Cuando estuve de viaje través de las tierras valencianas, con la compañía de un buen amigo, solíamos hablar y discutir a la puesta del sol; quizá por ese ambiente calmado que nos envolvía, plagado de serenidad y silencio, salían a la superficie algunas cuestiones interesantes. No era una dialéctica excesivamente elaborada, como es de esperar, pero una de las veces hablamos acerca de un tema en el que manteníamos, y mantenemos, una posición opuesta. En realidad apenas dijimos unas frases al respecto, pero ello bastó para formarnos una idea de la opinión del otro (son muchos los años que nos han visto juntos y nos conocemos bien). Expondré la postura de mi amigo, según yo la entiendo, y a continuación ofreceré la mía. De entrada tengo que decir que, con seguridad, no haré justicia plena a los razonamientos que presentaría mi "adversario dialéctico", de estar presente él mismo en esta discusión. Pero trataré de situarme en su lugar y ofrecer un punto de vista lo más depurado posible, pese a que no sea el mío.
Su postura puede entenderse, de forma directa y sin rodeos, como sigue: "Hay vidas mejores que otras". Por mejores hay que entender, como es lógico, vidas más llenas, más completas, estimulantes y enriquecedoras para las personas que las viven. Obviamente no hablamos de mayor valor intrínseco, pues huelga decir que ninguna vida es superior a otra, sino qué tipo de vida puede ser más humana y provechosa. Cabe decir aquí que mi compañero considera su vida como especial, por cuanto se dedica a los asuntos del intelecto y del espíritu a tiempo completo, brindándose a sí mismo una existencia que él percibe como total e insuperable: el tiempo centrado en la lectura, el descubrimiento, la creación literaria, la contemplación y demás actividades similares, le incitan a suponer que ésa vida, la suya, es la mejor posible, o más exactamente, que es mejor que la de muchos otros.
Esta conversación surgió a raíz de observar, mientras comíamos en un bar, a un tipo que estuvo prácticamente dos horas consecutivas encadenado a una de esas máquinas tragaperras, ausente de todo lo que le rodeaba y de cualquier realidad externa. Sus hábiles dedos manipulaban los botones con experiencia, y sus ojos chispeaban, según pude ver aún en la distancia, con la expectativa de una hipotética recompensa económica.
Fue entonces cuando mi amigo susurró algo como esto (no recuerdo exactamente cuáles fueron sus palabras):
- Joder, que vida más miserable. ¿Cómo puede perder su tiempo de manera tan estúpida?
Ambos reconocemos, naturalmente, que los ludópatas -aquel sujeto parecía ser uno de ellos, aunque era imposible asegurarlo- tienen un problema, sufren una enfermedad, por lo cual resulta difícil que ese rato que estuvo allí fuera representativo de su vida, de cómo vive y lo que valora. Pero imaginemos, tomándonos gran libertad, que ese tipo supiera controlarse, sin acabar obsesionado ni superado por el ansia de juego constante, y supongamos también que es un hombre corriente, currante, como tantos otros, de nueve a siete, y que al llegar a su hogar se dedica a ver la televisión, cenar y dormir unas pocas horas, hasta que el dia siguiente la historia se repite, una y otra vez. Algunos podrán verse identificados en este tópico cliché de ciudadano medio, y pese a la tosquedad de su descripción, seamos generosos e imaginemos que, en efecto, su vida es realmente así, a grosso modo.
La pregunta es: ¿qué vida es mejor, más llena, más humana, incluso? ¿Es la que disfruta mi amigo una existencia de mayor alcurnia, de mayor valor? ¿O la de aquel yonqui de las máquinas es igualmente fructífera, útil y sabia?
Yo sostuve, y sigo sosteniendo, que no hay forma objetiva de discriminar entre vidas mejores o peores; mi amigo me increpó, y quiso hacerme ver que eso equivalía a un peligroso relativismo. Si no hay manera de discernir qué existencia es mejor, ¿para qué demonios ha servido, entonces, toda la corriente filosófica de corte práctico que, desde un tal Platón, hace algunos miles de años, ha llenado millones de páginas con la intención de hacer más sabias a las personas en sus vidas diarias, orientándolas hacia lo que, en cada época, se consideraba como el tipo de vida ideal y virtuoso? Si todas las vidas son igual de valiosas, ¿para qué perder el tiempo buscando cuál es la mejor, si ésta no es más que una idealización superflua e irreal?
Con todo, mi postura es la siguiente: "Ninguna vida es mejor, más plena, fecunda o humana que otra, siempre y cuando todas ellas hayan sido elegidas voluntariamente y las personas que las viven sean, por tanto, plenamente conscientes de sus carencias y bondades". Si el ludópata de turno es consciente de su categoría de vida y sabe lo que se está perdiendo al no abrazar otras, y aún así sigue decidido en vivir la vida a su manera, está realmente viviendo de la mejor forma posible para él, por lo que no habrá otra vida mejor que pueda vivir ni experimentar.
