heráclito no fue jamás "discípulo de nadie, sino que dice haberse investigado a sí mismo y haber aprendido todo por sí mismo" (1A).

Precisamente gracias a este personal estudio, a esta forma tan individual y propia de acercarse al saber, se permite Heráclito criticar a sus antecesores filósofos, en concreto a Pitágoras: "Pitágoras, hijo de Mnesarco, se ejercitó en informarse más que los demás hombres, y con lo que extrajo de esos escritos formó su propia sabiduría" (138 B). Es decir, Pitágoras emprendió su camino de conocimiento basándose en lo dicho, lo pensado y reflexionado por otros; dicho llanamente, Pitágoras "robó" a otros sus pensamientos y a partir de ellos edificó su filosofía. A este proceso de pseudo-conocimiento Heráclito lo llama polimatía, el arte de plagiar. Pitágoras no fue sabio, en opinión de Heráclito, puesto que sus ideas no nacían de su estudio e investigación, no eran resultado de sus propios descubrimientos, sino que partían de lo creado por otras mentes. Los hombres que practican la polimatía se dedican a "aprender" lo dicho por los demás, sus opiniones y posturas, lo cual nada tiene que ver con la sabiduría.

De esta manera, Heráclito separa de forma tajante los conceptos de aprendizaje y descubrimiento. De hecho, son conceptos completamente opuestos. Los que aprenden "no se han investigado a sí mismos", y aunque parezcan poseer conocimiento en realidad carecen por completo de él, pues aprender se basa en revelaciones ajenas y la sabiduría en las propias, las que son consecuencia de nuestros particulares hallazgos. Podemos dedicar una vida entera a aprender y adquirir los descubrimientos de otros, haciéndolos nuestros, pero entonces no seremos sabios, ni habrá arraigado en nosotros el conocimiento, tan sólo la opinión (doxa). La sabiduría es tarea personal, un trabajo individual de cada uno día a día; no pueden suplirla las aseveraciones de los demás.

El poeta John Keats (1795-1821) lo expresó sucinta y admirablemente:

El conocimiento habita
en mentes repletas de los pensamientos de otros;
la sabiduría, en mentes atentas a los suyos.


En la actualidad no resulta nada sencillo trepar hacia la sabiduría con el método de Heráclito; nos vemos invadidos y tiroteados por doquier con las ideas de los demás, los sistemas de pensamiento, las prescripciones morales y con todo tipo de opiniones, algunas útiles, la mayoría vanas y prescindibles. Por ello los científicos, filósofos, políticos, incluso los escritores parten de una base ya establecida, por nimia que sea. Tal vez sólo los artistas más vanguardistas puedan permitirse el lujo de ejercer su actividad sin echar la vista atrás, sin dar demasiada importancia a lo creado por otros, y llegar a una creación propia y pura. Lo que queda por demostrar es si lo creado por ellos es, de una forma u otra, conocimiento, y por ello, sabiduría. Quizá la pretensión de Heráclito fuera posible sólo en su tiempo, en aquella lejana época prístina, donde la razón empezaba sus primeros gateos, ayudada aún (como en la actualidad, si bien con distintos ropajes) por la fuerza del mito.

Puede, en efecto, que esa exigencia de Heráclito para lograr la sabiduría tras el descubrimiento personal esté ahora, tristemente, más allá de nuestras posibilidades.

27.9.07

Demócrito y el materialismo



"Por convención, el color; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío" (B 25)

Demócrito de Abdera fue contemporáneo de Sócrates, y vivió en Grecia hacia la segunda mitad del siglo V antes de Cristo, en una época en la que la tolerancia a las ideas novedosas empezaba a resquebrajarse, hecho ilustrado perfectamente en la sentencia de muerte a Sócrates por "despreciar a los dioses y corromper la moral de la juventud", es decir, por llevar a cabo una vida desligada de imposiciones intelectuales y religiosas (si bien el mismo Sócrates fue un patriota y un hombre creyente).

En Demócrito, y también en su maestro Leucipo (aunque parece que fue el primero quien sistematizó su doctrina) encontramos una continuación de nociones acerca del Cosmos presentes en otros presocráticos, sobretodo en Parménides. Como él, los atomistas (como así se denomina a aquéllos dos) sostienen que existe el Ser, eterno e inalterable, pero si para Parménides era uno, un ente material y extenso, a modo de esfera gigantesca que todo abarca y todo es, para Demócrito es múltiple "en cantidad, mas son seres invisibles por la pequeñez de su masa" (67 B). Demócrito, por lo tanto, abandona el monismo anterior y se suma a la filosofía pluralista, como ya habían hecho sus predecesores Empédocles y Anaxágoras. Aquellos seres no visibles son pequeños objetos duros, indivisibles, y también eternos e inalterables, y a partir de su conjunción o separación se generan o destruyen las cosas que percibimos por medio de los sentidos. A dichos seres se les llamó átomos.

