Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía Contemporánea. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía Contemporánea. Mostrar todas las entradas

11.12.19

La "Generación del 98" en la Filosofía Española


Aunque solemos identificar a los escritores de la famosa "Generación del 98" española con la práctica literaria "pura", es decir, la creación de historias y personajes, no es menos cierto que muchos de ellos vivieron en una época de crisis (la llamada "crisis de fin de siglo", entre 1898 y 1905), un tiempo en el que empezó a replantearse lo que significaba ser "español", con el resultado de tensiones y búsquedas. Además, con el cambio de siglo España inició una modernización, largo tiempo esperada, sobretodo en los ámbitos culturales (ciencia, filosofía, literatura y política), más que en los propiamente sociales o económicos.



En este tiempo se suman, a los movimientos intelectuales vigentes, otros muchos (modernismo, novecentismo, casticismo, etc.). Su núcleo común es que son decididamente antipositivistas, es decir, tienen una postura contraria a (o de desconfianza ante) la ciencia, y mucho más abierta a lo espiritual y místico. Estas corrientes abonan el terreno para la llegada del vitalismo y el irracionalismo. Francia fue  el motor difusor del irracionalismo (en su vertiente "modernista"), en la que destacan la actitud de libertad y de innovación. 



El Modernismo español quiere traer consigo un replanteamiento de aspectos, valores y opiniones que se han considerado absolutas o indiscutibles, pero que son los causantes de abocar al país a la decadencia. Esta rebeldía se articula en tres ramas: rebeldía estética contra el naturalismo, filosófica contra el positivismo y rebeldía social contra la burguesía acomodada. Tales rebeldías cristalizan y subyacen a una fundamental: la metafísica, por cuanto cabe entender que el hombre no es, ni puede ser, Dios.



Los intelectuales modernistas quieren incorporar a España al "mundo moderno", por medio de una radical renovación del espíritu nacional. Y la mejor forma de expresar artísticamente esta ansia, subjetiva, romántica y lírica, es por medio de la poesía y en ensayo. 



Dentro de España el modernismo se encuentra con el casticismo, en donde el primero destaca por la preocupación estética, la renovación y el espíritu cosmopolita, mientras que el segundo siente más apego por la historia, la tradición y la religión dominante.



El modernismo religioso en España gozó de un ambiente favorable. Tanto los krausistas como el catolicismo liberal predicaban una religión humanitaria y carente de dogmas, universal y sin un el autoritarismo jerárquico tan propio de las religiones tradicionales. El modernismo religioso bebió de estas fuentes y recoge lo mejor de ellas: predominio del sentimiento, la conciencia, lo suprasensible, el agnosticismo (impensable en aquellas religiones del Libro) en cuanto a las realidades trascendentes, la tendencia subjetiva, etc.



Pero el anhel0, por parte de los intelectuales españoles, de poder unificar y conciliar la fe y la razón, la religión y la ciencia, quedó destruido cuando la autoridad eclesiástica consideró herético al el catolicismo liberal, del que derivaba el modernismo religioso, como hemos dicho. Si el catolicismo tradicional quiso parar los pies al liberal (y, por añadidura, al modernista) fue porque desarrollaba la autonomía de la conciencia, porque incidía en la separación del Estado y la Iglesia



Pero, ¿qué es la Generación del 98? Es un grupo de pensadores y escritores que vivieron en primera persona la crisis del 98, es decir, la pérdida de las últimas colonias de ultramar, que ponía el cierre definitivo al poder español más allá de la Península. Todos ellos compartían la necesidad de una renovación, de modernizar el país, de conectarse con las corrientes intelectuales europeas y de frenar la clara decadencia y abandono cultural en la sociedad española de la época. Parece que el corazón de este movimiento lo configuran Ángel Ganivet, Azorín, Pío Baroja, Ramón del Valle-Inclán, Antonio Machado, Ramiro de Maetzu y Miguel de Unamuno. Fueron pesimistas y mostraron su desencanto en general ante la democracia de la época (una democracia falsa y de turno de partidos sin el menor reflejo del interés real de la sociedad).



Desean todos, pese a las indudables diferencias y a la evidente heterogeneidad entre ellos, dar carpetazo al positivismo y renovar el arte, la ciencia y la religión. La belleza interesa a los modernistas del 98, no por ella misma, sino como medio de transformación de la realidad social y política y, por tanto, humana. La diferencia de estos hombres de la Generación del 98 con los otros, los "modernistas puristas", es que estos ansiaban una recuperación y revalorización de la literatura, pero sin entrar a juzgar el estado de decadencia del país en el que vivían; era como querer instalarse en un cierto 'academicismo', en su propia torre intelectual, y no interesarse por lo que les rodeaba. Pero la Generación del 98, si bien tenía el mismo gusto por el esteticismo y el idealismo, lo empleaban para vehicular su sensibilidad ante el problema de España. Quieren soluciones, y sostienen que estas vendrán por el conocimiento de la historia y por la lectura de los clásicos.



Pero aquí se manifiesta la intención lírica y subjetiva de estos literatos: no quieren investigar el mundo desde la sociología, sino a través de la observación histórica y literaria, que les conducirá hasta al lirismo y la ensoñación. No hay propuestas concretas (casi no pueda haberlas, se trata de escritores idealistas), y tratan de encontrar "dentro", en nosotros mismos, en nuestra vitalidad, la fuerza para culminar la España "ideal", como merece nuestra historia y tradición.
En la próxima nota veremos algunos de los principales representantes de la Generación del 98 y sus intereses particulares. A Miguel de Unamuno, por su parte, le dedicaremos una serie especial.



(Para esta nota nos hemos basado en las páginas de Historia de la Filosofía Española Contemporánea, de Manuel Suances, Síntesis, Madrid, 2010)

4.11.19

La filosofía del lenguaje de Bertrand Russell (y III)





















-Los hechos y la verdad

Recordemos que, según la teoría del significado de Russell, el significado de un nombre es la entidad que sustituye; el de un predicado sería la propiedad o la relación que implica y, finalmente, el significado de una oración el hecho que ella misma representa. Por tanto, aquí no hay la dupla sentido/referencia propia de Frege, como vimos en su nota respectiva. Por otro lado, respecto a la epistemología del propio Russell, él creía que el saber de la realidad que poseemos se puede reducir a un conocimiento por familiarización, un saber directo de los componentes que lo integran.


