Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
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16.12.17
Esquema de la Filosofía Occidental
Un fantástico resumen de la historia de la filosofía occidental desde los lejanos presocráticos hasta la actualidad.
Recoge las distintas épocas (con sus siglos), la preocupación principal de cada una de ellas, los periodos/escuelas que las representan, así los principales miembros de las mismas.
Aunque, desde luego, haya matices y líneas de tiempo no siempre coincidentes, es un modo rápido y sencillo de ubicar temporal y temáticamente a cada uno de los grandes pensadores occidentales.
7.12.14
Nicolás Malebranche y el ocasionalismo (y II)

En primer lugar, los sentidos nos permiten percibir objetos sensibles y
groseros, extensos, que se dan en el mundo físico y a nuestro alrededor, y que
son responsables de las impresiones. En segundo lugar, la imaginación nos
facilita percibir todo aquello que está ausente en el mundo físico o que es
producto de nuestra invención, en virtud de las representaciones que nos
brindan las imágenes en el cerebro. Por último, el entendimiento puro percibe lo
abstracto y lo general, las cosas universales y las ideas y nociones comunes.
Analizando minuciosamente los errores que cada una de estas maneras de
percibir genera, y añadiendo los que se cometen por los apetitos y las pasiones
humanas, tendremos un buen punto de partida para entender cómo se producen
dichos errores y podremos tratar de evitarlos, con lo cual, aplicando un método
general, hallar la verdad. Como nos dice Malebranche en su obra citada, hay un
precepto capital que cabe seguir siempre: “no otorgar jamás consentimiento completo
sino a las proposiciones que parezcan tan evidentemente verdaderas, que no se
pueda rechazarlas sin sentir una pena interior y reproches secretos de la
razón, es decir, sin que se conozca claramente que se haría mal uso de la libertad
de no dar tal consentimiento”.
¿Cuáles son las reglas básicas de ese método general del que habla
Malebranche? Iluminados por el precepto antecedente que hemos reproducido, en
el segundo volumen de La búsqueda de la
verdad encontramos una serie de directrices a seguir, a saber: 1) mantener
siempre una evidencia plena en la línea de los razonamientos (esto se consigue razonando,
únicamente, sobre aquello de lo que es posible tener ideas claras); 2) distinguir
con precisión el estado de la cuestión que se desea resolver; 3) hallar una o más
ideas medias que actúen de medida común y permitan, así, revelar las relaciones
existentes entre las cosas; 4) prescindir de todo lo innecesario; 5) fragmentar
o dividir la cuestión a tratar en partes, comenzando por analizar aquellas que
sean más simples para finalizar abordando las más complejas; 6) resumen de las
ideas conseguidas; 7) comparar dichas ideas “según las reglas de las
combinaciones o mediante la visión del espíritu o por cualquier otro procedimiento
adecuado (La búsqueda de la verdad, II, 1 § 2).
El dogma del pecado original es de fundamental importancia para
Malebranche, y de él parte nuestro autor para introducir su noción de las
“causas ocasionales”. Cabe tener muy en cuenta que dicho dogma divide, para él,
la historia humana en dos periodos o etapas: en una primera, previa al pecado,
el entendimiento domina y la imaginación es, por así decir, marginal, mientras que en la segunda, en
la que obviamente nos hallamos, es la imaginación la que disfruta de primacía.
Malebranche modificará la doctrina cartesiana del cuerpo. En particular,
nos dice, no se puede concebir movimiento alguno de nada, ni ninguna
interacción del alma con el cuerpo, si no hay algo que genere tales relaciones.
Un cuerpo extenso, por sí mismo, es incapaz de modificarse, de variar su
posición, no hay fuerza ninguna que lo permita (no olvidemos que Malebranche
rechazaba una física basada en fuerzas, como la newtoniana). Si hay
modificación, como la vemos nosotros, es porque debe existir un agente de
cambio en el universo que sea la causa de los fenómenos. Ésta causa, aduce
Malebranche, debe ser Dios, responsable no sólo como causa eficiente de los
movimientos de los cuerpos, sino de los que median entre cuerpo y alma y hasta
los que acontecen en la misma alma. Sin el impulso dado por la voluntad del ser
divino, no se puede demostrar, nos dice, la posibilidad de los cambios y las
interacciones cuerpo-alma.
Por suerte, tales relaciones tienden a ser ordenadas, simples y eternas. Dios,
lo infinitamente infinito, contiene en sí mismo las ideas arquetípicas de las cosas creadas. Si aceptamos que conocer una
cosa es conocer su idea, captarla de
forma clara en nuestro entendimiento, entonces el conocimiento auténtico radica
en la visión en Dios. Es más, si podemos ver
los cuerpos extensos es gracias a que, previamente, hay una idea de infinita
extensión, de la cual los cuerpos constituyen particularidades.
Dios no es únicamente la causa de nuestros conocimientos, sino también la
de cuanto se produce en el Cosmos, y la responsable de que haya interacción entre
las sustancias extensas y las pensantes. Así, para resolver el tradicional problema
de la comunicación entre substancias, nuestro filósofo cambia el concepto de
causa eficiente, de raíz aristotélica, por el de causa ocasional. Si hay algún movimiento o cambio en el alma,
sostiene Malebranche, Dios intervendrá para generar el movimiento del cuerpo
correspondiente, y viceversa. De este modo, no hay relación ninguna entre el
alma y el cuerpo, son entidades independientes e inconexas, sin comunicación posible.
Todo está, por consiguiente, mediatizado
por la acción divina. El origen y el destino del universo está fijado y
decidido por Dios.
Leibniz juzgó esta tesis de Nicolás Malebranche, no sin acierto, como un
“milagro perpetuo”, y ya hemos visto la reacción de algunos miembros de los
sectores más tradicionalistas y conservadores de la religión, que no dudaron en
reprobar el racionalismo de la fe de Malebranche, aunque éste hizo todo lo
posible (y aún más allá de lo meramente razonable, podríamos decir) por dar el
mayor protagonismo a la figura divina. Hoy vemos como comprensibles, si bien
por otros motivos, las críticas que le llovieron de ambos bandos. Su intento
fue una forzada fórmula por extender dicho dominio de Dios sobre cualquier
hecho y punto del Cosmos, una influencia divina ilimitada y omniabarcadora en
todas las circunstancias y devenires de la realidad.
***
La principal obra de Malebranche que hemos comentado, La búsqueda de la verdad, en dos
volúmenes, suscitó como dijimos mucha controversia. Particularmente agudas
fueron las críticas que recibió de Antoine Arnauld (1612-1694), que se
prolongaron en el tiempo tras la publicación de aquella obra de nuestro autor,
y que dieron pie a una réplica del mismo, que tomó forma de libro y que llevó
por título Tratado de la naturaleza de la
gracia (1680). Otras obras posteriores de Malebranche fueron, por ejemplo,
las Meditaciones cristianas (1683),
el Tratado de Moral (1684) y las Conversaciones sobre metafísica y religión
(1688).
Dado el carácter polémico de muchas de las opiniones de Malebranche, es
razonable que surgieran tanto seguidores como detractores de las mismas. Muchas
de las discusiones se articularon a su “teoría de la visión de todas las cosas
en Dios”. Un par de colegas de Malebranche en el Oratorio le dieron su apoyo, Bernard Lamy y Thomassin, así como el
padre André y François Lamy, de la Orden
benedictina. También Claude Lefort de Morinière y Thomas Taylour, el primer traductor
de La Búsqueda de la Verdad al inglés,
en 1694. Como detractores, encontramos al mencionado Antoine Arnauld, además de
los franceses S. Régis, Fénelon y Bossuet. Una figura insigne que rechazó el malebranchismo
(en beneficio, obviamente, del empirismo) fue John Locke, en Inglaterra, que
incluso publicó un análisis en 1695 de sus ideas.
Nicolás Malebranche y el ocasionalismo (I)
Hijo
menor del secretario del Rey Luis XIII de Francia y de la hermana del virrey de
Canadá, el teólogo, filósofo y sacerdote Nicolás Malebranche nació en París en
1638 y murió en 1715. Un tutor privado fue el encargado de educar al “pequeño
Nicolás”, que siempre tuvo una salud delicada y, además, sufrió de escoliosis, exhibiendo
una espalda bastante encorvada. Cursó filosofía en el Collège de la Marche, donde ingresó a los 16 años, y más tarde en
la Soborna. Sus intereses principales en esa época fueron la oratoria, la
historia eclesiástica, la Biblia, la lingüística y la filosofía agustiniana. Cuando
tenía 22 años entró en la Congregación
del Oratorio, centro que había fundado el Cardenal de Bérulle medio siglo
antes. Malebranche se ordenó sacerdote en 1664.
Ese
mismo año de 1664 Malebranche leyó el Tratado
del Hombre, de René Descartes, y su interés se reorientó a la filosofía y
los estudios científicos de raíz cartesiana, a los que dedicaría toda una década.
Parece ser que vio, en el mecanicismo cartesiano, un modo de apuntalar o
reformular, gracias a las aportaciones de las ciencias y la filosofía moderna,
el espiritualismo de San Agustín, que a fin de cuentas era la corriente más
aceptada en el Oratorio. Precisamente a causa de ello, no concebía que hubiera
escisión ninguna entre la filosofía y la religión, sino que ambas constituían
medios válidos de llegar a la verdad. Las eventuales discrepancias que pudieran
surgir son producto de la imperfección del
hombre, caracterizada por el pecado original.
En
1699 se le eligió como miembro de la Academia de Ciencias francesa, en cuyo
seno iba a presentar Malebranche una memoria que recogía importantes
investigaciones acerca de la luz y los colores (los cuales explicaba como resultado
de la frecuencia de las vibraciones luminosas).
Su primera obra, titulada La búsqueda de la verdad (1674-1675) fue, si así podemos decirlo,
un best-seller filosófico, dado que tuvo un gran éxito en la época (conoció
cuatro reediciones en otros tantos años) y, lo que es más importante en un
ensayo, generó discusiones y cierta controversia, dentro de los círculos
teológicos. En un primer momento parece ser una obra que sistematizara y
adoptara el cartesianismo (no en vano acepta de éste muchos elementos: dualismo
pensamiento-extensión, la regla de la evidencia, buena parte de la teoría de
las pasiones…). Sin embargo, también se evidenció que objetaba a aquel ciertos
aspectos, corrigiendo, por ejemplo, tesis científicas, así como la teoría de
las ideas innatas y la teoría del conocimiento que Descartes había presentado.