Pero para dotar a su postura de coherencia hubo Demócrito de dar entrada a otro elemento: el vacío. Así, la realidad está formada por "lo que es" y "lo que no es", es decir, los átomos, el Ser, y el vacío, el no-Ser. Estos dos factores se compensan y enlazan entre sí para que podamos entender el mundo; uno sin el otro no tendrían sentido alguno, pues los átomos sin un espacio vacío no podrían desarollar su movimiento, y un vacío total, sin nada en absoluto, carecería de toda función, interés y propósito. De esta manera, existe un espacio vacío infinito en el que pululan (también) infinitos átomos, cuyo movimiento caótico, impredecible, es el responsable de la formación y aniquilación de cuanto hay.

Los átomos de Demócrito son, por supuesto, indivisibles (de hecho, la palabra griega de átomo significa, precisamente, no-divisible). Como resalta Aristóteles en su Metafísica, para Demócrito "el ser difiere sólo por la configuración, el contacto y la orientación", esto es, por la figura, la disposición y la posición de los átomos. Las diferencias entre las sustancias se basan en estos tres parámetros, por lo tanto, se trata siempre de diferencias cuantitativas, no cualitativas, las que distinguen unas cosas de otras.

Es sólo teniendo en cuenta esto cuando podemos analizar la cosmogonía jónica. El movimiento entre átomos en el espacio vacío e infinito puede generar, sólo por puro azar, que un número alto de ellos se acumule en una zona concreta; como los átomos difieren en sus características, sucede que algunos chocan con otros, de tal suerte que sus formas permiten su mutuo "enganche" (si bien no llegan nunca a fusionarse, recordemos que son, los átomos, inalterables). Estos conglomerados atómicos pueden aumentar de tamaño hasta convertirse en los objetos y sustancias que observamos, aunque posteriores choques con otros átomos quizá los desmenucen de nuevo, reduciéndolos hasta su tamaño y forma originales. La masa macroscópica, al contener átomos que conservan sus movimientos y vibraciones, inicia a su vez su propio movimiento, hacia una dirección específica, pero no es movimiento originado por alguna inteligencia externa (como lo era el 'nous' de Anaxágoras), sino por sí mismo. Su oscilación por el espacio provoca que los átomos de mayor masa, y por tanto menos fácilmente movibles, se dirijan hacia el centro de la masa, convertida ya en remolino giratorio (por el impulso transmitido de los átomos a la masa), que dan lugar a la tierra y al mar, mientras que los menos masivos se sitúan en el exterior, que a su vez constituyen el aire. Este proceso se ha repetido infinidad de veces en muchísimos lugares del kosmos, produciendo de esta manera los infinitos mundos de la cosmogonía atomista, entre ellos el nuestro.

Y ahora entramos en el terreno del alma. Para Demócrito el alma no es más que un conjunto de átomos, es decir, una substancia, eso sí compuesta por un tipo especial de átomos, sutiles y esféricos, similares a los que conforman el fuego. El ser humano es, pues, un cuerpo sutil (el alma) dentro de otro cuerpo más burdo (el cuerpo, por supuesto). Nuestra conciencia y el pensamiento no son más que agrupaciones particulares de átomos del alma, siendo a su vez la causa y el origen de sus variaciones, esto es, todas aquellas manifestaciones psiquícas se relacionan con el número y la forma de combinarse de dichos átomos. Así, cuando nos invade el sueño lo que sucede es que parte de los átomos del alma salen de nuestro cuerpo (por respiración o por algún otro motivo). Si parte de los átomos del alma abandonan las agrupaciones que nos permiten la sensación o la conciencia, entonces dejamos de ser nosotros mismos; el hombre sólo es plenamente consciente de sí cuando posee todos sus átomos de este tipo. La muerte, consecuentemente, le sobreviene en el momento en que los pierde por completo.

Este materialismo radical de Demócrito no fue muy bien acogido en su época, entre otras razones porque había más interés en asuntos políticos que de filosofía natural: "Llegué a Roma y nadie me escuchó", solía decir el filósofo de Abdera. Sin embargo, pese a sus excesos en pro del corporalismo, hay que reconocer que Demócrito hizo mucho en favor de concebir a la divinidad de forma menos temerosa y miedosa que la reinante en su época. En efecto, para él los dioses eran seres análogos al alma humana, con la única diferencia de una mayor pureza y una organización más sólida, así como una duración vital mucho mayor. Pero no son inmortales, no están libres del día en que sus átomos constituyentes les abandonen y, así, dejen de existir. ¿Cabe entonces tener miedo y sentirnos intimidados ante el poder divino, si los dioses son mortales y están sujetos a la misma ley del destino que nosotros? Además, si tras la vida dejamos de existir, ¿por qué preocuparse por los presuntos castigos y condenas que nos azotarán después de morir?

