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22.2.08

Gorgias, el escéptico radical

Junto al más famoso Protágoras, Gorgias (hacia 483-hacia 376 antes de Cristo), nacido en Sicilia y contemporáneo de aquél, representa otro de los importantes sofistas. Fue un hombre de enorme capacidad oratoria; su retórica, muy aplaudida y enseñada, incorporó elementos poéticos notables (paralelismos, antítesis, cuidada rima y metro, etc.), lo que le ganó respetabilidad y elegancia en sus discursos. Compartió el relativismo de Protágoras al asegurar que vivíamos en el mundo de la simple opinión, en el que la verdad es sólo aquello que nos persuade de que lo es. La persuasión es, pues, el medio de llegar a la verdad, y la retórica, su técnica.

Gorgias fue un gran viajero; conoció toda Grecia, yendo de ciudad en ciudad enseñando y practicando su retórica. Parece ser que fue discípulo de Empédocles, pero su mayor influencia vino de mano de los eléatas, que le obligó a replantearse sus concepciones y derivar hacia cierta forma de nihilismo. Gorgias se interesa sobretodo por dos cuestiones: el problema del ser y el de la virtud. Acerca del primero, en su obra Sobre el no ser o de la Naturaleza Gorgias apoya un escepticismo radical, del que será su gran valedor. Además, critica y ataca las ideas eleáticas sobre la existencia de un Ser inmutable único. Esta postura de Gorgias se basa en tres tesis fundamentales:

1. Nada es o nada existe.

2. Si algo existiera sería incognoscible, no podría pensarse.

3. Si algo existiera y fuese cognoscible, sería incomunicable.

Respecto a la primera tesis: si algo, cualquier cosa, fuese, existiera, debería ser eterno, o bien no serlo. Algo eterno carece de principio; sin principio, algo es infinito y, por ello no está en ningún lugar concreto, de lo que se deduce que no existe. Así, algo eterno y existente es contradictorio. Pero, por otra parte, si algo no es eterno, debe haber empezado a ser; sin embargo, para hacerlo, antes debe no ser, no existir, lo cual es imposible dado que el no-ser no es nada. Según esto, no puede ser eterno ni tampoco tiene origen alguno, con lo que no es. La conclusión es que el ser no existe.

Acerca de la segunda tesis, Gorgias sostiene que la relación entre lo pensado y lo real resulta inadecuada. Parménides decía que no era posible pensar el no-ser. Es decir, lo no existente resulta imposible ser pensado. Pero si lo que no es no puede ser pensado, si sólo pensamos lo que de verdad es, no habría error, no nos equivocaríamos nunca al pensar, dado que siempre pensaríamos lo existente. Como es obvio que el error existe, significa pues que podemos pensar el no-ser. Esto nos lleva a afirmar que podemos pensar en ciertas cosas que no existen, y que hay cosas no existentes que pueden ser pensadas (es el caso, por ejemplo, de los seres míticos). Lo que Gorgias establece aquí es una separación radical, una escisión completa entre la existencia y el pensamiento; el ser es distinto al pensar. No obstante, si el ser es diferente al pensar, también es incognoscible, dado que implicaría que el pensar es, en realidad, un no-ser, resultando imposible descubrir el ser partiendo del no-ser. La conclusión es, pues, que si lo pensado no es existente, lo existente no puede ser pensado.

La tercera tesis es la más sencilla: el ser humano dispone de un instrumento de comunicación, la palabra, el lenguaje, con el que expresa la realidad. Pero no es la realidad misma, si es que ésta existe. Nuestra comunicación comparte palabras, no la esencia misma de lo existente. El lenguaje es defectuoso para expresarnos porque no refleja, en el hablante, nuestros estados de conciencia, y en el oyente, porque no incita en él esos mismos estados de conciencia, producto de la pluralidad de individuos. Esto causa que la relación palabra-cosa significada sea equívoca, y la comunicación humana no puede transmitir la realidad. Por ello, si el ser existiera, no podríamos comunicarlo y compartirlo con los demás.