Malebranche interpretó la cuestión de la relación
entre el cuerpo y el alma a su manera, siguiendo la postura ocasionalista que
ya habían introducido y desarrollado pensadores anteriores franceses. En primer
lugar, y en contra de la opinión cartesiana en materia gnoseológica (es decir,
la teoría del conocimiento, y aquí particularmente el saber que podemos
conseguir de las entidades), Malebranche sospecha que el alma no es mejor
conocida que el cuerpo; más bien al contrario, dado que la idea de conciencia
supone un sentimiento poco específico, poco claro, de lo que ella sea, mientras
que lo extenso aparece mucho mejor definido a partir de su misma idea. La idea
no es un modo del espíritu, dirá el francés, sino el objeto del pensamiento.
Pero, entonces, ¿qué es el conocimiento? Nuestro
filósofo negará las otras formas de conocer postuladas previamente. Rechazará,
así, las teorías escolástica, empírica y también la de las ideas innatas de
Descartes. El conocimiento es aprehender las esencias de los cuerpos directamente en Dios. Por ello,
siguiendo las tesis ocasionalistas, Malebranche sostiene que Dios fundamenta la
relación de los sentimientos con los movimientos de los órganos. Dios es el
motor del movimiento de la materia y, a través de impulsar los choques entre
los cuerpos, realiza su voluntad, causa universal de todas las cosas.
Malebranche no aceptó la física de Newton, basada en
fuerzas, porque sostenía que dotar de una fuerza real a los seres creados los
divinizaba. Por tanto, los cuerpos no pueden ser causas verdaderas de nada,
pero tampoco puede serlo el alma, si no está guiada e iluminada por Dios.
Abrazando, pues, el dualismo y el mecanicismo cartesiano, Malebranche se verá
abocado a examinar la cuestión básica de la relación
mente-cuerpo. Su respuesta, como sabemos, será el ocasionalismo.
Nuestro autor señalará que la unión del alma con
Dios es una relación más fundamental y estrecha que la de aquella con el cuerpo,
relación esta última por la que se habían interesado sobretodo los filósofos
paganos. Si los lazos que unen el alma a Dios se han debilitado ello obedece al
pecado original que, según Malebranche, ha afianzado la relación del alma con
el cuerpo. Es este exceso de, por así decir, apego el origen de todos los errores y las carencias humanas. Éste
será el principal interés de Malebranche: conocer las causas de los errores
humanos y tratar de evitarlos.
Pero, ¿cómo conseguirlo? Bien, no hay más que una solución, dirá Nicolás
Malebranche: fortalecer la unión del alma con Dios. Si la relación cuerpo-alma
es la responsable de los errores, cuanto más intensa y fuerte sea aquella, más
puro será el espíritu, más se acercará a Dios y, por tanto, estará menos sujeto
a fallos y equivocaciones. Como nos dice José Ferrater Mora, “el cuerpo es como
una pantalla que disipa las facultades del espíritu y le impide ver las cosas como
son; incita al espíritu a ver las cosas alejadas de Dios en vez de verlas desde
Dios mismo”. Ésta es la misión básica de La
búsqueda de la verdad, la obra primeriza de Malebranche. Nos dice éste, en dicha
obra: “El error es la causa de la miseria de los hombres; es el principio malo
que ha producido el mal en el mundo; es lo que ha hecho nacer en nuestra alma
todos los males que nos afligen, de modo que no debemos esperar salida y
verdadera dicha más que trabajando seriamente para evitarlo”.
Para lograrlo, cabe examinar atentamente los modos que tiene el alma de
percibir. Según el filósofo francés, son tres. Las conoceremos en la siguiente
nota dedicada a Nicolás Malebranche.
1.11.12
"Meditaciones Metafísicas", de René Descartes (y VI)
6) Meditación Sexta: “De la existencia de las cosas materiales, y de la distinción entre el alma y el cuerpo del hombre”
Como su subtítulo indica, en esta última Meditación Descartes tratará de examinar la tarea de la existencia del mundo exterior, así como diferenciar entre los dos elementos que nos definen, esto es: fundamentalmente mente o alma, y el cuerpo. El primero de los temas será analizado a través de dos argumentos principales: las evidencias aportadas por facultades conectadas con los sentidos en modo estricto (imaginación y sensación, en este caso), en primer lugar, y, en segundo, mediante el recurso al criterio de ideas claras y distintas y nuevamente a la bondad de Dios, que ya hemos tratado en otras Meditaciones.
Empecemos por la primera cuestión. ¿Es la imaginación un procedimiento definitivo para obtener conocimiento certero? Imaginar, para Descartes, es aplicar un saber al ámbito corporal, de modo que está ligado al mundo de los sentidos. Al imaginar un objeto, nos formamos una imagen de él, lo “vemos”, por lo que hay un componente sensorial. Por el contrario, cuando lo pensamos en modo puro, intelectivamente, lo que acude a la mente es una definición, un rasgo propio del objeto, que le es inherente. No puedo imaginar una figura de mil lados; pero sí puedo comprenderla, conocerla mediante esa definición. La imaginación, por tanto, está relacionada de algún modo con nuestra capacidad de obtener imágenes a través de los sentidos, y nos vincula con algo situado allende nuestro propio espíritu. El pensar puro, por su parte, parece brotar de ese mismo espíritu, hay un repliegue sobre sí mismo. Aunque no podamos concluir nada a este respecto (no sabemos seguro que la imaginación procede de este modo), sí podemos conjeturar que, puesto que podemos imaginar objetos, es posible que éstos existan.
“ [...] cuando imagino un triángulo, no lo entiendo sólo como figura compuesta de tres líneas, sino que, además, considero esas tres líneas como presentes en mí, en virtud de la fuerza interior de mi espíritu: y a esto, propiamente, llamo “imaginar”. Si quiero pensar en un quiliógono, entiendo que es una figura de mil lados tan fácilmente como entiendo que un triángulo es una figura que consta de tres; pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliógono como hago con los tres del triángulo, ni, por decirlo así, contemplarlos como presentes con los ojos de mi espíritu.”Y, ¿por lo que respecta a la sensación? La capacidad para sentir está vinculada al cuerpo, de modo que nos remite a una facultad que opera con los sentidos de que disponemos de un modo directo, puro. De este modo, experimentamos impresiones muy vívidas de nuestro cuerpo, de los colores, de sonidos, de la luz, del placer y el dolor, etc. Pero, como ya adelantó Descartes en otras Meditaciones, el mundo corporal vivido a través de nuestros sentidos es, de hecho, el que menos certeza nos brinda de su realidad. Ahora, nuestro filósofo repasará las objeciones que hizo en su momento a esta pretensión de nuestra percepción sensorial (ilusiones ópticas, argumento del sueño, la hipótesis del genio maligno...).
“Y en cuanto a las razones que me habían antes persuadido de la verdad de las cosas sensibles, no me costó gran trabajo refutarlas. Pues como la naturaleza parecía conducirme a muchas cosas de que la razón me apartaba, juzgué que no debía confiar mucho en las enseñanzas de esa naturaleza. Y aunque las ideas que recibo por los sentidos no dependieran de mi voluntad, no pensé que de ello debiera concluirse que procedían de cosas diferentes de mí mismo, puesto que acaso pueda hallarse en mí cierta facultad (bien que desconocida para mí hasta hoy) que sea su causa y las produzca. Ahora, empero, como ya empiezo a conocerme mejor, y a descubrir con más claridad al autor de mi origen, ciertamente sigo sin pensar que deba admitir, temerariamente, todas las cosas que los sentidos parecen enseñarnos...”Por consiguiente, ni las evidencias aportadas por la imaginación o la sensación certifican sin duda la existencia de un modo exterior. Pero no hay que desesperar, porque hay otros modos de lograr ese objetivo. Ya se vio anteriormente: el criterio de claridad y distinción es el más conveniente para ello. Si pudiéramos establecer que el cuerpo se diferencia de la mente con completa evidencia (clara y distintamente) y que aquel tiene como principal particularidad el hecho de ser extenso (o sea, ocupar un lugar espacial), entonces podríamos certificar el mundo exterior, del que nuestro cuerpo forma parte. ¿Y esto por qué? Porque si tenemos una percepción clara y distinta de ello Dios no puede embaucarnos al respecto, dada su bondad. Dios no nos puede engañar en nuestras más firmes creencias, afirma Descartes.
Relacionando este criterio con la distinción alma/cuerpo, Descartes se preguntará si ambas son dos sustancias separadas, dos elementos que nos componen en una unidad aunque, ellas mismas, sean heterogéneas y distintas. Descartes afirma que el alma es lo que en verdad nos define (somos, recordemos, un cogito, un ser que piensa). Y es también una unidad en sí misma; todo otro cuerpo físico puede despedazarse en porciones más pequeñas, pero no puedo concebir que ocurra lo mismo con mi alma. Ésta es pensamiento, su naturaleza es la de ser una sustancia que piensa, algo que, como se vio, puedo concebir clara y distintamente.
“Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse “partes” del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc.”Por consiguiente, el alma se diferencia, en efecto, del cuerpo. Pero, entonces, ¿qué es éste, cuál es su característica distintiva? Descartes nos recordará que ya lo avanzó en anteriores Meditaciones: su particularidad, la del cuerpo y la de los objetos materiales, es ser extensos, ocupar un lugar en el espacio. Ésta idea también es clara y distintamente evidente, cierta, y puesto que habíamos acordado que Dios no puede engañarnos en nuestras apreciaciones claras y distintas, hay que concluir, según Descartes, que los cuerpos del mundo sensible existen en efecto.
La consecuencia de esta afirmación es que el mundo es mera extensión, poblado por cuerpos que son simple espacio. Las cualidades que entendemos nosotros que también formarían parte de ese mundo (sonidos, colores, sabores, etc.), para Descartes no están presentes en dicho mundo, en esos objetos, sino que son generados en el sujeto que percibe, resultado de una acción mecánica de aquellos sobre nuestros sentidos y alma. Si estas cualidades secundarias no están ahí, de algún modo, ello significa también que no serán objeto de estudio científico. El único estudio de este tipo versará únicamente sobre el espacio; así, serán las matemáticas, y en concreto la geometría, la ciencia suprema. El mundo exterior se reduce, pues, a lo mensurable matemáticamente.
