Mostrando entradas con la etiqueta Serie "Filosofía China". Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Serie "Filosofía China". Mostrar todas las entradas

30.9.09

Filosofía china antigua: Confucio



Sin lugar a dudas, el maestro y filósofo más conocido de la antigua China es Confucio (Kong Qiu), que se que vivió entre los años 551 y 479 antes de Cristo. Su infancia trascurrió en medio de un ambiente pobre materialmente, y el joven Qiu (Kong es el apellido de la familia) hubo de trabajar duro para poder tirar adelante; ya fuera como funcionario menor, vigilando los almacenes del estado de Lu, o con el recuento y cuidado de ovejas y cabras. Más adelante, ya dentro de la corte, hizo estudios de los ritos y las tradiciones, y al poco tiempo se convirtió en un afamado letrado, gracias también a sus viajes, que le reportaron experiencia y enseñanzas.

Ya por entonces muchos le seguían por su sabiduría; y le seguían allá donde fuese Kong, sin importar el lugar o las condiciones. En los tiempos de Confucio China estaba dividida feudalmente, con las cortes de los señores por un lado y las aldeas campesinas, por otro. Pero las guerras hicieron perder a muchos nobles sus tierras y títulos, y para sobrevivir se dedicaron a enseñar, brindando sus conocimientos y competencias. Los letrados eran un grupo de eruditos consagrados a los ritos y ceremonias tradicionales, así como a la difusión de los textos clásicos, entre los que se hallaba Kong. Impedido durante los periodos de guerra y hostilidad a ejercer en las cortes, Confucio se dedicó a enseñar a sus discípulos. Aunque no escribió nada, como el occidental Sócrates, sus discípulos recogieron en un libro, el Lúnyu, los dichos y aforismos principales de su maestro; nosotros conocemos aquí por el nombre de “Analectas” de Confucio.

Confucio tuvo una relación singular con la religión. Muchas veces marcado como maestro espiritual, en realidad Kong Qiu se mostró adverso al “contacto” con los espíritus; de hecho, parece que ni siquiera hablaba de hechos extraordinarios, como rechazando la mitología que, tan ricamente, había nutrido la tradición china. Pero esta hostilidad hacia tales temas se debió más bien, parece, a que Confucio quería dedicar todas sus energías a servir como guía moral de los hombres y mujeres. No se trata de un ateísmo encubierto, sino de una espiritualidad de corte más mundana y práctica que la puramente arrebatada y mística.

Ahora bien, ¿qué entendía Confucio por un Ser Supremo, el Cielo o la Deidad? No queda demasiado claro, dado su renuncia a hablar de fuerzas celestes, o de la muerte, ya que siempre anteponía la responsabilidad moral y un gobierno justo. Habituaba a responder de forma evasiva (“¿Si no conocemos la vida, ¿qué vamos a saber de la muerte?”, o cuando afirmaba que la sabiduría es “atender a los hombres con justicia y respetar a los espíritus, manteniéndose lo más lejos de ellos que se pueda...”). De ahí que muchos estudiosos hayan visto en la doctrina confuciana, más que una religión ni un sistema de creencias (dado que carece de dioses, de panteón, sacerdotes o templos), una filosofía de corte social y política.

En la China antigua se aceptaba la doctrina del “Mandato celeste”, que consideraba que todo ser humano recibía una orden celeste, instándole a cumplir el deber que le está encomendado por el bien de la comunidad. Este mandato, sustento de la moralidad, a veces es difícil de descubrir, pero en cuanto el individuo lo averigua, debe encaminarse hacia su realización, sin tener en cuenta si el resultado, si la consecuencia de sus actos, será buena o mala, sino por la acción misma, por cumplir su obligación, su deber. En este sentido, la doctrina moral confuciana es claramente deontológico (y no teleológica, es decir, aquella que considera primordial los fines o las consecuencias que de éstos se derivan). Pero otra cuestión es si el individuo podrá realizar su propio mandato celeste, ya que aunque pongamos todas nuestras fuerzas y empeño, siempre existirá la fuerza del ming, del destino, de la inevitabilidad del porvenir: solía decir Confucio “si mis principios triunfan es porque así está dispuesto; si fracasan es porque así está dispuesto”. Así, lo que debemos hacer es buscar nuestro mandato celeste, hallarlo y dedicar nuestras energías a su realización, cumpliendo con nuestro deber, aunque observemos y tengamos siempre presente que el éxito no es exclusivo producto de nuestra voluntad.