No parece probable que Gorgias creyese de verdad en estas tesis, tan contrarias a nuestro sentido común, pese a su impecable desarrollo. Aunque puede aceptarse que su nihilismo y escepticismo eran sinceros, resulta más coherente suponer, si bien es sólo una suposición, que estas tres tesis constituyen en realidad una muestra del poder del lenguaje, la evidencia de que la retórica permite defender, con seguridad y coherencia, hasta las proposiciones más absurdas a priori.

Esto es lo que Gorgias trataba de enseñar, como buen sofista, a sus alumnos: quiso destacar el enorme poder de persuasión de la palabra, la capacidad de transformación del alma humana gracias al logos. Así, la verdad pasa a constituir, sólo, un parecer, una opinión personal. Aquel que domine la retórica, el arte de persuadir, logrará que su opinión triunfe sobre las de los demás hombres, y con ello, alcanzará el poder y la gloria.

El poder de la palabra queda reflejado en este corto texto de Gorgias, que ofrecemos a modo de conclusión:

"La palabra es una gran dominadora, que con un pequeñísimo y sumamente invisible cuerpo, cumple obras divinísimas, pues puede hacer cesar el temor y quitar los dolores, infundir la alegría e inspirar la piedad (...) La persuasión, unida a la palabra, impresiona al alma como ella quiere (...) Tal como los distintos remedios expelen del cuerpo de cada uno diferentes humores, y algunos hacen cesar el mal, otros la vida, así también, entre los discursos algunos afligen, y otros deleitan, otros espantan, otros excitan hasta el ardor a sus auditores, otros envenenan y fascinan el alma con convicciones malvadas". (Gorgias, Elogio de Elena)

22.10.07

El 'Homo mensura' de Protágoras



Casi coetáneo de Demócrito y Sócrates, Protágoras de Abdera (480-410 a. de Cristo) fue el más importante de los filósofos de la escuela sofista. Como tal, ejerció su enseñanza a cambio de una pequeña retribución económica, cuya cuantía era decisión del alumno, y daba sus clases por medio de lecturas y discusiones públicas. Autor de numerosas obras (hoy perdidas) como Sobre la verdad o las Antilogías, fue acusado de impiedad por una de ellas (Sobre los dioses) y obligado a salir de Atenas; en el camino a Sicilia moriría, a los setenta años de edad. En Protágoras destacan muy especialmente dos nociones que definen su filosofía, a saber: el relativismo y el agnosticismo.

El más conocido de los principios de Protágoras es el recogido en su libro 'Sobre la verdad', del que tenemos noticia gracias a los comentarios de, entre otros, Platón o Diógenes Laercio: "el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son". El significado más sencillo de dicho principio podría ser que únicamente el hombre, una vez descubre y entiende las cosas, determina qué son. Este principio, abreviado en la expresión "Homo mensura", ha generado gran discusión y controversia por lo que a su interpretación se refiere. La frase en cuestión encierra, en efecto, muchos problemas hermenéuticos, por ejemplo: cuando el sofista habla del 'hombre', ¿se está refiriendo al hombre particular, individual, o a la misma especie?; por otra parte, 'la medida' ¿supone un criterio acerca del conocimiento, o bien debe entenderse como una forma completa y total de sentir la realidad?; más aún, ¿a qué corresponden 'las cosas' mencionadas: objetos físicos, las sensaciones que nos producen, temas humanos o toda idea mental?

Si, respecto a la primera cuestión, entendemos que por 'hombre' Protágoras se refería a toda nuestra especie, entonces hay que comprender su principio en términos, no de que la verdad se revela como tal a cada uno de nosotros (aquello que a mí me parece verdad lo es para mí, y lo mismo en tu caso), sino de que la especie en conjunto es la que debe disponer el criterio de lo que es la verdad. Pero son mayoría quienes, al contrario, suponen que el 'hombre' representa cada uno de nosotros, individualmente. Si esto es así, de acuerdo con la interpretación que hace Platón en Teeteto, entonces nuestra percepción sensorial específica del mundo nos brinda su realidad. Por ejemplo, imaginemos que dos personas nos hablan acerca de cómo sienten la lluvia; el que sale de su casa, la cual se halla a temperatura agradable, seguramente la notará muy fría, pero quien lleva un rato paseando bajo ella tal vez no la sienta así, sino más bien tibia. Protágoras, según Platón, no sostiene que la lluvia nos parece fría o tibia, sino que para cada uno de nosotros es tal como la sentimos.