Una última cuestión queda aún sin analizar: ¿cómo es posible la relación de dos entidades tan distintas como alma y cuerpo, siendo el cuerpo radicalmente distinto de lo que me define (es decir, el pensamiento)? ¿Cómo puede actuar el alma pensante en el cuerpo o que la percepción influya en mi alma? Las sensaciones de dolor, sed, hambre, etc., señalan precisamente esta conexión. El hombre será, pues, un alma, sí, pero un alma encarnada. De lo contrario, siendo mera alma, serían ángeles o dioses; y, si mero cuerpo, animales.
“Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. [...] Pues, en efecto, tales sentimientos de hambre, sed, dolor, etcétera, no son sino ciertos modos confusos de pensar, nacidos de esa unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo, y dependientes de ella.”¿Cómo explicar, pues, esa conexión? Descartes recurrirá, en otra de sus obras (Las pasiones del alma), pues en las Meditaciones apenas lo menciona, al expediente de la glándula pineal, situada en el cerebro, como enlace entre ambos mundos del espacio y el pensamiento. Es un expediente, en verdad, porque en todo caso lo que permite a Descartes su empleo no es explicar cómo se produce la interacción, sino meramente dónde ocurre. Descartes, por tanto, pretende explicar de este modo defectuoso cómo dos entidades tan distintas pueden estar tan íntimamente unidas.
Mucho se ha criticado y ridiculizado incluso esta apelación cartesiana al ámbito cerebral para elucidar el modo en que cuerpo y alma establecen su relación, pero quizá, como menciona Jesús M. Díaz Álvarez en su Introducción a la edición de las Meditaciones Metafísicas (Alianza Editorial, Madrid, 2005), y de cuyas páginas nos hemos nutrido en esta serie, lo más interesante es comprender el sentido que confirió el filósofo francés al ser humano, un humano “que no será nunca... un ángel, una entidad sin materia o cuerpo, sino una mezcla inestable de carne y espíritu. Ésa es nuestra grandeza, y nuestra miseria”.
Descartes, pues no dualiza únicamente al hombre, no le dota de dos elementos estancos y separados. El dualismo cartesiano tan difundido, aunque evidentemente real y presente en su obra, queda atemperado por el ansia del filósofo francés por unir, por fusionar, incluso, si forzamos un poco los términos, esos dos mundos casi opuestos. Somos alma en esencia, cierto, pero la sustancia carne, materia, también está ahí, también nos configura. Y, en el intento por conciliar ambas en esa mélange que somos todos nosotros, Descartes abrió la vía para la filosofía futura, una reflexión que durará siglos, y que aún sigue abierta, acerca de qué somos, y cómo es posible que seamos como somos.
11.12.11
"Meditaciones Metafísicas", de René Descartes (V)

5) Meditación Quinta: “De la esencia de las cosas materiales y otra vez de la existencia de Dios”
René Descartes, pese a los insistentes razonamientos ofrecidos en la Tercera Meditación sobre la cuestión de Dios y su realidad, parece sospechar que aún es posible desarrollar y matizarla más. Para ello elaborará una versión, una interpretación personal del argumento ontológico, debido a San Anselmo de Canterbury en el siglo XI.
Antes, sin embargo, retoma el asunto epistemológico de diferenciar ideas claras y distintas de las confusas. Descartes afirma que una de las primeras es la noción de “extensión”: todo objeto es extenso, y de él es posible enumerar “partes” y atribuirle, nos dice Descartes, “magnitudes, figuras, situaciones y movimientos” a cada una. Esto, afirma el filósofo francés, es tan claro y su verdad tan manifiesta a la mente (al menos a la suya...) que no le parece estar aprendiendo nada nuevo, sino que “más bien me acuerdo de algo que ya sabía antes; es decir, percibo cosas que estaban ya en mí espíritu, aunque aún no hubiese parado mientes en ellas”. Además, nos asegura, hay ideas de ciertas cosas de las que es imposible pensar que son pura nada o mera invención, pese a que en primer momento no guarden relación alguna con objetos del mundo sensible, sino que “deben” tener naturaleza verdadera e inmutable.
Descartes emplea el ejemplo de un triángulo. Su idea me viene a la cabeza con facilidad, pero podría no existir ningún triángulo más allá de mi mente. Ahora bien, la figura posee una cierta forma o “esencia” inmutable y eterna, que no puedo haberla inventado yo, ni tampoco a sus propiedades particulares, propiedades que le son propias y que lo configuran como tal, porque reconocemos enseguida un triángulo cuando lo imaginamos, pero no así sus propiedades (no todos sabemos, por ejemplo, que los tres ángulos de un triángulo valen lo mismo que dos ángulos rectos, y otros atributos similares). Sus propiedades, pues, le son propias, son integrantes de la esencia del triángulo.
Ahora pasa Descartes a Dios y al argumento ontológico. Aceptamos que hay propiedades claras y distintas en los objetos (sean reales o no), que podemos captar, como acabamos de ver. En Dios, por su parte, hay al menos una que es consustancial, propia a la idea misma de Dios: es la de perfección. Dios es un ser (es El ser) perfecto. También ésa es una idea clara y distinta. Imaginar a un Dios imperfecto es un sinsentido; no sería Dios, naturalmente. Descartes continúa afirmando la inevitable ligazón entre el concepto de un ser perfecto y su efectiva existencia, porque ¿cómo puedo imaginar un dios, con la propiedad clara y distinta de la perfección, pero que sin embargo no exista? Si separamos ambos atributos, la esencia y la existencia divina, es como si separásemos...
“la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte el valle”
La existencia es un atributo que forma parte de la misma perfección de Dios. O, como escribe Jesús M. Díaz Álvarez, “la definición esencial de Dios contiene en sí misma, como una de sus perfecciones, la existencia”. En definitiva, la existencia de Dios va unida a su concepto igual como a la naturaleza del triángulo rectángulo va unido el que la suma de sus ángulos valga dos rectos. Así de simple y contundente.
Descartes se hará una autocrítica (una refutación al argumento ontológico original...) al suponer que aunque yo puedo concebir a un Dios dotado de existencia, de ello “no se sigue que Dios exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente”. Mas, si alguien piensa así, (es decir, que una cosa es pensar la existencia de algo y otra muy distinta que ese algo exista...) Descartes le responderá lo siguiente : lo imposible es, precisamente, “el hecho de no poder concebir, a Dios, sin la existencia”, pues “se sigue que la existencia es inseparable de Él, y, por tanto, que verdaderamente existe”.
No se trata de ninguna imposición forzada, añade Descartes: es la necesidad de la cosa misma la que determina a mi mente para que piense así. Si bien puedo imaginar una montaña sin un valle a sus pies, ¿cómo imaginar la suma perfección divina sin dar entrada al atributo de la existencia? No hay, nos dice Descartes, ninguna posibilidad; si reconocemos que la existencia es una perfección, hay que concluir que “ese ese ser primero y supremo existe verdaderamente”. Por tanto, afirma Descartes que, en relación con la idea de Dios, no somos libres de imaginarlo como deseemos, al contrario que sucede con las otras entidades; “yo no soy libre”, escribe, “de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas”. Y esto se debe a que...
“aparte Dios, ninguna otra cosa puedo concebir a cuya esencia pertenezca necesariamente la existencia. En segundo lugar, porque me es imposible concebir dos o más dioses de la misma naturaleza, y, dado que haya uno que exista ahora, veo con claridad que es necesario que haya existido antes desde toda la eternidad, y que exista eternamente en el futuro. Y, por último, porque conozco en Dios muchas otras cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada”
Descartes insistirá en la importancia de que la idea que tenemos de Dios es clara y distinta en grado absoluto, y de que gracias a ella disponemos de un modo de conocer las cosas: “¿Hay algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia, y que, por tanto, existe?... La certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente”.
“Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco, tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infinidad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo”
Por consiguiente, Descartes vuelve al mismo punto ya alcanzado en la Meditación Tercera: Dios existe y es bueno y no desea engañarme; la idea del genio maligno, en cambio, muere, de modo que podemos olvidarnos de él y a partir de ahora confiar sólo en la divinidad, real y bondadosa. Además, tenemos el instrumento perfecto de conocimiento: las ideas claras y distintas son la raíz del saber verdadero, acreditado ahora gracias a la confirmación de un Dios bueno que existe.
Lo que necesitamos ahora es alcanzar un conocimiento, robusto y contundente, del mundo exterior, si es que hay tal posibilidad. Sabemos que nuestra mente existe, que Dios existe y que es bueno, y que sólo podemos confiar en las ideas que percibimos como claras y distintas. ¿Nos permitirá, todo ello, saber con certeza la efectiva realidad del mundo exterior, su esencia, o sólo nos será posible determinar que, por más aparente que sea, tal mundo no es más que una vana e ingenua ilusión? ¿Es real el mundo allende nuestra mente, en definitiva?
Ésa será la última gran pregunta de René Descartes en sus Meditaciones Metafísicas.
28.11.11
Meditaciones Metafísicas (IV), de René Descartes

4) Meditación Cuarta: “De lo verdadero, y de lo falso”
Según dijimos, y como paso previo al análisis de la existencia real, o ficticia, del mundo exterior, Descartes se planteará la cuestión del por qué los seres humanos se equivocan, por qué motivo yerran y se apartan de la verdad.
Sabemos ya que Descartes busca esa verdad de forma incansable. Por ello le extraña que, existiendo Dios y siendo, por definición, bueno y ajeno a toda voluntad de perjuicio hacia nosotros, nos haya permitido que nos equivoquemos de continuo. Además, poseemos una cierta capacidad propia para juzgar, para dilucidar entre el bien y el mal, lo correcto y lo erróneo. Entonces, ¿por qué permite Dios que me equivoque? Si me hubiera creado de otro modo podría siempre hacer las cosas correctamente; como es obvio que no somos como tales seres infalibles, hay que preguntarse el motivo.