El perfeccionamiento moral, la realización de nuestro mandato celeste, debe estar siempre sustentada en dos virtudes capitales: la benevolencia y la rectitud. Esta última supone hacer siempre, en toda circunstancia y situación, aquello que es correcto, justo u obligatorio, acatando aquello que el deber nos manda realizar. Como señala Jesús Mosterín, “es una virtud formal, una especie de imperativo categórico situacional, que se opone al li o beneficio... hay que hacer lo que hay que hacer porque es lo justo o lo correcto, sin pensar en las consecuencias o el posible provecho...porque si hacemos lo que tenemos que hacer porque pensamos que nos conviene hacerlo, entonces ya no actuamos moralmente. Esta posición es un claro precedente de la kantiana”.

La benevolencia, por su parte, corresponde al altruismo, a la compasión y el amor por los demás, nuestra solicitud por ayudar, beneficiar y animar a nuestros prójimos. Al contrario que la rectitud, el cumplimento de la benevolencia no tiene carácter formal, forzado, sino que brota espontáneamente de nuestro interior gracias a los sentimientos humanos. La compasión y el altruismo (que configuran el shu, guía principal del obrar) nos sugieren, como anticipo a la tesis kantiana, que “lo que no quieras que te hagan a ti mismo no lo hagas tu a los demás” y, en consecuencia, que hagamos a los demás lo que también nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Confucio asegura que seremos benevolentes y rectos si tratamos de ser y actuar moralmente para con los demás y si invertimos nuestros esfuerzos en esa única dirección.

Si, como dijimos en la nota precedente, Mo Di criticó duramente a Confucio y los letrados fue a consecuencia de su doctrina de la gradación del amor. Kong vio en la familia, y en el amor dispensado a esta, la base para todas las relaciones sociales. Sin embargo, en la familia no son iguales todos los tratamientos amorosos: no se quiere del mismo modo a una madre que a una tía, ni a un hermano que a un primo. Así, el amor no es brindado de forma universal e indiscriminada a cualquier ser humano por su mera condición de humano, sino que está regulado en función de la proximidad de esa persona en relación con nosotros. La benevolencia nos insta a amar más intensa y fielmente a nuestros hermanos y padre, aun en circunstancias adversas (o precisamente en ellas), que a los demás individuos. Nuestro amor debe ajustarse a la proximidad y relación que tengamos con ellos. Por lo tanto, el amor será superior en cuanto a los miembros directos de la familia (padres y hermanos mayores), y menos intenso a medida que vayamos saliendo de ella (vecinos, aldeanos próximos, desconocidos, etc.).

Kong Qiu contempla los ritos y las ceremonias tradicionales como una parte esencial de nuestra recta moralidad y corrección. No hay que olvidarnos, sino potenciarlos; para ello, y para que los practiquemos de forma espontánea y abierta, no forzada, se necesita lograr la benevolencia, alcanzable sólo mediante la disciplina y la educación. El autodominio permite actuar recta y honradamente, ser respetuoso con los ritos y practicarlos, y adquirir sabiduría. El mismo Confucio tan sólo logró dicho estado en su vejez: “a los setenta años ya podía seguir lo que mi corazón deseara sin caer en incorrección alguna”. Un estado en el que se actúa espontáneamente, sin esfuerzo alguno, pero siempre en armonía con lo correcto: entonces lo hecho y lo que debe hacerse son, ya, una misma cosa.

En cuanto a la mejora del Estado, Kong Qiu sostuvo que el principal remedio para su ordenación eran la clarificación de los nombres. Es decir: “si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan, de modo que las tareas no se llevarán a cabo y el pueblo no sabrá como obrar... Se precisa que los nombres se acomoden a los significados y éstos a los hechos. En el decir del hombre superior no debe haber nada impropio”.

Kong también pensaba que la única forma en que la sociedad podía funcionar correctamente y ser útil a todos era mediante el adecuada cumplimiento del deber y la función particular de cada individuo: el buen gobierno consiste en que “el soberano sea soberano, el ministro, ministro; el padre, padre, y el hijo, hijo”. El comportamiento y carácter de cada uno debe mostrar las cualidades y la conducta propias de ellos; “sólo entonces la sociedad funcionará bien y estará bien gobernada”.

16.9.09

Filosofía china antigua: Moísmo



Llamado también Mo zi o Mo Tzu, Mo Di encarna el primer pensador importante después de Kong Qui (conocido como Confucio, del que hablaremos en breve). Vivió en pleno siglo V antes de Cristo, y tuvo un papel relevante en la sociedad de su tiempo dado que era experto en temas económicos y de guerra, además de sus conocimientos y consejos de corte moral que prodigaba allá donde trabajó. El Mozi es el libro que recoge las enseñanzas de Mo Di y sus discípulos.

