Mostrando entradas con la etiqueta Serie "Platón". Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Serie "Platón". Mostrar todas las entradas

13.11.09

La estética de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Es por todos conocido que Platón expulsó de su Estado ideal a los dramaturgos y poéticas épicos; además, no parece que el ateniense apreciara significativamente la belleza natural que le rodeaba, pues atendía al lugar en donde se hallaba, al ambiente que le servía para discusiones o por mero descanso físico, en función de su utilidad. No miraba al mundo y admiraba su belleza, sino que estaba en el mundo y agradecía su funcionalidad para ciertos momentos y circunstancias. Con estos antecedentes podríamos concebir la personalidad de Platón como insensible ante la belleza, pero la realidad es más compleja, y no exenta de contradicciones; si bien es justo reconocer su ausencia de interés por la belleza natural, no sucede lo mismo con la belleza humana, ni con la creada por nuestra civilización.

La razón de que Platón expulsase a casi todos los poetas de su República obedecía a causas morales y metafísicas; mas esto no implicaba que no sintiese estima por las composiciones de Homero, por ejemplo, ni de que no le tuviera una cierta admiración: “Alabamos muchas cosas de Homero”, “Debo hablar, por más que la afición y reverencia a Homero, que desde mi juventud me han dominado, me retraigan de hacerlo”, y “estamos dispuestos a reconocer que Homero es el mayor de los poetas y el primero de los trágicos”, son muestras textuales de la República que señalan el evidente respeto que Platón profesaba por aquel.

El arte parte de la apreciación por la belleza, que el arte produce (o que, más bien, es el mismo arte). Cualquier teoría sobre el arte debe partir de la noción de belleza. Para Platón, la belleza existía realmente, y la presente en el mundo de los sentidos participaba o derivaba de una Belleza universal, de la cual las cosas sensibles eran aproximaciones más o menos logradas. Hay grados diversos de belleza: un objeto bello es feo al compararlo con una mujer bonita; un chimpancé gracioso no es nunca más bello que un hombre bien parecido, y éste siempre será feo frente a un dios. La Belleza universal, por su parte, no está compuesta por una parte de belleza y la otra de fealdad, ni es bella en relación con ciertas cosas y fea en relación con otras, sino que, como todas las Ideas, es “eternamente autosubsistente y en unicidad consigo misma”.

De esto se deduce que la Belleza universal no es algo material, no puede plasmarse en una cosa bella; la Belleza universal es, como toda Forma, suprasensible, de modo que las obras de arte (pintura, escultura, arquitectura, poesía, danza, canto, música, etc.) se sitúan inevitablemente en una dimensión inferior dentro de la escala de Belleza. Las cosas bellas lo son en virtud de nuestro sentidos que la perciben, mientras que la Belleza arquetípica, universal, atañe sólo a la Inteligencia.

Una dificultad a la hora de establecer una definición de lo bello aplicable a su manifestación sensible aparece cuando se equipara la belleza a la utilidad, a la eficiencia: “todo lo útil es bello” declara Sócrates en Hipias Mayor. Entonces, ¿una instituto de alumnos diligentes y obedientes, que obtiene resultados académicos magníficos, es bello? ¿Un mecánico cuya destreza arregle nuestro coche es bello? Incluso, ¿una bombona de butano es bella por el mero hecho de calentar con competencia el agua de nuestra ducha? Manera de abandonar este aprieto la sigue Sócrates dirigiendo la atención hacia dilucidar si esa utilidad se emplea para un fin bueno o uno malo; lo que es eficaz para un fin ruin no puede ser bello, afirma Sócrates, pero si sólo lo bueno lo es, si sólo aquello que consideramos bueno es bello, entonces, como dice Frederick Copleston, “la belleza y la bondad no pueden ser lo mismo, ya que tampoco la causa y el efecto pueden identificarse”. Sócrates terminará declarando que tal vez la belleza será aquello que produce un sentimiento agradable a la vista y al oído (músicas y voces bellas, mujeres y hombres hermosos, estatuas bien realizadas, etc.). Pero, si esto es la Belleza universal, ¿cómo identificarla con lo intangible que le es propio a esta? ¿Cómo puede la Belleza universal, una Forma trascendental, según la metafísica platónica, ser apreciada por nuestros sentidos? Si todo objeto bello genera placer y satisfacción, bien a la vista, bien al oído, entonces deben poseer algún carácter común que les confiere su belleza y que está presente en ambos. Y, ¿cuál es? ¿Quizá el placer que sirva para algún fin, que sea útil, que nos produzca una emoción, un impulso, un estímulo encaminado a una acción provechosa? Pero, si esto es así, como señala Sócrates hemos regresado al punto de partida, y no hemos solucionado realmente nada; un mero razonamiento circular. Ni bello, ni útil.
Toda destreza o habilidad genera “productos de objetos reales” (lápices, libros, edificios, hechos por los hombres, y rocas, plantas y hombres, hechos por los dioses), o bien “imágenes”, que imitan la realidad pero no desempeñan las funciones de sus originales. Las imágenes son falsas imitaciones de la realidad, y aunque poseen parte de ésta (si no, no serían imágenes, sino otro ejemplo de la misma cosa), por ello se sitúan en un segundo grado de alejamiento de la realidad de las Formas: en efecto, el arte imitativo está “dos grados por debajo de la realidad, porque es simple semejanza”; el pintor no copia de los objetos con exactitud, sino que imita las simples apariencias. El pintor, dice Platón, es un pseudoartífice, no como las medicinas, que poseen habilidad auténtica, sino como los cosméticos, que dan apariencia de salud más que la propia salud.

Conocer algo es captar su Forma eterna; pero las artes, simples imitaciones de imitaciones (imitaciones de las formas concretas del mundo sensible que, a su vez, son como copias de las verdaderas Formas), no pueden producir ni ser ellas mismas conocimiento. Ahora bien, una obra de arte que posea belleza atesora una relación con la Forma y, a veces, el artista, inconsciente de lo que está realizando, puede tener un momento de inspiración, o de intuición, alcanzando el saber y lo verdadero de forma directa, tal vez por estar poseído por una divinidad.