“Si todo lo que tengo lo recibo de Dios, y si Él no me ha dado la facultad de errar, parece que nunca debo engañarme. Y en verdad, cuando no pienso más que en Dios, no descubro en mí causa alguna de error o falsedad; mas volviendo luego sobre mí, la experiencia me enseña que estoy sujeto a infinidad de errores”.Bien. Busquemos dicho motivo. Para ello, Descartes comienza afirmando que él, y todos nosotros, somos seres anclados en un término medio entre la divinidad y la nada. Es decir, hay una parte divina en nuestro interior que nos empuja hacia la perfección. Eso por un lado. Pero, por otro, hay otra parte que está cerca de la nada, de la inexistencia, del vacío (término que hubiese escandalizo a Descartes, dado su horror vacui), responsable de mis fallos, de mis errores. Si yo fuera Dios, naturalmente jamás me equivocaría; si yo fuese una piedra, que carece de capacidad de pensar, la cuestión ni siquiera se plantearía. Pero como estoy entre Uno y otra, entre la perfección y la nada, yerro. Dios me ha brindado la facultad de distinguir entre el acierto y el error, pero es una facultad de poder limitado; de ahí que me equivoque. No siempre atino porque mi capacidad no es infinita, como en Dios. Por lo tanto, Dios no quiere mi engaño (era una sensación que sobrevolaba hasta ahora en la Cuarta Meditación, y que había puesto en tela de juicio lo logrado en la anterior, esto es, la inexistencia del genio maligno, y la existencia, consiguientemente, de un Dios bueno): tan sólo me dota de una facultad de alcance restringido.
“Y advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada [...] me veo expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar que yerre. De ese modo, entiendo que el error, en cuanto tal, no es nada real que dependa de Dios, sino sólo una privación o defecto [...], sino que yerro porque el poder que Dios me ha dado para discernir la verdad no es en mí infinito”.Sin embargo, esta explicación no convence del todo a Descartes. Errar es, según él, “la falta de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer”. Descartes cree que el ser humano, al poseer una facultad ofrecida por Dios, ha de participar de su “perfección” de algún modo. Pero de inmediato reconoce que es una osadía por su parte creer que está en condiciones de comprender por qué Dios hace unas cosas de una manera y otras no, y deja a un lado la cuestión:
“...sabiendo bien que mi naturaleza es débil y limitada en extremo, y que, por el contrario, la de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, nada me cuesta reconocer que Dios puede hacer infinidad de cosas cuyas causas sobrepasan el alcance de mi espíritu. [...] No me parece que se pueda, sin temeridad, investigar los impenetrables fines de Dios”.Por ello reorienta su argumentación en torno a dos causas principales, que según él, son las que generan errores en nosotros: la facultad de conocer y la de elegir. En otras palabras, mi entendimiento y mi voluntad. El entendimiento, por un lado, sirve para llegar a ideas claras y distintas de mis ideas acerca de las cosas (no de las cosas en sí mismas, pues aún no podemos decir nada de ellas; recordemos que esto será posible, sólo, en la Meditación Sexta); por el suyo, la voluntad me permite discernir si tales ideas son ciertas, o falsas. El entendimiento es una facultad bastante limitada: ya que conocemos sólo unas pocas cosas fehacientemente, mientras la gran mayoría permanece ignorada. La voluntad, sin embargo, es una capacidad casi sin límites, la más perfecta de que disponemos; de hecho, es ella la que nos hace saber que guardamos con Dios una cierta semejanza, pues aunque en Éste sea incomparablemente mayor, tanto en Él como en nosotros posee un mismo efecto formal: “consiste sólo en afirmar o negar lo que propone el entendimiento, obrando sin constreñirnos por ninguna fuerza exterior”.
En este sentido, y teniendo en cuenta las características de ambas facultades, dirá Descartes que cometemos nuestros errores al darse un entusiasmo excesivo en la voluntad, cuando ésta afirma la verdad o falsedad de una idea que, sin embargo, no ostenta la validez, el visto bueno por parte del entendimiento, que no ha revelado tal idea como clara y distinta. Es decir, el error estriba en que...:
“Siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe”.Descartes pone como ejemplo la verdad del cogito. Aquí la voluntad ha actuado correctamente, ya que la evidencia de la existencia del yo pensante es tan abrumadora (recordemos que se trataba de la idea clara y distinta por antonomasia, no se podía dudar ya de ella) que la voluntad no puede más que acabar aceptándola, sin que la forzara causa exterior alguna, sino simplemente porque se trata de un conocimiento cierto, según la argumentación cartesiana.
La conclusión a la que llegamos, de nuevo, es que Dios es bueno, que no quiere nuestra equivocación. Él nos entrega dos facultades que, si son correctamente empleadas, nos conducen a la verdad y al acierto. Si las utilizamos mal, erraremos, pero nada tendrá que ver Dios con ello. El error es producto del uso deficiente de capacidades humanas; pero es superable si frenamos a la voluntad, si la adecuamos a actuar, a afirmar o a negar, sólo cuando tiene ante ella ideas claras y distintas (por el momento, tan sólo las del yo pensante y la de Dios), las proporcionadas por el entendimiento, por la razón. Cualquier otra que no salve la criba nos abocará a la equivocación. Descartes lo sintetiza así:
“Si me abstengo de dar mi juicio acerca de una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y distinción, es evidente que hago muy bien, y que no estoy engañándome; pero si me decido a negarla o a afirmarla, entonces no uso como es debido mi libre arbitrio; y, si afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me engaño”.Esta finitud del saber, que no podamos determinar la verdad en cualquier circunstancia, no debería ser, afirma Descartes, ningún motivo de queja; antes al contrario, le debemos estar agradecidos, por darnos las pocas perfecciones que hay en nosotros; tampoco es motivo de lamento que nos haya dado una voluntad más amplia que el entendimiento, ni que no nos haya creado con la capacidad de evitar el error en toda circunstancia; y esto último es así porque, sin embargo, poseemos el entendimiento y el libre albedrío, competencias que, manejadas con tacto, nos conducen hacia la verdad, en virtud de la gracia de Dios. Se trata de un instrumento de incalculable valor para nuestro destino:
“Siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas que el entendimiento le representa como claras y distintas, es imposible que me engañe, porque toda concepción clara y distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede tomar su origen de la nada, sino que debe necesariamente tener a Dios por autor”Con ello Descartes puede respirar más tranquilo: además de salvaguardar la bondad de Dios, tenemos a nuestra disposición el mecanismo para alcanzar el conocimiento de la verdad. Para ello sólo cabe detener nuestra atención, nos dice, en todas las cosas que conciba perfectamente, separándolas de las otras que sólo concibamos de un modo confuso y oscuro.
El mundo exterior es una de esas ideas que, al parecer, permanecen como confusas y oscuras. Sin poder fiarnos de los sentidos, habrá de demostrar si existe efectivamente, o si se trata tan sólo de una ilusión. A ello Descartes dedicará, como hemos dicho, la última Meditación. Previamente, sin embargo, en la Meditación Quinta, retornará a la cuestión de Dios y, por si de su realidad cupiera aún alguna duda, presentará un enfoque distinto para su demostración. Y, junto a ello, realizará algunas matizaciones y precisiones acerca de la naturaleza del mundo material, según él la concibe.
1.11.11
"Meditaciones Metafísicas" (III), de René Descartes

(Entregas anteriores)
3) Meditación Tercera: “De Dios, que existe”
La tercera Meditación es una de las más extensas, y también de las más importantes. El propósito de Descartes es derrotar la hipótesis del genio maligno mediante la proposición de la necesaria existencia de Dios.
Una vez sabemos que hay algo ajeno a la duda radical (el cogito, el que yo piense, luego exista) y que somos entes pensantes, hecho que nos define como humanos, el paso siguiente en el razonamiento cartesiano sería dar cuenta del mundo exterior, es decir dar pruebas de su efectiva existencia, así como de la verdad de los saberes a los que podemos aspirar (como, por ejemplo, el conocimiento matemático). El cogito es indubitable; de acuerdo. Pero yo no puedo pretender, en este nivel cognoscitivo, que lo existente sea la verdad de mis ideas acerca del mundo: mis ideas pueden ser falsas; existentes son sin duda, pero verdaderas, es algo que hay de demostrar. Que el mundo exterior es real también habrá que justificarlo (objeto de la sexta y última Meditación); es poco lo que, hasta ahora, hemos avanzado a este respecto, como dice Descartes: “no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”.
No sólo se trata del reino físico, material; también los otros, los demás hombres, pueden ser mera entelequia, una jugarreta del genio maligno. No estamos, por ahora, más que en disposición de decir: yo soy real, como ser que piensa. Pero lo demás, habrá que justificarlo. Mas si hay un genio maligno no podremos hacerlo, ya que la misión de éste, como hemos dicho, es la de confundir y engañarnos. Para que haya algo real más allá de mí mismo la hipótesis del genio maligno debe ser erradicada, y ello sólo será posible postulando la existencia de un Dios benefactor, que haga el bien y quiera el bienestar de los hombres. Pero, ¿cómo llevar a cabo la demostración de este Dios bueno?
Iniciamos el camino para ello considerando aquello en que, de momento, podemos confiar sin duda: nuestro yo pensante. Tenemos ideas, muchas ideas. Algunas representan cosas mundanas, otras hechos familiares, unas más conceptos abstractos, etc. (no está Descartes, por el momento, en disposición de saber que son ciertas; sólo que las tenemos, que poseen un contenido).
No todas son iguales, pues. Una de sus características más importantes es que, precisamente su heterogeneidad, señala la presencia de, por decirlo de alguna manera, varios grados o escalas de perfección. Algunas ideas son más acabadas, más llenas, más perfectas que otras: “En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes”. Mas hay, todavía, otra idea que supera a éstas, que de hecho supera a todas, una idea que transmite más perfección que la de cualquier substancia finita: es, por supuesto, la idea de Dios. Podemos conceder que la idea de un ser así, infinito, supremo, omnisciente y todopoderoso, debe ser más perfecta que la de una substancia limitada, como la del hombre.
Bien. La idea de Dios posee más perfección que cualquier otra. Aceptado esto, Descartes afirma a continuación que toda idea debe tener una causa. Aún más, que la causa debe estar en proporción al grado de perfección que posea su efecto. Oigamos a Descartes:
“Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma? Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.”