En conjunto, lo que tenemos aquí es una teoría atomista (porque la realidad la configuran elementos últimos, y el lenguaje es susceptible de análisis hasta esos elementos finales) y realista, porque la relación que da su significado al lenguaje es de correspondencia entre este y la realidad, aunque esta última sea independiente del propio lenguaje. Esta relación se vertebra a través del hecho de nombrar y del hecho de representar. "Nombrar es la relación propia de los nombres, mientras que representar es la que acometen los enunciados", como comenta Eduardo de Bustos, cuya obra seguimos aquí (Filosofía del Lenguaje, UNED, 2006, Madrid)


Pero los enunciados no nombran, sólo representan. Cada hecho del mundo está en relación con dos enunciados, uno de los cuales es la pura negación del otro. Los hechos son los que definen la verdad de las proposiciones, pero no son verdaderos ni falsos por sí mismos. Sólo son verdaderas o falsas las creencias, y todo enunciado es el objeto de una creencia, puesto que toda creencia consiste en afirmar que un enunciado es verdadero o falso. ¿Y qué hace verdadero a un enunciado? La existencia de un hecho.

-La crítica de F. J. Strawson a la teoría de las descripciones de Russell

Esta crítica de Strawson puede resumirse en una conclusión devastadora para alguien como Bertrand Russell, que estaba convencido de la estructura lógica del lenguaje natural. Lo que afirmó Strawson fue lo siguiente.

No hay en el lenguaje natural una lógica exacta. En otras palabras, no hay en las expresiones que se utilizan de ordinario nada que logre asignarles una forma lógica que se mantenga inalterable y constante en todo contexto ni en todo uso. Y esto porque hay oraciones en el lenguaje común que son significativas, pero a las cuales no es posible darles un valor de verdad.

Strawson emprende su crítica rechazando que existan nombres lógicamente propios, porque no los hay en el lenguaje natural, no hay categorías lingüísticas que aseguren sin duda la existencia siempre de un referente. Las oraciones no son verdaderas o falsas, sino que se emplean para hacer afirmaciones que sí son, estas últimas, verdaderas o falsas.

Para que en una oración se le asigne un valor veritativo se requieren de unas condiciones, entre las cuales está que el uso realizado de la expresión sea correcto, o sea, que en ese uso a la expresión nominal le corresponda una referencia.

No se trata ya de que las descripciones que cumplen la función de sujeto en algunas oraciones puedan tener una referencia vacía e inexistente, sino de que todas las expresiones que valen como sujetos de las oraciones provocan ese mismo problema.

Strawson insiste en que las oraciones pueden tener significado son que sean enunciados (sin que seas verdaderas o falsas). Una oración tendrá significado con la condición suficiente de si es posible imaginar una circunstancia en la que su uso tendría como resultado un enunciado verdadero o falso. Por tanto, será en esas condiciones, cuando la oración se usa, y se hace un enunciado con ella, cuando puede decirse al fin que la oración adquiere en sí misma una referencia.

6.10.19

La filosofía del lenguaje de Bertrand Russell (II)



Prosiguiendo la descripción de la Filosofía del Lenguaje de nuestro autor, Bertrand Russell, hoy analizaremos cómo son sus teoría acerca de los Nombres y las Descripciones.



-Nombres

Aquí Russell parte de dos tesis: la tesis semántica nos dice que los nombres 'auténticos' (los propios) refieren a entidades particulares. Esto parece bastante obvio. La tesis epistemológica, por su parte, asegura que si queremos conocer a estas entidades particulares referidas por los nombres hay que hacerlo por familiarización. Esto también es fácil de comprender: un nombre. cuyo significado es en efecto un particular, sólo podrá aplicarse a otro que sea conocido por el sujeto que habla. Rusell lo resume así: "No es posible nombrar nada de lo que no se tenga un conocimiento directo" (La filosofía del atomismo lógico).

Entendamos antes qué es un particular. Un particular es una entidad simple de la cual no sabemos nada realmente. La gran mayoría de los objetos de la vida diaria no son entidades simples, sino complejas. Russell sostiene que estos objetos son colecciones de datos sensoriales, los cuales a su vez son los objetos últimos de nuestra experiencia. Así, pues, conocer un objeto ordinario será describirlo, porque partimos de los datos sensoriales para constituirlo como parte o proceso de su conocimiento. Para aprehender un libro, no se nos es dado un estado mental que permita lograrlo directamente; al contrario, el conocimiento del libro es producto del conocimiento de verdades. Pero el libro en sí, la cosa real que es el libro, "no nos es, en sentido estricto, conocida en absoluto".

Por tanto, las expresiones que hacen referencia o denominan objetos no llegan a ser  verdaderos nombres propios, puesto que no están referidas a entidades simples, sino a complejas. Así, pues, es necesario diferenciar entre nombres propios ordinarios (que denominan entidades complejas) y los nombres lógicamente propios (que refieren entidades directamente conocidas). 

Russell sostenía que las expresiones de este segundo tipo sólo pueden ser empleadas por el hablarte si se refiere a sus propios datos sensoriales, en presencia de lo que sea que los provoca. Pero esos datos son, para otro individuo, innaccesibles por completo (él tendrá sus propios datos sensoriales), de modo que parece que la conclusión a la que se llega es que las expresiones de un hablante sólo él las puede conocer realmente, distinguiéndose del significado que las mismas expresiones tengan para otro hablante.

-Descripciones

Según Russell, la mayor parte de las expresiones que empleamos son incompletas (es decir, no tienen significación por ellas mismas). Para Frege, antes que Russell, como ya vimos, el sentido y la referencia de un enunciado son independientes (en cierto modo); pero, para Russell, si un enunciado es significativo entonces ello es suficiente para que podamos saber su es un enunciado verdadero o falso. No existen los enunciados con sentido que no posean referencia. También difiere Russell respecto a Frege en que la mayor parte de las veces la estructura gramatical y la lógica no coinciden.