Tras todo esto, podemos entender ahora la frase de Demócrito que abre este breve apunte. Las palabras de las que nos valemos para hacer inteligible el mundo y nuestra relación con él no nos sirven. Y no sirven porque las palabras comunes tienden a hacernos ver que ésta substancia posee tal o cual cualidad (es de un color determinado, o tiene tal fragancia, o aquél gusto), pero de hecho lo que existe son átomos, conjuntos de ellos, y un vacío infinito en el que aquellos discurren. Las apariencias nos engañan y alejan de la verdadera naturaleza de lo real.

Demócrito vivió mucho (hay quienes aseguran que 108 años), viajó por Persia y Mesopotamia (hay quienes dicen que vendió parte de su herencia para costeárselos), y tuvo interesantes discusiones con Protágoras (a quien conoceremos en breve). Fue, posiblemente, el mayor filósofo de su tiempo, y de él muchos guardan aquella famosa máxima que reza: "prefiero entender un por qué que ser el Rey de Persia". Es una buena frase, sin duda, por su carácter intelectual y trascendente, pero no lo es menos esta otra, más sencilla pero de igual valor.

"Una vida sin regocijo es como un largo camino sin posada."

No olvidemos que la filosofía no existe sin la vida, y ésta sin la felicidad, el goce, el sentimiento y la pasión, el compartir, en suma, no es nada.

10.2.07

Anaxágoras, el "nous" y su materialidad

El filósofo jónico Anaxágoras, en su concepción del mundo sensible, siguió el concepto de un kosmos formado a partir de una masa originaria con infinidad de elementos y partículas mezcladas. De acuerdo con Parménides, esas partículas, indestructibles, se mezclan posteriormente para formar los objetos y se separan cuando éstos se destruyen. Anaxágoras, sin embargo, no está de acuerdo con que las cuatro unidades últimas sean los cuatro elementos de Empédocles (tierra, aire, agua y fuego), y cree que aquello que tenga partes cualitativamente similares al todo es último y no derivado de ninguna cosa. Así, para Anaxágoras los elementos de Empédocles son mezclas formadas por muchas partículas cualitativamente diferentes (Copleston).

En el inicio, pues, todas las cosas estaban confusas y fundidas unas en otras. En la masa no hay vacíos, nada destaca o se manifiesta en ella (C. Ramnoux). Entonces, ¿qué es lo que da forma a las cosas que contemplamos al mundo sensible? Para Empédocles la causa y el movimiento del universo era la acción alternante de dos fuerzas, el Amor y la Discordia. Para Anaxágoras, en cambio, el responsable es el nous, la Mente o Inteligencia. Gracias al nous se inicia el movimiento diferenciador del universo; lo cálido se separa de lo frío, lo luminoso de lo oscuro, lo pesado de lo ligero, etc. La inteligencia es, pues, la que genera la discriminación de las cosas, la que separa los opuestos, la que permite existencia de cosas concretas. Es definitiva, el nous es el principio y causa del movimiento original, una realidad inteligente, la más pura y ligera.

Sin embargo, aunque cada cosa esté repleta de todas las demás, en porciones insignificantes o, bien, en una fracción significativa (es precisamente la abundancia o proporción mayor de ciertas partículas las que nos hacen denominar así a un objeto; un trozo de madera está formado mayoritariamente por madera, pero también contiene infinidad de otras partículas, como tierra, agua, etc.), sólo el nous no está mezclado con nada, aunque pueda formar parte de una mezcla. El nous habita en todas partes, tanto en los animales como en el hombre, tanto en la masa indiferenciada como en las demás cosas, pero en efecto, no se mezcla con ella; está en ellas, pero siempre fuera de ellas (Ramnoux). Todo es, por lo que respecta a la materia, grande y pequeño: es grande porque la materia puede dividirse en múltiples partes (en infinitas partes, de hecho), y es pequeña porque puede formar un todo mayor por agregación (Mas). El nous, a su vez, también es la más grande y la más pequeña de las cosas, porque está en todo, aunque no pueda mezclarse, o hacerse hacerse mayor o menor.