Pero esto se refiere a los objetos de la percepción sensible, de los que podemos conocer su existencia, su realidad, su particularidad. ¿Qué hay de los valores, de la ética, se refiere también a ellos Protágoras con la expresión "todas las cosas"? Por lo tanto, ¿son asimismo propios, relativos, subjetivos, si se quiere? Sea cual sea la interpretación de los objetos sensibles, no hay que suponer que sea la misma para los significados éticos; aunque Protágoras especifique ese "todas las cosas", no tenemos forma de saber de si atañían o no a la ética. Podríamos entender, por ejemplo, que aunque la percepción del mundo sensible sea de tal modo que no permita llegar a un saber total y universal de los mismos, por el mismo hecho de las diferentes percepciones, en relación a los juicios éticos quizá sí podamos alcanzar un núcleo de verdad, un conocimiento verdadero al cual todos nos dirijamos y confluyamos por nuestra propia naturaleza común.

El tema de los valores éticos nos lleva a la cuestión de la Ley. Si los juicios éticos son relativos, ¿significa ello que la ley también poseerá dicha relatividad? Protágoras manifiesta que "todas las prácticas que parecen justas y saludables para un determinado Estado lo son en efecto para un determinado Estado durante todo el tiempo que por ellas se sostiene". Podríamos observar aquí una tendencia a entender que el Estado no puede distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, y que por ello la polis puede verse sometida a un relativismo revolucionario, a una cierta anarquía política y social puesto que ningún sistema es más verdadero que otro. Ahora bien, que Protágoras no perciba una mayor veracidad en una leyes o costumbres que otras no le impulsa a dar a cualquiera de ellas por igual el mismo trato. Partiendo de la idea de que la Ley se basa, en general, en tendencias éticas humanas comunes a todo hombre, Protágoras cree que son los detalles, las variedades de dichas leyes implementadas en los estados particulares, las que son "relativas", aunque algunas de ellas pueden ser más útiles que otras, más aptas y justas, más generosas con el trato a los ciudadanos que regulan.

Protágoras, de este modo, defiende por un lado las Leyes tradicionales del Estado, que son las éticamente mejores para el individuo (el cual debe aprehenderlas), así como la búsqueda de otras que puedan ser mejores, y por otro lado, dado que ningún código legal o de conducta es mejor que otro, lo que el ciudadano individual debe es cumplir el código que esté en ese momento vigente en la polis. Esto nos hace que ver que el relativismo inicial de Protágoras, su seguridad en que las leyes y las normas pueden ser relativas, no son más que un vehículo de cohesión y control social, un instrumento de apoyo a las tradiciones; Protágoras, en suma, pasa de ser un revolucionario social a un acatador y predicador de los preceptos establecidos.

En lo tocante a la cuestión religiosa, Protágoras llevó su relativismo al peligroso campo de las creencias sobre los dioses, actitud que para unos, visto lo que años antes le había sucedido a Anaxágoras, era interpretada como una temeridad, y para otros, como gran valentía. En cualquier caso, sólo con la afirmación que abre su libro "Sobre los dioses", que reza lo siguiente: "de los dioses no puedo saber si existen, ni qué forma tienen. En efecto, son muchas las dificultades que obstaculizan tal conocimiento, como la imposibilidad de recurrir a la experiencia sensible, y la brevedad de la vida", Protágoras ya fue merecedor de la acusación de impiedad.