Russell sostenía que si afirmamos que cualquier expresión descriptiva funciona como nombre y siempre denota algo provoca dos inconvenientes fastidiosos: no permite diferenciar entre enunciados como "el autor del Lobo estepario es Hesse" y "Hesse es Hesse", ya que como el enunciado remite a un individuo, se puede sustituir ese sujeto por otro que posea una correferencia. Y, también, se está violando el principio de tercio excluso (es decir, el que afirma que o bien una oración es verdadera, o lo es su negación) en el caso de aceptar que haya expresiones nominales que no posean referencia

Como señala Eduardo de Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, 2006, a quien seguimos aquí), "una consecuencia interesante de la teoría de las descripciones de Russell es que las oraciones afirmativas... implican la existencia de lo referido por sus expresiones nominales sujeto"; por tanto, cuando un hablante afirma un enunciado ("hoy hace sol y es miércoles") se compromete con la existencia de lo referido por la expresión que ha empleado. Los "supuestos existenciales", en el caso de Russell, forman parte del significado de las oraciones y deben ser reflejados explícitamente si se quiere describir la estructura lógica o semántica de las mismas.

La teoría de las descripciones russelliana tiene dos consecuencias: por un lado, todo sintagma determinado está fuera del grupo de las expresiones nominales: ni designan componentes auténticos ni tienen una referencia directa; por otro, se prescinde de entidades arbitrarias; así, lo único que es fundamental aceptar como existente son, no categorías ontológicas extrañas, sino únicamente los componentes auténticos de lo que el enunciado refiere. 

Por tanto, ya tenemos los elementos y las entidades que configuran los hechos y el mundo: los datos de los sentidos y las propiedades y las relaciones.

En la última nota de esta serie dedicada a la filosofía del lenguaje de Russell comentaremos unas líneas acerca de los Hechos y la Verdad y mencionaremos las críticas a las que se sometió su teoría de las descripciones.

16.12.17

Esquema de la Filosofía Occidental


Un fantástico resumen de la historia de la filosofía occidental desde los lejanos presocráticos hasta la actualidad.

Recoge las distintas épocas (con sus siglos), la preocupación principal de cada una de ellas, los periodos/escuelas que las representan, así los principales miembros de las mismas.

Aunque, desde luego, haya matices y líneas de tiempo no siempre coincidentes, es un modo rápido y sencillo de ubicar temporal y temáticamente a cada uno de los grandes pensadores occidentales.

31.12.15

La filosofía del lenguaje de Bertrand Russell (I)


En esta nota (en tres partes) vamos a desarrollar someramente la filosofía del lenguaje del inglés Bertrand Russell, una figura muy apreciada y conocida dentro del mundo de la filosofía y las letras. Prodigioso escritor (no en vano recibió el Premio Nobel de Literatura) tanto como ímprobo ensayista, Russell fue muy famoso en su tiempo. Antes, sin embargo, de ocuparnos de su filosofía analítica (de la que fue uno de sus fundadores), daremos unas pinceladas biográficas.

Nació en 1872 en el seno de una familia de la aristocracia política, estudió Matemáticas en Cambridge y pronto se interesó por la filosofía, acercándose a posturas idealistas a las que, sin embargo, contrapuso el conocimiento científico como el mejor posible y, pese a que su modo de pensamiento fue variando a lo largo de su vida, siempre se mantuvo fiel a la ciencia, el pluralismo y el antipsicologismo. Tras el rechazo de su idealismo primerizo, abrazó un realismo platónico radical, y enunció el logicismo, es decir, la doctrina según la cual la totalidad de la matemática pura es derivable deductivamente de principios lógicos (algo a lo que, de forma similar, llegó Frege). Esto fue la base de su imponente obra (escrita en colaboración con A. N. Whitehead) Principia Mathematica (1910-1913).

Russell, en 1916, fue destituido de Cambridge por motivos políticos, y tuvo que sobrevivir escribiendo y dando conferencias. Los textos estrictamente filosóficos (no los ensayos divulgativos) que Russell escribió a partir de 1919 han tenido una influencia menor que los previos a esa fecha, en parte porque fue mayor la influencia en el pensamiento que el positivismo lógico y la filosofía del lenguaje común, a los que Russell concedía que respetaran la lógica y la ciencia, como es menester, pero a los que criticaba su agnosticismo metafísico. Eso sí, por la filosofía del lenguaje común no albergaba el menor entusiasmo; al contrario, era claramente hostil, y acusaba a sus seguidores de evitar entender el mundo, la tarea a la que la filosofía se había dedicado durante tantos siglos. De 1938 a 1944 vivió en Estados Unidos, donde escribió su popular Historia de la Filosofía Occidental, tiempo en el que su atención filosófica se centraba a la epistemología. Las últimas décadas de Russell fueron de gran carga y entusiasmo político y social. Murió casi centenario, a los 98 años.

Filosofía del lenguaje

La noción de Russell de la filosofía parte de un hecho importante: por sí mismos, los análisis lingüísticos no tienen valor, carecen de utilidad si no están orientados a resolver problemas lógicos o filosóficos sustantivos. También conviene recordar que nuestro personaje no elaboró lo que puede llamarse una filosofía propia del lenguaje (como sí hizo Wittgenstein, por ejemplo); pero sí partió de la idea (como su colega alemán) de que por medio del análisis de la estructura del lenguaje podemos conocer la de la realidad. Se puede decir que Russell mantuvo dos tesis básicas en este campo: el realismo semántico y el principio de aprendizaje por familiaridad.

La primera, el realismo semántico, implica que el significado de una expresión es la entidad a la cual sustituye. Russell defendió un realismo radical en sus inicios, aceptando que todo a lo que puede hacerse referencia es un término que tiene ser (aunque no necesariamente existencia), extremo que moderó más tarde.

La segunda tesis señala que para aprender el significado de una expresión se debe conocer la entidad a que ésta sustituye, por lo que queda clara la vinculación entre lingüística y realidad; es preciso tener un cierto conocimiento de la realidad para poder captar el significado de una expresión.

En coherencia con su atomismo lógico, Russell postulaba que la realidad se podía descompone en elementos últimos, a su vez no descomponibles, elementos no físicos sino lógicos, los cuales no pueden analizarse mediante el pensamiento. Estos brindarían los auténticos significados de las expresiones nominales puras; los significados restantes (es decir, los compuestos) se ensamblarían a partir de ellos.