Para que esto sea posible se necesitan, lógicamente, seres humanos conscientes de lo que hacen y de lo que se pierden a cada paso que dan. Yo soy consciente (espero que plenamente) de que mi modo de vida, ermitaña, solitaria, algo misántropa e independiente, tiene sus puntos fuertes, que valoro como imprescindibles, y sus aspectos negativos, carencias que no puedo llenar por la propia naturaleza de mi elección, que ha sido propia y no influenciada por factores externos determinantes. Tiene sus compensaciones, sí, pero también sus lagunas. Según mi tesis, ésta es mi mejor vida posible, hoy por hoy. De la misma forma, el currante que saboree su existencia, que disfrute su trabajo, las horas que se pasa frente al televisor y hojeando el 'Marca', y que sea consecuente con ella, que perciba otras posibilidades y las deseche porque no le resulten atractivas, entonces es un sujeto que está viviendo con la máxima conciencia de su existencia. Y en esas circunstancias no cabe nuestra crítica a su vida o nuestra paternal condescendencia, porque se halla al mismo nivel cognitivo que nosotros.
Podríamos sintetizar todo esto en tres puntos referenciales, a los que deberemos remitirnos para saber si una persona está viviendo su mejor vida posible, sea cual sea ésta (y siempre, claro está, que con ella no haga daño a otros). Estos tres puntos son:
1) Consciencia; es decir, saber qué significa vivir como vivimos, cuáles son las virtudes y defectos de nuestra elección, y ser conscientes de que hay alternativas, pero que las ignoramos porque suponemos que la manera en que vivimos es la más adecuada para nuestros intereses.
2) Elección; o sea, haber sido tú mismo quien haya decidido qué vida vivir. Parece fácil, pero en muchas ocasiones no está muy claro el límite entre ello y la influencia que la sociedad (esto es, medios, amigos, familiares, etc.) ejerce sobre nosotros, de modo que podríamos pensar que nuestra vida la hemos elegido nosotros cuando en realidad ha sido algo externo a nuestra voluntad...
Y, 3) Responsabilidad; si somos conscientes del tipo de existencia que llevamos debemos, paralelamente, ser responsables de ella. No podemos, por tanto, despreciar nuestra vida o las circunstancias que la rodean porque en gran parte es resultado de nuestra elección, y si la criticamos entonces estamos dando a entender que hemos fracasado en dicha elección, y que hay vidas mejores que podríamos vivir. Si lo hacemos, estamos entonces estableciendo diferentes niveles de vida, y con ello, aceptamos que hay vidas mejores que otras.
Cabría, por supuesto, matizar mucho más estas posturas, adobarlas con argumentos más elaborados y dotarlas de una mayor firmeza conceptual, si es que merecen realmente tales desarrollos y son algo más que ideas peripatéticas sin demasiada profundidad, pero me parece que ambas visiones están bastante claras. Tampoco se trata de elegir entre una u otra, no hay una buena y la otra mala, o una acertada y la otra equivocada; estas cuestiones no pueden solucionarse tan a la ligera, y a partir de una conversación casual entre amigos a la lumbre solar.
Podemos aceptar, por ejemplo, la idea de que efectivamente hay otras vidas más intelectuales, más artísticas o más espirituales que las nuestras, vidas que están repletas de sabiduría o de experiencia, de entendimiento o de aventura. Podríamos, incluso, llegar a aceptar que son mejores en uno u otro sentido, en el que nosotros queramos darle a ese término 'mejor', pero ni siquiera desde esa posición nos veríamos obligados a reconocer que son existencias a las que debamos aspirar, dado que pueden no ser necesariamente las que más nos convienen. Porque, repito, si somos conscientes de qué vida vivimos, si somos responsables de ella y la hemos decidido por nosotros mismos entre un abanico de existencias posibles, entonces es la mejor para nosotros, por lo menos durante un cierto periodo de nuestras vidas.
¿Alguien está dispuesto a opinar?
Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
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12.4.08
26.6.07
Máquinas y hombres
En uno de los ensayos que componen el volumen "Los próximos cincuenta años" (J. Brockman, editor, Kairós, 2004), Rodney Brooks, director del Laboratorio de Inteligencia Artificial en el MIT (EE.UU.), ofrece una pincelada futurista acerca de cómo influirá en nosotros, los seres humanos, la aplicación de cierta y novedosa tecnología a la biología. Esta tecnología es, por supuesto, la ingeniería genética. Hay algunas frases que me gustaría comentar, porque no tienen desperdicio y suponen, quizá, la antesala de lo que está por llegar, si se confirman los augurios del desarrollo tecnológico.
Brooks inicia su ensayo repasando algunas revoluciones en el pensamiento moderno (Galileo, Darwin, etc.), y sostiene que estamos a punto de enfrentarnos a otra, fundamentalmente por el hecho de que nos hallamos en un punto en el que empezamos a reconocernos como máquinas biológicas, como sistemas vivos producto de un sinfín de interacciones moleculares, susceptibles de ser 'mejorados' tecnológicamente, como lo hemos hecho hasta ahora con las máquinas convencionales. Para Brooks, "la tecnología de nuestros cuerpos y de nuestra industria se generalizará como si ambas fueran la misma cosa", porque, en efecto, lo serán. El fin, ya iniciado, es convertir a la biología molecular en una ingeniería aplicable a nuestro cuerpo, de modo que el saber acumulado acerca de su funcionamiento pueda ser utilizado para eliminar partes dañadas o ineficientes o insertar otras nuevas o útiles.
