La obra de E.E. Evans-Pritchard "Las teorías de la religión primitiva" explora las diversas explicaciones que han ido apareciendo a lo largo de dos siglos acerca del origen de las religiones. Pero no respecto a las que dominan el mundo actual (cristianismo, judaísmo, islamismo, etc.) sino aquellas que están en la raíz misma de nuestra civilización humana.
Así, Evans-Pritchard analiza en tres grandes bloques las interpretaciones psicológicas, sociológicas y las aportaciones de Lévy-Bruhl, que tratan de entender cómo se han gestado las religiones de los pueblos primitivos. Colindando con estos tres capítulos descriptivos Evans-Pritchard ofrece una extensa introducción en la que expone el objeto de su obra y una conclusión en la que deja constancia de su enfoque crítico ante las teorías analizadas.
Porque, en efecto, Evans-Pritchard sostiene que las exposiciones históricas de la génesis de las religiones primitivas adolecen de muchos errores (de recolección de datos, interpretación, deducción, etc.), y que en realidad todo intento similar está destinado al fracaso: mientras carezcamos de textos originales e informaciones de calidad sobre cómo eran las circunstancias sociales y culturales en las que las religiones primitivas se desarrollaron no podremos, o al menos no de forma satisfactoria, componer un marco coherente en el que intentar explicar el origen y el papel que han jugado dichas religiones.
Las teorías psicológicas (desde Max Müller o Edward Tylor a sir James Frazer o Ernest Crawley) proponen que tanto las religiones como la magia son estados psicológicos, producto de emociones, sentimientos y tensiones, cuya función consiste en aliviar a los seres humanos de la ansiedad y darles confianza y esperanza. En definitiva, que las religiones son pura ilusión y cumplen tan sólo un cometido de consuelo. Evans-Pritchard mantiene que estas teorías son únicamente conjeturas, sobre todo porque se basan en una serie de suposiciones o figuraciones que no podemos aseverar como ciertas (¿cómo estar seguro de lo que sienten los creyentes?) o porque existen estados emocionales similares pero en nada relacionados con la experiencia religiosa (quien huye de un búfalo sufre una gran tensión, pero seguramente no vinculada a aquella).
Por su parte, las teorías sociológicas de las religiones primitivas (de las que es su principal exponente Emile Durkheim) plantean que éstas son un hecho social, un asunto de grupo y que no habría religión sin una existencia humana socio-cultural. En palabras de Durkheim, las religiones son “sistemas unificados de creencias y prácticas referidas a cosas sagradas”, y la idea de espíritu o alma puede explicarse como proyecciones de la sociedad. No importa si las religiones son verdaderas, lo que cuenta es que cumplen una función social básica, aportando cohesión y continuidad dentro de la comunidad. Sin embargo, Evans-Pritchard también critica la rígida dicotomía entre los sagrado y lo profano que hacen las teorías sociológicas, la inexactitud de los datos y el hecho de que queden sin explicar los ejemplos negativos. El problema reside en que no podemos saber si son ciertas o falsas dichas teorías porque van más allá de la descripción de hechos, lo cual dificulta enormemente su verificación experimental.
En tercer y último lugar Evans-Pritchard examina la propuesta de L. Lévy-Bruhl, quien clasifica las sociedades humanas en primitivas (de pensamiento orientado hacia lo sobrenatural, que no busca relaciones causales porque sus representaciones místicas de su sociedad lo impiden) y civilizadas (en las que domina la mentalidad científica). La religión habría surgido en la primera porque encajaba en el tipo de pensamiento dominante. Aquí Evans-Pritchard reprueba también a Lévy-Bruhl por su contraposición, excesivamente tajante, entre el pensamiento primitivo y el civilizado, puesto que el primero también hace uso de la razón (de lo contrario, difícilmente podrían haber sobrevivido las sociedades antiguas) y en el segundo hay muestras evidentes de misticismo. En definitiva, que ni los primitivos carecieron de pensamiento racional y lógica ni ha desparecido en la actualidad el interés por lo místico.
Evans-Pritchard concluye que es inútil buscar un principio u origen en materia de religión pues partimos de una base arbitraria; las teorías remiten a supuestos primitivos no basados en datos y, además, se sustentan sobre supuestos psicológicos que es prácticamente imposible determinar con seguridad. Entiende que los hechos concretos no explican la religión, y que lo adecuado sería analizar profundamente las relaciones entre la religión y otros hechos sociales para así obtener una comprensión sociológica del fenómeno. En una frase del propio Evans-Pritchard, “dar cuenta de los hechos religiosos en términos de la totalidad de la cultura y la sociedad en que se hallan”.