Forma lógica

La finalidad de la filosofía debía ser analizar teóricamente las preposiciones en sus constituyentes. Russell tenía mucho interés en esto, por motivos lógicos (porque, suponía él, dicho análisis ayudaría a esclarecer problemas de fundamentación formal) y filosóficos (había, sospechaba nuestro pensador, sistemas filosóficos basados en análisis lógico-gramaticales defectuosos, como por ejemplo la ontología leibniziana). Y advertía del ‘peligro’ de que su lógica no llevara a una nueva (y falsa) metafísica. Para evitarlo, había que analizar correctamente la estructura lógica del lenguaje.

Bertrand Russell vio que el lenguaje ordinario es deficiente, por dos motivos: porque no sirve para expresar de modo preciso el pensamiento y porque, y aún más importante, es engañoso, ya que mueve a cometer errores y oculta su estructura real. Estas carencias son léxicas (porque se trata de un lenguaje vago, ambiguo y confundente), pero también semánticas, y por ello más graves: éstas conducen a los errores filosóficos de bulto, que permiten sustentar sistemas equivocados (como el monismo, nos dice Russell) y nos inducen a errores categoriales, etc.

Por todo ello, repetimos, la tarea básica de la filosofía es analizar el lenguaje para desvelar su estructura (lógica, se entiende). Es decir, mostrar cómo el lenguaje se “corresponde” con la realidad, por medio del análisis de la forma lógica del enunciado. ¿En qué consiste ésta? ‘Simplemente’, es la estructura formal de las relaciones entre sus componentes. El procedimiento para llegar a la forma lógica de un enunciado es descomponerlo en sus elementos, sustituyendo éstos por variables (individuales o predicativas). Se obtiene así un esquema enunciativo en lenguaje lógico.

Pero, para ello, hay que saber qué es un componente genuino de un enunciado (o una proposición). Russell dividió éstos en atómicos (no descomponibles) y moleculares. Las primeras se diferencian porque representan “hechos atómicos”, es decir, hechos que no es posible analizar lógicamente, y porque son los elementos propios con los que se conforman las proposiciones moleculares. Una proposición atómica estaría formada por uno o más argumentos y un predicado que les aplica, caracterización que es muy similar a la que sostenía Frege, excepto porque Russell no acepta que cualquier expresión nominal sea un nombre en sentido lógico, con la consecuencia de que para él muchos enunciados son complejos mientras que para Frege son simples. 

Carnap y su filosofía del lenguaje (y III): extensión e intensión


Para comprender las nociones de extensión e intensión, básicas en Carnap, debemos previamente atender a un hecho de relevancia. Si consideramos un enunciado del tipo “Juan es humano” podemos reelaborarlo para que describa la propiedad o la clase en él contenida; en otras palabras: su contenido significativo puede remitir a éstas si escribimos: “Juan tiene la propiedad de ser humano” o “Juan se engloba en la clase de los humanos”.

Hasta ahí, bien. Pero hay que examinar las condiciones de identidad entre las propiedades y las clases, pues no son iguales. En las segundas se da la coextensionalidad. Esto significa que dos clases son iguales cuando en ellas se dan los mismos individuos (son iguales cuando son equivalentes). Pero para que haya identidad de propiedades es necesario un requisito adicional: el de la equivalencia lógica. Lo que esta equivalencia establece es que las propiedades idénticas no se pueden imaginar de modo independiente. Es decir, ambas tienen que estar formadas, por fuerza, por los mismos individuos. Así, los predicados “humano” y “bípedo sin plumas” generan las mismas clases de equivalencia, son coextensionales, pues lo que se pueda afirmar (con verdad) de uno de los elementos que compongan el primer predicado se puede afirmar igualmente de elementos en el segundo; sin embargo, los predicados “humano” y “animal racionales” conservan, además, una equivalencia lógica, son lógicamente equivalentes, pues expresan exactamente la misma propiedad (pues no hay animal racional alguno que no sea, por fuerza, humano, sostiene Carnap).

Y es aquí donde Carnap hizo uso de sus nociones de extensión e intensión. Y las aplicó a los predicados. ¿Qué es la extensión de un predicado? La clase que le corresponde. Por tanto, dos predicados compartirán la misma extensión si y sólo si son equivalentes. Y, ¿la intensión de un predicado? La propiedad que le corresponde, desde luego. Dos predicados compartirán la misma intensión si y sólo si poseen equivalencia lógica. La extensión del predicado “humano” será la clase de los seres humanos, y su intensión la conformará la propiedad de ser humano.

Hay predicados que tienen más de un argumento, conectando dos o más expresiones individuales. En estos casos, dichos predicados no expresan propiedades, sino relaciones; ambos, sin embargo, son para Carnap ‘conceptos’, que para él son algo objetivo presente en la naturaleza y que el lenguaje logra trasmitir. Los conceptos tienen extensión (son aplicables a individuos).

Por otro lado, la extensión de un enunciado es su valor de verdad, y esto se debe a que los enunciados que sean equivalentes tienen una propiedad en común: precisamente, la de poseer un mismo valor de verdad. Un enunciado será, por tanto, una expresión predicativa, sin argumentos, equivalente a cualquier otro enunciado, siempre que ambos posean el mismo valor de verdad.

La intensión de un enunciado, por su lado, exigió un análisis más detallado. Para Carnap, una proposición no es una mera entidad lingüística, sino extralingüística. Aunque puede ser captada por el lenguaje es, al mismo tiempo, independiente de éste. Se trata de una entidad objetiva, según Carnap, pues es independiente de mentes o procesos mentales. Pero todo eso plantea problemas, desde luego.

Por ejemplo, ¿qué relación guardan las proposiciones con los hechos? Para nuestro filósofo, hay más una relación de identidad que de correspondencia, en el caso de las proposiciones verdaderas. Éstas serían hechos, y no simplemente algo que se corresponde con los hechos. No, son los hechos mismos.

