Mostrando entradas con la etiqueta Descartes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Descartes. Mostrar todas las entradas

1.11.12

"Meditaciones Metafísicas", de René Descartes (y VI)



6) Meditación Sexta: “De la existencia de las cosas materiales, y de la distinción entre el alma y el cuerpo del hombre


Como su subtítulo indica, en esta última Meditación Descartes tratará de examinar la tarea de la existencia del mundo exterior, así como diferenciar entre los dos elementos que nos definen, esto es: fundamentalmente mente o alma, y el cuerpo. El primero de los temas será analizado a través de dos argumentos principales: las evidencias aportadas por facultades conectadas con los sentidos en modo estricto (imaginación y sensación, en este caso), en primer lugar, y, en segundo, mediante el recurso al criterio de ideas claras y distintas y nuevamente a la bondad de Dios, que ya hemos tratado en otras Meditaciones.

Empecemos por la primera cuestión. ¿Es la imaginación un procedimiento definitivo para obtener conocimiento certero? Imaginar, para Descartes, es aplicar un saber al ámbito corporal, de modo que está ligado al mundo de los sentidos. Al imaginar un objeto, nos formamos una imagen de él, lo “vemos”, por lo que hay un componente sensorial. Por el contrario, cuando lo pensamos en modo puro, intelectivamente, lo que acude a la mente es una definición, un rasgo propio del objeto, que le es inherente. No puedo imaginar una figura de mil lados; pero sí puedo comprenderla, conocerla mediante esa definición. La imaginación, por tanto, está relacionada de algún modo con nuestra capacidad de obtener imágenes a través de los sentidos, y nos vincula con algo situado allende nuestro propio espíritu. El pensar puro, por su parte, parece brotar de ese mismo espíritu, hay un repliegue sobre sí mismo. Aunque no podamos concluir nada a este respecto (no sabemos seguro que la imaginación procede de este modo), sí podemos conjeturar que, puesto que podemos imaginar objetos, es posible que éstos existan.
“ [...] cuando imagino un triángulo, no lo entiendo sólo como figura compuesta de tres líneas, sino que, además, considero esas tres líneas como presentes en mí, en virtud de la fuerza interior de mi espíritu: y a esto, propiamente, llamo “imaginar”. Si quiero pensar en un quiliógono, entiendo que es una figura de mil lados tan fácilmente como entiendo que un triángulo es una figura que consta de tres; pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliógono como hago con los tres del triángulo, ni, por decirlo así, contemplarlos como presentes con los ojos de mi espíritu.”
Y, ¿por lo que respecta a la sensación? La capacidad para sentir está vinculada al cuerpo, de modo que nos remite a una facultad que opera con los sentidos de que disponemos de un modo directo, puro. De este modo, experimentamos impresiones muy vívidas de nuestro cuerpo, de los colores, de sonidos, de la luz, del placer y el dolor, etc. Pero, como ya adelantó Descartes en otras Meditaciones, el mundo corporal vivido a través de nuestros sentidos es, de hecho, el que menos certeza nos brinda de su realidad. Ahora, nuestro filósofo repasará las objeciones que hizo en su momento a esta pretensión de nuestra percepción sensorial (ilusiones ópticas, argumento del sueño, la hipótesis del genio maligno...).

“Y en cuanto a las razones que me habían antes persuadido de la verdad de las cosas sensibles, no me costó gran trabajo refutarlas. Pues como la naturaleza parecía conducirme a muchas cosas de que la razón me apartaba, juzgué que no debía confiar mucho en las enseñanzas de esa naturaleza. Y aunque las ideas que recibo por los sentidos no dependieran de mi voluntad, no pensé que de ello debiera concluirse que procedían de cosas diferentes de mí mismo, puesto que acaso pueda hallarse en mí cierta facultad (bien que desconocida para mí hasta hoy) que sea su causa y las produzca. Ahora, empero, como ya empiezo a conocerme mejor, y a descubrir con más claridad al autor de mi origen, ciertamente sigo sin pensar que deba admitir, temerariamente, todas las cosas que los sentidos parecen enseñarnos...”
Por consiguiente, ni las evidencias aportadas por la imaginación o la sensación certifican sin duda la existencia de un modo exterior. Pero no hay que desesperar, porque hay otros modos de lograr ese objetivo. Ya se vio anteriormente: el criterio de claridad y distinción es el más conveniente para ello. Si pudiéramos establecer que el cuerpo se diferencia de la mente con completa evidencia (clara y distintamente) y que aquel tiene como principal particularidad el hecho de ser extenso (o sea, ocupar un lugar espacial), entonces podríamos certificar el mundo exterior, del que nuestro cuerpo forma parte. ¿Y esto por qué? Porque si tenemos una percepción clara y distinta de ello Dios no puede embaucarnos al respecto, dada su bondad. Dios no nos puede engañar en nuestras más firmes creencias, afirma Descartes.

Relacionando este criterio con la distinción alma/cuerpo, Descartes se preguntará si ambas son dos sustancias separadas, dos elementos que nos componen en una unidad aunque, ellas mismas, sean heterogéneas y distintas. Descartes afirma que el alma es lo que en verdad nos define (somos, recordemos, un cogito, un ser que piensa). Y es también una unidad en sí misma; todo otro cuerpo físico puede despedazarse en porciones más pequeñas, pero no puedo concebir que ocurra lo mismo con mi alma. Ésta es pensamiento, su naturaleza es la de ser una sustancia que piensa, algo que, como se vio, puedo concebir clara y distintamente.
“Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse “partes” del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc.”
Por consiguiente, el alma se diferencia, en efecto, del cuerpo. Pero, entonces, ¿qué es éste, cuál es su característica distintiva? Descartes nos recordará que ya lo avanzó en anteriores Meditaciones: su particularidad, la del cuerpo y la de los objetos materiales, es ser extensos, ocupar un lugar en el espacio. Ésta idea también es clara y distintamente evidente, cierta, y puesto que habíamos acordado que Dios no puede engañarnos en nuestras apreciaciones claras y distintas, hay que concluir, según Descartes, que los cuerpos del mundo sensible existen en efecto.