Pese a suponerlo como una inteligencia diferenciadora, el nous también está presente “en cualquier cosa, en la rodeante masa”; afirma después el filósofo que ocupa un lugar en el espacio, por lo que algunos, como Burnet, han sugerido que Anaxágoras, si bien dota de pureza al nous, pureza de la que carecen las demás cosas, no le concede el grado de ser inmaterial e incorpóreo. Es decir, Anaxágoras sostiene una visión del mundo materialista, algo que puede hacernos comprender por qué ilustres pensadores le recriminaron en su día esa forma de entender el universo. El nous pone en marcha el torbellino o movimiento rotatorio, cierto, pero lo que sucede con posterioridad es obra del propio torbellino, no de la inteligencia. Aristóteles comenta en su Metafísica que Anaxágoras, “siempre que no sabe explicar por qué algo sucede, introduce [al nous] a la fuerza, pero en los demás casos atribuye la causa a lo que sea, antes que a la Mente”. Por su parte, Platón se queja de que no le suponga bondad alguna al nous, eliminando cualquier rasgo ético; tal vez entendía que una inteligencia tal debía actuar siempre en pos del mayor interés por el bien del mundo.

Hay que tener en cuenta, no obstante, que en la época de Anaxágoras no había, por parte de los pensadores, una concepción inmaterial del espíritu; esto es algo que llegaría más adelante. Que Anaxágoras conciba el nous como ocupando un volumen no implica que lo tuviese como algo material; en opinión de Copleston, todo lo más que puede decirse es que, en su concepción de lo espiritual, Anaxágoras “no consiguió comprender del todo la radical diferencia que hay entre lo corpóreo y el espíritu”. Parece, pues, que todo se reduce a que Anaxágoras no entendió la diferencia entre el espíritu y la materia a la que da forma o pone en movimiento.

Más allá de esta inseguridad acerca de la concepción definitiva que tuviese Anaxágoras del nous, quizá cabría plantearse si la “radical separación entre lo corpóreo y el espíritu” que comenta Copleston, de la que carecía Anaxágoras, es o no tan radical. Porque aunque en la historia de la filosofía occidental podamos hallar multitud de teorías y concepciones acerca de la separación entre mente-cuerpo, este dualismo tan primordial no es universal: cabe citar, por ejemplo, algunas de las doctrinas hindúes o chinas, en las que se concibe al ser humano como entidad integral y no separada en esas dos partes.

De ahí que la idea del nous de Anaxágoras pueda ser interpretada de varias maneras: podemos entenderla como un ente puramente material, si bien más puro que las demás materias y que no participa más que en la génesis de su separación; podemos verlo como un ser que pone en marcha la maquinaria de lo existente, y que separa asimismo las cosas y ‘vive’ en ellas, no mezclado con nada; o podemos, en el caso de que, atreviéndonos, hagamos una interpretación a partir de las filosofías orientales, entender el nous como una especie de realidad constitutiva de todo, mente y materia, que otorga al mundo una unidad: el nous, entonces, sería la causa de la diferenciación del mundo sensible, el “torbellino” que impulsa el movimiento, jugando además un papel en la esencia misma de las cosas (aunque habría que matizar bastante más esta definición, claro está)

Sea cual sea la interpretación que del nous y su materialidad hagamos, resulta interesante constatar que el universo revelado por la ciencia a partir de Isaac Newton ha tenido mucho más en común con la visión de Anaxágoras que con la propuesta de Platón o su discípulo Aristóteles. Pese a las críticas vertidas por éstos hacia el filósofo jonio, nuestro cosmos físico ha resultado ser un lugar en el que no hay bondad ni eticidad alguna, como sugirió Anaxágoras: sólo indiferencia ante las volubles e insignificantes pasiones y tragedias humanas.

(Nota: los nombres entre paréntesis corresponden a los autores de las Historia de la Filosofía consultadas)

21.12.06

Pitágoras: números y música de las esferas

(Pitágoras merece mucho más espacio y dedicación del que le ofrezco a continuación. Esto es sólo un breve esquema a vuelapluma de algunas ideas y concepciones de su filosofía que me parecen atractivas; en un futuro volveré a él con mayor profundidad y analizaré, dentro de mis posibilidades, su pensamiento filosófico)

Todos sabemos algo de Pitágoras: la mayoría de nosotros lo reconoce por su famoso teorema, que nos hacían aprender en clase de primaria como método para mejorar (o iniciar, y en algunos casos, para aborrecer) nuestras matemáticas. Pitágoras no forma parte de los milesios, como Tales o Anaximadro, sino que vivió en Italia gran parte de su vida; tras la destrucción de Mileto, Italia fue la cuna de grandes pensadores, de casi todos los presocráticos posteriores a los milesios, de hecho. Pitágoras vivió en el siglo VI antes de Cristo.

Una visión de la filosofía de Pitágoras comienza y acaba en los números: "los números son la medida de todas las cosas", decía él. El orden cósmico, es decir, la totalidad, estaba basado en ciertas relaciones numéricas. A algunos números les atribuían un significado especial, una particular relevancia dentro de esas relaciones. Por ejemplo, el tetrakto, el número 10: era llamado el número divino, porque consistía en la suma de los cuatro primeros enteros (1+2+3+4). El 4 era símbolo de justicia, y el 6 y 28, iguales a la suma de sus divisores (6=1+2+3, por ejemplo), eran considerados números "perfectos".