Como es lógico, mi mente puede ser la causa de ciertas ideas (por ejemplo, la idea de perro, de una silla, un planeta, un ángel o una persona); sin embargo, como la causa debe ser siempre del mismo nivel (o aún mayor) que el efecto producido, si pudiese hallar una idea de la cual yo no fuera su causa, entonces tendría que concluir que existe “algo” más allá de mí que la ha introducido en mi mente. Por tanto, con ello, ya demostraría la existencia de entidades allende la mía propia. ¿Qué idea podría ser ésa? Es, claro, la idea de Dios. Y, ¿en qué consiste la idea de Dios? En la representación de un ser “supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas”. Ahora bien, ¿soy yo el responsable de esa idea? No, nos dice Descartes con firmeza. Si atendemos a lo que hemos dicho un instante atrás, la causa debe ser de la misma categoría que el efecto. Mas yo soy una causa (una mente) finita; ¿cómo puedo concebir un efecto (un Dios) infinito? Lo finito sólo alcanza a representarse lo finito; lo infinito está más allá de sus posibilidades. De modo que la idea de Dios no puede ser producto de mí mismo; Dios debe, pues, existir, y debe ser él el responsable de que yo posea tal idea. Descartes lo expresa de este modo:
“Eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.”
A continuación Descartes se hace, a modo de crítica, algunas objeciones, encaminadas a discutir que nuestras ideas de perfección (o de infinitud) sean causadas por Dios. Una arguye que tales ideas podrían ser generadas a partir de la idea opuesta: es decir, que concibo la infinitud porque soy finito. Descartes cree que sucede justo lo contrario: como tengo la idea de infinitud me veo a mí mismo como finito, es la idea de infinitud la que me da la experiencia de mi finitud. En otra, por ejemplo, presupone que si tenemos tal idea de Dios es porque, en esencia, el hombre es como un “dios potencial”; lo que supongo a Dios (perfección, infinitud, bondad absoluta...) son atributos presentes en mí, a la espera de ser desarrollados, de ser actualizados. Si puedo ser perfecto, es posible que por ello conciba la perfección, no porque Dios exista, sino porque en tal estado, ya podría producir la idea misma. Descartes rechaza tal opción, puesto que hay un contraste esencial entre yo, que soy potencialmente infinito (puedo serlo), y Dios (o la idea de Dios) que ya lo es, en acto, es una realidad perfecta sin necesidad de actualización ninguna.
Antes de adentrarse en la siguiente Meditación, y no contento aún, Descartes propone todavía otra precisión más para la demostración, irrefutable, última, de la verdadera existencia de Dios. Y, para ello, conecta su existencia con la nuestra. O sea, ¿puedo yo existir, ser real, aún si Dios no existe? O, en otras palabras: ¿es Dios quien me da la venia de la existencia? Si fuera así, su realidad sería incontrovertible, dado que es claro que existo (porque pienso, como ya sabemos).
Pues bien. Supongamos que Dios no existe. ¿Soy yo mismo el responsable de mi existir? Obviamente, no. Sería un dios por derecho (lo cual no soy, por mi finitud y limitaciones); además, ¿por qué me habría hecho finito, pudiendo hacerme como el Dios verdadero? Entonces, ¿son mis padres o una causa similar los responsables? Tampoco, nos dice Descartes. Yo soy un ser finito con la idea de Dios como infinitud; para que mis padres hubiesen podido transmitirme la idea de la máxima perfección divina (siendo, ellos mismos, causas menos perfectas que Dios mismo), en tal caso sería necesario que existieran otras causas más perfectas a ellos, y retrotrayéndose hacia la última de ellas, ya perfecta, llegaríamos al productor de la idea generada en esos entes o causas secundarias, por medio de las cuales está en mí. Ésa causa final, última y perfecta, no puede ser otra más que Dios:
“Toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección.”
Descartes llega, pues, a un momento de especial entusiasmo: el genio maligno parece haber sido derrotado; no hay un dios perverso y cruel que nos engañe, sino un Dios bueno, según todos los indicios. De este modo, Descartes dilata el contexto de la certeza, de la realidad y la verdad, más allá de nosotros mismos, del cogito que nos da entidad humana. Sabemos, en definitiva, que somos un ente que piensa (existimos en ese acto), y que Dios también existe. Son tres grandes verdades: somos, pensamos, y hay un Dios bueno.
Con ello, buena parte de la tarea fundamental cartesiana en esta obra está perfilada. Las restantes tres Meditaciones (que respectivamente analizarán, a grandes rasgos, las cuestiones de lo verdadero y lo falso, la esencia de lo materia y la existencia del mundo físico, además de una última cavilación y prueba de la existencia de Dios) tendrán objetivos todavía importantes, pero el grueso de la argumentación ya ha sido planteado, conformando el núcleo básico del racionalismo cartesiano.
21.10.11
"Meditaciones Metafísicas" (II), de René Descartes

2) Meditación segunda: “De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo”.
Alcanzada la cima de la duda radical y la desazón que conlleva, Descartes, turbado, prosigue sin embargo su búsqueda de que haya algo que se pueda saber de cierto, aunque no sea más que nada haya de cierto en el mundo. Para ello, recuerda la inadecuación de los sentidos para lograrlo:
“Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sinoEl genio maligno, como vimos en la anterior nota, nos hacía dudar de todo, de todo lo que los sentidos proporcionan, e incluso hasta de aquel proceso intelectivo en que consisten las operaciones matemáticas, la más prometedora fuente de saber cierto, como creíamos que era. En efecto, el genio maligno impide que tengamos convicción plena de todo: de nuestros cuerpos, de lo transmitido por los sentidos, del mundo exterior en su totalidad, y, como acabamos de decir, de la veracidad y adecuación de los productos mentales (ideas) que obtenemos de la actividad intelectual.
quimeras de mi espíritu”
Ahora bien, pese a estas malignas acciones del genio, que me impiden incluso pensar algo cierto, es patente, sin embargo, que hay una sola cosa, nos dice Descartes, de la que yo puedo estar seguro: precisamente de eso, de que estoy pensando. Que todas las otras cosas alrededor y dentro de mí sean falsas no obsta, en absoluto, para que mientras yo piense en ellas, decida si son o no falsas (que pueden serlo, según sabemos), ese mismo pensar existe. Aunque llegue a la conclusión de que nada es real, esa misma conclusión ha sido generada por el acto de pensar; he pensado ese pensamiento; yo existo mientras pienso. Por tanto, al dudar de todo, incluso de que pueda dudar, estoy pensando, y ese pensamiento es real, auténtico, existente. Con ello llegamos al famoso “Pienso, luego existo” (en latín, cogito, ergo sum).
"[...] Si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero
entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto
quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy
algo. De manera que preciso es concluir y dar como cosa cierta que esta
proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la
pronuncio o la concibo en mi espíritu.”
Así pues, con este saber superamos la desazón que pudiese causar el genio maligno: tenemos un conocimiento cierto de nosotros mismos... de hecho, en principio sólo de nosotros mismos, porque el del mundo exterior todavía no está demostrado. El siguiente paso es determinar qué somos nosotros, que nos define como humanos. Descartes rechaza considerarnos como animales racionales, no porque sea una definición falsa, sino porque su demostración es engorrosa y adolece de dificultades sobre qué es lo racional y lo animal. Opta, entonces, por entendernos como una combinación de cuerpo y alma. No obstante, por la hipótesis del genio maligno (incluso también por los sueños), ya sabemos que no podemos fiarnos de que poseemos nuestros atributos físicos; podían ser falsos, ser otros, podrían no existir. ¿Y el alma, algunos de sus atributos son indubitablemente ciertos? Dejando aparte los que se conectan, de un modo u otro, con el cuerpo (sentir, nutrirme, etc.), hay uno que parece cumplir ese requisito: el pensar. Aunque piense erróneamente, en virtud de la acción del genio maligno, estoy pensando; de modo que, por ello, existo. Es, pues, el pensamiento la facultad que me convierte en humano.
“Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente”
El pensamiento no engloba, tan sólo, aquellas actividades meramente intelectuales o, digamos, racionales. Es mucho más; cualquier acto que incluya pensamiento es real: así, imaginar, porque aunque imagine algo falso o inexistente, estoy imaginando (que se enlaza con el pensamiento: no podríamos imaginar sin pensar); y sentir, porque la capacidad sensitiva, pese a poder ser igualmente falsa, participa del pensamiento, del acto mismo de pensar.
“También es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda ocurrir que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que “pensar”
Y, en general, cualquier actividad de nuestra vida humana supone el cogito, precisa de él para llevarse a cabo; y en ese sentido, al contener todas ellas esa raíz de indubitable realidad, de irrefutable existencia, encierran su parte de verdad.
Finalmente, Descartes ofrece una demostración de que las cosas sensibles, que a veces se toman como más ciertas que las del propio pensamiento (por ejemplo, en el realismo ingenuo), son falibles, y para ello expone el famoso ejemplo del pedazo de cera. Ese pedazo de cera, nos comenta Descartes, aún posee la dulzura de la miel que contenía, algo del olor de las flores con que ha sido elaborado, su color, figura, su dureza, etc. Sin embargo, al acercarlo al fuego, pierde el saber, su olor ya no es el mismo, modifica su color, y cambia del todo su figura. ¿Podemos decir que allí está el mismo trozo de cera, aun sin contar tales alteraciones? Sí, hemos de confesarlo: es la misma cera. Pero, si es así, ¿qué es lo que entendíamos en el pedazo de cera como tal, qué le confería su ser, su esencia, por así decirlo? Naturalmente no era gracias a nuestros sentidos, puesto que todo ello ha cambiado y, aún así, sigue siendo la misma cera. Lo que queda, una vez suprimidos aquellos atributos volubles, es que se trataba de algo extenso, flexible y cambiante. Ésos son los únicos aspectos de la cera que nos es dado saber con seguridad, afirma Descartes, pero no se nos revelan, no percibimos el pedazo de cera gracias a la visión, el tacto o la actividad meramente imaginativa, sino que es posible en virtud de una “inspección del espíritu”. Las descubrimos, y sabemos de su existencia, por un acto intelectivo, por el pensamiento. Si conocemos los objetos sensibles no es, en definitiva, por los mismos medios sensibles, sino que sólo los conozco mediante el recurso al pensamiento, ya que cuando hacemos un juicio que abraza algo más allá que lo que proporcionan aquellas tres facultades básicas podemos estar totalmente equivocados. Y, concluye Descartes:
“Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo (no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a saber, que existo yo. Y lo que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que están fuera de mí. [...] Sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu”
Por tanto, hemos alcanzado dos verdades auténticamente ciertas, irrefutables, de las que no cabe dudar si no queremos caer en el sin sentido de un mundo y una existencia ininteligibles: la realidad del cogito, es decir, de mi pensamiento, y la de ese mismo pensar como núcleo, como identidad y base de la existencia humana. Se trata de dos puntos cardinales del cartesianismo y el racionalismo. Sin embargo, en la siguiente Meditación Descartes hará un sorprendente giro y dedicará una amplia reflexión a la cuestión de Dios, tema que había sido desatendido hasta entonces.