La consecuencia de esta afirmación es que el mundo es mera extensión, poblado por cuerpos que son simple espacio. Las cualidades que entendemos nosotros que también formarían parte de ese mundo (sonidos, colores, sabores, etc.), para Descartes no están presentes en dicho mundo, en esos objetos, sino que son generados en el sujeto que percibe, resultado de una acción mecánica de aquellos sobre nuestros sentidos y alma. Si estas cualidades secundarias no están ahí, de algún modo, ello significa también que no serán objeto de estudio científico. El único estudio de este tipo versará únicamente sobre el espacio; así, serán las matemáticas, y en concreto la geometría, la ciencia suprema. El mundo exterior se reduce, pues, a lo mensurable matemáticamente.

Una última cuestión queda aún sin analizar: ¿cómo es posible la relación de dos entidades tan distintas como alma y cuerpo, siendo el cuerpo radicalmente distinto de lo que me define (es decir, el pensamiento)? ¿Cómo puede actuar el alma pensante en el cuerpo o que la percepción influya en mi alma? Las sensaciones de dolor, sed, hambre, etc., señalan precisamente esta conexión. El hombre será, pues, un alma, sí, pero un alma encarnada. De lo contrario, siendo mera alma, serían ángeles o dioses; y, si mero cuerpo, animales.
“Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. [...] Pues, en efecto, tales sentimientos de hambre, sed, dolor, etcétera, no son sino ciertos modos confusos de pensar, nacidos de esa unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo, y dependientes de ella.”
¿Cómo explicar, pues, esa conexión? Descartes recurrirá, en otra de sus obras (Las pasiones del alma), pues en las Meditaciones apenas lo menciona, al expediente de la glándula pineal, situada en el cerebro, como enlace entre ambos mundos del espacio y el pensamiento. Es un expediente, en verdad, porque en todo caso lo que permite a Descartes su empleo no es explicar cómo se produce la interacción, sino meramente dónde ocurre. Descartes, por tanto, pretende explicar de este modo defectuoso cómo dos entidades tan distintas pueden estar tan íntimamente unidas.

Mucho se ha criticado y ridiculizado incluso esta apelación cartesiana al ámbito cerebral para elucidar el modo en que cuerpo y alma establecen su relación, pero quizá, como menciona Jesús M. Díaz Álvarez en su Introducción a la edición de las Meditaciones Metafísicas (Alianza Editorial, Madrid, 2005), y de cuyas páginas nos hemos nutrido en esta serie, lo más interesante es comprender el sentido que confirió el filósofo francés al ser humano, un humano “que no será nunca... un ángel, una entidad sin materia o cuerpo, sino una mezcla inestable de carne y espíritu. Ésa es nuestra grandeza, y nuestra miseria”.

Descartes, pues no dualiza únicamente al hombre, no le dota de dos elementos estancos y separados. El dualismo cartesiano tan difundido, aunque evidentemente real y presente en su obra, queda atemperado por el ansia del filósofo francés por unir, por fusionar, incluso, si forzamos un poco los términos, esos dos mundos casi opuestos. Somos alma en esencia, cierto, pero la sustancia carne, materia, también está ahí, también nos configura. Y, en el intento por conciliar ambas en esa mélange que somos todos nosotros, Descartes abrió la vía para la filosofía futura, una reflexión que durará siglos, y que aún sigue abierta, acerca de qué somos, y cómo es posible que seamos como somos.

11.12.11

"Meditaciones Metafísicas", de René Descartes (V)



5) Meditación Quinta: “De la esencia de las cosas materiales y otra vez de la existencia de Dios”

René Descartes, pese a los insistentes razonamientos ofrecidos en la Tercera Meditación sobre la cuestión de Dios y su realidad, parece sospechar que aún es posible desarrollar y matizarla más. Para ello elaborará una versión, una interpretación personal del argumento ontológico, debido a San Anselmo de Canterbury en el siglo XI.

Antes, sin embargo, retoma el asunto epistemológico de diferenciar ideas claras y distintas de las confusas. Descartes afirma que una de las primeras es la noción de “extensión”: todo objeto es extenso, y de él es posible enumerar “partes” y atribuirle, nos dice Descartes, “magnitudes, figuras, situaciones y movimientos” a cada una. Esto, afirma el filósofo francés, es tan claro y su verdad tan manifiesta a la mente (al menos a la suya...) que no le parece estar aprendiendo nada nuevo, sino que “más bien me acuerdo de algo que ya sabía antes; es decir, percibo cosas que estaban ya en mí espíritu, aunque aún no hubiese parado mientes en ellas”. Además, nos asegura, hay ideas de ciertas cosas de las que es imposible pensar que son pura nada o mera invención, pese a que en primer momento no guarden relación alguna con objetos del mundo sensible, sino que “deben” tener naturaleza verdadera e inmutable.

Descartes emplea el ejemplo de un triángulo. Su idea me viene a la cabeza con facilidad, pero podría no existir ningún triángulo más allá de mi mente. Ahora bien, la figura posee una cierta forma o “esencia” inmutable y eterna, que no puedo haberla inventado yo, ni tampoco a sus propiedades particulares, propiedades que le son propias y que lo configuran como tal, porque reconocemos enseguida un triángulo cuando lo imaginamos, pero no así sus propiedades (no todos sabemos, por ejemplo, que los tres ángulos de un triángulo valen lo mismo que dos ángulos rectos, y otros atributos similares). Sus propiedades, pues, le son propias, son integrantes de la esencia del triángulo.

Ahora pasa Descartes a Dios y al argumento ontológico. Aceptamos que hay propiedades claras y distintas en los objetos (sean reales o no), que podemos captar, como acabamos de ver. En Dios, por su parte, hay al menos una que es consustancial, propia a la idea misma de Dios: es la de perfección. Dios es un ser (es El ser) perfecto. También ésa es una idea clara y distinta. Imaginar a un Dios imperfecto es un sinsentido; no sería Dios, naturalmente. Descartes continúa afirmando la inevitable ligazón entre el concepto de un ser perfecto y su efectiva existencia, porque ¿cómo puedo imaginar un dios, con la propiedad clara y distinta de la perfección, pero que sin embargo no exista? Si separamos ambos atributos, la esencia y la existencia divina, es como si separásemos...



“la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte el valle”

La existencia es un atributo que forma parte de la misma perfección de Dios. O, como escribe Jesús M. Díaz Álvarez, “la definición esencial de Dios contiene en sí misma, como una de sus perfecciones, la existencia”. En definitiva, la existencia de Dios va unida a su concepto igual como a la naturaleza del triángulo rectángulo va unido el que la suma de sus ángulos valga dos rectos. Así de simple y contundente.