Esto puede parecer pura charlatanería numerológica (aunque sea charlatanería de hace 2.500 años y vislumbrada por uno de los genios más importantes de la antigüedad), pero tuvo un gran apoyo gracias a su relación con la música; en efecto, el propio Pitágoras halló que la música está basada en los números. En síntesis, descubrió que las longitudes de las cuerdas que producen tonos armónicos guardan entre ellas razones numéricas simples: la octava, por ejemplo, corresponde a la razón 2:1 (que quiere decir que una nota aguda da dos vibraciones en el tiempo en que una grave da una sola).

Lo que Pitágoras y, posteriormente sus seguidores, los pitagóricos, hicieron fue crear, edificar toda una cosmología basada en los números y en la música. Idearon que el Cosmos estaba compuesto de nueve capas o esferas cada una de las cuales correspondía a un astro (Tierra, Luna, Sol, los cinco planetas hasta entonces conocidos y la esfera de las estrellas fijas), más otra esfera añadida, la "anti-Tierra", necesaria para cuadrar las cuentas y dar sentido al 'tetrakto', aunque esta esfera era puramente inventada. Además, cada una de las esferas emitía su propia música, su particular tonalidad (de ahí parte la idea de la "música de las esferas"), a medida que giraban alrededor de la Tierra.

Es un hecho a destacar que, pese a todas las carencias y los errores conceptuales que tienen las ideas pitagóricas, al menos guardan una singular conexión con el saber en nuestro tiempo: y es que Pitágoras y sus seguidores creían que el mundo físico era una manifestación del orden matemático que subyace en él; los números juegan un papel en el Cosmos, un papel quizá fundamental. Hoy en día, la moderna física matemática opina lo mismo. Debe haber, en efecto, al menos algún tipo de orden racional, describible en números, en la urdimbre del espacio para que nuestras teorías físicas, en ese mismo plano físico, funcionen tan bien.

Así pues, Pitágoras abrió el camino a una interpretación, al alimón, tanto racional como mística (entendiendo aquí por místico una relación inefable y compleja de ciertos números con la realidad de nuestro mundo) del Cosmos. Cierto que su concepción de esferas y la música adherida a ellas no responde a lo que sabemos hoy sobre los movimientos planetarios y su propia existencia (por ejemplo, hay muchos más astros en el sistema solar de lo que él creía, y por tanto el 'tetrakto' no se puede aplicar en absoluto), pero parece ser que algún poso residual permanece en nuestra visión moderna del mundo, más allá de esferas y notas armónicas: nos sentimos atraídos por esa idea, esa conexión espacio-musical del universo, hay algo en ello que nos agrada
(personalmente, el viaje final en la película '2001, una odisea en el espacio' me recuerda vagamente a Pitágoras... no sé si porque estoy saturado de filosofía, o porque intuyo que algo debía saber la pareja Kubrick-Clarke al respecto).

Quien sabe si Pitágoras, que floreció en Italia hacia el 523 antes de Cristo, intuyó tal vez más acerca del Cosmos de lo que estamos hoy dispuestos a aceptar.

12.12.06

Anaximadro: 'kosmos' y 'apeiron'

Anaximadro es otro de los tres principales milesios, junto a Tales y Anaxímenes. Vivió en el siglo VI antes de Cristo. Si para Tales la tierra tiene su origen en el agua, Anaximandro va mucho más allá y se cuestiona no ya por el origen de la tierra, sino por el origen de ese agua que Tales propone como explicación. Es decir, eleva la pregunta hasta el fin mismo: ¿cuál es el origen sin más, el origen de todo, tierra, agua, estrellas y materia? ¿De dónde procede todo?

Dado que Anaximandro no cuestiona el origen de una u otra cosa, sino el principio absoluto de todo, que no requiere a su vez un origen, debe buscarse algo alejado de la experiencia cotidiana, la cual siempre está definida tanto espacial como temporalmente. Este nuevo concepto es, pues, indefinido, carece de límites, y aunque exista realmente, es algo que está más allá de la experiencia y, también, del mundo de los dioses. Anaximandro llama a esto apeiron, algo inmortal e indestructible. Ésto último corresponde a algunas de las características de los dioses, pero el apeiron se halla "por encima de ellos" en un aspecto fundamental, y es que los dioses, pese a ser inmortales e indestructibles, tienen un origen en el tiempo, porque nacieron en un momento dado; el apeiron, por el contrario, es además de todo ello, eterno, no está limitado temporalmente.

