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17.4.08

El nacimiento del ateísmo en Grecia



El ateísmo (atheós, en griego, sin dios) es la negación de la existencia de Dios, o bien, negar que podamos conocer su existencia. Pero también se aplica a aquellos que creen que la idea misma de Dios no tiene sentido alguno, al tratarse de un concepto incoherente. Generalmente, por lo tanto, cualquier sistema filosófico que se substente en el materialismo o en alguna derivación de él será ateo, dado que afirman que todo lo que forma y es el mundo es materia o puede, de alguna forma, restringirse a ella.

Así, ya los atomistas como Demócrito aceptaban el ateísmo, si bien puede que no fuera él el primero en abrazar la inexistencia de Dios. Tal vez se le adelantó un sofista, el tirano ateniense Critias (453-403 antes de Cristo), noble pariente de Platón y discípulo de Sócrates (quien le obligaría a abandonar su clase tras descubrir que trataba de 'empalmarse' a otro jovenzuelo de la escuela...). De hecho, una de las particularidades de los sofistas fue su agnosticismo en relación a Dios; en su obra "Sobre los dioses" Protágoras, como se vio en su momento, afirmó: "de los dioses no puedo saber si existen, ni qué forma tienen. En efecto, son muchas las dificultades que obstaculizan tal conocimiento, como la imposibilidad de recurrir a la experiencia sensible, y la brevedad de la vida".

Critias fue uno de los Treinta Tiranos. Malvado y perverso, aristócrata cruel, se erigió en enemigo de la democracia ateniense, a cuya destrucción y desaparición contribuyó generosamente. Apenas se le puede considerar como filósofo, y muchos de sus rasgos sofistas están lejos de los de Protágoras o Gorgias; sin embargo, se conserva un texto de su obra satírica Sísifo (Critias solía escribir poesía, comedias, etc.), en la que trata el tema de los dioses. Los siguientes son algunos de sus versos:

Hubo un tiempo, cuando la vida de los humanos era sin ley y bestial, esclava de la fuerza, en el que no había premio para los honrados ni castigo para los malvados. Parece que entonces los hombres inventaron leyes sancionadoras para que la justicia fuera señora de todos y mantuviese dominada a la insolencia, y si alguien cometía delitos fuera castigado. Ahora bien, como las leyes sólo impedían a los hombres cometer actos injustos en público, pero los cometían en secreto, es por eso, supongo yo, por lo que algún hombre de astuto y sabio pensamiento introdujo por vez primera el temor a los dioses, de modo que hubiera algún objeto de temor para los malos si a escondidas hacían, decían o pensaban algún mal. Por esta razón fue introducida la divinidad, que es un espíritu floreciente de vida inagotable, que con su mente percibe y ve, piensa y domina todo, dotado de naturaleza divina. El dios podrá ver y sentir todo lo que dicen y hacen los mortales.

Aunque en secreto trames algo, eso no les pasará oculto a los dioses, porque es clarividente su inteligencia. Por medio de tales discursos introdujo (el sabio legislador) la más seductora de las doctrinas, ocultando la verdad bajo un relato engañoso. Decía que los dioses habitaban allá donde sabía que podían impresionar más a los hombres, donde sabía que tienen origen los temores de los mortales y los afanes de su vida miserable, en esta alta bóveda celeste, allí donde veía que surgen rayos, las terroríficas detonaciones de los truenos, el estrellado rostro del cielo, versátil obra del Tiempo, sabio artífice, allí donde cumple su curso la fulgente masa del sol y de donde desciende a la tierra la lluvia. Tales temores infundió en torno a los hombres. Con ellos y con ese hermoso parlamento introdujo la divinidad y la situó en un lugar adecuado, y mediante leyes extinguió la ilegalidad.
Es decir, Critias pensaba que, tras su etapa salvaje desde los albores de los tiempos, la civilización de la humanidad había traído consigo la inteligente y sabia invención, por parte de alguien, de los dioses. Invención útil, aunque falsa, porque éstos permiten, mucho mejor que las leyes, sancionar la conciencia de los hombres malvados. Si únicamente existieran las leyes, el humán podría muy bien incumplirlas cuando las circunstancias le fueran favorables, lo cual podría llevar a un caos ingobernable en la ciudad; la justicia, pues, no asegura el orden y la estabilidad por sí sola.