Descartes se hará una autocrítica (una refutación al argumento ontológico original...) al suponer que aunque yo puedo concebir a un Dios dotado de existencia, de ello “no se sigue que Dios exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente”. Mas, si alguien piensa así, (es decir, que una cosa es pensar la existencia de algo y otra muy distinta que ese algo exista...) Descartes le responderá lo siguiente : lo imposible es, precisamente, “el hecho de no poder concebir, a Dios, sin la existencia”, pues “se sigue que la existencia es inseparable de Él, y, por tanto, que verdaderamente existe”.

No se trata de ninguna imposición forzada, añade Descartes: es la necesidad de la cosa misma la que determina a mi mente para que piense así. Si bien puedo imaginar una montaña sin un valle a sus pies, ¿cómo imaginar la suma perfección divina sin dar entrada al atributo de la existencia? No hay, nos dice Descartes, ninguna posibilidad; si reconocemos que la existencia es una perfección, hay que concluir que “ese ese ser primero y supremo existe verdaderamente”. Por tanto, afirma Descartes que, en relación con la idea de Dios, no somos libres de imaginarlo como deseemos, al contrario que sucede con las otras entidades; “yo no soy libre”, escribe, “de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas”. Y esto se debe a que...



“aparte Dios, ninguna otra cosa puedo concebir a cuya esencia pertenezca necesariamente la existencia. En segundo lugar, porque me es imposible concebir dos o más dioses de la misma naturaleza, y, dado que haya uno que exista ahora, veo con claridad que es necesario que haya existido antes desde toda la eternidad, y que exista eternamente en el futuro. Y, por último, porque conozco en Dios muchas otras cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada”

Descartes insistirá en la importancia de que la idea que tenemos de Dios es clara y distinta en grado absoluto, y de que gracias a ella disponemos de un modo de conocer las cosas: “¿Hay algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia, y que, por tanto, existe?... La certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente”.



“Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco, tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infinidad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo”

Por consiguiente, Descartes vuelve al mismo punto ya alcanzado en la Meditación Tercera: Dios existe y es bueno y no desea engañarme; la idea del genio maligno, en cambio, muere, de modo que podemos olvidarnos de él y a partir de ahora confiar sólo en la divinidad, real y bondadosa. Además, tenemos el instrumento perfecto de conocimiento: las ideas claras y distintas son la raíz del saber verdadero, acreditado ahora gracias a la confirmación de un Dios bueno que existe.

Lo que necesitamos ahora es alcanzar un conocimiento, robusto y contundente, del mundo exterior, si es que hay tal posibilidad. Sabemos que nuestra mente existe, que Dios existe y que es bueno, y que sólo podemos confiar en las ideas que percibimos como claras y distintas. ¿Nos permitirá, todo ello, saber con certeza la efectiva realidad del mundo exterior, su esencia, o sólo nos será posible determinar que, por más aparente que sea, tal mundo no es más que una vana e ingenua ilusión? ¿Es real el mundo allende nuestra mente, en definitiva?

Ésa será la última gran pregunta de René Descartes en sus Meditaciones Metafísicas.

28.11.11

Meditaciones Metafísicas (IV), de René Descartes



4) Meditación Cuarta: “De lo verdadero, y de lo falso”

Según dijimos, y como paso previo al análisis de la existencia real, o ficticia, del mundo exterior, Descartes se planteará la cuestión del por qué los seres humanos se equivocan, por qué motivo yerran y se apartan de la verdad.

Sabemos ya que Descartes busca esa verdad de forma incansable. Por ello le extraña que, existiendo Dios y siendo, por definición, bueno y ajeno a toda voluntad de perjuicio hacia nosotros, nos haya permitido que nos equivoquemos de continuo. Además, poseemos una cierta capacidad propia para juzgar, para dilucidar entre el bien y el mal, lo correcto y lo erróneo. Entonces, ¿por qué permite Dios que me equivoque? Si me hubiera creado de otro modo podría siempre hacer las cosas correctamente; como es obvio que no somos como tales seres infalibles, hay que preguntarse el motivo.



“Si todo lo que tengo lo recibo de Dios, y si Él no me ha dado la facultad de errar, parece que nunca debo engañarme. Y en verdad, cuando no pienso más que en Dios, no descubro en mí causa alguna de error o falsedad; mas volviendo luego sobre mí, la experiencia me enseña que estoy sujeto a infinidad de errores”.
Bien. Busquemos dicho motivo. Para ello, Descartes comienza afirmando que él, y todos nosotros, somos seres anclados en un término medio entre la divinidad y la nada. Es decir, hay una parte divina en nuestro interior que nos empuja hacia la perfección. Eso por un lado. Pero, por otro, hay otra parte que está cerca de la nada, de la inexistencia, del vacío (término que hubiese escandalizo a Descartes, dado su horror vacui), responsable de mis fallos, de mis errores. Si yo fuera Dios, naturalmente jamás me equivocaría; si yo fuese una piedra, que carece de capacidad de pensar, la cuestión ni siquiera se plantearía. Pero como estoy entre Uno y otra, entre la perfección y la nada, yerro. Dios me ha brindado la facultad de distinguir entre el acierto y el error, pero es una facultad de poder limitado; de ahí que me equivoque. No siempre atino porque mi capacidad no es infinita, como en Dios. Por lo tanto, Dios no quiere mi engaño (era una sensación que sobrevolaba hasta ahora en la Cuarta Meditación, y que había puesto en tela de juicio lo logrado en la anterior, esto es, la inexistencia del genio maligno, y la existencia, consiguientemente, de un Dios bueno): tan sólo me dota de una facultad de alcance restringido.