Veremos, pronto, la razón de dicho giro.
9.10.11
"Meditaciones metafísicas" (I), de René Descartes

Con esta nota iniciamos una escueta sinopsis argumental de la que, seguramente, es la obra de mayor calado filosófico del francés René Descartes, sus Meditaciones Metafísicas, de 1641. En seis pequeñas entregas (una por cada Meditación), recorreremos la problemática cartesiana y su búsqueda de la verdad. El Discurso del Método es su libro sin duda más conocido, y contiene muchas páginas impagables, pero posee un estilo que casi podríamos denominar "divulgativo", mucho más accesible al público en general que a los “profesionales” de la filosofía (un alivio para muchos lectores de ésta última, sin duda, aterrados a veces ante la enmarañada, prolija y probablemente innecesaria retórica a que nos tiene acostumbrados la disciplina...); las Meditaciones, por el contrario, constituyen una reflexión más genuinamente filosófica, más elaborada y profunda (prueba de ello es su primera publicación en latín, la lengua con que los intelectuales solían presentar sus obras al mundo académico), y por ello, tal vez, algo más compleja. Pero Descartes tenía la gran virtud de escribir con sencillez aún sus textos profesionales, le gustaba hacerlos asequibles, por lo que con un poco de esfuerzo es posible una buena comprensión general de los mismos.
En las Meditaciones Descartes tratará de alcanzar, y sentar definitivamente, las bases seguras y sólidas de las ciencias y la filosofía, bases que parten de la demostración de la innegable (según él) existencia de ciertos entes o principios (como Dios o el pensamiento [el cogito]), que permiten el desarrollo seguro de aquellas disciplinas. Es decir, Descartes quiere eliminar todo rasgo de inseguridad, de incertidumbre, que imposibilita el saber genuino y certero. Descartes quiere un saber indiscutible, absoluto, total. No es, por supuesto, tarea sencilla, pero en todo caso, nos dice, habrá que recurrir a la razón, pues su empleo es el único procedimiento válido que permite alcanzar algún fundamento verdadero, tanto para nuestros ejercicios intelectuales como para nuestra vida diaria y en común (por ello puede hacerse de las mismas Meditaciones, como se advierte en la Carta inicial, una lectura "práctica": la luz de la razón nos lleva a la armonía y respeto entre las distintas religiones y filosofías, porque permite alcanzar unos puntos comunes con los que ponernos de acuerdo frente a temas fundamentales aun bajo posturas radicalmente distintas). Descartes aboga, pues, por la concordia interdisciplinar, por usar la razón desde todo ámbito en beneficio de la paz, en un tiempo en el que las guerras de religión habían causado, y seguían haciéndolo, grandes estragos.
Avancemos, ya, hacia el contenido de las distintas Meditaciones.
1) Meditación primera: “De las cosas que pueden ponerse en duda”.
Como hemos dicho, Descartes busca la verdad irrefutable, la verdad de la que no es posible dudar. Busca, pues, un conocimiento sin duda, sin incertidumbre, algo que los hombres puedan señalar (metafóricamente...) y convenir en que es existente, real y verdadero, sean cuales sean las condiciones sociales, materiales o culturales de esos hombres: una realidad, por tanto, ajena a prejuicios, consideraciones provincianas o chauvinismos absurdos. Hay, por tanto, que diferenciar lo que es verdaderamente real, de lo que no. Para lograrlo, hay que dudar de todo, hasta que aparezca, como fundamento del mundo indiscutible, ese elemento o componente del que no sea posible sospechar su irrealidad. Nuestras ideas más queridas no sirven, ni valen nada, si no arriban a la cúspide de lo verdadero. Habrá que rechazarlas, si es preciso, sin ningún miramiento. Ya lo señala Descartes:
"Hoy, pues, que muy a propósito para este objeto he libertado a mi espíritu de toda clase de cuidados, me aplicaré con seriedad y con libertad a destruir en general mis antiguas opiniones"Si, ante algo que consideramos real y verdadero, sospechamos que existe una cierta inseguridad, por ligera y nimia que sea la duda, nos veremos obligados a desecharlo. Así de sencillo. Nada es auténtico si pende sobre ello la más mínima sombra de incertidumbre. Entonces, habrá que analizar que puede ser ese “algo auténtico”, que resista la embestida de la desconfianza.
Examinemos, en primer lugar, el mundo a nuestro alrededor. Percibo cosas, objetos, tengo experiencias de ese mundo exterior. Mis sentidos ofrecen información de lo que hay más allá de mí, pero ¿son infalibles, mis sentidos? ¿Proporcionan siempre certezas sin duda? No, en absoluto. Los sentidos fallan, yerran, nos dicen que una cosa posee ciertas características cuando no es así, en realidad (sólo hay que ver los espejismos, las equivocaciones en las percepciones, etc.). Mas, por otro lado, no es lícito creer tampoco que siempre nos engañan, pues hay interacciones entre ese mundo y nosotros que parecen evidentes por sí mismas (si me dejo caer por un precipicio, aunque tenga el convencimiento de que el mundo exterior no existe, es casi seguro que acabaré hecho papilla en el fondo del barranco...). Así pues, los sentidos enseñan en parte cómo es el mundo, pero a veces engañan. De modo que ellos no pueden ser el fundamento real, puesto que Descartes pretende un saber absoluto, cierto en todo caso y momento, y ello no es así por lo que respecta a la experiencia sensible:
"Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez"Pero ¿y los sueños? Hay sueños muy vívidos, en los que se nos aparecen objetos, gentes y hechos casi idénticos a los que experimentamos cuando (suponemos...) estamos despiertos. Es, pues, verdaderamente difícil discriminar si estamos dormidos o no. Por ello, dado que los sentidos no colaboran para diferenciar un estado de otro (más aún, son ellos los “responsables” de tal confusión...), no pueden ser el fundamento de lo real, el proceso adecuado para acceder a la realidad irrefutable:
“Veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo”
Pensemos, ahora, en las ciencias. Hay algunas que, al tratar de asuntos de cierta complejidad, o porque consiste en el estudio de “cosas compuestas”, como la física, la astronomía o la medicina, pueden verse como inciertas; pero hay otras, sobretodo la matemática, que no analiza más que cosas simples y generales, sin preocuparse de si existen o no. Esta ciencia, la matemática, posee un conocimiento que parece cierto sea cual sea el estado en que me halle. En ambos mundos las matemáticas funcionan.
"Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no parece posible que verdades tan
patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna”
¿Podrían ser las matemáticas el sustento del mundo real, la base de la realidad? Es curioso, pero Descartes (él mismo notable matemático) responde negativamente. Ahora nos hallamos en el confín más radical de la duda cartesiana. Las matemáticas no sirven en nuestro empeño por alcanzar el conocimiento indubitable pues, aunque sus operaciones y verdades permanezcan sea cual sea mi estado, ya duerme o esté despierto, bien podría suceder que Dios, el ser omnipotente por definición, quisiera por alguna razón que nos equivocásemos (“podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado...”). Desde luego, a un Dios tal ya no le correspondería el atributo de suprema bondad, consustancial al concepto universal de Dios; además, demostrar la existencia de Dios es, precisamente, uno de los temas que Descartes tratará en un par de Meditaciones posteriores. Por todo ello, el filósofo francés se vio en la necesidad de crear un ente igualmente poderoso, tanto como Dios, pero perverso y malicioso: el genio maligno. El genio maligno tiene una sola función: provocar la constante equivocación, hacer que en nuestros pasos diarios, ya sean domésticos o filosóficos, erremos sin cesar. Es más, también provoca nuestro yerro en el ámbito matemático, aquel que, a priori, esquivaba la duda causada por el sueño.
“Así pues, supondré que hay [...] cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin
ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo
todo eso”
Nos hallamos, pues, en el umbral de la desazón más absoluta. El genio maligno ha destruido todo lo que podíamos suponer que existía, nuestras opiniones y juicios sobre lo que es cierto o falso, bueno o malo. El límite entre la verdad y la mentira se difumina, y no hay asidero al que aferrarse. Pero Descartes no pierde la esperanza. Debe haber algo estable, sólido, indestructible, sobre lo que construir un conocimiento humano perdurable.
Y ésa es, precisamente, la tarea que se propone René Descartes en sus próximas Meditaciones.
15.7.09
Introducción al pensamiento de Karl Marx (Epílogo)

Serie "Introducción al pensamiento de Karl Marx (6 partes)
-Epílogo: Repercusión del pensamiento marxiano.
Tras examinar las raíces, las características y algunas de las aplicaciones prácticas que reclamaba el pensamiento de Karl Mark y Frederick Engels en la sociedad de finales del siglo XIX, ahora concluiremos la serie con las influencias y la relevancia de dicho pensamiento en la centuria posterior, así como las críticas que suscitó en ciertos filósofos.
Una de las peculiaridades más notables de la filosofía marxiana es que, además de poseer una importancia capital en la historia de las ideas y el pensamiento, sus tesis cristalizaron en una praxis aplicable al ámbito de la "vida ordinaria"; es decir, el marxismo logró superar el marco intelectual para abrazar la acción social y política. Fue la primera ocasión en que ello sucedió (sobretodo a tan gran escala, prácticamente planetaria, y con un profundo arraigo allá donde se realizó).