Aunque parece que, en primera instancia, Mo Di aprendió algunas directrices y planteamientos confucianos, bien pronto se le reveló la inadecuación de éstos para resolver los problemas sociales y políticos que reinaban a la sazón. Por ejemplo, Mo Di consideraba inútil la excesiva preocupación de Confucio y su escuela (la de los letrados) por los ritos, los actos ceremoniales e incluso los cultos funerarios, dado que suponían un gasto superfluo, una función puramente estética y muy perjudicial para el bienestar económico y social, y, además, una gran hipocresía por parte de los letrados, quienes cuidaban la preparación de ritos en honor de los espíritus sin creer realmente en ellos.

Mo Di creó una escuela, la Mójia, cuyos miembros seguían una severa disciplina y en donde aprendían todo lo relativo a la defensa de ciudades, fortificaciones, etc. La escuela, que solía recibir gente de clases populares (al contrario que la de Confucio, que sólo aceptaba a los nobles), tenía carácter casi militar, en organización y obediencia a un superior (el propio Mo Di, que fue el primer maestre), y vivían de forma muy sencilla y austera. Su propósito era formar funcionarios útiles al Estado, pero basándose siempre en las ideas de Mo Di, cuyo objetivo último era "racionalizar la sociedad, eliminando las tradiciones inútiles e introduciendo prácticas diseñadas para el mayor provecho de la colectividad" (Mosterín, 2007).

La doctrina de Mo Di parte de la idea del "amor universal". Mo Di sostenía que, para distinguir entre las acciones buenas y malas, lo correcto e incorrecto, y entre una dirección política adecuada o nefasta, se necesita un criterio o un método que nos permita dilucidarlas (de aquí nacería un interés por la lógica y sus principios): este criterio lo resume Mo Di en hacer o realizar aquello que el Cielo desea. Y lo que el Cielo desea (entendido éste como una entidad divina y personal, ordenadora de los acontecimientos) no es más que, como puede suponerse, un amor universal e incondicional entre todos los ciudadanos del mundo. No trata el Cielo de forma distinta a unos y otros, sino que les brinda por igual su luz, su oscuridad, y a todos ellos les envía lluvias, tempestades, beneficios y desgracias. Si esta es la forma en que el Cielo nos atiende, entonces nosotros también debemos hacer lo mismo. El "amor universal", el que ofrece amor a todos los seres humanos sin consideración particular alguna, es el vehículo mediante el cual la sociedad puede ganar en confianza, en respeto y ayuda y prosperidad. Si los mandatarios y soberanos aplicaran este principio la evolución y mejora de los pueblos, la calidad de vida y el progreso serían evidentes, y los beneficios (enriquecimiento de la población pobre, incremento de la estabilidad y los tiempos de paz, aumento de población, etc.) lograrían impulsar una nueva edad de oro.

El principio del "amor universal" es una réplica directa a otro, el de la "gradación del amor", propio de la escuela confuciana, que abogaba por una escala distintiva en la aplicación del amor; según ésta había que amar y tratar de manera muy diferente a las personas desconocidas o extranjeras que a las de la propia familia. El amor hacia un vecino o alguien a quien vemos poco debe ser mucho menor y menos intenso que el que brindamos a nuestros padres o hermanos. Mo Di creía que esta segregación y discriminación amorosa, habitual en los ambientes cortesanos afines a los seguidores de Cofucio, era un trato humano que tan sólo provocaba enemistades, conflictos y egoísmos familiares, y del que era necesario prescindir para ordenar y pacificar el mundo.

Las personas inteligentes y racionales, pensaba Mo Di, únicamente precisaban de su misma razón para entender y aplicar el principio del amor universal, porque comprenden que hacer el bien repercute y amplía el bien a nuestro alrededor, mientras que hacer el mal es incrementar el dolor y la perversidad, hechos que no benefician a nadie. Pero, a aquellos otros que no llegan al convencimiento del amor universal se les debe persuadir recurriendo a miedos religiosos. Así, era vital reimplantar la creencia en los espíritus para hacer ver que toda acción humana conlleva consecuencias sancionables, es decir, que todo lo que hagamos será premiado o castigado en función de si lo hecho está en consonancia con los preceptos de aquellos. La creencia de Mo Di en el Cielo y los espíritus era más bien interesada que sincera: aunque los guerreros, de los que formaba parte, mantenían dicha creencia por pertenecer al pueblo llano, al contrario que los letrados, que hacía ya tiempo eran escépticos (pese a mantener los ritos, como hemos dicho), a Mo Di lo que le motivaba era seducir a los incrédulos con la sanción de sus actos para que los orientaran hacia el amor universal.