Ejemplos de éxitos en este sentido son muchos y variados, algunos ya los tenemos entre nosotros y otros están al llegar: marcapasos o caderas protésicas, corazones artificiales, dispositivos para mejorar la escucha (insertados en el caracol del oído, que estimulan las neuronas y permiten 'oir'), implantes visuales de próxima aplicación (los cuales facilitarán la visión para quienes sufran degeneración macular de la retina), prótesis de acero y silicio para ejercitar la musculatura, proyectos para redirigir señales neuronales en pacientes de Parkinson, etc.
Otros avances, relacionados con la ingeniería genética, podrán ser útiles en la industria del petróleo, en la construcción de plásticos o baterías, en las fuentes de energías renovables o el reciclado, etc. Brooks aborda ahora un punto más peliagudo: "para el año 2025", dice, "también habremos adquirido suficiente control para poder aplicar estas tecnologías con confianza en nuestros propios cuerpos", es decir, no como simples añadidos, sino como elementos que formen parte integral de nuestra constitución. Quizás "seamos capaces de añadir capas de neuronas a nuestros cerebros adultos, elevando en algunos puntos nuestro coeficiente intelectual", augura Brooks.
La pregunta que debemos hacernos ahora es sencilla: ¿para qué diantres querrémos hacer eso?. Aunque ello mejore nuestra capacidad cerebral ayudándonos a recordar dónde están las llaves del coche cuando estemos seniles, o los rostros de personas queridas, no puedo entender cómo alguien tendrá deseo de ser más inteligente, sobretodo porque aún hoy no se dispone de un procedimiento que estime de forma precisa cuán inteligentes somos (los tests y similares son muy poco fiables, porque tienden a valorar sólo una parte muy concreta de nuestra inteligencia). Si la inteligencia es sólo una cuestión cuantitativa, si podemos hacerla mayor con sólo una adicción de neuronas (a modo del copiar-pegar de los ordenadores), ¿no estamos ridiculizando el mismo sentido de la inteligencia, no banalizamos su naturaleza?
Brooks continúa: "parece razonable asumir que para el año 2050 seremos capaces de seleccionar e intervenir no sólo el sexo del bebé en el momento de la concepción, sino también muchas de sus características físicas, mentales o de personalidad". O sea, que tener un bebé será lo mismo que ir a un restaurante: "Moreno, ojos azules, estatura media, inteligente, sumiso, y si pueden, de postre, que sea rico". Es sonrojante, la verdad. Comprendo que si se detectan anomalías graves o trastornos en el feto se pueda acudir a la genética para tratar de paliarlas o eliminarlas, pero decidir toda una serie de rasgos de tu progenie de forma tan frívola (tu hijo será lo que tú hayas querido que sea..., ¿no es esto una manera ridículamente barata de eliminar de un plumazo parte de su inherente libertad?) es, cuando menos, preocupante. No puedo ni imaginar los dilemas éticos (y hasta traumas metafísicos si se quiere) que esto podría ocasionar en un futuro.
Brooks afirma que "muchas de estas manipulaciones irán destinadas, a buen seguro, a prolongar la duración de la vida, pero muchas otras serán de carácter recreativo y relacionadas con el estilo de vida. La colección de tipos humanos se dilatará por caminos que hoy nos resultan inimaginables". Si se trata de cambiar de color de pelo como quien cambia de pintalabios no me parece mal. Pero si de lo que estamos hablando es de una criatura humana dotada de conciencia y sabedora de que ha sido creada al gusto de sus padres, por un motivo puramente "recreativo" (término espantoso), nos encontramos a las puertas de una sociedad que tiene visos de convertir la vida humana en una atracción de feria, en un concurso de "a ver quién crea el individuo más original". En un ambiente así, el valor de la vida de una persona, modulada por gustos y fruslerías mentales de unos bobos ricos y acomplejados, se vería seriamente amenazado.
De las aplicaciones prácticas que la ingeniería genética sea capaz de realizar para beneficio de nuestro sistema biológico no creo que quepa motivo de queja alguna: es la consecuencia de la evolución científica y técnica, y bien empleada, es valiosísima y debe potenciarse para que llegue a todas los países del planeta. Este es el lado bueno; el malo ya lo hemos comentado. Brooks concluye su ensayo con estas palabras: "se producirá una modificación de la visión que tenemos de nosotros mismos en cuanto especie; empezaremos a concebirnos como una parte más de la infraestructura de la industria".
Si los vaticinios de Brooks se cumplen no cabe duda que habrá una importante transformación en la forma en que nos vemos a nosotros mismos; de lo que no estoy tan seguro es si esa metamorfosis será el vehículo que nos llevará hacia una concepción de la vida humana más acorde a su valor intrínseco, como algo único y extraordinario valioso en sí mismo, un puto milagro, en palabras llanas; o si, por el contrario, entraremos en una fase de ocio reproductivo en la que la gestación de un ser humano tendrá más que ver con un programa televisivo que con la sensación, gozada desde tiempos inmemoriales, de ver a tu hijo nacer, crecer y hacerse por sí mismo a lo largo del tiempo.