Lenin y Stalin, artífices de la Revolución Comunista en la Unión Soviética, implantaron la ideología marxista a grandes rasgos, si bien entendieron que cabía cambiar ciertas partes o nociones que, en la práctica, resultaban de difícil aplicación. Uno de los postulados sustraídos fue el del periodo conocido como "dictadura del proletariado", fase que según Marx era temporal, mientras que para Lenin debía forzosamente prolongarse en el tiempo de forma indefinida. Para éste el Estado era imprescindible, mientras que aquel, recordemos, creía que debía constitir en un mero trámite.
A partir de 1917 el marxismo comenzó su expansión y llegó a fronteras lejanas, no sólo a lo largo de todo el dominio soviético, sino también a los países próximos, como la antigua Checoslovaquia, Hungría, Polonia, y China, entre otros. Pero esta corriente de pensamiento también ha dejado su huella en países en donde no tuvo aplicación directa, gracias a la formación de partidos de corte socialista o comunista. Sin embargo, si el comunismo tuvo una vida más bien breve, ya que apenas unas décadas después de su implantación, y sobretodo en la década de los noventa del siglo pasado, los sistemas comunistas terminaron ahogándose y derrumbándose, fundamentalmente en la antigua URSS y en los países del Este europeo.
Esto ha servido para comprobar que no siempre la adopción de las ideas marxistas ha sido todo lo fiel que el propio Marx hubiese deseado, o bien que tales ideas no son aplicables dentro del curso histórico actual, o que carecen de la suficiente fuerza o interés para serlo. Además, los regímenes comunistas, lejos de liberar al pueblo trabajador, fue un acicate para la opresión y la violación de derechos humanos fundamentales, hasta el punto de generar una serie de horribles e inaceptables genocidios tanto en la URSS como en China y otros países con talante comunista (se cree que fueron cerca de cien millones las muertes generadas). Campos de concentración, hambrunas dramáticas y purgas legendarias, así como privación de libertad y corrupción, etc., etc, señalan el posible giro copernicano que unos líderes depravados pueden llegar a realizar en su propio beneficio de las tesis marxistas.
Intelectualmente, el marximo ha tenido tanto a grandes defensores como a detractores ilustres. Georges Politzer, por ejemplo, representa el filósofo marxista entusiasta, a veces hasta límites insostenibles (alababa la política leninista, y ya hemos comentado algunas de sus depravaciones); Karl Popper, por su parte, supone la vertiente opuesta, la crítica contundente. Una de las mayores censuras que Popper hace a la filosofía comunista es la de haberse presentado como una teoría presuntamente científica (basada en los conocimientos científicos de la época, y seguidora de sus mismos métodos) y, en cambio, haber errado completamente en sus previsiones: preconizó la caída del capitalismo y la eclosión del comunismo, la liberación del pueblo, la desaparición del Estado, etc. Sin embargo, como es obvio, todo ello no se ha cumplido; es más, ha sido el comunismo el sistema que ha sucumbido a sus propios fallos, y el capitalismo ha terminado por prevalecer. Los hechos demuestran que la filosofía marxista estaba equivocada. Popper termina su crítica afirmando, muy probablemente con razón, que no hay forma de predecir científicamente los acontecimientos futuros, sino que, tan sólo, es posible revelar tendencias generales.
Un crítico más sereno es L. Stevenson, quien señala el inadecuado planteamiento de las tesis marxistas y su más que compleja aplicación a la sociedad actual. Remarca, además, que muchos de los problemas que el comunismo decía solucionar no tuvieron remedio alguno, y que en algunos casos se agravaron todavía más. Sin embargo, concede que el marxismo fue capaz de mejorar las condiciones de trabajo del proletariado: aumentando la cantidad de tiempo libre, aumentando los salarios, permitiendo que los mismos trabajadores participaran del porvenir y funcionamiento de la empresa, mayor igualdad entre los asalariados, más seguiridad a las pequeñas empresas, etc. Todas estas propuestas, en principio marcadas para el comunismo, han sido adoptadas y potenciadas por el capitalismo actual, generando una mejora sustancial de las condiciones del empleado y su bienestar, a la vez que aumentaba el rendimiento de las empresas y la producción.
Por lo tanto, no fue tanto un error conceptual como de aplicación lo que truncó la vida de la filosofía marxista, lo que condenó al comunismo al ostracismo y a la oscuridad. Murió porque no vio que sus mismos postulados podían ser envenenados y contaminados por la avaricia y la obnubilación de los grandes profetas y predicadores, profetas que, en nombre del comunismo, se cegaron ante el poder. Por suerte, su muerte no ha sido definitiva; como todo en el Universo, ha resurgido de sus cenizas para acabar enriqueciendo, y hasta cierto punto ennobleciendo, el sistema enemigo, el capitalismo, que pese a sus incontables desmadres, corrupciones y vilezas, ha crecido y madurado hasta convertirse en el modelo a seguir para un crecimiento económico y social realmente notable.
No obstante, hay mucho que pulir dentro del neoliberalismo, demasiado que corregir y casi todo por innovar. Aguarda el medio ambiente, aguarda el propio ser humano, aguarda la idiosincrasia misma del trabajo, todos ellos esperando un respeto, o una reforma. Aguarda una revolución en el concepto mismo de trabajar, en percibir y entenderlo no como una obligación impuesta, sino un deseo diario. Algo que insufle vida, sentimiento y gozo, no meros recursos económicos o calidad de vida material.
El camino que nos queda por recorrer para lograrlo es casi infinito. Empecemos, pues, a caminar.
(Bibliografía fundamental:
- Historia de la Filosofía, J.R. Ayllón, M. Izquierdo, C. Díaz, Ariel, 2005
- Diccionario de Filosofía, Ferrater Mora, Ariel, 1994
- Diccionario de Filosofía Herder, Cd-Rom, 1997)
7.7.09
Los 'idola' de Francis Bacon

Entre muchas otras facetas intelectuales, a Francis Bacon se le recuerda principalmente como promotor del método inductivo, alejándose del proceder tradicional aristotélico, y reorientador del saber de su época hacia la naturaleza científica de la realidad. Su obra más relevante es "Novum Organum", y contiene una lógica que comprende las reglas del nuevo método, aquel que interpreta la naturaleza (Lógica constructiva), además de una sección crítica (Lógica destructiva) en cuyas páginas se recoge la teoría de los "ídolos" (idola), que es la que hoy tratamos aquí.
Los ídolos son como prejuicios o errores que los hombres cometen al interpretar la naturaleza y de los que cabe librarse si se desea lograr una comprensión de ésta más amplia, concisa y exacta. Estas "falsas nociones" generan una equivocada perspectiva de lo existente, obstaculizando el conocimiento de las leyes naturales y lastrando nuestra visión definitiva de la realidad. Los ídolos bloquean, o alteran, el entendimiento de lo que sucede a nuestro alrededor, pero por fortuna hay posibilidad de desembarazarse de ellos. Para ello es necesario saber dónde aparece, en qué contextos y situaciones de nuestra vida diaria. Una vez hecho esto, será necesario suplantarlos con los conceptos y axiomas propios del método inductivo baconiano, pero en todo caso, y aunque no se llegue a este último extremo, de lo que se trata en esencia es de vaciar nuestra mente de todo rasgo de conocimiento, prejuicio o errores a priori.
Bacon sostiene que hay hasta cuatro géneros distintos de ídolos:
-Ídolos de la tribu, que están conectados a la misma naturaleza humana y a nuestra forma de entender el mundo. Se deben a que nuestro intelecto imagina una serie de paralelismos, conexiones, analogías y correspondencias que en realidad no existen (o sólo en la mente de las personas...). Es el intelecto el responsable de relacionar hechos y nociones, advirtiendo después una concatenación legítima entre ellos, por la única razón de que le resulta, a él, razonable o convincente. Así, por ejemplo, la creencia de que todo movimiento planetario debía ser circular y perfecto es un ídolo de la tribu porque supone creer, tan sólo, por el mero hecho de que preferíamos esa forma geométrica particular, no por las evidencias, sustituyendo "por supersticiones las supremas verdades de la naturaleza; la luz de la experiencia, por la soberbia y la vanagloria", en palabras de Bacon.
- Los Ídolos de la Caverna son los propios del hombre individual. Cada uno de nosotros vive en su propia cueva, una caverna en donde la luz de la naturaleza es refractada y alterada. Nuestra noción de la realidad está alterada y moldeada, "ya sea por la naturaleza propia y singular de cada uno, o por la educación y trato con los demás, o por la lectura de libros y la autoridad de aquellos que cada cual cultiva y admira". Casi cada hombre particular construye sus propios ídolos cavernarios, por lo que su diversidad es inmensa
- Los Ídolos del Foro (o del Comercio, o Mercado) "surgen del acuerdo y de la asociación del género humano entre sí". Los hombres suelen desginar, erróneamente, significados particulares a ciertos términos o expresiones del lenguaje. Hay palabras que poseen significado y, sin embargo, no denotan realidad alguna, mientras que otras algunas cosas reales están definidas de manera inadecuada o se usan confusamente. Este tipo de ídolos son los que Bacon considera como más peligrosos, por ser causa de disputas verbales y porque "se insinúan ante el intelecto mediante el acuerdo de las palabras; pero también sucede que las palabras se retuercen y reflejan su fuerza sobre el intelecto, lo cual convierte en sofísticas la filosofía y las ciencias".
- Por último, los Ídolos del Teatro son aquellos que penetraton en el intelecto del hombre a partir "de los diferentes dogmas de las filosofías y también a partir de las perversas leyes de las demostraciones". Toda filosofía anterior es, para Bacon, "una fábula compuesta y representada en la cual se forjaron mundos ficticios y teatrales". Asimismo, algo similar cabe decir, según Bacon, de "muchos principios y axiomas de las ciencias, los cuales se impusieron por tradición, por credulidad y por negligencia". Bacon afirma que la única autoridad que poseen dichas escuelas, teorías o axiomas científicos o filosóficos es la de ser construcciones verbales producto de un elevado talento, pero cuyo contenido es escasamente ilustrativo para descubrir las leyes naturales. Bacon clasifica en tres grupos a los Ídolos del Teatro: sofísticos (basados en falsos razonamientos, como los de Aristóteles), empíricos (basados en generalizaciones erróneas, como las de los alquismistas), y los supersticiosos (que se sustentan en la reverencia y el respeto a la mera autoridad, como el platonismo y el pitagorismo).