Por este motivo, las artes pueden y deben jugar un papel dentro del orden social del Estado. Para descubrir cuál es primero debemos examinar qué efectos causan en los hombres. Por una parte, el arte brinda un placer, porque posee belleza, y además se trata de un placer puro, en el sentido de que no está generado por otras causas (por ejemplo, comer cuando tenemos hambre); pero, sin embargo, en ocasiones el arte da entrada a personajes (en la poesía dramática) que modifican su propia realidad, comportándose indeseablemente y actuando sin sinceridad ni dignidad; su falsedad y fingimiento natural producen placeres vulgares en el auditorio, por lo que deberían, afirma Platón, ser sancionados. Ahora bien, dado que las artes tienen la cualidad de influir en las actitudes y comportamientos de las gentes, habrá que especificar para el Estado ideal cuáles pueden ser las conductas adecuadas y cuáles perniciosas; Platón está seguro de que la imitación artística de una mala actitud o conducta es un llamamiento a que los individuos hagan lo mismo, imitando dicha conducta, en sus vidas; en consecuencia todas las páginas que destilen comportamientos incorrectos o inmorales, ya sea de los héroes o los dioses, deben ser suprimidas de la educación de la República. Por el contrario textos que señalen virtudes y facultades convenientes deben ser leídos y difundidos, e incluso creados si no existen, por el bien de las jóvenes generaciones.

Si son bien empleados y encauzan adecuadamente la educación del carácter, la danza, la música y la poesía son instrumentos indispensables y muy beneficiosos para la formación de los ciudadanos, señala Platón. Pese a su severidad ante la aplicación de las artes en la sociedad, el ateniense reconoce su valor y las respeta en grado sumo, aunque siempre destaca que el artista debería mostrar una intachable responsabilidad social, de forma que orientara sus creaciones hacia el bien de la colectividad, transmitiendo valores y atributos humanos que permitiera a los hombres mejorar su condición a acercarles a la virtud.

La limitación que Platón propone para la dimensión creativa del artista, en consecuencia, no es debida a un prejuicio sobre las artes, a un cierto fanatismo que desprecia aquellas manifestaciones estéticas que no encajan con nuestros gustos, sino que se encuadra dentro del ánimo platónico de un Estado ideal en donde todos sus elementos, inclusive los que no dependen tanto del sueño de la razón, estén encaminados a proporcionar una estabilidad y una rectitud al espíritu de los hombres.

¿Debe el arte ceñirse a una consideración meramente social, restringiéndose al bien colectivo, antes que a una libertad creativa de sus practicantes que pueda generar una desviación en las conductas y modos de comportamientos considerados correctos? En la sociedad actual tenemos una respuesta obvia a esta pregunta; cabría, sin embargo, preguntarse hasta dónde influyen las “artes” (hoy hablaríamos más correctamente de medios) en nosotros, y hasta dónde es beneficioso que lo haga; y, también, podríamos cuestionar por qué ciertos individuos, incapaces de distinguir entre una actitud artísticamente sugestiva o socialmente aceptable, adoptan una como deseable y desechan la otra (se conocen casos de violencia, o conducta agresiva, tras el visionado de una película, la televisión o después de unas horas con algunos videojuegos), sin discernir que su mera presentación y aparición en una serie televisiva o un juego de ordenador no supone la necesidad, o la conveniencia, de trasladarla en ningún caso a la vida real; vida en donde no hay un botón para cerrar la pantalla, ni “contrincantes” virtuales sino de carne y hueso, ni la posibilidad de empezar, jamás, una nueva partida.

26.10.09

La ética de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

La ética es una reflexión sobre la conducta humana que se dirige hacia la resolución de problemas tanto individuales (por ejemplo, cómo puedo alcanzar la felicidad, o cómo debo vivir para estar por encima de mi constitutiva animalidad) como sociales (cómo lograr la convivencia común pacífica y tolerante). La ética platónica, que recoge detalles del pensamiento socrático y que será posteriormente ampliada, corregida y conceptualizada por Aristóteles, es eudemonista, dado que se orienta al logro del bien supremo del hombre, esto es, a su felicidad. El bien supremo consiste en el desarrollo de la personalidad, de su alma, de forma que adquiera el estado en que debe hallarse y, por ello, sea feliz.

Al inicio del diálogo platónico Filebo, sus dos disertantes se acomodan en dos posturas antagónicas: Protarco sostiene que la esencia del bien es el placer, mientras que Sócrates cree que es la sabiduría. Pronto, sin embargo, ambos admitirán que una vida cifrada en uno sólo de esos estados, y que los potencie a la máxima expresión, no sería propiamente una vida humana; una existencia de la que no tome parte la experiencia, la memoria, el conocimiento, sería tan vacía como otra que rechazase los placeres corporales. Una vida buena para el hombre, concluyen, deberá contener tanto placeres intelectuales como aquellos que suponen satisfacer un deseo corporal, siempre que sea con mesura.

De los primeros se supone imprescindible la concurrencia de la ciencia exacta de los objetos intemporales, es decir, la geometría. La geometría describe los conocimientos más verdaderos posibles acerca de la realidad más notable. Pero como en el mundo de nuestra experiencia no hallamos más que una grosera aproximación a esos objetos intemporales, será necesario atender a un conocimiento de segundo tipo que la describa, admitiendo, siempre, que se trata de un saber inferior; un conocimiento de esta guisa sería, por ejemplo, el proporcionado por la música o la poesía. De los placeres corporales, por su parte, se aceptan únicamente aquellos que reporten salud y bondad a quien los experimenta, y se desprecian los que generan maldad o locura. Se busca, así, una afinidad entre el conocimiento, entre la sabiduría, y lo que la satisfacción del deseo puede proporcionar, tratando de encontrar una mezcla ecuánime y certera.