“Y advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada [...] me veo expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar que yerre. De ese modo, entiendo que el error, en cuanto tal, no es nada real que dependa de Dios, sino sólo una privación o defecto [...], sino que yerro porque el poder que Dios me ha dado para discernir la verdad no es en mí infinito”.
Sin embargo, esta explicación no convence del todo a Descartes. Errar es, según él, “la falta de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer”. Descartes cree que el ser humano, al poseer una facultad ofrecida por Dios, ha de participar de su “perfección” de algún modo. Pero de inmediato reconoce que es una osadía por su parte creer que está en condiciones de comprender por qué Dios hace unas cosas de una manera y otras no, y deja a un lado la cuestión:



“...sabiendo bien que mi naturaleza es débil y limitada en extremo, y que, por el contrario, la de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, nada me cuesta reconocer que Dios puede hacer infinidad de cosas cuyas causas sobrepasan el alcance de mi espíritu. [...] No me parece que se pueda, sin temeridad, investigar los impenetrables fines de Dios”.
Por ello reorienta su argumentación en torno a dos causas principales, que según él, son las que generan errores en nosotros: la facultad de conocer y la de elegir. En otras palabras, mi entendimiento y mi voluntad. El entendimiento, por un lado, sirve para llegar a ideas claras y distintas de mis ideas acerca de las cosas (no de las cosas en sí mismas, pues aún no podemos decir nada de ellas; recordemos que esto será posible, sólo, en la Meditación Sexta); por el suyo, la voluntad me permite discernir si tales ideas son ciertas, o falsas. El entendimiento es una facultad bastante limitada: ya que conocemos sólo unas pocas cosas fehacientemente, mientras la gran mayoría permanece ignorada. La voluntad, sin embargo, es una capacidad casi sin límites, la más perfecta de que disponemos; de hecho, es ella la que nos hace saber que guardamos con Dios una cierta semejanza, pues aunque en Éste sea incomparablemente mayor, tanto en Él como en nosotros posee un mismo efecto formal: “consiste sólo en afirmar o negar lo que propone el entendimiento, obrando sin constreñirnos por ninguna fuerza exterior”.

En este sentido, y teniendo en cuenta las características de ambas facultades, dirá Descartes que cometemos nuestros errores al darse un entusiasmo excesivo en la voluntad, cuando ésta afirma la verdad o falsedad de una idea que, sin embargo, no ostenta la validez, el visto bueno por parte del entendimiento, que no ha revelado tal idea como clara y distinta. Es decir, el error estriba en que...:



“Siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe”.
Descartes pone como ejemplo la verdad del cogito. Aquí la voluntad ha actuado correctamente, ya que la evidencia de la existencia del yo pensante es tan abrumadora (recordemos que se trataba de la idea clara y distinta por antonomasia, no se podía dudar ya de ella) que la voluntad no puede más que acabar aceptándola, sin que la forzara causa exterior alguna, sino simplemente porque se trata de un conocimiento cierto, según la argumentación cartesiana.

La conclusión a la que llegamos, de nuevo, es que Dios es bueno, que no quiere nuestra equivocación. Él nos entrega dos facultades que, si son correctamente empleadas, nos conducen a la verdad y al acierto. Si las utilizamos mal, erraremos, pero nada tendrá que ver Dios con ello. El error es producto del uso deficiente de capacidades humanas; pero es superable si frenamos a la voluntad, si la adecuamos a actuar, a afirmar o a negar, sólo cuando tiene ante ella ideas claras y distintas (por el momento, tan sólo las del yo pensante y la de Dios), las proporcionadas por el entendimiento, por la razón. Cualquier otra que no salve la criba nos abocará a la equivocación. Descartes lo sintetiza así:



“Si me abstengo de dar mi juicio acerca de una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y distinción, es evidente que hago muy bien, y que no estoy engañándome; pero si me decido a negarla o a afirmarla, entonces no uso como es debido mi libre arbitrio; y, si afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me engaño”.
Esta finitud del saber, que no podamos determinar la verdad en cualquier circunstancia, no debería ser, afirma Descartes, ningún motivo de queja; antes al contrario, le debemos estar agradecidos, por darnos las pocas perfecciones que hay en nosotros; tampoco es motivo de lamento que nos haya dado una voluntad más amplia que el entendimiento, ni que no nos haya creado con la capacidad de evitar el error en toda circunstancia; y esto último es así porque, sin embargo, poseemos el entendimiento y el libre albedrío, competencias que, manejadas con tacto, nos conducen hacia la verdad, en virtud de la gracia de Dios. Se trata de un instrumento de incalculable valor para nuestro destino:



“Siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas que el entendimiento le representa como claras y distintas, es imposible que me engañe, porque toda concepción clara y distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede tomar su origen de la nada, sino que debe necesariamente tener a Dios por autor”
Con ello Descartes puede respirar más tranquilo: además de salvaguardar la bondad de Dios, tenemos a nuestra disposición el mecanismo para alcanzar el conocimiento de la verdad. Para ello sólo cabe detener nuestra atención, nos dice, en todas las cosas que conciba perfectamente, separándolas de las otras que sólo concibamos de un modo confuso y oscuro.

El mundo exterior es una de esas ideas que, al parecer, permanecen como confusas y oscuras. Sin poder fiarnos de los sentidos, habrá de demostrar si existe efectivamente, o si se trata tan sólo de una ilusión. A ello Descartes dedicará, como hemos dicho, la última Meditación. Previamente, sin embargo, en la Meditación Quinta, retornará a la cuestión de Dios y, por si de su realidad cupiera aún alguna duda, presentará un enfoque distinto para su demostración. Y, junto a ello, realizará algunas matizaciones y precisiones acerca de la naturaleza del mundo material, según él la concibe.

1.11.11

"Meditaciones Metafísicas" (III), de René Descartes



(Entregas anteriores)

3) Meditación Tercera: “De Dios, que existe

La tercera Meditación es una de las más extensas, y también de las más importantes. El propósito de Descartes es derrotar la hipótesis del genio maligno mediante la proposición de la necesaria existencia de Dios.

Una vez sabemos que hay algo ajeno a la duda radical (el cogito, el que yo piense, luego exista) y que somos entes pensantes, hecho que nos define como humanos, el paso siguiente en el razonamiento cartesiano sería dar cuenta del mundo exterior, es decir dar pruebas de su efectiva existencia, así como de la verdad de los saberes a los que podemos aspirar (como, por ejemplo, el conocimiento matemático). El cogito es indubitable; de acuerdo. Pero yo no puedo pretender, en este nivel cognoscitivo, que lo existente sea la verdad de mis ideas acerca del mundo: mis ideas pueden ser falsas; existentes son sin duda, pero verdaderas, es algo que hay de demostrar. Que el mundo exterior es real también habrá que justificarlo (objeto de la sexta y última Meditación); es poco lo que, hasta ahora, hemos avanzado a este respecto, como dice Descartes: “no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”.

No sólo se trata del reino físico, material; también los otros, los demás hombres, pueden ser mera entelequia, una jugarreta del genio maligno. No estamos, por ahora, más que en disposición de decir: yo soy real, como ser que piensa. Pero lo demás, habrá que justificarlo. Mas si hay un genio maligno no podremos hacerlo, ya que la misión de éste, como hemos dicho, es la de confundir y engañarnos. Para que haya algo real más allá de mí mismo la hipótesis del genio maligno debe ser erradicada, y ello sólo será posible postulando la existencia de un Dios benefactor, que haga el bien y quiera el bienestar de los hombres. Pero, ¿cómo llevar a cabo la demostración de este Dios bueno?