Brooks inicia su ensayo repasando algunas revoluciones en el pensamiento moderno (Galileo, Darwin, etc.), y sostiene que estamos a punto de enfrentarnos a otra, fundamentalmente por el hecho de que nos hallamos en un punto en el que empezamos a reconocernos como máquinas biológicas, como sistemas vivos producto de un sinfín de interacciones moleculares, susceptibles de ser 'mejorados' tecnológicamente, como lo hemos hecho hasta ahora con las máquinas convencionales. Para Brooks, "la tecnología de nuestros cuerpos y de nuestra industria se generalizará como si ambas fueran la misma cosa", porque, en efecto, lo serán. El fin, ya iniciado, es convertir a la biología molecular en una ingeniería aplicable a nuestro cuerpo, de modo que el saber acumulado acerca de su funcionamiento pueda ser utilizado para eliminar partes dañadas o ineficientes o insertar otras nuevas o útiles.
Ejemplos de éxitos en este sentido son muchos y variados, algunos ya los tenemos entre nosotros y otros están al llegar: marcapasos o caderas protésicas, corazones artificiales, dispositivos para mejorar la escucha (insertados en el caracol del oído, que estimulan las neuronas y permiten 'oir'), implantes visuales de próxima aplicación (los cuales facilitarán la visión para quienes sufran degeneración macular de la retina), prótesis de acero y silicio para ejercitar la musculatura, proyectos para redirigir señales neuronales en pacientes de Parkinson, etc.
Otros avances, relacionados con la ingeniería genética, podrán ser útiles en la industria del petróleo, en la construcción de plásticos o baterías, en las fuentes de energías renovables o el reciclado, etc. Brooks aborda ahora un punto más peliagudo: "para el año 2025", dice, "también habremos adquirido suficiente control para poder aplicar estas tecnologías con confianza en nuestros propios cuerpos", es decir, no como simples añadidos, sino como elementos que formen parte integral de nuestra constitución. Quizás "seamos capaces de añadir capas de neuronas a nuestros cerebros adultos, elevando en algunos puntos nuestro coeficiente intelectual", augura Brooks.
La pregunta que debemos hacernos ahora es sencilla: ¿para qué diantres querrémos hacer eso?. Aunque ello mejore nuestra capacidad cerebral ayudándonos a recordar dónde están las llaves del coche cuando estemos seniles, o los rostros de personas queridas, no puedo entender cómo alguien tendrá deseo de ser más inteligente, sobretodo porque aún hoy no se dispone de un procedimiento que estime de forma precisa cuán inteligentes somos (los tests y similares son muy poco fiables, porque tienden a valorar sólo una parte muy concreta de nuestra inteligencia). Si la inteligencia es sólo una cuestión cuantitativa, si podemos hacerla mayor con sólo una adicción de neuronas (a modo del copiar-pegar de los ordenadores), ¿no estamos ridiculizando el mismo sentido de la inteligencia, no banalizamos su naturaleza?
Brooks continúa: "parece razonable asumir que para el año 2050 seremos capaces de seleccionar e intervenir no sólo el sexo del bebé en el momento de la concepción, sino también muchas de sus características físicas, mentales o de personalidad". O sea, que tener un bebé será lo mismo que ir a un restaurante: "Moreno, ojos azules, estatura media, inteligente, sumiso, y si pueden, de postre, que sea rico". Es sonrojante, la verdad. Comprendo que si se detectan anomalías graves o trastornos en el feto se pueda acudir a la genética para tratar de paliarlas o eliminarlas, pero decidir toda una serie de rasgos de tu progenie de forma tan frívola (tu hijo será lo que tú hayas querido que sea..., ¿no es esto una manera ridículamente barata de eliminar de un plumazo parte de su inherente libertad?) es, cuando menos, preocupante. No puedo ni imaginar los dilemas éticos (y hasta traumas metafísicos si se quiere) que esto podría ocasionar en un futuro.
Brooks afirma que "muchas de estas manipulaciones irán destinadas, a buen seguro, a prolongar la duración de la vida, pero muchas otras serán de carácter recreativo y relacionadas con el estilo de vida. La colección de tipos humanos se dilatará por caminos que hoy nos resultan inimaginables". Si se trata de cambiar de color de pelo como quien cambia de pintalabios no me parece mal. Pero si de lo que estamos hablando es de una criatura humana dotada de conciencia y sabedora de que ha sido creada al gusto de sus padres, por un motivo puramente "recreativo" (término espantoso), nos encontramos a las puertas de una sociedad que tiene visos de convertir la vida humana en una atracción de feria, en un concurso de "a ver quién crea el individuo más original". En un ambiente así, el valor de la vida de una persona, modulada por gustos y fruslerías mentales de unos bobos ricos y acomplejados, se vería seriamente amenazado.
De las aplicaciones prácticas que la ingeniería genética sea capaz de realizar para beneficio de nuestro sistema biológico no creo que quepa motivo de queja alguna: es la consecuencia de la evolución científica y técnica, y bien empleada, es valiosísima y debe potenciarse para que llegue a todas los países del planeta. Este es el lado bueno; el malo ya lo hemos comentado. Brooks concluye su ensayo con estas palabras: "se producirá una modificación de la visión que tenemos de nosotros mismos en cuanto especie; empezaremos a concebirnos como una parte más de la infraestructura de la industria".