Más allá de la facilidad de lectura y la exposición clara y ordenada de teorías y conceptos (valores que no siempre se dan en los textos de Antropología), la obra de Evans-Pritchard deja un sabor boca ligeramente amargo, como si en materia de religión primitiva la ciencia antropológica no hubiese avanzado nada y los esfuerzos históricos carecieran de todo interés científico. La impresión que uno tiene tras su lectura es que pese a los grandes esfuerzos realizados los investigadores siempre han pecado de ingenuos o de torpes a la hora de explicar las religiones primitivas, que han cometido errores de bulto y han sido incapaces de entender que no podemos conocer su origen porque, simplemente, no disponemos de los datos y los detalles objetivos para hacerlo.
Cuatro décadas después de la obra de Evans-Pritchard, C. P. Kottak sostiene que “cualquier declaración sobre cuándo, cómo, dónde o por qué surgió la religión es pura especulación, aunque hayan revelado importantes funciones del pensamiento religioso”. Así, pese a sus errores, quizá algunas de las teorías examinadas por Evans-Pritchard tengan un poso útil, que puedan servir, si no para explicar el origen de las religiones, sí al menos para decirnos cuál es la utilidad de dicho pensamiento religioso.
Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
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13.5.07
27.1.07
Culturas distintas; mundos diferentes
Uno de los mayores privilegios que uno siente cuando aprende (y sobretodo, si es algo que te gusta y motiva)es que, de una u otra forma, ese aprendizaje va cambiando poco a poco tu perspectiva; a medida que profundizas, te das cuenta de aquello que antes ignorabas, o lo que creías obvio o intrascendente pero que luego se revela capital. En fin, tu visión del mundo se transforma. Captas matices, descubres uniones ocultas, y confirmas (o desmientes) tus ideas preconcebidas.
En Antropología, el estudio de la cultura y diversidad humanas en el tiempo y el espacio, se menciona muchas veces un evento festivo que algunas tribus del Pacífico Oriental emplean como medida de intercambio de recursos. Es el potlach. Pues bien, un potlach consiste fundamentalmente en la distribución, por parte de los miembros de una comunidad, de alimentos, utensilios, mantas, etc. A cambio, esa tribu aumenta su prestigio, su reputación. Claro que es una costumbre india, por lo que quizá nos resultará extraño eso de regalar alimentos y otros objetos de valor a gente desconocida (o a miembros de otras familias). ¿Por qué harían algo así los tlingit, los salish y otras tribus similares?
Según la teoría económica clásica, el motivo del lucro es universal, pues está presente en toda sociedad y en todo tiempo. Sin embargo, el comportamiento de los indios norteamericanos revela una actitud completamente opuesta. A ojos de ciertos investigadores occidentales, esto se interpretaba como un comportamiento derrochador: las tribus ofrecen regalos para ser más prestigiosas, incluso si ello supone una disminución de su bienestar material. Pero esta forma de ver las cosas parte desde la perspectiva occidental; y cualquiera debería saber que analizar el mundo y la humanidad a partir de ella tiene como resultado una visión miope de la realidad.
Ahora bien, ¿cómo entonces debemos percibir el potlach? Según la perspectiva actual, el potlach y costumbres semejantes son adaptaciones culturales a los periodos alternativos de abundancia y escasez locales. Es decir, las tribus que han tenido un buen año y se convierten, durante un tiempo, en ricos ofrecen la parte sobrante de su subsistencia a quienes son pobres. Quizá al año siguiente cambien las tornas, y los ricos sean pobres y los pobres ricos: se trata de un mecanismo de compensación social, por decirlo así. Lo extraordinario de todo ello es que las tribus indias adquieren prestigio al compartir con los demás, pero no por afán de lucro o para ser bien vistas por otras, sino sobretodo para evitar la estratificación social (o sea, que haya ricos y pobres estables).
Aquí es donde entra en juego la comparación con occidente, con nuestra sociedad capitalista. ¿Qué hacemos nosotros cuando tenemos "excedente" de recursos económicos? No es que se deseable que los compartamos, los distribuyamos entre la gente pobre, etc., porque ello es inviable en un mundo como el nuestro, tan arraigado y necesitado a los valores materiales; más bien, lo horrible es que tendemos a hacer ostentación de nuestra riqueza, a restreguar a nuestro vecino el coche nuevo que acabamos de comprarnos, los trajes y halajas de nuestra mujer, el colegio caro al que acuden nuestros hijos y, en general, todo aquello que nos impulsa por encima de los demás.
En resumen, las tribus que emplean el potlach no lo hacen con ánimo de arrogancia o suficiencia ante los necesitados, sino que prefieren renunciar a sus excedentes antes de servirse de ellos para agrandar la distancia social que media entre ellos y sus vecinos.
Es esa mentalidad la que ofrece un buen ejemplo de lo que significa vivir en armonía con tu alrededor. La verdadera solidaridad, lo que mueve hacia la alianza entre personas. Más allá de la ingenuidad que supone creer que ello es viable y posible en occidente, porque nuestros esquemas mentales se hallan arraigados a la idea de que lo nuestro es nuestro y de nadie más, lo pasmoso es la sensación de distancia mental que media entre las costumbres de esas tribus (que algunos, graciosamente, interpretan como primitivas), y nuestra forma de vivir.