Iniciamos el camino para ello considerando aquello en que, de momento, podemos confiar sin duda: nuestro yo pensante. Tenemos ideas, muchas ideas. Algunas representan cosas mundanas, otras hechos familiares, unas más conceptos abstractos, etc. (no está Descartes, por el momento, en disposición de saber que son ciertas; sólo que las tenemos, que poseen un contenido).

No todas son iguales, pues. Una de sus características más importantes es que, precisamente su heterogeneidad, señala la presencia de, por decirlo de alguna manera, varios grados o escalas de perfección. Algunas ideas son más acabadas, más llenas, más perfectas que otras: “En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes”. Mas hay, todavía, otra idea que supera a éstas, que de hecho supera a todas, una idea que transmite más perfección que la de cualquier substancia finita: es, por supuesto, la idea de Dios. Podemos conceder que la idea de un ser así, infinito, supremo, omnisciente y todopoderoso, debe ser más perfecta que la de una substancia limitada, como la del hombre.

Bien. La idea de Dios posee más perfección que cualquier otra. Aceptado esto, Descartes afirma a continuación que toda idea debe tener una causa. Aún más, que la causa debe estar en proporción al grado de perfección que posea su efecto. Oigamos a Descartes:


“Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma? Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.”

Como es lógico, mi mente puede ser la causa de ciertas ideas (por ejemplo, la idea de perro, de una silla, un planeta, un ángel o una persona); sin embargo, como la causa debe ser siempre del mismo nivel (o aún mayor) que el efecto producido, si pudiese hallar una idea de la cual yo no fuera su causa, entonces tendría que concluir que existe “algo” más allá de mí que la ha introducido en mi mente. Por tanto, con ello, ya demostraría la existencia de entidades allende la mía propia. ¿Qué idea podría ser ésa? Es, claro, la idea de Dios. Y, ¿en qué consiste la idea de Dios? En la representación de un ser “supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas”. Ahora bien, ¿soy yo el responsable de esa idea? No, nos dice Descartes con firmeza. Si atendemos a lo que hemos dicho un instante atrás, la causa debe ser de la misma categoría que el efecto. Mas yo soy una causa (una mente) finita; ¿cómo puedo concebir un efecto (un Dios) infinito? Lo finito sólo alcanza a representarse lo finito; lo infinito está más allá de sus posibilidades. De modo que la idea de Dios no puede ser producto de mí mismo; Dios debe, pues, existir, y debe ser él el responsable de que yo posea tal idea. Descartes lo expresa de este modo:


“Eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.”

A continuación Descartes se hace, a modo de crítica, algunas objeciones, encaminadas a discutir que nuestras ideas de perfección (o de infinitud) sean causadas por Dios. Una arguye que tales ideas podrían ser generadas a partir de la idea opuesta: es decir, que concibo la infinitud porque soy finito. Descartes cree que sucede justo lo contrario: como tengo la idea de infinitud me veo a mí mismo como finito, es la idea de infinitud la que me da la experiencia de mi finitud. En otra, por ejemplo, presupone que si tenemos tal idea de Dios es porque, en esencia, el hombre es como un “dios potencial”; lo que supongo a Dios (perfección, infinitud, bondad absoluta...) son atributos presentes en mí, a la espera de ser desarrollados, de ser actualizados. Si puedo ser perfecto, es posible que por ello conciba la perfección, no porque Dios exista, sino porque en tal estado, ya podría producir la idea misma. Descartes rechaza tal opción, puesto que hay un contraste esencial entre yo, que soy potencialmente infinito (puedo serlo), y Dios (o la idea de Dios) que ya lo es, en acto, es una realidad perfecta sin necesidad de actualización ninguna.

Antes de adentrarse en la siguiente Meditación, y no contento aún, Descartes propone todavía otra precisión más para la demostración, irrefutable, última, de la verdadera existencia de Dios. Y, para ello, conecta su existencia con la nuestra. O sea, ¿puedo yo existir, ser real, aún si Dios no existe? O, en otras palabras: ¿es Dios quien me da la venia de la existencia? Si fuera así, su realidad sería incontrovertible, dado que es claro que existo (porque pienso, como ya sabemos).

Pues bien. Supongamos que Dios no existe. ¿Soy yo mismo el responsable de mi existir? Obviamente, no. Sería un dios por derecho (lo cual no soy, por mi finitud y limitaciones); además, ¿por qué me habría hecho finito, pudiendo hacerme como el Dios verdadero? Entonces, ¿son mis padres o una causa similar los responsables? Tampoco, nos dice Descartes. Yo soy un ser finito con la idea de Dios como infinitud; para que mis padres hubiesen podido transmitirme la idea de la máxima perfección divina (siendo, ellos mismos, causas menos perfectas que Dios mismo), en tal caso sería necesario que existieran otras causas más perfectas a ellos, y retrotrayéndose hacia la última de ellas, ya perfecta, llegaríamos al productor de la idea generada en esos entes o causas secundarias, por medio de las cuales está en mí. Ésa causa final, última y perfecta, no puede ser otra más que Dios:


“Toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección.”

Descartes llega, pues, a un momento de especial entusiasmo: el genio maligno parece haber sido derrotado; no hay un dios perverso y cruel que nos engañe, sino un Dios bueno, según todos los indicios. De este modo, Descartes dilata el contexto de la certeza, de la realidad y la verdad, más allá de nosotros mismos, del cogito que nos da entidad humana. Sabemos, en definitiva, que somos un ente que piensa (existimos en ese acto), y que Dios también existe. Son tres grandes verdades: somos, pensamos, y hay un Dios bueno.

Con ello, buena parte de la tarea fundamental cartesiana en esta obra está perfilada. Las restantes tres Meditaciones (que respectivamente analizarán, a grandes rasgos, las cuestiones de lo verdadero y lo falso, la esencia de lo materia y la existencia del mundo físico, además de una última cavilación y prueba de la existencia de Dios) tendrán objetivos todavía importantes, pero el grueso de la argumentación ya ha sido planteado, conformando el núcleo básico del racionalismo cartesiano.

21.10.11

"Meditaciones Metafísicas" (II), de René Descartes



2) Meditación segunda: “De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo”.