Por lo que respecta al tratamiento de las proposiciones falsas, Carnap mostró que era necesario el análisis de su estructura para dar con la solución. Lo que dijo fue que esas proposiciones eran “intensiones complejas”, dado que las podemos entender como la suma de las intensiones de las expresiones que las componen. La propia naturaleza de las reglas semánticas permite elaborar enunciados que poseen como intensión una proposición falsa, por medio de unas combinaciones semánticas particulares; se las puede considerar, según recoge Eduardo de Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999, obra que, nuevamente, son sirve para la totalidad de la presente serie sobre Carnap), “como un resultado secundario de su propia [de las reglas de la lengua] capacidad combinatoria, como una consecuencia de la sobredeterminación de la lógica respecto a la realidad”.

Por su parte, la intensión de dos expresiones nominales, siendo ambas lógicamente equivalentes, debe consistir en aquello que comparten, es decir, la expresión de un mismo concepto individual.

Resumimos, a continuación, un cuadro con las distintas combinaciones y particularidades respecto a la extensión y la intensión (tomado de de Bustos, op. cit.):

                                    Expresiones                 Expresiones                 Expresiones 
individuales                 predicativas                 enunciativas

Extensión              Individuos                       Clases                          Valores de verdad
Intensión               Conceptos                      Predicados                  Proposiciones

                                    individuales

Carnap y su filosofía del lenguaje (II)


Posteriormente a las investigaciones de Carnap en el terreno de la sintaxis nuestro personaje viró en sus intereses hacia el campo de la semántica. Ya en 1934 Carnap había diferenciado entre dos modos de emplear o utilizar el lenguaje: material o formal. En el primer caso el lenguaje habla de la realidad y lo componen proposiciones de objeto (“Ferrari es un coche deportivo”, por ejemplo); en el segundo el lenguaje habla del propio lenguaje (“Ferrari es un nombre de coche deportivo”), analizando propiedades lingüísticas. Éste modo ‘formal’ es el propiamente filosófico, sostenía Carnap, toda vez que la filosofía, según él, se reducía a eso: a examinar la estructura lógica de las expresiones lingüísticas. Carnap, igualmente, creía que muchos de los problemas filosóficos eran resultado de mezclar o confundir los dos planos y que, clarificando el origen o la esencia de aquellos, muchos dejarían de serlo.

Pero esto era el ideal de Carnap. Pronto, sin embargo, empezó a comprender que para caracterizar bien los conceptos semánticos un mero análisis formal de los lenguajes era del todo insuficiente. Por suerte halló, en A. Tarski, a un aliado, al constatar que era viable aplicarles un método de definición parecido al que se empleaban en la sintaxis. Es decir, lo que Tarski había hecho era formular reglas que concretaban una condición necesaria y suficiente de la verdad de las expresiones lingüísticas. En efecto, poniendo el relación un lenguaje objeto y un metalenguaje era posible definir aquellas con precisión.

Entonces, ¿qué es un método preciso de análisis semántico? Es aquel que se desarrolla “en un lenguaje artificialmente definido que desempeña la función de un lenguaje objeto para el que se especifican, en un metalenguaje, los conceptos semánticos comunes; el metalenguaje habla, afirma cosas, del lenguaje objeto…”, tanto si éste es “una lengua natural como un lenguaje formal. La diferencia entre uno y otro… “ pueden reducirse en principio a que “las reglas que constituyen la lengua natural son generalizaciones que explican una realidad social… mientras que los sistemas formales son sistemas lingüísticos que pueden estar ideados con fines específicos” (Eduardo de Bustos, Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999). Por tanto, son sistemas más ‘libres’, pues no se ciñen a fines descriptivos o explicativos, sino que se constituyen con intención práctica, y las reglas que los componen se idean en función de esos fines.

Lo básico en el sistema que desarrolló Carnap es la “designación”. El análisis semántico es, según esto, el modo de determinar lo que ‘designan’ cada una de las categorías que pertenecen a un sistema lingüístico, y esto es importante sobretodo en los enunciados, toda vez que el significado de los componentes de una oración consiste en su contribución al significado global de ésta. “Como lo que una oración designa es su valor de verdad, el significado de las categorías lingüísticas está determinado por su aportación a la fijación del valor de verdad de la oración” (de Bustos, op. cit).

Carnap, para poder diferenciar entre verdades lógicas y fácticas (analíticas o necesarias las primeras, sintéticas o contingentes las segundas), empleó entre otras las nociones de “descripción de estado” y de “rango”, propuestas por Wittgenstein. La primera estaría formada por enunciados de una clase concreta de modo que cualquier enunciado atómico (ya sea éste o su negación) debe pertenecer a esa clase. Una descripción de estado lo que hace es describir un posible estado del universo, de los individuos y sus relaciones dentro de un sistema semántico.

Para un enunciado alfa, por ejemplo, puede suceder que alfa (si tiene forma atómica) esté en un conjunto ‘descripción de estado’ determinado, o bien no lo esté; si tiene forma molecular, por su parte, disponemos de un grupo de reglas que nos brindarán averiguar si alfa es satisfecho por aquella descripción de estado. Y, en general, pueden establecerse reglas que definen, para un operador lógico, si el enunciado molecular dentro del cual está es satisfecho o no por la descripción de estado particular que se haya escogido. Pues bien, el conjunto de todas las descripciones de estado que pueden satisfacer un enunciado alfa se llama “rango de alfa”.

Según Carnap, entonces, si tomamos la descripción de estado, el rango y ciertas reglas semánticas de designación, entonces estaremos en condiciones de disponer de una interpretación (es decir, dilucidar sus constantes individuales y predicativas y concretar el rango) de alfa. Sabiendo el significado de ese enunciado, sabremos las condiciones que lo hacen verdadero en relación con una particular descripción de estado.

El concepto de verdad lógica Carnap lo definió “como la verdad de un enunciado establecida únicamente en virtud de reglas semánticas, sin referencia a los hechos extralingüísticos”, es decir: “un enunciado alfa será lógicamente verdadero si y sólo si, dada cualquier descripción de estado, alfa es verdadero respecto a ella” (de Bustos, op. cit.).

Si un enunciado no es lógicamente verdadero ni falso, entonces es lógicamente indeterminado. Y lo es porque no se puede aclarar, por medios lógicos, su verdad o falsedad. Y entonces, ya no es un enunciado analítico o necesario, sino uno contingente o fáctico. En este tipo de enunciados siempre se dará una descripción de estado respecto de la cual serían verdaderos (o sea, que siempre podemos imaginar un conjunto de hechos en los cuales dichos enunciados tengan un carácter verdadero, y otro conjunto en el que no lo sean). Por eso mismo se trata de enunciados contingentes: porque respecto a algunos hechos posibles son verdaderos, pero respecto a otros, son falsos.