Del apeiron están derivados los cielos y todos los mundos, y él es la causa de nacimientos y destrucción. Esto puede sonar un poco al concepto de Dios, pero Anaximandro trató de no incorporar ningún elemento mítico o deidad en sus reflexiones. Aun así, resulta bastante complicado no hacerlo, y se nota aún cierto aire mítico en las características que le presupone al apeiron. Es normal, no obstante, porque por aquel entonces aún coexistía el pensamiento mítico con la naciente racionalidad.

Tuvo también Anaximandro interés en relación a la génesis del kosmos. Según él, el kosmos nace por un doble proceso de resecamiento y calentamiento. Ese proceso es constante, no se detiene jamás, y será el responsable de que en el futuro lejano los elementos que ahora forman el kosmos se unan de nuevo en apeiron, del que surgieron al principio de los tiempos. Encontramos aquí algunas ideas vagamente relacionadas con ciertos conocimientos cosmológicos actuales: Big Bang, evolución del Universo, unión de todo lo existente en un punto central (tanto al principio como al final del Cosmos, si resulta que tras la expansión deviene la contracción...), etc. Y, también, se relaciona de alguna manera con la concepción cíclica del Cosmos según la cosmogonía hindú (pero esto es más interesante analizarlo con mayor detalle en el futuro).

La generación del kosmos según Anaximandro no parte de ningún elemento transformado en otro, sino "en base a la segregación de contrarios", como comenta Simplicio: "los contrarios son: caliente-frío, seco-húmedo, etc". Estas fuerzas en tensión tienen un alcance limitado, ya que de lo contrario alguna de ellas se impondría, reinaría en el kosmos, y entonces el proceso de resecamiento y calentamiento se detendría, con lo que el kosmos quedaría reducido a un ente muerto y sin actividad. En palabras de B. Russell, "los elementos conocidos estaban en lucha unos con otros. El aire es frío, el agua húmeda y el fuego caliente. La sustancia primaria de la que parte todo debe ser, en consecuencia, neutral en esta lucha".

Anaximandro, y para ir terminando con este apunte, también sentía curiosidad por hechos más 'científicos'. Por ejemplo, creía que la Tierra era un cilindro, fue uno de los primeros (o, tal vez, simplemente el primero) en hacer un mapa, y asimismo creía que el Sol era 27 o 28 veces mayor que la Tierra. La respuesta correcta es que el Sol es casi 110 veces mayor que nuestro mundo, pero no importa conocer la verdad de este hecho. Lo que importa es que fue un cálculo extraordinariamente preciso si tenemos en cuenta que Anaximandro fue uno de los pioneros en el pensar racional, que empleó tan sólo su ingenio, sin ayuda auxiliar alguna, y que vivió, en las costas del mar Egeo, hace más de 2.500 años, miles de años antes de que el hombre occidental llegase a saber, en realidad, qué era el propio Sol.

Resulta curioso que ideas formuladas hace tanto tiempo sigan teniendo su sentido, su lógica, su adecuación, y que pese a los años transcurridos, aún sintamos que Anaximandro, pese a todo, estuvo en algunos aspectos más cerca de la verdad acerca del nacimiento y destino del 'kosmos' de lo que seguramente ni él mismo hubiese podido imaginar.

30.11.06

Parménides; el ser-Uno y el alcance de las palabras

Parménides de Elea (540/450 antes de Cristo) fue un importante filósofo griego, uno de los primeros en emplear el pensamiento lógico para acercarse a la verdad, aunque Bertrand Russell califica su lógica como "lógica metafísica"... .Parménides sugiere que para llegar a ella hay que alejarse de la vía de la opinión de los mortales, los cuales "nada saben y andan errantes". Es decir, es menester abandonar lo que los sentidos nos revelan y acudir al pensamiento, pero no cualquier pensamiento, sino aquel que se basa en las premisas correctas, ya que sólo a partir de éstas es posible una aproximación a la verdad. En otras palabras, empleando la deducción podremos por fin asirla de una forma fiable. De esto se desprende que verdad y error son deducidos; el resultado al que lleguemos dependerá del punto de partida que escogamos.

Un aspecto importante de la teoría de Parménides es que proviene de analizar el sentido y significado de ciertos conceptos relacionados lógicamente. Al ser su teoría consecuencia del pensamiento racional, puede ser demostrada por cualquiera que haga valer tal razonamiento. Esto es relevante porque aunque los presocráticos anteriores (Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras, Heráclito... ) siguieron un procedimiento racional, sus conclusiones se basaban en la experiencia. Parménides, por su parte, establece que el mundo sensitivo es "pura ilusión", que los sentidos nos engañana, y que sólo mediante el razonamiento (lógico) y no la experiencia, es posible llegar a la verdad de las cosas.