Sin embargo, esta actitud de Protágoras ante la religión y las creencias tampoco debe entenderse como una forma radical y escéptica de tratar dichos asuntos. Porque existe la posibilidad de interpretar esta frase suya de manera que no atente contra los principios morales de la polis griega. En efecto, de igual modo que en relación al tema del relativismo del saber y de las leyes el individuo debe acatar las normas del Estado y la tradición, así también en este caso Protágoras propone que las gentes, pese a nuestro desconocimiento inherente a la divinidad, mantengan su fildelidad y devoción a la religión del Estado. Ya que no podemos saber si una religión es mejor que otra, o más verdadera, entonces no procede cambiar la que hemos adoptado de nuestros ancestros.

Entonces, si Protágoras trataba de mantener la tradición, ¿por qué fue acusado de impío? Según Copleston, como se puede opinar sobre cualquier cosa de forma muy diferentes, sin llegar a una verdad completa y universal, el dialéctico y el sofista lograrán "transformar la peor razón en la mejor". Esto significaba, para los detractores de la perspectiva de Protágoras, que podía destacarse y "prevalecer la causa moralmente peor", con las imaginables consecuencias para la población. Pero esto, de nuevo, se trata sólo de una interpretación, una forma de entender el pensamiento del sofista, no necesariamente la mejor o más exacta. Parece que se trató, más que de un intento de comprensión hermenéutica, de una forma de tergiversación hecha a propósito con el fin de tener alguna base para la acusación de impiedad que, a la postre, sería fatal para la suerte del mayor de los sofistas.

Cabe entender, para concluir ya, que el 'homo mensura' no aboga por la existencia de un criterio de verdad para cada uno de nosotros, sino que cada hombre, en sus propias y específicas circunstancias, puede comportarse sabiamente siempre que sea capaz de juzgar su realidad según la medida ajustada a cada momento, actuando en consecuencia. Además, el tono algo radical y excesivo de los juicios de Protágoras no iban en contra de los prescripciones tradicionales, sino de aquellos que pretendían enseñar la existencia de verdades infalibles y universales, los que supuraban absolutismo intelectual.

Hoy tal vez estemos en la misma situación; cabe alzar voces, con más fuerza que la del sofista, si cabe, en contra de aquellos que esgrimen su particular verdad o realidad como universal y absoluta. Hoy no nos atan ya miedos a acusaciones de impiedad y exilios; Protágoras aprobaría una cruzada, una resistencia ante la imposición intelectual o ideológica venga de donde venga y esté dirigida a quien sea. ¿Pero hay imposiciones de algún tipo en nuestra sociedad actual, democrática y liberal?, preguntarán algunos. ¿Ante qué o quién cabe plantar cara, ante qué ideas impuestas? Eso sólo podrá responderlo cada uno, según sea su situación en este mundo. Pero a veces hay, oculta, velada, difusa, una imposición, una exigencia o un tributo a pagar, sólo que revestida con ropajes de libertad y de decisión personal. La línea que separa la elección de la imposición a veces es imposible de distinguir.

17.9.07

Los sofistas

Los presocráticos, de los que hemos visto algunas de sus ideas y teorías en anteriores notas, representan uno de los primeros intentos del pensamiento por entender y dar luz al mundo y a la situación del hombre en él. Platón y Aristóteles (de los que, por el contrario, apenas hemos visto nada aún...) simbolizan, a su vez, la evolución y el desarrollo más perfeccionado de dichos intentos; entre ambos grupos aparecen los sofistas y Sócrates (de éste último, inevitablemente, también deberemos comentar algo). Los sofistas, arraigados a Atenas (si bien son, o extranjeros afincados allí, o residentes temporales), florecieron en las décadas finales del siglo V antes de Cristo. Su principal característica es, además de las que veremos a continuación, el trascendental tránsito que supuso desplazar el interés filosófico, centrado en el caso de los presocráticos en la naturaleza y el origen del Cosmos, hasta los problemas más humanos: la religión, la educación, la ética, la política, el arte, el conocimiento, etc.