Nos consideramos progresistas y evolucionados cuando, más bien, aún estamos en la primera casilla del juego de la vida: pasmoso es también lo que aún nos resta por aprender de un puñado de gentes con tocados de colores y plumas en la cabeza, que sienten la existencia no como competición, no como una jungla llena de fieras dispuestas a destrozarte, sino como un paraje que, si bien no lo es, puede ser más idílico y grato por poco que hagamos nosotros. Gentes de tradiciones casi milenarias, que aportan sabiduría y humanidad en un mundo de sangre, locura y avaricia. El mundo en el que vivimos y donde, al parecer, queremos vivir.
En Antropología, el estudio de la cultura y diversidad humanas en el tiempo y el espacio, se menciona muchas veces un evento festivo que algunas tribus del Pacífico Oriental emplean como medida de intercambio de recursos. Es el potlach. Pues bien, un potlach consiste fundamentalmente en la distribución, por parte de los miembros de una comunidad, de alimentos, utensilios, mantas, etc. A cambio, esa tribu aumenta su prestigio, su reputación. Claro que es una costumbre india, por lo que quizá nos resultará extraño eso de regalar alimentos y otros objetos de valor a gente desconocida (o a miembros de otras familias). ¿Por qué harían algo así los tlingit, los salish y otras tribus similares?
Según la teoría económica clásica, el motivo del lucro es universal, pues está presente en toda sociedad y en todo tiempo. Sin embargo, el comportamiento de los indios norteamericanos revela una actitud completamente opuesta. A ojos de ciertos investigadores occidentales, esto se interpretaba como un comportamiento derrochador: las tribus ofrecen regalos para ser más prestigiosas, incluso si ello supone una disminución de su bienestar material. Pero esta forma de ver las cosas parte desde la perspectiva occidental; y cualquiera debería saber que analizar el mundo y la humanidad a partir de ella tiene como resultado una visión miope de la realidad.
Ahora bien, ¿cómo entonces debemos percibir el potlach? Según la perspectiva actual, el potlach y costumbres semejantes son adaptaciones culturales a los periodos alternativos de abundancia y escasez locales. Es decir, las tribus que han tenido un buen año y se convierten, durante un tiempo, en ricos ofrecen la parte sobrante de su subsistencia a quienes son pobres. Quizá al año siguiente cambien las tornas, y los ricos sean pobres y los pobres ricos: se trata de un mecanismo de compensación social, por decirlo así. Lo extraordinario de todo ello es que las tribus indias adquieren prestigio al compartir con los demás, pero no por afán de lucro o para ser bien vistas por otras, sino sobretodo para evitar la estratificación social (o sea, que haya ricos y pobres estables).
Aquí es donde entra en juego la comparación con occidente, con nuestra sociedad capitalista. ¿Qué hacemos nosotros cuando tenemos "excedente" de recursos económicos? No es que se deseable que los compartamos, los distribuyamos entre la gente pobre, etc., porque ello es inviable en un mundo como el nuestro, tan arraigado y necesitado a los valores materiales; más bien, lo horrible es que tendemos a hacer ostentación de nuestra riqueza, a restreguar a nuestro vecino el coche nuevo que acabamos de comprarnos, los trajes y halajas de nuestra mujer, el colegio caro al que acuden nuestros hijos y, en general, todo aquello que nos impulsa por encima de los demás.
En resumen, las tribus que emplean el potlach no lo hacen con ánimo de arrogancia o suficiencia ante los necesitados, sino que prefieren renunciar a sus excedentes antes de servirse de ellos para agrandar la distancia social que media entre ellos y sus vecinos.
Es esa mentalidad la que ofrece un buen ejemplo de lo que significa vivir en armonía con tu alrededor. La verdadera solidaridad, lo que mueve hacia la alianza entre personas. Más allá de la ingenuidad que supone creer que ello es viable y posible en occidente, porque nuestros esquemas mentales se hallan arraigados a la idea de que lo nuestro es nuestro y de nadie más, lo pasmoso es la sensación de distancia mental que media entre las costumbres de esas tribus (que algunos, graciosamente, interpretan como primitivas), y nuestra forma de vivir.
Nos consideramos progresistas y evolucionados cuando, más bien, aún estamos en la primera casilla del juego de la vida: pasmoso es también lo que aún nos resta por aprender de un puñado de gentes con tocados de colores y plumas en la cabeza, que sienten la existencia no como competición, no como una jungla llena de fieras dispuestas a destrozarte, sino como un paraje que, si bien no lo es, puede ser más idílico y grato por poco que hagamos nosotros. Gentes de tradiciones casi milenarias, que aportan sabiduría y humanidad en un mundo de sangre, locura y avaricia. El mundo en el que vivimos y donde, al parecer, queremos vivir.
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