Para Parménides, existe una identidad entre ser y pensar, porque no hay conocimiento autónomo al margen del ser). El ser es y no es posible que deje de ser. El ser se define como oposición a "no-ser". El único ser verdadero es el Único, el Uno. Pero este uno no es un Dios como el actual, sino más bien un ente material y extenso, semejante a una esfera. Pareménides enumera las determinaciones conceptuales del contenido del Ser:

- La imposibilidad de que nazca a partir de un "no-ser" u otro "Ser", pues esto es irreconciliable con la disyuntiva "Ser/no-Ser".

- Ese 'nacimiento' o surgimiento implicaría un antes y un después, que son incompatibles con el Ser, ya que este es, sin evolución, historia ni desarrollo. Desde el punto de vista temporal, el Ser no ha surgido, y es indestructible.

- Espacialmente, el Ser es un todo unitario cerrado sobre sí, o sea, no tiene partes, ni huecos. Es, por tanto, indivisible.

- El ser no carece de nada. Al ser un ente inmóvil, no se modifica; si no, sería posible modificarlo para llegar a la perfección. El Ser es, pues, perfecto.

La conclusión a la que llega Parménides es que el Ser es una esfera perfectamente simétrica, homogénea y cerrada sobre sí misma.

Según Parménides, las apariencias engañan. Para llegar a la verdad, necesitamos la revelación de una 'diosa', aunque una diosa no en un sentido mítico. Sus revelaciones son comprensibles racionalmente. Es imprescindible situarse en el marco del saber de la verdad (marco siempre racional y lógico) para entender que las apariencias no son más que eso. El "llegar a ser y perecer, cambiar y variar" todo ello no es más que lo que no es. Y esto es así porque, en efecto, sólo lo que es es Ser, y el Ser se caracteriza, como he comentado, por su inmovilidad.

Esta es, quizá, la idea más crucial que aporta Parménides. Él concibe que un nombre no dice "nada real", o sea, que la palabra se concibe sólo como un nombre que se da a la cosa; la cosa no es su nombre, sino que tan sólo 'recibe' "un" nombre. Tal pensamiento aboca a la idea revolucionaria de disociación entre nombre y cosa, algo que hasta entonces siempre había permanecido inseparable.

La palabra nombra y al nombrar una cosa ésta aparece. Pero si la palabra es solo nombre, entonces no llega a respresentar el verdadero ser de la cosa. De aquí deriva una idea bastante inquietante, y que me gustaría que cerrase este breve esquema sobre Parménides: si los nombres no representan el verdadero ser de las cosas que enuncian, y si la Filosofía no es más que un conjunto de palabras, ¿supone esto que, en el caso de que Parménides estuviese en lo cierto, la corrección y el alcance de la misma debería cuestionarse? En otras palabras, ¿no debería el filósofo guardar silencio ante la verdad, porque la desconoce por completo, habida cuenta que él no es capaz de comunicar el ser de las cosas, sino tan sólo el nombre, el cual quizá emmascare y difume completamente el verdadero significado de todas las cosas en cuestión?

17.11.06

Dejando atrás al mito... o intentándolo (Mito, logos y algo sobre Tales)

Es muy habitual en los textos de Filosofía mencionar que uno de los mayores frutos conseguidos por los presocráticos era, sin duda, haber facilitado el paso del “mito al logos”, o lo que es lo mismo, el tránsito desde el pensamiento mítico, identificado con los dioses, al pensamiento racional, basado en la observación y la experiencia, en definitiva, en la razón.

No obstante, también es cierto que en los albores de la filosofía occidental, el mito y el logos tenían una relación bastante próxima, en el sentido de haber aún ciertos rasgos míticos en las concepciones de algunos de aquellos pensadores presocráticos.

El tránsito de una forma de pensamiento a otra es, también sin duda alguna, uno de los momentos más importantes de la civilización occidental (y, por ende, de la especie humana), porque representa el instante en que la inteligencia separa, aún tímidamente, las maneras típicas de enfocar los problemas existentes. Para explicar el origen del mundo, por ejemplo, Hesiodo, poeta griego del siglo VIII antes de Cristo, menciona un sinfín de dioses y diosas los cuales son los responsables directos de todo lo existente. En cambio, presocráticos como Tales o Anaxímenes hablan de hechos, accesibles para todos aquellos que dispongan de razón y estén dispuestos a utilizarla. El mundo se vuelve entonces comprensible, racional, ya no se trata de la voluntad divina la que maneja los entresijos del cosmos (o, mejor, del kosmos), sino que los procesos naturales pueden bastar por sí mismos para dar cuenta del mundo.