Si los vaticinios de Brooks se cumplen no cabe duda que habrá una importante transformación en la forma en que nos vemos a nosotros mismos; de lo que no estoy tan seguro es si esa metamorfosis será el vehículo que nos llevará hacia una concepción de la vida humana más acorde a su valor intrínseco, como algo único y extraordinario valioso en sí mismo, un puto milagro, en palabras llanas; o si, por el contrario, entraremos en una fase de ocio reproductivo en la que la gestación de un ser humano tendrá más que ver con un programa televisivo que con la sensación, gozada desde tiempos inmemoriales, de ver a tu hijo nacer, crecer y hacerse por sí mismo a lo largo del tiempo.
26.5.07
Thoreau y la desobedencia civil
Si hay una figura intelectual (a nivel filosófico/social, me refiero) especialmente interesante que naciera en Estados Unidos durante el siglo XIX ésa es, a mi juicio, la de Henry David Thoreau (con el permiso de su buen amigo Raplh Wardo Emerson. Hay algunos interesantes apuntes sobre su obra aquí, y en este otro enlace tenemos una de sus obras, quizá la más importante (junto con Walden), La desobedencia civil.
Es acerca de esta obra de la que quiero extraer algunas ideas de Thoreau. La desobedencia civil consiste en una negativa a prestar obedencia y acatar las leyes y códigos establecidos por un gobierno. Pero esta negativa no es caprichosa; no se trata de negarse a cumplir las leyes porque hay que llevar la contraria, o porque hacer frente al gobierno es excitante y hace sentirnos más hombre, más elevados. Hay quien cree que la rebeldía hacia un gobierno o un sistema de normas y leyes debe suponer un acto humano per se. Pero la rebeldía gratuita es tan fútil como la sumisión total, tan absurda aquella como ésta.
Hay una frase genial de Thoreau al respecto: "Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos constituye ya una mayoría de uno". Y es genial no porque Thoreau pretenda que el individuo imponga su ley particular a la mayoría, pues no faltaría más, sino porque propone que un hombre, uno sólo, puede y debe ser capaz, y debe ser ello un derecho, a desafiar la ley de la mayoría. En el siguiente párrafo Thoreau especifica un poco más:
La mayor traba para llevar a cabo esta actitud en la vida ante los gobiernos es la de determinar con el menor margen de error qué es lo que yo considero justo, y si nuestra justicia particular puede formar parte, sin incompatibilidades, con la justicia general. Pero esto casi nunca se da. Parece existir un cisma, un claro anatgonismo entre la justicia personal y la que propugna el gobierno de turno.
No obstante, si nuestra ética individual nos dirige hacia una justicia en la que no hacemos daño a nuestros semejantes, si esta justicia es capaz de respetar a los hombres y mujeres con quienes nos topamos a diario, aunque sea una justicia un tanto radical, será justa, valga la redundancia. Podemos hacer frente al gobierno blandiendo nuestra justicia si creemos que la general nos está impediendo ser hombres, si está mancillando y desgarrando la particular. En esto radica la desobedencia civil y el poso de toda acción, porque la acción más revolucionaria, es para Thoreau "actuar a cualquier precio por principios".
Por mucho que leyes, normas, preceptos, reglamentos o legislaciones nos dirijan hacia qué hacer y qué no, en realidad tenemos el poder (cabría decir quizá, también, el deber) de hacer caso omiso de ellas. No son más que abstracciones, la mayoría no sirve más que como medida de control y de coacción, son imposiciones más que necesidades, y si entran en conflicto con nuestra vida de una u otra forma, si nos entorpecen el camino o son obstáculos incómodos, no tengamos miedo a pasar por encima de ellas, siempre que seamos leales a nuestros principios y respetemos otras vidas y personas.
Y así, siguiendo la idea de Thoreau, empezaremos a ser un poco más libres.
Es acerca de esta obra de la que quiero extraer algunas ideas de Thoreau. La desobedencia civil consiste en una negativa a prestar obedencia y acatar las leyes y códigos establecidos por un gobierno. Pero esta negativa no es caprichosa; no se trata de negarse a cumplir las leyes porque hay que llevar la contraria, o porque hacer frente al gobierno es excitante y hace sentirnos más hombre, más elevados. Hay quien cree que la rebeldía hacia un gobierno o un sistema de normas y leyes debe suponer un acto humano per se. Pero la rebeldía gratuita es tan fútil como la sumisión total, tan absurda aquella como ésta.