La felicidad sólo se alcanza, pues, encontrando la medida o proporción entre una vida sabia y una vida gozosa. Y para ello es esencial la práctica de la virtud, equivalente en este contexto a parecerse tanto a Dios como al hombre le sea posible. La ética platónica abarca cuatro virtudes fundamentales que se derivan del análisis de las partes anímicas que presenta el ser humano (la racional, la irascible y la concupiscible). Así, al alma concupiscible le corresponde una moderación, una templanza inteligente, ya que todo aquel que se muestre templado en la búsqueda de la virtud obrará de forma buena y beneficiosa, de modo que la templanza y la sabiduría no son completamente dispares. En segundo lugar, al alma irascible le atañe una capacidad de sacrificio, una fortaleza de ánimo ante las adversidades, el coraje propio de los que van a la batalla, que no se apartan de la primera fila pese a estar expuestos al peligro. Estas dos virtudes se unifican en la presente o generada por la parte racional del alma, la prudencia, que representa lo verdaderamente bueno para el hombre y los modos para conseguirlo. A su vez, las tres virtudes precedentes se suman e integran en una cuarta, la más importante, que produce la armonía perfecta del alma: es la justicia. Sobre estas cuatro virtudes platónicas gira toda la vida moral de los hombres, ya que abarcan la determinación práctica del bien (prudencia), su efectiva realización social (justicia), el coraje para alcanzarlo o defenderlo de agresiones o amenazas (fortaleza) y la moderación necesaria en virtud de la cual podemos controlar y no confundir dicho bien con el exceso placer corporal (templanza).

Platón creyó siempre que nadie optaría por el mal a sabiendas. Pensaba que si alguien actuaba o elegía hacer algo malo era debido a que se imaginaba que, en realidad, lo que hacía era bueno, aunque de facto fuese todo lo contrario; si uno se deja arrastrar por la maldad es porque, sostenía Platón, no conocía el verdadero bien, o porque cede temporalmente a la pasión, obnubilándose durante un tiempo hasta que reconozca, él mismo, que el bien aparente le parecía el bien auténtico. Esto, sin embargo, no exculparía al individuo de responsabilidad moral, porque sería autor de una falta grave, al permitir que la pasión dominara sobre su razón.

Polemarco, según cuenta Platón en La República, había postulado su teoría de que era conveniente, y justo, portarse bien con aquellos seres próximos si ellos eran buenos, pero que con los enemigos, si eran malos, no cabía remordimiento alguno para con ellos y había que actuar con maldad. Platón rechazará esta máxima (seguramente muy de moda en sus tiempos, aunque también en los actuales...) según la cual se debe ser bueno con los amigos y familiares y malo con nuestros enemigos; Platón afirma que hacer el mal nunca puede ser bueno, y nunca puede proporcionar bien ni felicidad alguna. En boca de Sócrates, Platón asegura que dañar a aquel que actúa mal es hacerle aún peor; Sócrates concluye que, si se siguen las directrices propuestas por Polemarco, el resultado de su forma de “hacer el bien” y promover la justicia es “hacer peor al hombre injusto”; sin embargo, como es obvio, una acción similar sólo es propia de un hombre injusto, y no precisamente de aquel que se aprecia como razonable e virtuoso.

20.5.08

El demiurgo en Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

En la lengua griega antigua, un demiurgo era todo aquel que se dedicaba a los trabajos propios de los pueblos, desde los artesanos a los herreros. No en vano el propio vocablo "demiurgo" procede de démos y érgon, respectivamente, pueblo y creador. Así, quien produjera algo, creándolo a partir de un caos, como hace el artesano que construye una vasija a partir de un montón informe de barro, es por definición un demiurgo.

Platón hizo uso de este término para aplicarlo al mayor de todos los hacedores, al artífice del Universo que conocemos, y aparece en su Timeo, obra ambiciosa y capital en la que analiza el origen del Cosmos, la naturaleza de la materia que lo compone y la propia naturaleza del ser humano. Pero el demiurgo no es un creador en el sentido tradicional o como lo entendemos ahora: no es él quien crea el mismo universo, porque carece de esta capacidad. Es, más bien, el que permite ordenarlo, darle forma tras el caos inicial. Por ello la expresión 'demiurgo' es perfecta para describirlo: al igual que un artesano no crea los componentes con que construirá sus obras, sino que únicamente los mezcla y los acomoda para su mejor finalidad, el demiurgo sólo utiliza los materiales que ya existen en el cosmos para edificarlo con arreglo a las ideas.

Como estas, además de eternas son bellas (puesto que si un autor concreta su interés en lo inmutable como modelo, su resultado creará belleza, según la premisa de Platón), tenemos en el principio dos elementos básicos: el modelo, que representan las ideas, y la copia del modelo; el primero siempre existe, pero jamás nace o muere, mientras que el segundo jamás existe en realidad, aun cuando nazca y muera. Desde luego, la copia del modelo abarca el mundo sensible, los materiales físicos -que pueden transmutarse unos en otros, y que en el principio eran únicamente cualidades- y el espacio donde están contenidos. Por esto, para Platón, dicho mundo no existe, no es real, dado que sólo las ideas poseen entidad verdadera.

Partiendo de las cualidades, el demiurgo las modifica hasta construir los elementos fundamentales (recordemos, los cuatro de Empédocles: aire, agua, tierra y fuego), los cuales serán los ladrillos con los que el demiurgo, a copia del mundo de las ideas, construirá los modelos de todo lo que vemos. A continuación, el demiurgo prosigue su trabajo hacedor imprimiendo un alma en el mundo, el animamundi, que contiene una combinación de lo propiamente eterno e ideal (el concepto de identidad) y de lo propiamente sensible y mundano (la noción de diferencia)*

Pero si únicamente efectuara el demiurgo una acción de copia inexacta de las cualidades materiales y sensibles, el mundo no tendría sentido; se requiere de un patrón temporal que permita una secuencia inteligible de lo acontecido. Por ello, el demiurgo se esfuerza en copiar la eternidad propia del reino de las ideas y fabrica, así, el tiempo. De ahí la importancia capital del demiurgo en su erradicación del caos reinante.