Por último, dejaremos constancia de la peculiar relación de Mo Di con la guerra. Mo Di fue un antibelicista convencido, sabedor de que la violencia y los enfrentamientos llevan a la guerra, el mayor desastre posible del que son capaces los hombres. La guerra es condenable moralmente, desde luego, pero además afirma Mo Di que toda guerra no proporciona ningún bien a ninguno de los dos bandos; en efecto, lo que se pierde en una contienda tal (en vidas humanas, esfuerzo, tiempo, dinero, riquezas) siempre es mucho más que lo obtenido, por grande que sea. Lo explica Mo Di con estas palabras:

"Considera un país a punto de entrar en guerra. En invierno el frío es terrible, en verano el calor. Esto implica que ni en invierno ni en verano se puede hacer guerra. Pero si se hace en primavera, los campos no estarán sembrados; si en otoño, no se recogerán las cosechas. Y si se pierde sólo una estanción, el número de gente que morirá de frío y hambre es incalculable. Considera el equipo, las armas, las flechas que se perderán, los carros destruidos, los bueyes y caballos que caerán, las bajas militares, el número inabarcable de personas que perecerán. El Estado habrá robado al pueblo sus ingresos y disminuida su fuente de beneficios. Y todo esto, ¿por qué? Porque codiciamos la fama y el botín de ganar la guerra. Lo que ganamos no sirve para nada y es mucho menos de lo que perdemos".

¿Cuántos seres humanos, bienes y fortunas culturales permanecerían en pie y dignas de ser admiradas si, desde que Mo Di pronunciara estas palabras, los mandatarios y jefes de Estado, Emperadores y presidentes de Repúblicas y Gobiernos las hubieran tenido en cuenta antes de ordenar la entrada en guerra con sus hermanos?

7.4.08

Filosofía china antigua: caracteres generales



Tras nuestras pequeñas incursiones en las filosofías antiguas del budismo y el mazdeísmo, iniciamos con este apunte una nueva serie dedicada, en este caso, a la filosofía china. Seguimos, pues, en nuestro empeño por hacer de las corrientes de pensamiento oriental un complemento (absolutamente imprescindible, a nuestro juicio) de los temas, teorías y autores occidentales que tratamos aquí habitualmente. La finalidad, obvia, de todo ello, es acercar ambas posturas filosóficas, distintas en método pero similares -por lo menos a grandes rasgos- en espíritu.

Como es lógico, una de las escuelas más relevantes y conocidas dentro de la filosofía china es el confucianismo. Pero existen muchas otras, algunas de las cuales analizaremos también (como el mohísmo o el taoísmo). Nuestra intención es centrar la atención en el primer periodo -que también es el de mayor esplendor- de esta filosofía, el cual abarca desde la vida del propio Confucio (550-479 antes de Cristo), hasta el arraigo definitivo de sus tesis en la sociedad china, dentro de la dinastía Han (206-120 antes de Cristo).

Hasta el siglo XIX, las interpretaciones que se realizaron de las doctrinas y reflexiones de la China antigua coincidían en señalar que guardaban poca -o nula- afinidad con la filosofía. Había la impresión general de que allí nunca hubo en realidad filosofía -entendida, como reza el canon, como amor a la sabiduría. Hegel, el influyente idealista alemán, lo afirmó de esta manera: "[para los chinos] todas las cosas relativas al Espíritu -moralidad [...], religión íntima, ciencia y arte- eran extrañas". Bien, esto parece ser cierto, pero sólo en parte. Es verdad que en los textos clásicos chinos aparecen muy pocas descripciones abstractas o metafísicas acerca de la realidad, y que, en cambio, es más frecuente hallar en dichas fuentes innumerables consejos u orientaciones, de carácter práctico, que podrían dar la impresión de que los chinos no tuvieron especial interés en los problemas básicos de la filosofía. Pero no todo el corpus de la tradición china se mantuvo alejado de las cavilaciones teóricas, ni se ciñó por completo a asuntos prácticos. Tal vez la opinión más certera sea la de A.C. Graham, cuando señala que: "el interés [de la filosofía china] ha estado siempre centrado en las necesidades humanas, en el perfeccionamiento del gobierno, en la moral y en los valores de la vida privada. Sólo raramente han prestado los filósofos algún interés por verdades que no sirvan obviamente a un fin útil".