Una consecuencia de esto es que los dioses castigan a los malhechores, pero como sucedía (tanto entonces como ahora) habitualmente, no todos los delincuentes, ladrones, etc. terminaban por ser castigados, pese a que la literatura griega insistiera en que Zeus siempre imponía, aunque fuese tarde, la justicia divina. Algunos, no obstante, no estaban tan seguros de ello, lo que les hizo derivar hacia agnosticismos radicales que después desembocarían en un agudo ateísmo. Uno de ellos fue Diágoras de Melos (¿465-410? antes de Cristo), probablemente discípulo de Demócrito y conocido como el Ateo.

Diágoras, del que poco sabemos (unos dicen que más que ateo era impío, y otros sostienen que fue un "pionero del pensamiento progresista"...), experimentó en carnes propias la prosperidad de las injusticias: parece ser que un tipo al que él conocía le plagió algunos de sus poemas (pues ambos eran poetas, entre otras cosas) y nunca quiso reconocerlo, y que tampoco le devolvió un depósito que Diágoras le había confiado tiempo atrás. Además, vio como éste mismo sujeto salía inocente de un juicio sin recibir ningun castigo después de haber cometido perjurio al jurar sobre los dioses ser inocente. Observando que a su alrededor la maldad quedaba sin castigo, y suponiendo que Dios (o los dioses, recordemos el politeísmo de la cultura griega antigua) era omnisciente y amaba la justicia, Diágoras se preguntaba: "Si la inmoralidad puede permanecer impune, ¿para qué creer en dioses que velan la virtud humana?".

Porque si Dios observa todo el mal que reina en el mundo, toda injusticia y tiene, por su omnipotencia, la capacidad de actuar para atajarlo -o sancionarlo- y, en cambio, lo deja sin castigo, entonces cabe concluir que realmente no hay Dios alguno (¿qué buen dios permitiría que floreciesen los injustos?). Esta cuestión constituye el problema del mal, que tan ocupados mantuvo a los escolásticos en la Edad Media. Pero es un problema que la postura de Diágoras no soluciona; porque, aunque Dios amara la justicia, podría permitir la existencia del mal, o la de acciones injustas que queden impunes, en beneficio de un bien común. Además, si Dios actuara en cada circunstancia controlando y erradicando el mal y la injusticia, el ser humano no dispondría de la necesaria autonomía en su vida (y cabe reconocer la importancia de la independencia de nuestras acciones). Como ha dicho Barnes: "Dios ama la justicia, pero también ama la libertad".

Critias murió en plena batalla por erradicar la democracia; de Diágoras -a quien se había condenado a muerte en Atenas por revelar los misterios de Eleusis-, sólo se sabe que partió al exilio al Peloponeso en 411 antes de Cristo; debió morir poco después, quizá asesinado (se recompensaba su captura, vivo o muerto), si bien jamás lo sabremos. Con todo, su postura dio inicio a elaboraciones ateas más refinadas, que llegarían más tarde hasta Epicuro o Tommaso Campanella, por ejemplo, y se fue a la tumba sembrando algunas dudas en mentes y corazones teístas. Su papel, pese a casi nunca ser mencionado en las historias de filosofía, fue muy destacado para la posterior dicotomía ateísmo-teísmo, que reinará en el pensamiento hasta nuestros días.

13.5.07

(Breve) Análisis de "Las teorías de la Religión primitiva", de E.E. Evans-Pritchard

La obra de E.E. Evans-Pritchard "Las teorías de la religión primitiva" explora las diversas explicaciones que han ido apareciendo a lo largo de dos siglos acerca del origen de las religiones. Pero no respecto a las que dominan el mundo actual (cristianismo, judaísmo, islamismo, etc.) sino aquellas que están en la raíz misma de nuestra civilización humana.

Así, Evans-Pritchard analiza en tres grandes bloques las interpretaciones psicológicas, sociológicas y las aportaciones de Lévy-Bruhl, que tratan de entender cómo se han gestado las religiones de los pueblos primitivos. Colindando con estos tres capítulos descriptivos Evans-Pritchard ofrece una extensa introducción en la que expone el objeto de su obra y una conclusión en la que deja constancia de su enfoque crítico ante las teorías analizadas.

Porque, en efecto, Evans-Pritchard sostiene que las exposiciones históricas de la génesis de las religiones primitivas adolecen de muchos errores (de recolección de datos, interpretación, deducción, etc.), y que en realidad todo intento similar está destinado al fracaso: mientras carezcamos de textos originales e informaciones de calidad sobre cómo eran las circunstancias sociales y culturales en las que las religiones primitivas se desarrollaron no podremos, o al menos no de forma satisfactoria, componer un marco coherente en el que intentar explicar el origen y el papel que han jugado dichas religiones.