Alcanzada la cima de la duda radical y la desazón que conlleva, Descartes, turbado, prosigue sin embargo su búsqueda de que haya algo que se pueda saber de cierto, aunque no sea más que nada haya de cierto en el mundo. Para ello, recuerda la inadecuación de los sentidos para lograrlo:

“Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino
quimeras de mi espíritu”
El genio maligno, como vimos en la anterior nota, nos hacía dudar de todo, de todo lo que los sentidos proporcionan, e incluso hasta de aquel proceso intelectivo en que consisten las operaciones matemáticas, la más prometedora fuente de saber cierto, como creíamos que era. En efecto, el genio maligno impide que tengamos convicción plena de todo: de nuestros cuerpos, de lo transmitido por los sentidos, del mundo exterior en su totalidad, y, como acabamos de decir, de la veracidad y adecuación de los productos mentales (ideas) que obtenemos de la actividad intelectual.

Ahora bien, pese a estas malignas acciones del genio, que me impiden incluso pensar algo cierto, es patente, sin embargo, que hay una sola cosa, nos dice Descartes, de la que yo puedo estar seguro: precisamente de eso, de que estoy pensando. Que todas las otras cosas alrededor y dentro de mí sean falsas no obsta, en absoluto, para que mientras yo piense en ellas, decida si son o no falsas (que pueden serlo, según sabemos), ese mismo pensar existe. Aunque llegue a la conclusión de que nada es real, esa misma conclusión ha sido generada por el acto de pensar; he pensado ese pensamiento; yo existo mientras pienso. Por tanto, al dudar de todo, incluso de que pueda dudar, estoy pensando, y ese pensamiento es real, auténtico, existente. Con ello llegamos al famoso “Pienso, luego existo” (en latín, cogito, ergo sum).



"[...] Si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero
entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto
quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy
algo. De manera que preciso es concluir y dar como cosa cierta que esta
proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la
pronuncio o la concibo en mi espíritu.”

Así pues, con este saber superamos la desazón que pudiese causar el genio maligno: tenemos un conocimiento cierto de nosotros mismos... de hecho, en principio sólo de nosotros mismos, porque el del mundo exterior todavía no está demostrado. El siguiente paso es determinar qué somos nosotros, que nos define como humanos. Descartes rechaza considerarnos como animales racionales, no porque sea una definición falsa, sino porque su demostración es engorrosa y adolece de dificultades sobre qué es lo racional y lo animal. Opta, entonces, por entendernos como una combinación de cuerpo y alma. No obstante, por la hipótesis del genio maligno (incluso también por los sueños), ya sabemos que no podemos fiarnos de que poseemos nuestros atributos físicos; podían ser falsos, ser otros, podrían no existir. ¿Y el alma, algunos de sus atributos son indubitablemente ciertos? Dejando aparte los que se conectan, de un modo u otro, con el cuerpo (sentir, nutrirme, etc.), hay uno que parece cumplir ese requisito: el pensar. Aunque piense erróneamente, en virtud de la acción del genio maligno, estoy pensando; de modo que, por ello, existo. Es, pues, el pensamiento la facultad que me convierte en humano.



“Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente”

El pensamiento no engloba, tan sólo, aquellas actividades meramente intelectuales o, digamos, racionales. Es mucho más; cualquier acto que incluya pensamiento es real: así, imaginar, porque aunque imagine algo falso o inexistente, estoy imaginando (que se enlaza con el pensamiento: no podríamos imaginar sin pensar); y sentir, porque la capacidad sensitiva, pese a poder ser igualmente falsa, participa del pensamiento, del acto mismo de pensar.



“También es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda ocurrir que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que “pensar”

Y, en general, cualquier actividad de nuestra vida humana supone el cogito, precisa de él para llevarse a cabo; y en ese sentido, al contener todas ellas esa raíz de indubitable realidad, de irrefutable existencia, encierran su parte de verdad.

Finalmente, Descartes ofrece una demostración de que las cosas sensibles, que a veces se toman como más ciertas que las del propio pensamiento (por ejemplo, en el realismo ingenuo), son falibles, y para ello expone el famoso ejemplo del pedazo de cera. Ese pedazo de cera, nos comenta Descartes, aún posee la dulzura de la miel que contenía, algo del olor de las flores con que ha sido elaborado, su color, figura, su dureza, etc. Sin embargo, al acercarlo al fuego, pierde el saber, su olor ya no es el mismo, modifica su color, y cambia del todo su figura. ¿Podemos decir que allí está el mismo trozo de cera, aun sin contar tales alteraciones? Sí, hemos de confesarlo: es la misma cera. Pero, si es así, ¿qué es lo que entendíamos en el pedazo de cera como tal, qué le confería su ser, su esencia, por así decirlo? Naturalmente no era gracias a nuestros sentidos, puesto que todo ello ha cambiado y, aún así, sigue siendo la misma cera. Lo que queda, una vez suprimidos aquellos atributos volubles, es que se trataba de algo extenso, flexible y cambiante. Ésos son los únicos aspectos de la cera que nos es dado saber con seguridad, afirma Descartes, pero no se nos revelan, no percibimos el pedazo de cera gracias a la visión, el tacto o la actividad meramente imaginativa, sino que es posible en virtud de una “inspección del espíritu”. Las descubrimos, y sabemos de su existencia, por un acto intelectivo, por el pensamiento. Si conocemos los objetos sensibles no es, en definitiva, por los mismos medios sensibles, sino que sólo los conozco mediante el recurso al pensamiento, ya que cuando hacemos un juicio que abraza algo más allá que lo que proporcionan aquellas tres facultades básicas podemos estar totalmente equivocados. Y, concluye Descartes:

“Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo (no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a saber, que existo yo. Y lo que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que están fuera de mí. [...] Sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu”

Por tanto, hemos alcanzado dos verdades auténticamente ciertas, irrefutables, de las que no cabe dudar si no queremos caer en el sin sentido de un mundo y una existencia ininteligibles: la realidad del cogito, es decir, de mi pensamiento, y la de ese mismo pensar como núcleo, como identidad y base de la existencia humana. Se trata de dos puntos cardinales del cartesianismo y el racionalismo. Sin embargo, en la siguiente Meditación Descartes hará un sorprendente giro y dedicará una amplia reflexión a la cuestión de Dios, tema que había sido desatendido hasta entonces.

Veremos, pronto, la razón de dicho giro.