Este cambio se debió a que, pese a las variadas y originales propuestas de los presocráticos para llegar a conclusiones sobre el mundo o el ser humano, en realidad no fueron capaces de hacerlo, y sus planteamientos proporcionaron quizá aún más preguntas que respuestas. Los sofistas, desencantados ante esta aparente imposibilidad de un conocimiento objetivo y seguro sobre el universo, dieron un giro a la dirección reflexiva dominante e intentaron, centrándose en aspectos más directos y menos abstractos, más humanísticos, por así decir, conseguir algún tipo de resultado específico.

Se suelen presentar a los sofistas como equivocados y desatinados en sus juicios, porque Sócrates y Platón los rebatieron con contundencia; sin embargo, éstos no podrían comprenderse sin la aportación de aquéllos, y si nos centramos en el hecho de que fueron los sofistas quienes permitieron la evolución hacia una filosofía amplia y heterogénea en intereses, entenderemos que, para el concepto de humanismo y cultura, quizá hicieron más los sofistas que los grandes, como Platón o Aristóteles. Así, el término sofista, pese al sentido peyorativo que hoy en día posee, designa un conjunto de filósofos y pensadores revolucionarios, vanguardistas, un movimiento intelectual clave para entender Occidente.

Hay, fundamentalmente, dos generaciones distintas de sofistas: en primer lugar, los sofistas mayores, contemporáneos de Sócrates, que florecieron con anterioridad a la guerra del Peloponeso (431-404 antes de Cristo, la cual cristalizó con la rendición de Atenas ante Esparta): Protágoras, Gorgias, Hipias, Pródico. Los sofistas menores son discípulos de los anteriores, y destacan por la radicalidad de sus concepciones y sus enseñanzas, en armonía quizá con el ambiente de decandencia impuesto tras la caída de Atenas.

Una forma de entender la sofística es echar un vistazo a las modificaciones sociales, económicas y políticas que sufrió Grecia en tiempos de los sofistas (nos guiamos, en lo sucesivo, por la obra monumental de W.C. Guthrie Historia de la Filosofía Griega).

Tengamos en cuenta que en esta época el comercio experimenta un auge importante, y los griegos empiezan a tener relaciones con otros pueblos, cuyas costumbres y leyes difieren de las suyas. Además, las creencias, la religión, y los valores que hasta entonces se consideraban universales e irrefutables empiezan a ser discutibles; el intercambio cultural conlleva, por lo tanto, la crítica a los preceptos tradicionales, a las instituciones y las formas de gobierno dominantes. Nace entonces el relativismo, la percepción de que lo nuestro, lo que nos identifica como pueblo no es necesariamente lo mejor, sino que se integra como parte del entramado cultural humano, en el que pueden haber otras formas de vivir y entender el mundo completamente diferentes (y, quizá, más provechosas y útiles para nosotros mismos). Ligado al relativismo toma cuerpo también la idea del cosmopolitismo, forjado por el aprecio de los sofistas y los intelectuales a otras formas de vida y el desapego a sus propias raíces. El cosmopolitismo es la certeza de pertenecer a un orden más amplio y trascendente, no cercado por los chovinismos provinciales, sintiéndonos ciudadanos del kosmos y percibiéndonos como seres sin patria más que la cósmica.

Una característica curiosa de los sofistas era la de exigir una retribución por sus enseñanzas. Hasta entonces, los filósofos eran aristócratas con un alto nivel de vida, cuyas libertades profesionales les dejaban tiempo más que suficiente para dedicarse a la reflexión; la plebe, por el contrario, tenía que trabajar duro para su subsistencia, y no se dedicaba a tales menesteres intelectuales. Así, la filosofía estaba ligada al poder aristócrata, pero gracias a la irrupción de la democracia se inició una etapa nueva, en la que las gentes menos instruidas podían, a cambio de una compensación económica, ser instruidas y formadas por los educadores. Éstos fueron los sofistas, por supuesto, quienes, al carecer de las ventajas de la vida aristócrata, necesitaban ver retribuidas sus enseñanzas. De este modo, el papel del sofista es doblemente importante: por un lado, transforma el ideal de filósofo y, por otro, permite que las clases menos pudientes puedan tener acceso a la sabiduría y lograr así una cualificación intelectual que, hasta su época, estaba sido reservada a las famílias griegas ilustres. Para Platón los sofistas no eran más que "cazadores de jóvenes ricos", pero Platón era un aristócrata, y poseía de todos los recursos posibles para su formación. Parece como si Platón no fuera capaz de ver que quienes no poseían su fortuna podían, sin embargo, tener sus mismas ansias de conocimiento y sabiduría.