El concepto de demiurgo en Platón puede verse como sólo un artificio, un conveniente instrumento que permite la compresión del universo; Aristóteles ya dijo que era únicamente "una metáfora poética". En todo caso, han sido muchísimas las interpretaciones que esta doctrina platónica ha causado. Citamos las palabras de Ferrater Mora, que expone una completa lista de ellas: "(1) La narración de la producción del mundo por el demiurgo debe ser tomada "en serio", como una descripción lo más literal posible, aunque empleando forzosamente un lenguaje figurado, del origen del universo. (2) Es una narración que debe ser interpretada como un simple "mito verosímil". (3) La doctrina del demiurgo es accesible a todos, porque todos conocen al hacedor del mundo de alguna manera. (4) Se trata de una doctrina esotérica, comunicable solamente a unos pocos. (5) El demiurgo y Dios son lo mismo, habiendo, por lo tanto, en Platón una doctrina monoteísta, ocultada solamente por su sumisión al lenguaje ordinario que le hace hablar también de los dioses, en plural, y aun de una subordinación de estos dioses al demiurgo. 6) El demiurgo es "solamente" un dios entre otros, si bien es el dios supremo y el "padre" de todos ellos. (7) El demiurgo crea verdaderamente el mundo, pues el devenir no tiene existencia ontológica independiente y ha surgido como consecuencia de la actividad demiúrgica. (8) El demiurgo se limita a combinar elementos preexistentes, al modo del artífice. (9) El demiurgo hace 'libremente" el mundo. (10) El demiurgo no hace sino "lo que debe ser". (11) El demiurgo es un objeto de adoración religiosa. (12) El demiurgo es un objeto de especulación filosófica".

Sea cual sea la forma en que entendamos el demiurgo, cabe diferenciarlo de un creador al estilo cristiano, como a veces se quiere hacer creer. Forzar una analogía entre Platón y nociones pre-cristianas es llevar demasiado lejos las cosas, como señala el propio Ferrater Mora.

En resumen, el demiurgo ensambla el universo de la forma más bella y perfecta posible, y para ello le proporciona alma y razón. El producto es un cosmos vivo dotado de ambas cualidades, de las que participa también el hombre. Alma y razón, o si se quiere, espíritu e inteligencia, imbuidas en nosotros y en este vasto Universo gracias al deseo de bondad y perfección del demiurgo, nuestro hacedor.

* (Ambas serán el tema de un futuro apunte)

4.3.08

Platón y la 'anámnesis'; el saber es recuerdo

(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Buena parte de los esfuerzos filosóficos de Platón y Aristóteles están dirigidos a superar el relativismo que los sofistas habían transmitido en sus enseñanzas. Por lo que concierne a la epistemología, la rama de la filosofía que se ocupa de los problemas relativos al conocimiento, Platón trató de alcanzar un saber en el sentido estricto, es decir, precisamente un episteme, un saber verdadero, en contraposición a la doxa, la mera opinión de algo que no es posible conocer, o sólo mediante las apariencias.

Los sofistas (recordemos las tesis escépticas de Gorgias acerca del conocimiento), y entre ellos Menón, plantearon la cuestión, en tiempos de Sócrates, de que para conocer realmente algo era imprescindible saberlo ya de alguna forma, previamente. Esto es, el proceso del aprendizaje es imposible sin conocimiento anterior: porque, por ejemplo, si deseamos conocer (y, por lo tanto, poder enseñar) la virtud, antes debemos saber qué es la virtud. Así, Menón critica a Sócrates por querer buscar algo que ignora totalmente: "¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirías, en efecto, que es ésa que buscas, desde el momento que no la conocías?" (Menón, 80d).

De este modo, el escepticismo sofista establece la imposibilidad del saber verdadero sin conocimiento previo: porque no es posible investigar lo que ya se sabe (¿para qué queremos investigarlo, si ya lo sabemos?), ni lo que no se sabe (si no sabemos qué hay que investigar, jamás podrá saberse cómo investigarlo y cómo saber que lo hemos encontrado). Vista esta dificultad epistemológica, Platón propuso la teoría de la anámnesis, según la cual conocer es recordar. Aquí Platón establece una conexión entre el mundo sensible, que contiene lo imperfecto, y el de las Ideas, el perfecto, en tanto el saber es un tránsito entre lo primero hacia la consecución de ese saber perfecto, ya que éste procede de la idea entendida racionalmente. Esto supone que no puede haber conocimiento, en el mundo sensible, si no se relaciona con las ideas, inmutables y eternas: son los sentidos los que provocan la anámnesis, el recuerdo, de las ideas, que forman la realidad verdadera.

Consiguientemente, la actividad del sujeto no es creadora, nosotros no producimos realmente los contenidos del saber a cada paso que damos, en un proceso de conocimiento que lleva desde la ignorancia hasta dicho saber; dicho contenido, por el contrario, se nos da mediante la anámnesis, siendo la percepción sólo un estímulo que enciende nuestra alma y la incita a hallar el recuerdo de la idea. Y esto lo ilustra Platón en su famoso diálogo en el que un esclavo de Menón, que tiene conocimientos de griego pero no de matemáticas, va descubriendo, él sólo y únicamente a partir de las preguntas de Sócrates, el teorema de Pitágoras. Lo pretendido por Platón es demostrar que este conocimiento no proviene de la realidad sensible, sino que es algo que surge de él mismo; el maestro no enseña saberes, sino el camino que debe recorrer el sujeto hasta recordar el saber que ya posee en su interior.

Entonces, si las ideas no las proporcionan los sentidos pero éstos incitan a la conciencia a encontrarla, parece lógico suponer que debe haberlas recibido con anterioridad. Platón afirma, en efecto, que "si no ha adquirido -en la vida presente- las nociones geométricas, es del todo necesario que las haya tenido en otro tiempo y que él estuviera provisto de ellas con antelación" (Menón,86a).

La solución de Platón se enlaza con el mito órfico-pitagórico del alma, asegurando que el alma ha contemplado el reino inmaterial previamente a habitar el cuerpo, en donde moran las formas puras de la realidad, las Ideas, de tal suerte que lo percibido en el mundo sensible, el imperfecto, nos evoca el recuerdo de dichas formas. Pero para lograr esa reminiscencia es fundamental el empleo del lenguaje, que nos proporciona el saber de entidades reales y sensibles. En efecto, el proceso del conocimiento es un camino discursivo, una dialéctica del alma consigo misma, posible dado que los mundos de las cosas y las ideas están unidos por el lenguaje.