Ahora bien, el mito permanece en los presocráticos aún, y pese a que lo haga de una forma impersonal e intentando no ser vista, queda patente en las reflexiones de Tales, por ejemplo. Tales trata de “desmitologizar” a la naturaleza, pensando racionalmente de qué modo pudieron, elementos naturales, ser los responsables de la formación del universo. En su búsqueda de la respuesta, Tales halla que todo deriva del agua. A ese respecto escribe Aristóteles: “Concibió [Tales] tal suposición tal vez por ver que el alimento de todas las cosas es húmedo, y porque de lo húmedo nace el propio calor y por él vive [...]. Además las semillas de todas las cosas tienen naturaleza húmeda y el agua es el principio de la naturaleza para las cosas húmedas”. Puede parecer un razonamiento un poco tosco, aun lejano de los tiempos científicos (‘el alimento de todas las cosas es húmedo’, ‘las semillas tienen naturaleza húmeda’, etc... .), pero ahí reside precisamente el logro presocrático: ser capaz de razonar por sí mismos una explicación del mundo sin la participación directa de los dioses. No interesa tanto la respuesta que dieron los presocráticos a las preguntas que se hacían, sino esas mismas preguntas y la forma, el procedimiento que emplearon para intentar resolverlas.

Sobre Tales vale la pena mencionar también una frase a él atribuida: “todo está lleno de dioses”. La materia, para los presocráticos, está viva, y tiene su movimiento precisamente a causa de ello. El alma es principio de movimiento; todo lo que tiene movimiento tiene alma; la materia tiene movimiento; luego la materia tiene alma (esto es, por cierto, un ejemplo perfecto de inferencia formalmente válida, algo que estudia la Lógica, parte importante [aunque un tanto adusta] de la Filosofía). De modo que Tales habla en el sentido, no necesariamente de que los dioses aún duermen en la estructura profunda del universo, sino quizá que, en la materia, persiste algo divino, algo que aún está más allá de la razón, del entendimiento común... pero que no son las acciones de los dioses. Es como si admitiera que aún queda mucho por aprender en cuanto a la materia y al mundo, como si la esencia propia de las cosas (vivas, según ellos) no fuera aún comprensible.
Estas breves notas apuntan a que, de un modo u otro, el mito permanece vivo en la raíz de las concepciones e ideas de los presocráticos. Y tampoco cabe extrañarse por ello, habida cuenta de que el mito ha estado ligado al pensamiento humano desde los albores del mismo. Además, el mito no es sólo una ingenua y vacía forma de ver el mundo, no es en absoluto una expresión literaria de él sin más intención que la de cautivar a las gentes, es mucho más que una representación banal y simple del universo. En efecto, hay que desterrar la idea de que el mito supone la ignorancia antigua y, en cambio, el logos es el responsable del saber moderno. Puede que el mito tuviese carencias conceptuales muy importantes, pero aspira, al igual que el logos, a revelar cuál es la condición humana, de modo que muchos de los mitos pueden tener una base, unos cimientos verdaderos. El propio Platón, cuando parecía que el mito había pasado a un segundo plano, los presenta como una forma literaria de expresar las verdades que escapan de la experiencia y el entendimiento racional.

El mismo Tales pudo basarse en concepciones míticas a la hora de reflexionar en profundidad sobre el agua como principio creador. Es sabido que Homero llamó al “Océano” ‘padre de todas las cosas’, y que en ciertas cosmologías orientales, que Tales posiblemente conocía, el agua jugaba un papel bastante importante. Aunque Tales huya de emplear conceptos míticos, lo cierto es que estos parecen sobrevolar de alguna forma en el cielo de su pensamiento.

De todo esto, lo que me gustaría destacar es que el tránsito del mito al logos no supone el paso desde el error hasta la verdad. Claro está que el uso de la razón fue determinante para nuestra posterior evolución como civilización, y que a ella le debemos mucho, pero el mito no debe permanecer como sinónimo de desconocimiento, de saber oscurantista y lejano. Guarda en su esencia la razón de la existencia humana, y es un método tan bueno como cualquier otro de intentar hacer nuestro y comprensible, humano, a un universo hostil, complejo e indiferente para con nosotros. Es cierto que no es válido para describir los procesos naturales, y que la formación de un rayo puede explicarse mucho mejor entendiéndolo como fenómeno eléctrico que como consecuencia de la ira de Zeus. Sin embargo, si abandonamos completa y absolutamente la visión mítica del mundo, quizá estemos perdiendo también parte de nuestro propio ser, y por supuesto parte de nuestra cultura común. Es, creo, mucho mejor abrazar a ambas, la forma racional y la mítica, para así dar cuenta y entender de una forma más plena (aunque no necesariamente más verdadera) todo lo que nos rodea.

El mito es humano, es un intento por hacer nuestro lo ajeno, lo lejano, lo extraño. Aunque ganemos algo de ingenuidad al empaparnos de él, tal vez también así conozcamos y empecemos a valorar esas formas rudimentarias, pero humanas, que los antiguos emplearon para ver al mundo, quizá, como en realidad es, como parte de nosotros mismos.

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