Hay una frase genial de Thoreau al respecto: "Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos constituye ya una mayoría de uno". Y es genial no porque Thoreau pretenda que el individuo imponga su ley particular a la mayoría, pues no faltaría más, sino porque propone que un hombre, uno sólo, puede y debe ser capaz, y debe ser ello un derecho, a desafiar la ley de la mayoría. En el siguiente párrafo Thoreau especifica un poco más:
La síntesis de esa ética individualista de Thoreau está elegantemente resumida en estas frases: "Creo que deberíamos ser primero hombres y después súbditos. No es tan deseable que se cultive el respeto a la ley como el respeto a lo justo. La única obligación que tengo que asumir es la de hacer en todo momento lo que considere justo".Toda votación es una especie de juego, como el ajedrez o las cartas, con un débil matiz moral; un juego con lo justo y lo injusto, con las cuestiones morales... Incluso votar a favor de lo justo no es todavía hacer nada porque triunfe... Hay leyes injustas: ¿nos resignaremos a obedecerlas, intentaremos modificarlas y las obedeceremos hasta que lo consigamos, o las incumpliremos inmediatamente?...
La mayor traba para llevar a cabo esta actitud en la vida ante los gobiernos es la de determinar con el menor margen de error qué es lo que yo considero justo, y si nuestra justicia particular puede formar parte, sin incompatibilidades, con la justicia general. Pero esto casi nunca se da. Parece existir un cisma, un claro anatgonismo entre la justicia personal y la que propugna el gobierno de turno.
No obstante, si nuestra ética individual nos dirige hacia una justicia en la que no hacemos daño a nuestros semejantes, si esta justicia es capaz de respetar a los hombres y mujeres con quienes nos topamos a diario, aunque sea una justicia un tanto radical, será justa, valga la redundancia. Podemos hacer frente al gobierno blandiendo nuestra justicia si creemos que la general nos está impediendo ser hombres, si está mancillando y desgarrando la particular. En esto radica la desobedencia civil y el poso de toda acción, porque la acción más revolucionaria, es para Thoreau "actuar a cualquier precio por principios".
Por mucho que leyes, normas, preceptos, reglamentos o legislaciones nos dirijan hacia qué hacer y qué no, en realidad tenemos el poder (cabría decir quizá, también, el deber) de hacer caso omiso de ellas. No son más que abstracciones, la mayoría no sirve más que como medida de control y de coacción, son imposiciones más que necesidades, y si entran en conflicto con nuestra vida de una u otra forma, si nos entorpecen el camino o son obstáculos incómodos, no tengamos miedo a pasar por encima de ellas, siempre que seamos leales a nuestros principios y respetemos otras vidas y personas.
Y así, siguiendo la idea de Thoreau, empezaremos a ser un poco más libres.
21.4.07
Séneca y la felicidad
El concepto de felicidad es sencillo de definir. El DRAE lo hace así: "Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien". ¿Cuál puede ser ese bien? Admite posibilidades muy variadas, claro está. Podemos sentirnos felices amando, en cuyo caso el bien sería el amor (aunque no por poseerlo, sino por compartirlo u ofrecerlo); quizá mediante el saber, el conocimiento del mundo y de nuestros semejantes, así como de nosotros mismos; quizá simplemente con un plato de comida caliente, ofrenda divina para algunos estómagos vacíos; o quién sabe si mediante una sonrisa, la instantánea transformación de un rostro generalmente apesadumbrado en uno alegre.
Séneca, filósofo nacido en Córdoba, tenía su propia definición de lo que es ser feliz. Séneca fue un estoico, y como tal, para alcanzar la felicidad evita todo tipo de pasiones, aquellos bienes que la diosa fortuna es capaz de darte o arrebatarte. Sus bienes, los que él y otros estoicos consideraban tales, eran los que estaban en ellos mismos, no más allá. Por lo tanto, nada externo les afectaba; esto tuvo sus consecuencias, bastante nefastas, como cuando uno de ellos perdió a sus hijos y su mujer y se mantuvo impasible, afirmando que "nada he perdido". Fue consistente con sus ideales estoicos, qué duda cabe, pero también pareció carecer de cierta humanidad y afecto para con aquellos que, es un suponer, algo debieron de significar en su vida.
En todo caso, hay una frase de Séneca que podría aplicarse perfectamente en nuestros tiempos, una sentencia acerca de lo que, tal vez, podría representar también la felicidad, en una sociedad en la que prima la mirada hacia el otro, hacia sus propios bienes, hacia lo que posee. Ésta es la mayor podredumbre de nuestra época: la de vivir en pos de lo que los demás tienen, infravalorando lo nuestro. El clímax de la envidia se observa hoy en cada calle, corrompiendo y angustiando mentes, pudriendo las vidas de las gentes porque no es suyo lo de aquellos otros.
Lo que le dijo Séneca a Lucilio, en una de sus cartas, es lo siguiente: "Considérate feliz cuando todo nazca para tí de tu interior, cuando al contemplar las cosas que los hombres arrebatan, codician y guardan con ahínco, no encuentres nada que desees conseguir".
¿Podremos, algún día, conseguirlo?
Séneca, filósofo nacido en Córdoba, tenía su propia definición de lo que es ser feliz. Séneca fue un estoico, y como tal, para alcanzar la felicidad evita todo tipo de pasiones, aquellos bienes que la diosa fortuna es capaz de darte o arrebatarte. Sus bienes, los que él y otros estoicos consideraban tales, eran los que estaban en ellos mismos, no más allá. Por lo tanto, nada externo les afectaba; esto tuvo sus consecuencias, bastante nefastas, como cuando uno de ellos perdió a sus hijos y su mujer y se mantuvo impasible, afirmando que "nada he perdido". Fue consistente con sus ideales estoicos, qué duda cabe, pero también pareció carecer de cierta humanidad y afecto para con aquellos que, es un suponer, algo debieron de significar en su vida.