Lo que cabe tener presente en esta noción platónica del saber es que lo que conocemos no viene del exterior, del mundo sensible, ni directamente por medio de los sentidos, sino que empleamos éstos como auxiliares para que nos descubran el verdadero saber, que se desarrolla partiendo de nuestro propio interior. Finalizaremos con el siguiente texto del Menón platónico, donde el ateniense sintetiza, algo poéticamente, su idea de anámnesis:

"Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de ca­mino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que aho­ra decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en reali­dad. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es ta­chado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado*».
Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira ha­cia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado." (Fedro, 249 b-e)

*("En contacto con lo divino" o "estar poseído por alguna divinidad")

2.11.07

La metafísica de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Aristocles, posteriormente llamado Platón (el de las anchas espaldas, 427-347 antes de Cristo), fue quizá el más importante filósofo de la historia. En variedad, calidad y originalidad, no hay posiblemente ningún otro pensador que le iguale, y no parece probable que nazca, en el futuro, nadie como él. De Platón ya hemos comentado algo en estas páginas en cuanto a su comunidad utópica, así como también por lo que respecta al conocimiento y la necesidad de los mitos. Hoy nos centraremos en su metafísica, es decir, en la conocida "Teoría de las Ideas", de forma muy breve y sintética.

En nuestra búsqueda de conocimiento sobre el mundo natural deberíamos, pensaba Platón, tropezar con dificultades insalvables, puesto que si el mundo físico se halla en un continuo flujo (el devenir de Heráclito, con el que estaba de acuerdo Platón) y el saber de la realidad, o al menos su definición, es únicamente aplicable a aquello que permanece, de alguna manera, estable y sin modificación, entonces ¿cómo logramos dicho conocimiento, tales definiciones, que a todas luces poseemos? Este es el punto del que parte Platón para explicarnos su metafísica.

Platón arguyó que era posible porque, más allá de los seres y sus diferencias (las cuales permiten, naturalmente, definirlos), hay una configuración especial, una suerte de molde inmaterial o "idea" que permite identificarlos, sin confundir una liebre de un ser humano o un rayo de un libro. Así, aunque yo pueda morir y desaparecer de este mundo, existe un modelo inteligible de mi persona, mi propia causa formal, que me sobrevive y pervive. Este modelo es eterno e invariable; de hecho, tal modelo es lo único verdaderamente eterno e inmutable. Los distintos principios a los que recurrieron los presocráticos con anterioridad para describir y explicar cómo se formó nuestro mundo carecen de tales atributos, porque no son más que copias de lo verdaderamente existente, esto es, las ideas inmateriales. En otras palabras, lo eterno no es el mundo físico o lo que contiene, sino las ideas a cuya imagen está construido.

Ahora bien, especifiquemos a qué nos referimos al hablar de 'ideas'. Hay que distinguir nuestras propias ideas mentales de las ideas que son las causas metafísicas del mundo sensible. Éstas últimas se hallan más allá de lo humano, subsisten en otro plano, en otra esfera, si se quiere, en el mundo de las ideas. Y es imitando o copiando los modelos inmateriales (o ideas), pues, como el mundo físico ha sido constituido por parte del Demiurgo. De este modo, la realidad suprasensible formada por las ideas es la causa última de todo lo que existe y percibimos. Desde las estrellas a los átomos, cualquier objeto físico o proceso mental tiene su procedencia en el mundo de las ideas.

Esto tiene unas implicaciones muy profundas en nuestro entendimiento del mundo. Necesitamos una explicación suprasensible de lo existente porque la física, la ciencia, no nos puede dar respuesta a todo; las causas físicas definen y esclarecer el ámbito natural, pero ¿cómo explicar una causa no física? Por ejemplo, si nos hallamos en lo alto de una montaña podremos inferir que han sido nuestras piernas y brazos, el cuerpo, quien nos ha llevado hasta allí. Sabremos el cómo, pero no el por qué. La causa de estar allí radicará en algo muy diferente (nuestra voluntad, un rescate, un trabajo, etc.).

Así, Platón diferencia y dispone de dos planos de ser, separados pero conectados; la realidad material que percibimos es el efecto de una causa no material. Estos dos planos son el fenoménico, el plano visible, de los sentidos, y el inteligible, accesible tan sólo por la mente. Ambos planos permiten explicar y analizar toda acción, toda causa, lo cual es un paso adelante en relación a las tesis monistas de Parménides y Heráclito y su confrontación.

Las ideas, supuso posteriormente Platón en una de sus muchas revisiones de esta teoría, están jerarquizadas entre sí. Forman una especie de pirámide en cuya cima se halla la idea del Bien, la idea Suprema. Toda idea verdadera participa del Bien, y este supone la causa y la comprensión de todas ellas. Hay tantas ideas como realidades distintas hay en el mundo sensible; por esto, toda idea mental propia, concepto o pensamiento, ya sea moral, estético, matemático o filosófico, así como todo cuerpo u objeto, presentan su contrapartida en el mundo suprasensible. No obstante, las ideas platónicas son mucho más 'reales' que aquello a lo que nosotros denominamos como tal, porque aquellas son la causa y la posibilidad del mundo físico. Aquellas existen por sí mismas, independientes, pero este no tendría lugar sin ellas, es dependiente directo de su existencia.

Echemos un vistazo a algunas de sus características fundamentales: en primer lugar, y como ya hemos dicho, son inmutables, lo que permite poder definirlas. Repetimos: un gato puede nacer, crecer y morir, pero la idea de gato jamás cambia, porque supone el sustrato o molde del que parte todo gato. Las ideas se hallan fuera del tiempo, son atemporales, por tanto el universo y todo lo que contiene, vida o materia, podría dejar de ser y, sin embargo, las ideas que los forjan seguirían siendo como son. Por otra parte, toda idea es única en sí misma; puede haber muchos gatos diferentes, pero su idea es la misma para todos, porque todos ellos parten de un molde único. Además, son inteligibles, esto es, la razón puede llegar a saber de ellas, pero no así los sentidos, que tan sólo son aptos para comprender el mundo sensible que nos rodea. Por último, aunque todo lo presente en el cosmos, así como nosotros mismos, somos entes y objetos imperfectos (pues, ¿como podría ser una copia algo perfecto?), sólo las ideas alcanzan la perfección.