Las teorías psicológicas (desde Max Müller o Edward Tylor a sir James Frazer o Ernest Crawley) proponen que tanto las religiones como la magia son estados psicológicos, producto de emociones, sentimientos y tensiones, cuya función consiste en aliviar a los seres humanos de la ansiedad y darles confianza y esperanza. En definitiva, que las religiones son pura ilusión y cumplen tan sólo un cometido de consuelo. Evans-Pritchard mantiene que estas teorías son únicamente conjeturas, sobre todo porque se basan en una serie de suposiciones o figuraciones que no podemos aseverar como ciertas (¿cómo estar seguro de lo que sienten los creyentes?) o porque existen estados emocionales similares pero en nada relacionados con la experiencia religiosa (quien huye de un búfalo sufre una gran tensión, pero seguramente no vinculada a aquella).

Por su parte, las teorías sociológicas de las religiones primitivas (de las que es su principal exponente Emile Durkheim) plantean que éstas son un hecho social, un asunto de grupo y que no habría religión sin una existencia humana socio-cultural. En palabras de Durkheim, las religiones son “sistemas unificados de creencias y prácticas referidas a cosas sagradas”, y la idea de espíritu o alma puede explicarse como proyecciones de la sociedad. No importa si las religiones son verdaderas, lo que cuenta es que cumplen una función social básica, aportando cohesión y continuidad dentro de la comunidad. Sin embargo, Evans-Pritchard también critica la rígida dicotomía entre los sagrado y lo profano que hacen las teorías sociológicas, la inexactitud de los datos y el hecho de que queden sin explicar los ejemplos negativos. El problema reside en que no podemos saber si son ciertas o falsas dichas teorías porque van más allá de la descripción de hechos, lo cual dificulta enormemente su verificación experimental.

En tercer y último lugar Evans-Pritchard examina la propuesta de L. Lévy-Bruhl, quien clasifica las sociedades humanas en primitivas (de pensamiento orientado hacia lo sobrenatural, que no busca relaciones causales porque sus representaciones místicas de su sociedad lo impiden) y civilizadas (en las que domina la mentalidad científica). La religión habría surgido en la primera porque encajaba en el tipo de pensamiento dominante. Aquí Evans-Pritchard reprueba también a Lévy-Bruhl por su contraposición, excesivamente tajante, entre el pensamiento primitivo y el civilizado, puesto que el primero también hace uso de la razón (de lo contrario, difícilmente podrían haber sobrevivido las sociedades antiguas) y en el segundo hay muestras evidentes de misticismo. En definitiva, que ni los primitivos carecieron de pensamiento racional y lógica ni ha desparecido en la actualidad el interés por lo místico.

Evans-Pritchard concluye que es inútil buscar un principio u origen en materia de religión pues partimos de una base arbitraria; las teorías remiten a supuestos primitivos no basados en datos y, además, se sustentan sobre supuestos psicológicos que es prácticamente imposible determinar con seguridad. Entiende que los hechos concretos no explican la religión, y que lo adecuado sería analizar profundamente las relaciones entre la religión y otros hechos sociales para así obtener una comprensión sociológica del fenómeno. En una frase del propio Evans-Pritchard, “dar cuenta de los hechos religiosos en términos de la totalidad de la cultura y la sociedad en que se hallan”.

Más allá de la facilidad de lectura y la exposición clara y ordenada de teorías y conceptos (valores que no siempre se dan en los textos de Antropología), la obra de Evans-Pritchard deja un sabor boca ligeramente amargo, como si en materia de religión primitiva la ciencia antropológica no hubiese avanzado nada y los esfuerzos históricos carecieran de todo interés científico. La impresión que uno tiene tras su lectura es que pese a los grandes esfuerzos realizados los investigadores siempre han pecado de ingenuos o de torpes a la hora de explicar las religiones primitivas, que han cometido errores de bulto y han sido incapaces de entender que no podemos conocer su origen porque, simplemente, no disponemos de los datos y los detalles objetivos para hacerlo.

Cuatro décadas después de la obra de Evans-Pritchard, C. P. Kottak sostiene que “cualquier declaración sobre cuándo, cómo, dónde o por qué surgió la religión es pura especulación, aunque hayan revelado importantes funciones del pensamiento religioso”. Así, pese a sus errores, quizá algunas de las teorías examinadas por Evans-Pritchard tengan un poso útil, que puedan servir, si no para explicar el origen de las religiones, sí al menos para decirnos cuál es la utilidad de dicho pensamiento religioso.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...