[A estos cuatro tipos de ídolos Max Scheler añade un quinto, los Ídolos del Conocimiento Interno, que producen aquellos que sostienen que toda percepción de uno mismo (no del conocimiento externo, como los anteriores) es acertada y exacta con la realidad, reflejando el ser humano tal como es en verdad.]
Una vez eliminemos los ídolos, sean del tipo que sean, nuestra mente estará en condiciones de adquirir un conocimiento genuino, conocimiento basado en la leyes de la naturaleza y a las que, sin bagaje apriorístico alguno, podemos tener finalmente acceso y alcanzar un entendimiento y elaborar una descripción del mundo y su funcionamiento según es éste en realidad.
1.5.09
Introducción al pensamiento de Karl Marx (V)

5) Infraestructura y superestructura.
Para Marx la liberación del hombre, su emancipación definitiva y la erradicación de las distintas alienaciones que le atenazan son sólo posibles, como ya se ha dicho, si remodelamos las circunstancias sociales y económicas en las que vive. Modificando dichas situaciones podrá emerger un hombre nuevo, pero para ello cabe transformar de raíz la estructura que conforma a la misma sociedad. Ésta, a ojos de Marx, se divide en dos grandes apartados: la infraestructura y la superestructura.

A) INFRAESTRUCTURA
Corresponde a la estructura económica de la sociedad, esto es, la manera en cómo se ordenan los distintos medios para satisfacer la vida material de los individuos. Está determinada por:
Para Marx la liberación del hombre, su emancipación definitiva y la erradicación de las distintas alienaciones que le atenazan son sólo posibles, como ya se ha dicho, si remodelamos las circunstancias sociales y económicas en las que vive. Modificando dichas situaciones podrá emerger un hombre nuevo, pero para ello cabe transformar de raíz la estructura que conforma a la misma sociedad. Ésta, a ojos de Marx, se divide en dos grandes apartados: la infraestructura y la superestructura.

A) INFRAESTRUCTURA
Corresponde a la estructura económica de la sociedad, esto es, la manera en cómo se ordenan los distintos medios para satisfacer la vida material de los individuos. Está determinada por:
-Fuerzas productivas: aquellos elementos que se precisan para procurar los productos de una sociedad en una época específica. Son obvias fuerzas productivas los recursos naturales a los que se tiene acceso (y que, en distintos tiempos, son diferentes, debido a nuevas técnicas para obtenerlos [p. ej: carbón, petróleo]), así como todos los instrumentos, maquinaria, el saber acumulado, las técnicas, la mano de obra, etc.
- Relaciones de producción: las que se configuran entre los distintos individuos con arreglo a la posición jerárquica de cada uno dentro del sistema de producción. Pueden dar lugar a relaciones de subordinación o dominación, por ejemplo, y atañe a los responsables de los medios de producción (empresarios, mandatarios, directores, etc.) y a los que prestan su fuerza productiva (proletariado).
Basándonos en cómo se armonizan estos dos elementos de la infraestructura de todo sistema productivo podemos observar la creación de diferentes tipos de sociedad, que cambia a lo largo del tiempo. Hasta Marx eran tres tipos, principalmente (“esclavista”, “feudal” y “capitalista”, que analizaremos en la siguiente entrega de esta serie), a los que se sumaría el comunismo
B) SUPERESTRUCTURA
Por su parte, la superestructura designa, dentro del marxismo, el conjunto de instituciones y sistemas de organización social, jurídica y política, así como las formas de conciencia (sean religiosas, artísticas o filosóficas) específicas de cada sistema productivo y que se hallan condicionadas por él. Examinémoslas.
- Superestructura ideológica: la conforman el cúmulo de creencias, modos de pensamiento e ideas propias de cada sociedad. Son las expresiones religiosas, científicas, filosóficas y artísticas.
- Superestructura social: corresponde a la clásica “división de clases”, un sistema de organización social cuyas facciones están en relación con el lugar que ocupan en el sistema productivo que, como ya sabemos, se seccionan en dominantes y dominadas (o propietarios y fuerzas productivas).
- Superestructura jurídica y política: es el modo en como se organiza el poder político y
se dispone la legislación de una sociedad. Como vimos, Marx creía, no que cada tipo de sociedad generaba un poder político y legislativo específico, sino que eran éstos elementos los que determinaban la aparición de una forma de sociedad, todo lo cual derivaba finalmente en una estructura económica singular, acomodada precisamente con aquel poder político y legislativo. En otras palabras, que éstos se hallan, desde siempre, bajo las riendas de las clases dominantes (propietarios, empresarios, etc.), los cuales acaban encauzando y amoldando todo el sistema de leyes y políticas para su propia protección y expansión.
Menciono, a continuación, un texto de Jordi Cortés Morató (“Diccionario de filosofía Herder”) en referencia a la relación entre infraestructura y superestructura: “En la medida en que la superestructura es dependiente de la base económica real, es decir, de las relaciones productivas, la superestructura se constituye como la ideología dominante, es decir, como la ideología de la clase dominante en el modo de producción que la engendra. Este término es usado por Marx en la “Contribución a la crítica de la economía política”, en el contexto de una formulación general y abreviada de su concepción del materialismo histórico. Por tanto, debe entenderse también como una formulación general y abreviada, de ahí que las polémicas que se han suscitado relativas a si la base económica determina por completo, o sólo «en última instancia», a la superestructura, o hasta qué punto cambios en la superestructura pueden condicionar cambios en la estructura económica, deben relativizarse, y se debe considerar la teoría marxista en su conjunto. No obstante, Engels afirma que «en última instancia» debe explicarse todo el conjunto de instituciones jurídicas y políticas, y las representaciones religiosas, filosóficas e ideológicas propias de cada época, a partir de la infraestructura. Pero en una carta a J.Bloch, Engels mismo matiza esta determinación «en última instancia», que no es un mero determinismo economicista, y señala el aspecto de acción recíproca entre ambas instancias: la infraestructura y la superestructura”.
Pero Marx es más taxativo: “el modelo de producción de la vida material determina el carácter general de los procesos de la vida social, política y espiritual”. Parece, pues, que aunque tanto la infraestructura como la superestructura puedan oponerse dialécticamente, para así llegar a una nueva situación de cambio social (esto es lo que el mismo Marx admite), la dirección a seguir siempre parte del mismo punto (el sistema económico) y se dirige a la misma meta (el sistema ideológico, social y político). Sin un cambio en aquel, pues, es imposible concebir una trasformación radical de éstos.
(continuará)
- Relaciones de producción: las que se configuran entre los distintos individuos con arreglo a la posición jerárquica de cada uno dentro del sistema de producción. Pueden dar lugar a relaciones de subordinación o dominación, por ejemplo, y atañe a los responsables de los medios de producción (empresarios, mandatarios, directores, etc.) y a los que prestan su fuerza productiva (proletariado).
Basándonos en cómo se armonizan estos dos elementos de la infraestructura de todo sistema productivo podemos observar la creación de diferentes tipos de sociedad, que cambia a lo largo del tiempo. Hasta Marx eran tres tipos, principalmente (“esclavista”, “feudal” y “capitalista”, que analizaremos en la siguiente entrega de esta serie), a los que se sumaría el comunismo
B) SUPERESTRUCTURA
Por su parte, la superestructura designa, dentro del marxismo, el conjunto de instituciones y sistemas de organización social, jurídica y política, así como las formas de conciencia (sean religiosas, artísticas o filosóficas) específicas de cada sistema productivo y que se hallan condicionadas por él. Examinémoslas.
- Superestructura ideológica: la conforman el cúmulo de creencias, modos de pensamiento e ideas propias de cada sociedad. Son las expresiones religiosas, científicas, filosóficas y artísticas.
- Superestructura social: corresponde a la clásica “división de clases”, un sistema de organización social cuyas facciones están en relación con el lugar que ocupan en el sistema productivo que, como ya sabemos, se seccionan en dominantes y dominadas (o propietarios y fuerzas productivas).
- Superestructura jurídica y política: es el modo en como se organiza el poder político y
se dispone la legislación de una sociedad. Como vimos, Marx creía, no que cada tipo de sociedad generaba un poder político y legislativo específico, sino que eran éstos elementos los que determinaban la aparición de una forma de sociedad, todo lo cual derivaba finalmente en una estructura económica singular, acomodada precisamente con aquel poder político y legislativo. En otras palabras, que éstos se hallan, desde siempre, bajo las riendas de las clases dominantes (propietarios, empresarios, etc.), los cuales acaban encauzando y amoldando todo el sistema de leyes y políticas para su propia protección y expansión.
Menciono, a continuación, un texto de Jordi Cortés Morató (“Diccionario de filosofía Herder”) en referencia a la relación entre infraestructura y superestructura: “En la medida en que la superestructura es dependiente de la base económica real, es decir, de las relaciones productivas, la superestructura se constituye como la ideología dominante, es decir, como la ideología de la clase dominante en el modo de producción que la engendra. Este término es usado por Marx en la “Contribución a la crítica de la economía política”, en el contexto de una formulación general y abreviada de su concepción del materialismo histórico. Por tanto, debe entenderse también como una formulación general y abreviada, de ahí que las polémicas que se han suscitado relativas a si la base económica determina por completo, o sólo «en última instancia», a la superestructura, o hasta qué punto cambios en la superestructura pueden condicionar cambios en la estructura económica, deben relativizarse, y se debe considerar la teoría marxista en su conjunto. No obstante, Engels afirma que «en última instancia» debe explicarse todo el conjunto de instituciones jurídicas y políticas, y las representaciones religiosas, filosóficas e ideológicas propias de cada época, a partir de la infraestructura. Pero en una carta a J.Bloch, Engels mismo matiza esta determinación «en última instancia», que no es un mero determinismo economicista, y señala el aspecto de acción recíproca entre ambas instancias: la infraestructura y la superestructura”.
Pero Marx es más taxativo: “el modelo de producción de la vida material determina el carácter general de los procesos de la vida social, política y espiritual”. Parece, pues, que aunque tanto la infraestructura como la superestructura puedan oponerse dialécticamente, para así llegar a una nueva situación de cambio social (esto es lo que el mismo Marx admite), la dirección a seguir siempre parte del mismo punto (el sistema económico) y se dirige a la misma meta (el sistema ideológico, social y político). Sin un cambio en aquel, pues, es imposible concebir una trasformación radical de éstos.
(continuará)
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