La teoría de las Ideas de Platón supone, por una parte, una superación completa del escepticismo de los sofistas, porque se propone la existencia de un conocimiento verdadero, al que podemos acceder inteligiblemente. Y, por otra, una abolición del relativismo ético de Protágoras, pues también existen nociones morales universales. Asimismo, esta teoría sugiere la posibilidad de construir un estado perfecto, de modo que la política pueda participar de la excelencia del mundo suprasensible (algo que Platón trató de mostrar en su República).

El papel del Demiugo en todo ello es fundamental. Como dijimos en la nota dedicada a los mitos platónicos, "al ser la materia basta e imperfecta, el Demiurgo se compadece y en ellas imprime las ideas, elaborando así los objetos que percibimos en nuestro mundo. He aquí la distinción fundamental de Platón entre el mundo perfecto de las ideas y la imperfección de nuestra realidad; lo que vemos y sentimos no es más que una copia de lo verdaderamente real". Sin embargo, ¿quién o qué es este Demiurgo? ¿Es un Dios o un ente diferente, y cuáles son sus funciones? A él (o a ello) nos referiremos en un apunte futuro.

5.10.07

Platón y sus mitos

Casi en los albores de este blog, hace prácticamente un año, se publicó un apunte en el que hacíamos una ligera apología del mito, entendiendo este no como una forma superficial, inexacta y errónea de comprender la realidad, sino como manera específicamente humana, y también universal (algo de lo que no pueden vanagloriarse la ciencia ni la filosofía) de hacer familiar, útil y próximo al universo, estableciendo un nexo entre él y nosotros que está más allá de la materia que nos forma a ambos. Es, en síntesis, una aproximación simbólica y imaginativa a la realidad, no por ello menos significativa o relevante que la realizada sobre la base de la razón.

Dijimos entonces, asimismo, lo intensamente ligado que estuvo el mito en los escritos de los presocráticos (vimos el ejemplo de Tales de Mileto). Al fin, la filosofía griega abandonó paulatinamente las explicaciones basadas en el mito, pero tuvieron en Platón a un insospechado valedor.

El mito es una maravillosa herramienta para presentar lúdica y literariamente problemas y cuestiones de la mayor trascendencia y complejidad. ¿Y cuáles son estos problemas sino los relacionados con la génesis y el destino del propio ser humano? Sin embargo, ¿qué puede en verdad decirnos la razón al respecto? ¿Tiene ella alguna jurisdicción en esos ámbitos, o más bien se halla incapacitada para ofrecer ninguna explicación o sugerencia viable porque se hallan mucho más lejos de sus propios dominios? Si esto es así, la razón no nos puede ayudar, por lo que necesitamos otra forma de enfocar tales cuestiones. Platón, entonces, aboga por un reencuentro con el mito, porque "como el hablar de las cosas divinas está por encima de nuestras fuerzas, debemos creer a quienes en tiempos pasados tuvieron noticias de las mismas y pueden, por tanto, llamarse descendientes de los dioses".

Así, el mito entra en juego en muchos de los diálogos platónicos; la lista es muy numerosa, tanto que podríamos considerar que está presente prácticamente en toda su obra. Desde La República hasta Teeteto, pasando por Leyes, Fredo, El Banquete, Timeo o Critón, etc. Por ejemplo, en Timeo Platón hace uso del mito para forjar una explicación de la creación del mundo, y en El Banquete para rememorar cómo fue la historia antigua de los hombres y su caída. Además, en otros varios diálogos nos ilumina acerca de cuál es el próposito en nuestra propia vida. Analicemos esto más detenidamente:

1) El Cosmos, según Platón, ha sido creado gracias al poder y "la fuerza demiúrgica de Dios". En efecto, el Demiurgo (que significa artesano o hacedor) es uno de los atributos de la divinidad, y de él procede "todo ser mortal, todo cuanto crece sobre la tierra, incluso todas las cosas inanimadas". En el Timeo se habla del principio de los tiempos, en el que tan sólo existían las ideas perfectas, la materia, desordenada y caótica, el espacio y el Demiurgo. Al ser la materia basta e imperfecta, el Demiurgo se compadece y en ellas imprime las ideas, elaborando así los objetos que percibimos en nuestro mundo. He aquí la distinción fundamental de Platón entre el mundo perfecto de las ideas y la imperfección de nuestra realidad; lo que vemos y sentimos no es más que una copia de lo verdaderamente real (esto dará pie a otro mito muy relacionado y famoso, el de la Caverna).

2) Acerca del pasado remoto del hombre, Platón nos dice que, en el principio, era un ser sano y completo. Sin embargo, fue castigado por la divinidad por sus ínfulas de grandeza, su arrogancia y su voluntad de enfrentarse a los propios dioses. En consecuencia, su naturaleza fue degradada y obligada a existir en la vida terrenal, en la que mora el hombre como si se tratara de una prueba. Pero más allá de ésta existe otra, la vida verdadera, en el Hades (es decir, lo no visible), donde se juzgará la justicia o injusticia y las virtudes y vicios de nuestra alma; en función de las deliberaciones, podemos esperar cuatro sentencias distintas: premios y castigos temporales (como el que sufre ahora el hombre en la Tierra) o premios y castigos eternos.

3) En relación a cuál es la finalidad de nuestra vida en este mundo, Platón orienta su respuesta mítica hacia lo anterior; muchos otros mitos, de diferentes culturas, coinciden en señalar que esta existencia está subyugada a la del Hades, en la que tendrá lugar el "juicio de los muertos". Si el alma está forzada a comparecer ante "el Juez", entonces debemos expulsar de ella todo rastro de mal, porque el mal, si está presente en nosotros, deja una huella, un poso evidente a los ojos del Juez. Nuestra finalidad, por lo tanto, es hacer el Bien. De lo contrario, si perseveramos en poseer y dar vida al mal en nuestra vida terrena, seremos condenados como culpables, los cuales pueden ser (o no) curados: en el primer caso, nos veremos agraciados con una visita temporal a un "lugar de purificación". En el segundo, sin redención posible, padeceremos un castigo eterno de características nada gratas.