En todo caso, hay una frase de Séneca que podría aplicarse perfectamente en nuestros tiempos, una sentencia acerca de lo que, tal vez, podría representar también la felicidad, en una sociedad en la que prima la mirada hacia el otro, hacia sus propios bienes, hacia lo que posee. Ésta es la mayor podredumbre de nuestra época: la de vivir en pos de lo que los demás tienen, infravalorando lo nuestro. El clímax de la envidia se observa hoy en cada calle, corrompiendo y angustiando mentes, pudriendo las vidas de las gentes porque no es suyo lo de aquellos otros.
Lo que le dijo Séneca a Lucilio, en una de sus cartas, es lo siguiente: "Considérate feliz cuando todo nazca para tí de tu interior, cuando al contemplar las cosas que los hombres arrebatan, codician y guardan con ahínco, no encuentres nada que desees conseguir".
¿Podremos, algún día, conseguirlo?
10.3.07
La maldad humana y su origen
Todos sabemos que el ser humano se comporta, en ocasiones, con maldad. Dejaremos para otra ocasión qué se entiende por maldad y cómo puede diferenciarse, sin duda, de la bondad: cualquiera de nosotros sabría hacerlo, por supuesto, aunque seguramente no sabríamos explicar cómo lo hacemos.
Bien, el caso es que los hombres tienden a la maldad. Entonces, el problema radica en saber de dónde proviene ese mal, es decir, cuál es su origen. Si llegamos a conocerlo quizá podamos actuar en consecuencia y erradicarlo, al menos en parte, de nuestras vidas, porque toda maldad es perniciosa, aunque esto lo matizaremos al final del presente apunte.
Ha habido, históricamente, dos posturas ante este problema, radicalmente diferentes. Una se relaciona con la posición teológica occidental, la cual ve al hombre como inherentemente malo. Dado que su maldad le es propia y nace en su seno, hay que coartarlo continuamente para evitar que la muestre y le dé salida. La solución para ello es el "contrato social", mediante el que los hombres se ponen de acuerdo en reprimir sus impulsos malvados, actuando todos juntos en pos del beneficio común de la civilización. De esto se deriva que todo aquel que se sitúe fuera de una sociedad, en un "estado de naturaleza", al no reprimir tales impulsos representaría el más puro salvajismo, como Thomas Hobbes describió a los indios americanos.
Podríamos resumir esta postura de la forma siguiente: la sociedad, y en concreto, la sociedad occidental, humaniza al hombre, y los sistemas políticos que de ella se derivan son los idóneos para mantener a raya la maldad. De ahí que otras sociedades, en las que las relaciones entre las personas tenían un carácter distinto y había otras formas de neutralizar el mal, fueran consideradas como deleznables, porque "estorbaban una existencia humana, adecuada e ilustrada". Y de ahí se comprende igualmente que no sintieran vergüenza los occidentales cuando, junto por otros motivos, decidieron reprimir, supuestamente "civilizándolas", otras culturas y sociedades. En algunos casos, hubo que recurrir al asesinato, pero ello no pareció demasiado importante ante la trascendencia de su gesta por el bien de la Humanidad.
Por otra parte, la postura opuesta en este tema, minoritaria y escasamente representada, sostiene que el hombre en la naturaleza, es decir, que carece de la cultura occidental, es el verdaderamente puro y bueno. Sería precisamente el hecho de estar incivilizado lo que provocaría la bondad, porque su contraria, la maldad, tan sólo aparece cuando existen estrechas relaciones entre los hombres y se les obliga a seguir unos compromisos para mantener a aquella, la maldad, precisamente entre barrotes. En definitiva, según esta visión "son la sociedad en sí misma o el contrato social, vistos como una degeneración, quienes se convierten en fuerza corruptora que desmoraliza al hombre".
Habría, por lo tanto, que suponer que debido a las condiciones en las que el hombre se ha visto forzado a existir, es decir, en sociedad y en contacto con otros semejantes, ha perdido su bondad, la cual existía, y existe aún, en ciertas sociedades "primitivas".
Es una cuestión personal abrazar una u otra postura, tanto da considerar que la sociedad humaniza y evita el mal como que corrompe y da salida a dicho mal. Y es indiferente porque seguramente el mal, sea cual sea su origen, late en nosotros vivamos en sociedad, en la naturaleza, rodeado de hombres y comprometidos con las leyes, o libres de toda imposición, entre las bestias y con la luz del Sol como único guía moral.