En la siguiente y última nota dedicada a Carnap exploraremos sus nociones de extensión e intensión.

Carnap y su filosofía del lenguaje (I)




El propósito del Círculo de Viena, núcleo y germen del positivismo lógico (un movimiento filosófico desarrollado entre 1920 y 1940, en sus años de mayor esplendor), fue el de definir el conocimiento, estableciendo criterios que permitieran discernir entre lo que era auténtico saber de lo que no. Esto era una pretensión para nada novedosa; muchos habían seguido el mismo fin anteriormente; pero sí lo fue el método que siguieron: analizar lógicamente el lenguaje, portador, al parecer, del conocimiento auténtico.

Los positivistas entendían que cualquier cosa que afirmemos, si tiene contenido cognoscitivo, debe decirnos algo sobre la “realidad”, cómo es, ya sea la externa o la interna al propio sujeto. Para hacerlo, hay que recurrir al lenguaje. Hay, en efecto, que plasmar en un enunciado dicha afirmación. Por lo tanto, el problema epistemológico inicial (qué es el conocimiento) se reducía a un problema lógico/lingüístico (caracterizar el lenguaje enunciativo, que nos revele la realidad).

Había, pues, que buscar y hallar cuándo una oración enunciativa era portadora de significado y cuándo ello no ocurría. Los positivistas acudieron entonces a Ludwig Wittgenstein, quien en su Tractatus Logico-Philosophicus proporcionaba tesis acerca de la significatividad. En particular, ellos recogieron dos: 1) el enunciado, para ser significativo, debe reflejar la estructura de un hecho; y 2) comparando el enunciado con la realidad se puede dilucidar, presumían los positivistas, si aquel representa un hecho, si es verdadero o es falso.

Armado con estas nociones preliminares, Rudolf Carnap escribió un artículo en 1932 ya clásico, titulado “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”. En este artículo Carnap prosiguió el anhelo positivista de discriminar entre enunciados (o, en general, lenguaje) significativo del no significativo. Y advirtió que no podemos basarnos, para ello, en criterios lingüísticos al uso, toda vez que muchos enunciados semejan ser significativos cuando, en realidad, no lo son. Hay que construir, pues, una teoría lógico-lingüística tal que permita diferenciar entre proposiciones (es decir, enunciados con significado) de las pseudo-proposiciones (entidades lingüísticas que parecen enunciados, pero que realmente no tienen sentido).

Decía Carnap que la lengua es, básicamente, un grupo de palabras (léxico) y unas reglas para combinarlas (sintaxis). Una entidad lingüística será un enunciado con significado cuando se empleen términos significativos y las reglas correctas adecuadas para su combinación. En caso contrario, estaremos una entidad asignificativa.

Una palabra tiene significado, afirmaba Carnap, cuando designaba un concepto. Bien, pero ¿cuándo sucede esto? Hay que fijarse, decía aquel, en la sintaxis de la palabra. Hay que entender bajo qué condiciones una proposición es verdadera o falsa. En casos más complejos (que suelen ser prácticamente todos), sólo se puede atribuir significado a un concepto cuando conocemos su definición partiendo de términos más de otros conceptos más simples. Nos dice Eduardo de Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999): “Es la suma de estos conceptos simples la que proporciona el significado del concepto complejo que, sólo a su través, está en conexión con la realidad”.

Quizá en un alarde de cierta arrogancia o presunción, Carnap y otros positivistas lógicos de la época establecieron que todo concepto es significativo si: A) se puede contrastar directamente con la realidad (al ser lo suficientemente simple); o, B) lo es de forma indirecta procediendo a descomponerlo en conceptos más sencillos. Por tanto, lo que proporciona significado a los términos lingüísticos es su conexión, sea directa o sea por definición, con la realidad. Todos aquellos otros términos que no se puedan relacionar con la experiencia son vanos, fútiles o simplemente, no portan el menor significado. Por consiguiente, una palabra tendrá significado cuando posea una relación con la realidad extralingüística, una relación que únicamente la epistemología, a la que se suma la lógica, pueden delinear.

Bien. Atendamos ahora a los motivos sintácticos por los que un enunciado puede estar vacío de significación. En efecto, si se emplean errónea o inadecuadamente las reglas de combinación entre los términos la oración resultante puede ser gramatical, porque siguen esquemas formales correctos, pero sin sentido; por otro lado, también hay una sintaxis lógica, la cual establece cuáles combinaciones categoriales se permiten y cuáles no. Esto es lo que pretendía Carnap: explicar y demostrar por qué los enunciados típicos de la metafísica, la gran enemiga de los positivistas lógicos, son asignificativos. Y el por qué obedece a los errores categoriales que incluyen. Como ejemplo de esto, Carnap empleó términos de la obra ¿Qué es la metafísica?, de Martin Heidegger, revelando que había enunciados en los que se incluían términos que llevaban a “transgresiones categoriales”, abocando finalmente a combinaciones de términos carentes de significado como “la angustia revela la Nada”, etc.

Esto podría ser muy plausible o, al menos, digno de análisis. Que, a veces, se emplee ese léxico vacío de significado (o con significado confuso, o poco clarificado) debería hacer pensar que se necesita, tal vez, una metafísica menos oscura, menos profunda, porque esa profundidad lo que esconde, como decía Emilio Lledó, “con su ropaje críptico, [es] la más absoluta vaciedad”. Pero de ahí a afirmar, como hicieron Carnap y sus colegas positivistas, que la entera metafísica estaba desprovista de significado, hay un trecho demasiado grande. Cometieron, aquellos, el error de la arrogancia, del engreimiento propio de quienes se creen en condiciones de establecer qué es significativo y qué no. Ellos, los positivistas lógicos, aseguraban que los enunciados metafísicos (así, en general) se limitaban a explotar los errores categoriales, violando la sintaxis lógica, o que empleaban términos sin significado sin ninguna relación con la realidad (pero, ¿qué realidad?; y, también, ¿hasta qué punto se puede determinar la significatividad?). Concluyeron, entonces, que esos enunciados son meramente descriptivos o bien que no guardan relación ninguna con la realidad, y por consiguiente carecen de todo sentido.