Platón, de esta forma, no se exime de utilizar mitos siempre que sea necesario, bien porque a veces se trata de temas muy complejos que el mito permite hacer más comprensible y didáctica, bien porque precisamente su dificultad se halla más allá, tal vez, de nuestro propio entendimiento, y la única manera de exponerlos es recurriendo a la metáfora y al saber intuitivo.

Para Platón los mitos tienen una autenticidad incuestionable, sin lugar a dudas. Pero ello no es debido a que Platón vea en los antiguos creadores de mitos como depositarios de la verdad absoluta, sino porque son ellos los primeros que han modelado la verdad transmitida a partir de los propios dioses. En efecto, no son artistas, no crean su mensaje, sino que lo reciben y posteriormente difuden a partir de las revelaciones divinas; por ello, "no nos está permitido negar la fe a los hijos de los dioses, aunque su enseñanza pueda no ser verosímil ni demostrable de modo cierto".

Podríamos ver en este uso del mito por Platón un recurso forzado o interesado cuando los procedimientos de la razón no son aplicables o útiles. Pero esto no significa que Platón abrazara al mito en detrimento de la razón, sino que ésta tiene una limitación inherente a la que cabe hacer frente cambiando la "táctica" para entender y dar sentido a la realidad. Hoy en día, la ciencia ha permitido explicar algunos problemas y resolver dudas acerca de la creación del universo, de la materia que lo forma, pero siguen permaneciendo, obstinadas, algunas preguntas que ella, la ciencia, la razón, parece no poder responder (ni ahora ni, tal vez, nunca). Preguntas como "por qué existe el universo", "por qué existimos nosotros en él", "de dónde procede su consciencia", etc. se hallan en un ámbito al que la ciencia y la razón, por sí mismas, posiblemente no tengan acceso.

¿Cabrá, entonces, hacer un hueco en nuestro pensamiento, de nuevo y tras tanto tiempo en el exilio, al mito?

2.9.07

Platón: 'La República'

Como hombres libres que somos (al menos, a eso aspiramos), es dudoso que no nos hayamos, alguna vez, cuestionado el modelo de sociedad y política reinante en nuestros tiempos. Quizá, concedo, no lo hayan hecho aquellos que moran a nuestro lado sin enterarse de dónde están, quiénes son y hacia dónde quieren ir (desgraciadamente, sospecho que son unos cuantos), pero la mayoría de nosotros, precisamente por la creencia en nuestra libertad, vemos en el mundo que nos rodea unos pocos, bastantes o muchos elementos que modificar, erradicar o suplir. Es decir, tenemos un ideal de sociedad, de política, y de mundo. Nos gustaría que éste, las gentes que lo pueblan y las normas y leyes que ellos han creado estuvieran más acordes, de ser posible, con nuestras voluntades y percepciones. Algunos construyeron en el pasado todo un modelo de ese tipo de sociedad idealizada, modelo que plasmaron y dejaron escrito para la posteridad (y que suele llamarse Utopía) como por ejemplo Tommaso Campanella (La Ciudad del Sol, 1623, de la que, también cabrá hacer un pequeño comentario en el futuro), o la clásica Utopía, de Tomás Moro (1516). Sin embargo, el primer esbozo de sociedad utópica corresponde a Platón [427-347 a. de C.] (de quien, por cierto, aún no habíamos hablado en estos desperdigados y errantes apuntes...), cuya obra La República, escrita hacia 370 antes de Cristo, constituye un acercamiento a sus ideas sobre la sociedad, la política y el ideal de polis griega.

Es sabido que Platón presentó sus obras en formas de diálogo. Su maestro, Sócrates (470-399 a. de C.), ya había empleado este género para llegar a un conocimiento mediante el debate y la discusión de ideas (forma de saber que se ha dado en llamar dialéctica). De los diálogos de Platón La República quizá sea el más importante, amén del más recordado y seguramente también el más leído. La edificación de un Estado ideal conforma la primera parte de esta obra, y es ahora la que más nos interesa.

Los manuales al uso de la historia de la filosofía nos dicen que Platón dividió la polis o ciudad ideal en tres tipos de ciudadanos; como ésta debe construirse a imagen del hombre y el hombre posee tres tipos de alma, habrá una correspondencia entre cada una de dichas partes y las del alma humana. O sea, en primer lugar, aquellas gentes en las que domine el alma concupiscible (o el placer sensible, o del estómago, para entendernos...) serán los productores (comercio, artesanía, agricultura, etc.), cuya mayor virtud es la templanza. Seguidamente, si predomina la parte irascible del alma (anclada en el pecho y que contiene aquellas disposiciones nobles de espíritu), las gentes serán encuadradas dentro del grupo de los militares, por su fuerza y valentía. Por último, si la dominante es la parte racional del alma, entonces nos hallamos ante los verdaderos gobernantes, pues destaca la inteligencia y la sabiduría y son ellos quienes deben encargarse de la legislación y la educación ciudadana.

Estos últimos, los gobernantes, deben ser filósofos porque, como cuenta Platón en la Carta VII, en su tiempo, "el derecho y la moral se hallaban corrompidos, y aquella situación en la que todo iba a la deriva me producía vértigo. Entonces me sentí irresistiblemente movido a cultivar la verdadera filosofía y a proclamar que sólo su luz puede mostrar dónde está la justicia en la vida pública y privada, convencido de que no acabarán las desgracias humanas hasta que los filósofos de verdad ocupen los cargos públicos, o hasta que, por una gracia divina, los políticos se conviertan en auténticos filósofos".