9.10.11

"Meditaciones metafísicas" (I), de René Descartes



Con esta nota iniciamos una escueta sinopsis argumental de la que, seguramente, es la obra de mayor calado filosófico del francés René Descartes, sus Meditaciones Metafísicas, de 1641. En seis pequeñas entregas (una por cada Meditación), recorreremos la problemática cartesiana y su búsqueda de la verdad. El Discurso del Método es su libro sin duda más conocido, y contiene muchas páginas impagables, pero posee un estilo que casi podríamos denominar "divulgativo", mucho más accesible al público en general que a los “profesionales” de la filosofía (un alivio para muchos lectores de ésta última, sin duda, aterrados a veces ante la enmarañada, prolija y probablemente innecesaria retórica a que nos tiene acostumbrados la disciplina...); las Meditaciones, por el contrario, constituyen una reflexión más genuinamente filosófica, más elaborada y profunda (prueba de ello es su primera publicación en latín, la lengua con que los intelectuales solían presentar sus obras al mundo académico), y por ello, tal vez, algo más compleja. Pero Descartes tenía la gran virtud de escribir con sencillez aún sus textos profesionales, le gustaba hacerlos asequibles, por lo que con un poco de esfuerzo es posible una buena comprensión general de los mismos.

En las Meditaciones Descartes tratará de alcanzar, y sentar definitivamente, las bases seguras y sólidas de las ciencias y la filosofía, bases que parten de la demostración de la innegable (según él) existencia de ciertos entes o principios (como Dios o el pensamiento [el cogito]), que permiten el desarrollo seguro de aquellas disciplinas. Es decir, Descartes quiere eliminar todo rasgo de inseguridad, de incertidumbre, que imposibilita el saber genuino y certero. Descartes quiere un saber indiscutible, absoluto, total. No es, por supuesto, tarea sencilla, pero en todo caso, nos dice, habrá que recurrir a la razón, pues su empleo es el único procedimiento válido que permite alcanzar algún fundamento verdadero, tanto para nuestros ejercicios intelectuales como para nuestra vida diaria y en común (por ello puede hacerse de las mismas Meditaciones, como se advierte en la Carta inicial, una lectura "práctica": la luz de la razón nos lleva a la armonía y respeto entre las distintas religiones y filosofías, porque permite alcanzar unos puntos comunes con los que ponernos de acuerdo frente a temas fundamentales aun bajo posturas radicalmente distintas). Descartes aboga, pues, por la concordia interdisciplinar, por usar la razón desde todo ámbito en beneficio de la paz, en un tiempo en el que las guerras de religión habían causado, y seguían haciéndolo, grandes estragos.

Avancemos, ya, hacia el contenido de las distintas Meditaciones.

1) Meditación primera: “De las cosas que pueden ponerse en duda”.

Como hemos dicho, Descartes busca la verdad irrefutable, la verdad de la que no es posible dudar. Busca, pues, un conocimiento sin duda, sin incertidumbre, algo que los hombres puedan señalar (metafóricamente...) y convenir en que es existente, real y verdadero, sean cuales sean las condiciones sociales, materiales o culturales de esos hombres: una realidad, por tanto, ajena a prejuicios, consideraciones provincianas o chauvinismos absurdos. Hay, por tanto, que diferenciar lo que es verdaderamente real, de lo que no. Para lograrlo, hay que dudar de todo, hasta que aparezca, como fundamento del mundo indiscutible, ese elemento o componente del que no sea posible sospechar su irrealidad. Nuestras ideas más queridas no sirven, ni valen nada, si no arriban a la cúspide de lo verdadero. Habrá que rechazarlas, si es preciso, sin ningún miramiento. Ya lo señala Descartes:


"Hoy, pues, que muy a propósito para este objeto he libertado a mi espíritu de toda clase de cuidados, me aplicaré con seriedad y con libertad a destruir en general mis antiguas opiniones"
Si, ante algo que consideramos real y verdadero, sospechamos que existe una cierta inseguridad, por ligera y nimia que sea la duda, nos veremos obligados a desecharlo. Así de sencillo. Nada es auténtico si pende sobre ello la más mínima sombra de incertidumbre. Entonces, habrá que analizar que puede ser ese “algo auténtico”, que resista la embestida de la desconfianza.

Examinemos, en primer lugar, el mundo a nuestro alrededor. Percibo cosas, objetos, tengo experiencias de ese mundo exterior. Mis sentidos ofrecen información de lo que hay más allá de mí, pero ¿son infalibles, mis sentidos? ¿Proporcionan siempre certezas sin duda? No, en absoluto. Los sentidos fallan, yerran, nos dicen que una cosa posee ciertas características cuando no es así, en realidad (sólo hay que ver los espejismos, las equivocaciones en las percepciones, etc.). Mas, por otro lado, no es lícito creer tampoco que siempre nos engañan, pues hay interacciones entre ese mundo y nosotros que parecen evidentes por sí mismas (si me dejo caer por un precipicio, aunque tenga el convencimiento de que el mundo exterior no existe, es casi seguro que acabaré hecho papilla en el fondo del barranco...). Así pues, los sentidos enseñan en parte cómo es el mundo, pero a veces engañan. De modo que ellos no pueden ser el fundamento real, puesto que Descartes pretende un saber absoluto, cierto en todo caso y momento, y ello no es así por lo que respecta a la experiencia sensible:


"Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez"
Pero ¿y los sueños? Hay sueños muy vívidos, en los que se nos aparecen objetos, gentes y hechos casi idénticos a los que experimentamos cuando (suponemos...) estamos despiertos. Es, pues, verdaderamente difícil discriminar si estamos dormidos o no. Por ello, dado que los sentidos no colaboran para diferenciar un estado de otro (más aún, son ellos los “responsables” de tal confusión...), no pueden ser el fundamento de lo real, el proceso adecuado para acceder a la realidad irrefutable:


Veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo

Pensemos, ahora, en las ciencias. Hay algunas que, al tratar de asuntos de cierta complejidad, o porque consiste en el estudio de “cosas compuestas”, como la física, la astronomía o la medicina, pueden verse como inciertas; pero hay otras, sobretodo la matemática, que no analiza más que cosas simples y generales, sin preocuparse de si existen o no. Esta ciencia, la matemática, posee un conocimiento que parece cierto sea cual sea el estado en que me halle. En ambos mundos las matemáticas funcionan.


"Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no parece posible que verdades tan
patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna


¿Podrían ser las matemáticas el sustento del mundo real, la base de la realidad? Es curioso, pero Descartes (él mismo notable matemático) responde negativamente. Ahora nos hallamos en el confín más radical de la duda cartesiana. Las matemáticas no sirven en nuestro empeño por alcanzar el conocimiento indubitable pues, aunque sus operaciones y verdades permanezcan sea cual sea mi estado, ya duerme o esté despierto, bien podría suceder que Dios, el ser omnipotente por definición, quisiera por alguna razón que nos equivocásemos (“podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado...”). Desde luego, a un Dios tal ya no le correspondería el atributo de suprema bondad, consustancial al concepto universal de Dios; además, demostrar la existencia de Dios es, precisamente, uno de los temas que Descartes tratará en un par de Meditaciones posteriores. Por todo ello, el filósofo francés se vio en la necesidad de crear un ente igualmente poderoso, tanto como Dios, pero perverso y malicioso: el genio maligno. El genio maligno tiene una sola función: provocar la constante equivocación, hacer que en nuestros pasos diarios, ya sean domésticos o filosóficos, erremos sin cesar. Es más, también provoca nuestro yerro en el ámbito matemático, aquel que, a priori, esquivaba la duda causada por el sueño.


Así pues, supondré que hay [...] cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin
ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo
todo eso

Nos hallamos, pues, en el umbral de la desazón más absoluta. El genio maligno ha destruido todo lo que podíamos suponer que existía, nuestras opiniones y juicios sobre lo que es cierto o falso, bueno o malo. El límite entre la verdad y la mentira se difumina, y no hay asidero al que aferrarse. Pero Descartes no pierde la esperanza. Debe haber algo estable, sólido, indestructible, sobre lo que construir un conocimiento humano perdurable.

Y ésa es, precisamente, la tarea que se propone René Descartes en sus próximas Meditaciones.

11.2.08

El problema de la identidad personal en Descartes



René Descartes (1596-1650), con seguridad el filósofo francés más famoso de todos los tiempos, se interesó por la cuestión de la identidad personal de manera especial. Sus esfuerzos en torno a este tema quedaron plasmados en su obra Meditaciones metafísicas, de 1641.

Descartes sostiene que no podemos entender qué somos cada uno de nosotros hasta que no sepamos qué es lo que podemos saber con certeza. Es decir, si somos incapaces de revelar qué es lo real, qué existe verdaderamente, entonces no tiene sentido preguntarse por la cuestión de la identidad personal al carecer de un procedimiento para discernir lo existente o real, de lo inexistente o falso.

La primera de estas cuestiones entra de lleno en el terreno de su celebérrimo "cogito, ergo sum" ("pienso, luego existo") que, naturalmente, merece un tratamiento aparte. Pero adelantemos ahora que el punto de arranque de Descartes en pos de un saber certero está representado en su postura de duda radical: podemos dudar de todo, absolutamente de todo; por más que nos esforcemos en su defensa, siempre podremos dudar de ello. "Supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo" (MM, p.88, Alianza Editorial).

Pero a esta descorazonadora conclusión de Descartes le sigue una ilusionante aseveración. Porque, aunque pueda ser verdad que todo lo que me rodea es falso, que el mundo es pura fantasía por completo inexistente, que yo mismo carezco de cuerpo o que incluso saberes tan firmes como las matemáticas son una invención, de lo que uno no puede dudar, aun atendiendo a todas estas posibilidades, es que mientras estoy pensando, de alguna forma, existo. O sea, mi duda ante el mundo, el mero acto de dudar, de recelar de la existencia de todo, presupone mi misma existencia, la mismidad. Siempre que pienso, cualquiera que sea el contenido del pensamiento (incluso para dudar que estoy pensando), entonces tengo ya la prueba irrefutable de que existo, porque pensamiento sin existencia no tiene sentido alguno.

A partir de esto se infiere que Descartes no duda de su existencia; ya no puede hacerlo pues ha superado su duda radical en favor de la realidad de sus pensamientos. Pero sí puede dudar, y de hecho lo hace, de la realidad de su cuerpo, por ejemplo. Tenemos, por lo tanto, dos elementos a considerar: por una parte, nuestros pensamientos, existentes verdaderamente mientras pensamos, reales, y, por otra, nuestros cuerpos, de los que no podemos decir, sin duda, si existen o no. Es por esto que Descartes se concibe como ser pensante, como existente, incluso, sólo mientras piensa. Lo resume de esta forma: "Pero, ¿qué soy yo? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Una cosa que duda, que entiende, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina y que siente" (MM. p. 93).

No descarta Descartes que exista un cuerpo físico, sino que no dispone de modo alguno para afirmarlo o negarlo. Por lo tanto, Descartes puede ser incluido dentro de la categoría de inmaterialista, con ciertas precauciones, eso sí.

Pero el punto de vista cartesiano da lugar a un sinfín de problemas e interrogantes, algunos de los cuales resulta francamente complicado resolver. Más aún, aplicado al ámbito moderno, si consideramos como persona todo ente pensante, entonces quienes padecen algún tipo de amnesia, ¿no son ya personas, o no lo son en su totalidad? ¿Se trata de otras personas distintas de las que fueron previamente a esta dolencia? ¿Tiene esto (que una persona no lo sea totalmente) algún sentido? Imaginemos a alguien que sufre el mal de Alzheimer: como en parte carece de sus recuerdos, ¿se trata de otra persona distinta a la anterior? Si sus identidades han cambiado, al hacerlo sus recuerdos y pensamientos, al considerar el mundo y a sus seres próximos distintamente a como lo hacían antaño, ¿no los convierte en otra persona, desapareciendo un ser que hasta entonces existía y ocupando su lugar otro nuevo?

Si Descartes estuviese en lo cierto, entonces aquellos familiares que cuidan y aman a sus congéneres aquejados de Alzheimer, en realidad estarían tratando su cuerpo, no los seres que ellos conocieron. Sus cuerpos siguen vivos, pero no sus pensamientos, al ir progresivamente degenerándose sus capacidades mentales. Y, sin embargo, algo parece permanecer, algo más allá que el mero sustrato físico, que lleva a quienes han vivido con ellos a resistirse a abandonarlos. Quizá persista algo más que el cuerpo en ellos, algo que tampoco es pensamiento, recuerdo o reconocimiento. O tal vez sólo sea el deseo de ver que lo hay, la compasión por alguien que estuvo y ya no existe.

Parece, pues, que la pregunta inicial de esta serie, "¿Qué nos hace humanos?", es mucho más compleja de lo que pudiera parecer en un primer momento.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...