Recuerdo ahora muy especialmente unas reflexiones recogidas en una serie de televisión, 'Doctor en Alaska', referidas precisamente a este tema. Hacia el final del capítulo, el locutor radiofónico Chris Stevens medita acerca del bien y del mal: "En cada ser humano hay un lado oscuro; todos queremos ser Obi Wan Kenobi y en gran medida lo somos, pero también hay un Darth Vader dentro de nosotros. No se trata de que tengamos que elegir entre una cosa u otra porque estamos hablando de dialéctica, del bien y del mal que coexisten en nuestro interior. Podemos huir pero no escondernos. Seguid mi consejo, enfrentaos a la oscuridad, cara a cara y hacendarla. Como dice nuestro amigo Nietzsche, ser un ser humano ya es bastante complicado así que darle un buen abrazo a la oscuridad del alma y gritad el eterno sí".
Y, aún en otro capítulo, el locutor filósofo vuelve a la cuestión: "He hecho algo malo por lo salvaje, para recordar a la gente que ahí fuera existe el mal, en todos los rincones, y que podemos perderlo todo en un instante. Por eso, y porque, a veces, amigo, a veces, es necesario hacer algo malo para sentir que estás vivo".
Bien, el caso es que los hombres tienden a la maldad. Entonces, el problema radica en saber de dónde proviene ese mal, es decir, cuál es su origen. Si llegamos a conocerlo quizá podamos actuar en consecuencia y erradicarlo, al menos en parte, de nuestras vidas, porque toda maldad es perniciosa, aunque esto lo matizaremos al final del presente apunte.
Ha habido, históricamente, dos posturas ante este problema, radicalmente diferentes. Una se relaciona con la posición teológica occidental, la cual ve al hombre como inherentemente malo. Dado que su maldad le es propia y nace en su seno, hay que coartarlo continuamente para evitar que la muestre y le dé salida. La solución para ello es el "contrato social", mediante el que los hombres se ponen de acuerdo en reprimir sus impulsos malvados, actuando todos juntos en pos del beneficio común de la civilización. De esto se deriva que todo aquel que se sitúe fuera de una sociedad, en un "estado de naturaleza", al no reprimir tales impulsos representaría el más puro salvajismo, como Thomas Hobbes describió a los indios americanos.
Podríamos resumir esta postura de la forma siguiente: la sociedad, y en concreto, la sociedad occidental, humaniza al hombre, y los sistemas políticos que de ella se derivan son los idóneos para mantener a raya la maldad. De ahí que otras sociedades, en las que las relaciones entre las personas tenían un carácter distinto y había otras formas de neutralizar el mal, fueran consideradas como deleznables, porque "estorbaban una existencia humana, adecuada e ilustrada". Y de ahí se comprende igualmente que no sintieran vergüenza los occidentales cuando, junto por otros motivos, decidieron reprimir, supuestamente "civilizándolas", otras culturas y sociedades. En algunos casos, hubo que recurrir al asesinato, pero ello no pareció demasiado importante ante la trascendencia de su gesta por el bien de la Humanidad.
Por otra parte, la postura opuesta en este tema, minoritaria y escasamente representada, sostiene que el hombre en la naturaleza, es decir, que carece de la cultura occidental, es el verdaderamente puro y bueno. Sería precisamente el hecho de estar incivilizado lo que provocaría la bondad, porque su contraria, la maldad, tan sólo aparece cuando existen estrechas relaciones entre los hombres y se les obliga a seguir unos compromisos para mantener a aquella, la maldad, precisamente entre barrotes. En definitiva, según esta visión "son la sociedad en sí misma o el contrato social, vistos como una degeneración, quienes se convierten en fuerza corruptora que desmoraliza al hombre".
Habría, por lo tanto, que suponer que debido a las condiciones en las que el hombre se ha visto forzado a existir, es decir, en sociedad y en contacto con otros semejantes, ha perdido su bondad, la cual existía, y existe aún, en ciertas sociedades "primitivas".
Es una cuestión personal abrazar una u otra postura, tanto da considerar que la sociedad humaniza y evita el mal como que corrompe y da salida a dicho mal. Y es indiferente porque seguramente el mal, sea cual sea su origen, late en nosotros vivamos en sociedad, en la naturaleza, rodeado de hombres y comprometidos con las leyes, o libres de toda imposición, entre las bestias y con la luz del Sol como único guía moral.
Recuerdo ahora muy especialmente unas reflexiones recogidas en una serie de televisión, 'Doctor en Alaska', referidas precisamente a este tema. Hacia el final del capítulo, el locutor radiofónico Chris Stevens medita acerca del bien y del mal: "En cada ser humano hay un lado oscuro; todos queremos ser Obi Wan Kenobi y en gran medida lo somos, pero también hay un Darth Vader dentro de nosotros. No se trata de que tengamos que elegir entre una cosa u otra porque estamos hablando de dialéctica, del bien y del mal que coexisten en nuestro interior. Podemos huir pero no escondernos. Seguid mi consejo, enfrentaos a la oscuridad, cara a cara y hacendarla. Como dice nuestro amigo Nietzsche, ser un ser humano ya es bastante complicado así que darle un buen abrazo a la oscuridad del alma y gritad el eterno sí".
Y, aún en otro capítulo, el locutor filósofo vuelve a la cuestión: "He hecho algo malo por lo salvaje, para recordar a la gente que ahí fuera existe el mal, en todos los rincones, y que podemos perderlo todo en un instante. Por eso, y porque, a veces, amigo, a veces, es necesario hacer algo malo para sentir que estás vivo".
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