Por otra parte, la virtud fundamental de la vida en la polis es la justicia, cualidad que consiste básicamente en lograr la armonía entre ciudadanos, entre clases, y con el Estado, en general. Este propósito sólo es posible, para Platón, cuando cada uno de los ciudadanos o clases cumplen con su cometido para con el Estado sin pensar u obedecer a su propio interés. Ello es factible si no poseen propiedad privada ni familia, y el Estado se encargará de formar a hombres y mujeres por igual, según sus aptitudes. Hasta aquí la parte buena, o por lo menos, relativamente aceptable de La República.

No obstante, Platón propone una serie de medidas educativas y sociales que, hoy, parecen inhumanas, alienantes y bastante miserables. Para que los gobernantes consigan las cualidades que se les suponen, la educación debe ser amplia, variada y estricta. La formación estará basada en la música y la gimnasia (que hoy sería algo así como humanidades, más ciencia, y educación física). Pero no debe el gobernante aprender cualquier cosa, sino sólo aquello beneficioso para su tarea futura: por ejemplo, no sirve de nada aprender a Homero o Hesíodo, porque sus chanzas son superfluas y, además, en ciertos pasajes de sus obras, se expresa como un temor a la muerte y esto, como señala maliciosamente Bertrand Russell, no es deseable, porque "hay que tratar que los jóvenes mueran gustosamente en la batalla". Los ideales de seriedad y decoro, tan presentes en Platón, están ausentes por completo en los poetas, quienes manifestaban una jocosidad y un placer por las fiestas nada apetecible para el regio y templado porte de los gobernantes platónicos. Por lo que respecta a la música, sólo cabe escuchar aquellas melodías que inciten al valor, a la vida templada, pero no las que contienen ritmos pesadumbrosos o melancólicos. La vida comunal y el hecho de que las mujeres y los bienes sean de todos, además de la medida estricta que opta por desligar a los padres de los hijos desde el nacimiento (así, cualesquiera personas mayores podrían ser nuestro padres), tiñe a la ciudad ideal de Platón de un cariz deshumanizado y parco en afectos.

Asimismo, ¿por qué debe ser el Estado quien valore las aptitudes de los individuos y decida cuáles son los trabajos en los que serán más competentes y eficaces? Sólo cuando la persona esté desorientada y no sepa cuáles son sus cualidades debe entonces intervenir el Estado (o así debería ser en una sociedad abierta), pero en los otros casos son los ciudadanos, y sólo ellos, quienes deciden. No obstante, si es el Estado quien determina dónde emplazar a los individuos, entonces es comprensible que aquél domine sobre éstos, es decir, que los deseos del gobierno primen sobre los personales. Toda la república platónica está orientada, de hecho, hacia una subyugación individual ante el poder, pero no ante el poder de los sabios, sino el poder global y completo del Estado. La pretensión, dice Russell, "es reducir al mínimo las emociones personales, y quitar así obstáculos para el dominio del espíritu público".

También cabría pensar en por qué los gobernantes son sabios. ¿Qué les permite llegar a la sabiduría? Platón sostiene que se debe a que, tras su preparación y formación, han dado por fin con el conocimiento del bien, que no es otra cosa que obrar adecuadamente. ¿Y qué es obrar adecuadamente? Pues no hacer el mal voluntaria o conscientemente. Pero nosotros podemos experimentar el bien, es decir, obrar adecuadamente, y acto seguido obrar inadecuadamente, es decir, experimentar conscientemente el mal. Conocer el bien no nos exime de hacer el mal. Si bien nosotros no somos gobernantes (ni, por tanto, filósofos) y, así, no somos un buen ejemplo, resulta un tanto improbable imaginar a alguien capaz de elegir, perpetua y voluntariamente, el bien. ¿Podría alguien querer llegar a ese extremo? ¿Lo podríamos considerar plenamente humano, si aceptamos que el mal, el hacer mal voluntariamente, está tan imbuido en nuestras venas como la sangre? No podemos desprendernos de nuestro pedazo de ser oscuro, malévolo, perverso. Si acaso, todo lo más a lo que es posible aspirar es a una cierta represión, pero siempre acaba saliendo, porque forma parte de nosotros tanto como el bien.

Las características de La República (y de cualquier otra obra de este mismo género), examinadas muy someramente aquí (hay que leer el diálogo, qué duda cabe...), nos permiten llegar a dos conclusiones sencillas: la primera, que toda Utopía es un reflejo de los ideales de su autor, que a su vez se sustentan en las situaciones sociales, culturales y políticas de su tiempo. Esto significa que el paso de los años y siglos puede echar sobre las utopías tierra o flores, en función de la época y de las idiosincrasias socio-culturales desde las que se examinan. Y, segundo, que las Utopías son un modo de rebeldía social, una gracia de revolucionaria visión de lo que podría ser el mundo (y no es). Sirven de acicate, mejoran los sistemas existentes en su presente (o, como mínimo, así lo intentan) y dan una imagen de estabilidad y prosperidad en tiempos de crisis (como fue el caso de la sociedad en los años de Platón). En definitiva, que suponen un revulsivo intelectual ante una situación de fracaso económico/cultural/político, y mueven a una reflexión que puede tener importantes consecuencias futuras.

Hoy sabemos que la Utopía platónica es, también, quimérica. Los gobernantes, por muy iluminados por la sabiduría que estén, son seres humanos, y como antes señalábamos, dificilmente podrían estar exentos de interés, corrupción o, incluso, cierta malicia. Pero la relevancia de la República, a mi juicio, no estriba en el tipo de sociedad y gobierno que propone, a todas luces muy mejorable, sino en que fue una primera (y, si se quiere, ingenua y algo torpe, pero brillante por su novedad y calidad literaria) tentativa seria de ofrecer una alternativa al estado existente en la época de Platón. Esa voluntad de cambio ante el descontento y la zozobra, ante el poder corrompido y mutilado, ante un futuro incierto, es lo que debe valorarse hoy, 2.300 años después de su redacción.

La idealización de un Estado es tarea, tal vez, de todo hombre de su tiempo, porque todo hombre es un producto, lo quiera o no, de su propia sociedad, y aunque ésta no defina a aquél, un hombre feliz y dichoso en su sociedad, sometido y embelesado, acrítico e indiferente ante ella, quizá no merezca el apelativo de hombre.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...