Lo cual significa que la filosofía china se ha orientado desde sus inicios a ayudar y mejorar la vida de las personas, más que un conocimiento exclusivo de la realidad. Cooper, en su obra Filosofías del mundo (ver *, más abajo), concreta en dos caracteres principales a esta filosofía asiática: se trata, según él, de una filosofía humanista y práctica.

Aquí, por humanismo se entiende algo muy diferente a lo que en occidente reconocemos como tal. Es humanista, en primer lugar, por cuanto se halla lejos, muy lejos, de aceptar que el Universo fue creado por un Dios, un hacedor de lo bueno y símbolo del objetivo de la vida. Y, en segundo lugar, porque sostiene que el ser humano debe lograr sus fines, sus metas, en esta vida, en el espacio temporal de la existencia mundana, y no buscar una liberación que la trascienda, una huida del mundo empírico como instigaba el budismo, según ya sabemos.

Que la filosofía china sea calificada como práctica no sorprende en absoluto. Lo es, efectivamente. En India y Grecia también había este interés por lo práctico, por hacer ver a las gentes cómo debían vivir, pero en China esta praxis tiene la peculiaridad: no se parte de las reflexiones abstractas o metafísicas para llegar a conclusiones acerca de cómo debe ser una existencia virtuosa, como en los otros casos, sino que se sostiene que dichas reflexiones no son útiles o relevantes para ésta, o por lo menos, no lo son de forma determinante.

¿A qué podría deberse esta predilección china por la filosofía práctica en detrimento de la más abstracta o teórica? Hay varios intentos por explicar esta actitud; una de ellas se basa en la lengua china, en las peculiaridades de su representación. Como sabemos, el chino escrito es un conjunto de caracteres pictóricos; se ha propuesto que es dicha cualidad idiográfica la que establece una separación, o una limitación, entre el mundo sensible y el abstracto, entre lo empírico y transmitido por lo sentidos y lo conceptual. Según cuenta Cooper, "la idea parece ser que durante el acto de leer el chino permanece necesariamente en contacto con el mundo empírico que los caracteres necesariamente evocan". Además, la idiosincrasia de la lengua china es tal que no precisa de análisis de conceptos o categorías abstractas, y los asuntos filosóficos inherentes a estas cuestiones (por ejemplo, los de la relación entre el lenguaje y la realidad, tan familiares en occidente) carecen por lo tanto de sentido y no son investigados.

Pero es que, además, la filosofía constituye un intento de explicar el mundo externo, algo que se halla más allá de nosotros (incluso cuando reflexionamos sobre nosotros mismos, siempre lo hacemos en relación al mundo que se sitúa más allá de nosotros; de lo contrario no podríamos contextualizar nada). Sin embargo, la filosofía china tiene un cariz distinto, radicalmente distinto: porque ella "ha considerado desde siempre al hombre como un ser que se siente perfectamente integrado en la naturaleza". Si esto es así, es completamente inútil tratar de construir teorías o sistemas metafísicos que describan cuál es su conexión, lugar o relación, con la realidad, porque no existe nada fuera de él, fuera de sí mismo. Para decirlo llanamente, él, el hombre, está en todo, y dicho todo está en él. La realidad no es algo exterior a su ser. Él es toda realidad.

Por esto, lo extraño sería precisamente que la filosofía china contuviera esbozos o trazas de abstracciones teóricas: porque, como dijo Mencio, las gentes chinas tienen la clara conciencia de "estar situadas en la misma corriente que el Cielo sobre sus cabezas y la Tierra bajo sus pies". Dada esta ligazón íntima, esta imposible separación entre el yo y el mundo, ¿cuál puede ser sino la utilidad real de la filosofía excepto la de servir de vehículo para ser mejores personas y lograr que los otros también lo consigan?

*[Sigo, tanto en esta serie sobre la China antigua como en las doctrinas orientales en general, dos obras principales: "Filosofías del mundo", de D. E. Cooper (Cátedra, 2007) y "Sabidurías orientales de la antigüedad", de Mª. Teresa Román (Alianza, 2004), además de, para el caso presente, "China", de J. Mosterín (Alianza, 2007). El primero es un impagable depósito de todas las corrientes filosóficas principales que han aparecido, en uno u otro momento, en las culturas humanas, desde la hindú antigua hasta la fenomenológica. Es un libro extenso y ambicioso, pero de muy fácil lectura. Lo recomendamos sin reservas.]

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...