En resumen, los enunciados asignificativos son los de la metafísica, según Carnap; la ética y la estética, por su parte, elaboran y emplean enunciados con significado emotivo. ¿Y cuáles son los enunciados significativos? Pues los científicos, ya sean analíticos (lógicos o matemáticos) o sintéticos (verdaderos o falsos en función de si coinciden con la realidad).

El principio de verificabilidad, según lo siguieron los positivistas lógicos, debe mostrar o exhibir la conexión, más o menos directa, que exista entre el lenguaje significativo y la realidad. [Ahora bien pensemos, entre paréntesis, lo siguiente: ¿cómo es posible esto? Según decía Juan Arnau en su Manual de filosofía portátil (Siruela, Madrid, 2014), el Tractatus de Wittgenstein, pieza clave y base del positivismo del Círculo de Viena, como mencionamos, partía de un supuesto incomprobable: que hay una correspondencia entre el lenguaje y la realidad. Pero, ¿nos es dado conocer si existe tal correspondencia? El único modo posible de hacerla tangible, decía Arana, consiste en “salirse”, bien del lenguaje, bien de la realidad, y poder ver desde fuera si las dos cosas encajan. Y ello, obviamente, no nos es posible. Por tanto, ¿podemos estar seguros de que somos capaces de determinar dicha conexión lenguaje significativo-realidad? ¿O se trata de (otra) presunción más?]


Los positivistas, sin embargo, se dieron cuenta de que el principio de verificabilidad era en exceso riguroso, incluso para enunciados de la ciencia natural. Para mantenerse dentro de su propio criterio para distinguir entre ciencia y lo que no es, Carnap sustituyó el principio de verificabilidad por el de “comprobabilidad”. Con dicho principio ya no se pretendía que, conociendo el significado de un enunciado, se conociera igualmente cómo dicho enunciado se ligaba con la experiencia; lo que se precisaba, sin más, era que ese enunciado dispusiera de un “contenido fáctico”, que permitiera esa conexión con lo empírico, empleando recursos lógicos que remitían a un lenguaje particular. Todo enunciado, ahora, sería significativo si era posible “traducirlo” a ese lenguaje particular, empirista.

10.3.15

Francisco Giner de los Ríos (III): Pedagogía



-Pedagogía.

Como estamos viendo en la pequeña serie paralela referida a la Institución Libre de Enseñanza (ILE), Francisco Giner de los Ríos puso en práctica su visión pedagógica dentro de ella al aunar los postulados propios del krausismo con la innovación que suponía el positivismo. El ánimo que seguía Giner y sus colegas era, como ya dijimos, transformar la vida y la cultura españolas. Había que “sacarla del armario”, hacerla confraternizar y modernizarse con las corrientes europeas, enriquecerla y ponerla al día. ¿Cómo? Mediante la educación, una educación completa del hombre por el hombre, partiendo siempre de sus propias capacidades.

1)     Principios educativos.

Recordemos que la ILE se nutrió en su esencia de las ideas y principios de los grandes pedagogos europeos (Rousseau, Fröbel, etc.). El propósito de Giner no fue otro que el que animaba también a estos intelectuales: formar hombres, pero no una clase especial de eruditos o de sabios; no, la intención era que esos hombres tuvieran capacidades prácticas, que fuera activos tanto como útiles, para la sociedad como para sí mismos.

Dos elementos confrontados son necesarios en esa labor: primero, como motor educativo, está el elemento utópico, que estimula y dota de energía al quehacer de aprendizaje, al confiar en el poder de la razón y del progreso humano; y, segundo, el elemento real, pues la utopía ‘debe’ realizarse, y cabe hacerlo en un tiempo, espacio y sociedad concretas, en unas circunstancias particulares.

La antropología krausista tiene por base “la formación del hombre armónico que desarrolla en plenitud todas su facultades físicas, psicológicas, estéticas, morales…: nada puede quedar fuera de la integración armónica de la personalidad” (Manuel Suances, Historia de la Filosofía Española Contemporánea, Síntesis, Madrid, 2010). Lo cual implica que la escuela no debe verse como algo exterior a la vida, sino que debe ser la vida misma. Es por ello por lo que amplió el contexto de la propia escuela, promoviendo el contacto con la naturaleza y la formación sociocultural (visitas a museos, pueblos, ciudades, etc.) así como la educación física y las manualidades. Ya aludimos, en la serie de la ILE, que en ésta no había una separación, una división clara entre primera, segunda enseñanza y enseñanza superior; esta fue una noción gineriana.

Como no podía ser de otro modo en una enseñanza integral que buscaba formar hombres (al contrario de lo que parece suceder en la actualidad), lo que realmente importaba era la educación, no la acumulación inútil de conocimientos, como tampoco la erudición. No hay que tratar de aprender de forma mecánica disciplinas, no hay que estructurar tanto el temario… Hay que diferenciar muy claramente entre educación e instrucción: ésta permite obtener información y conservar el conocimiento; aquella, formar personas que puedan desarrollar su personalidad. Por tanto, no es provechoso acumular saber sin más. Así lo expresa Giner: “Los hombres medio instruidos, pero no educados tienen su inteligencia y su corazón punto menos que salvajes” (Estudio sobre educación).

E incide Giner al respecto, afirmando que él está en contra de ese “sistema memorista, mecánico, dirigido a mostrar facultades inferiores, para las cuales se digna promulgar en solemne revelación académica la verdad, oficialmente averiguada y definida, librándonos de aquel trabajo de ir a buscarla por nosotros mismos, que Lessing reputaba el más característico rasgo de seres racionales” (Giner de los Ríos, op. cit). En efecto, un hombre realmente educado no es el que llena su cerebro de datos, de nombres, fechas, saberes, teorías… Lo que cuenta es la capacidad racional de crítica y de síntesis.