Otras importantes cualidades de los sofistas eran el empleo de la retórica y su ateísmo. Los sofistas eran maestros en retórica porque se juzgaba (tanto entonces como ahora) que, en política, era absolutamente fundamental saber hablar con elocuencia y persuadir a las gentes. Quienes dominaran la palabra dominarían al pueblo. El ateísmo sofista, por su parte, ejemplificado en figuras como Protágoras, Critias o Diágoras de Melos, fue peligroso porque relativizaba creencias tradicionales muy arraigadas, lo que implicaba poder ser acusado, con bastante facilidad, de impiedad, con el consiguiente destierro o, incluso, una condena a muerte. Diágoras resumía sucintamente el punto de vista sofista sobre la divinidad de la forma siguiente: "si la inmoralidad puede permanecer impune, ¿para qué creer en dioses que velan la virtud humana?".
Los sofistas, al estrenar de manera racional el análisis de asuntos políticos y éticos, creyeron necesario establecer una neta separación entre las normas que son producto de la naturaleza, de las leyes naturales -la physis, en definitiva- y las establecidas por el ser humano, convencionales y arbitrarias -nomos-. Aquéllas eran, digámoslo así, absolutas; éstas, relativas. ¿De qué sirven los pactos éticos, las leyes políticas, si no están orientadas hacia la justicia y el respeto por los seres humanos? Por muy provechosa que pueda ser la convención de la esclavitud para algunos, es una convención contraria a la naturaleza (como sostenía Hipias, otro importante sofista), no sólo por su carácter inhumano, sino también porque establece diferencias inaceptables entre los propios hombres.

Cabe mencionar también el hecho de que la guerra del Peloponeso supuso una confrontación tan terrible que esquilmó el antiguo carácter abierto de la cultura griega, cercenando todo principio ético en el que basar las acciones humanas. La moral ya no servía ni era útil en un mundo que carecía de toda moral. Prevalecía, en cambio, la ley del más fuerte; quienes poseyeran la fuerza para actuar no necesitaban ninguna justificación, puesto que si no había justificación alguna que orientase éticamente nuestras vidas, al ser las leyes éticas puras convenciones, ¿con qué objeto justificar entonces nuestro comportamiento? Pese a que los sofistas pensaban que los seres humanos eran iguales por naturaleza, algunos de ellos, como Gorgias, encontraron en la ley del más fuerte una justificación por la cual el más fuerte podía someter al más débil. El fin, para ellos, justificaba los medios.

Los sofistas sufrieron fuertes críticas por sus posturas intelectuales. Algunas de ellas resultaron bastante pertinentes (por ejemplo, las de Platón ante sus concepciones éticas y políticas y el relativismo epistemológico). Pero pese a estas coherentes objecciones ante las escépticas y no siempre convincentes asunciones de los sofistas (aunque podemos comprenderlas mejor si las asociamos al ambiente político-social de la época), cabe defenderlos por muchos motivos: porque fueron los primeros profesores de Occidente, abriendo así el saber a otras clases sociales, porque tuvieron la osadía y el valor de criticar la esclavitud y apoyar la libertad de expresión y porque expandieron enormemente el horizonte de la filosofía. El término sofista, denigrado hasta equivaler a "embaucador" ya en tiempos de Sócrates, esconde el verdadero significado original de la palabra: un sofista es todo aquél capaz de hacer profesión de la enseñanza de la sabiduría.

No parece una tarea destinada a cualquiera.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...