En la educación diferencia Giner tres partes o acciones: la acción educativa espontánea (ambiente), la acción estimulante (el educador) y la acción receptora (el aprendiz). Cabe lograr una armonía de los tres elementos para la educación exquisita, algo no sencillo pero que proporciona satisfacciones inigualables en caso de lograrse. Giner hizo una crítica a la pedagogía de su tiempo, lastrada por el principio de autoridad y ceñida a temas y metodologías tradicionales y desfasados. Como nos dice Manual Suances, “proponía el diálogo entre maestro y alumno en contacto real y afectivo; le parecía terrible la masificación de alumnos como sujetos pasivos de una enseñanza memorística en una lejanía intelectual y humana con el maestro. Promovió una mentalidad crítica y creadora contra la enseñanza acumulativa; incentivó la actividad activa del alumno y el saber integral frente a la cultura especializada. El maestro, en torno al cual gira la enseñanza, debe ser íntegro […]; todo lo demás es secundario: aulas, libros de texto, leyes, programas”.

2)     Criterios de enseñanza.

Los limitamos, siguiendo la obra de Manuel Suances que hemos citado, a tres: educación ética, educación aconfesional y método intuitivo.

a)      Educación ética.

Por descontado, si el ideal educativo es el de formar hombres íntegros, el propósito básico que guíe ese ideal debe ser desarrollar adecuadamente la conciencia individual, moral, de cada persona. Ése es el puntal básico: sin una conciencia ética, nada puede construirse. La razón no es un fin en sí misma, sino el medio adecuado, el más adecuado, de hecho, para lograr el desarrollo moral. Es por ello que, en Francisco Giner de los Ríos, era básica y prioritaria la libertad de conciencia. Si uno consigue esa plenitud moral, entonces no necesita ningún tipo de coacción, sea interna o externa, por lo que carecen de sentido las metodologías educativas tradicionales basadas en el recurso a la autoridad, al castigo, etc.

b)      Educación aconfesional.

Si vivimos en una sociedad donde prima la libertad religiosa, debe existir una neutralidad confesional, es decir, no debe haber, por parte del Estado, predilección por ninguna religión particular. Esta misma mentalidad guió a la ILE, que no fue un organismo laico, sino aconfesional. Para Giner y algunos de sus compañeros, la religión era fundamental, o por lo menos importante, pero no se trataba de una religión positiva, sino de una de corte natural. Esto influyó, desde luego, en los ataques que los adeptos a aquel tipo de religión tradicional llevaron a cabo contra la ILE, entre otros motivos.

En consecuencia, había que enseñar religión, desde luego, pero no como si una de ellas fuera la cima del saber y la experiencia espiritual, sino como una visión del hombre común a todos ellos, que ha existido siempre en sus diversas manifestaciones. Una vez aceptado ese sustrato compartido interculturalmente, cada sujeto debe ser libre para escoger aquella confesión que le resulte más de su agrado. Francisco Giner de los Ríos es consciente del problema que supone que los creyentes se adhieran a una corriente o religión particular: sus concepciones suelen entrar en conflicto con la de otras religiones, y el resultado muchas veces, por desgracia, es la división o el conflicto. Por ello, Giner aboga por la religión natural, que es un espacio de mutuo respeto y tolerante con las formas religiosas alternativas.

c)      Método intuitivo.

Por último, el método intuitivo es el que, a juicio de Giner, mejor permite al alumno desarrollar su creatividad y su actividad intelectual. El educando debe ser un sujeto activo, en contacto con su maestro. Y los libros de texto, los manuales, los programas… no son tan valiosos, ni de lejos, con la palabra, el diálogo, la conversación. Ésa fue una de las características de la ILE, el predominio de lo oral sobre lo escrito, del fluir libre de las palabras. Giner fue considerado el “Sócrates español” porque “el alumno se descubre a sí mismo y sus valores justamente por la resonancia que tiene en él la figura del profesor y así, éste, es un instrumento del propio conocimiento, una partera en términos socráticos, que ayuda a alumbrar el conocimiento del otro, no a suplirlo” (Suances, op. cit.); “[…] fue Giner un hombre de tradición oral como los griegos y tenía tal respeto por la palabra que hablaba de ‘administrar el sacramento de la conversación’”.


Éste método intuitivo es pues, el modo activo por excelencia de aprendizaje, un método que, como nos enseña Giner de los Ríos, “rompiendo los moldes del espíritu sectario, exige del discípulo que piense y reflexiones por sí, en la medida de sus fuerzas, sin economizarlas con imprudente ahorro: que investigue, que arguya, que cuestione, que intente, que dude, que despliegue las alas del espíritu…” (Estudios sobre Educación).

Frege y su filosofía del lenguaje (y IV)


Si pretendemos, como hace Frege, diferenciar también en los enunciados el sentido y la referencia, hay que atender al principio de composicionalidad. En síntesis, lo que impone este principio es que el sentido y la referencia de cualquier expresión compleja serán función del sentido y la referencia de las expresiones que la componen (en los enunciados más simples se reduce al sentido y referencia del nombre y del predicado).

Si en un enunciado cambiamos una expresión por otra que posea la misma referencia no cambiará, sin embargo, el valor de verdad de aquel. El valor de verdad es la referencia de la oración. Si la oración es verdadera, su referencia será lo verdadero; si falsa, lo falso. Los valores de verdad son los objetos a que se refieren las oraciones enunciativas.

Por tanto, y teniendo esto muy en cuenta, todas las oraciones verdaderas designan lo mismo, lo verdadero (y al revés, naturalmente: todas las falsas lo falso). Decía Frege que “en la referencia del enunciado, todo lo singular desaparece. Por tanto, para diferenciar un enunciado de otro con el mismo valor de verdad, hay que atender al sentido que corresponde a ese enunciado”.

Entonces, si cuando en un enunciado cambiamos una expresión por otra con idéntica referencia, y ya sabemos que ese cambio no modifica su valor de verdad, ¿qué es lo que cambia? Por supuesto, lo que se altera es el sentido, el pensamiento. Esto es lo que distingue una oración de otras. Una oración tendrá sentido siempre que esté bien construida tanto ella en conjunto como cada una de sus partes. ¿Puede haber enunciados con sentido, pero sin referencia? Sí, los puede haber, porque la predicación remite o se efectúa de un objeto (no de un nombre). Pero, si el objeto referido es inexistente entonces no hay predicación, y en tal caso no es posible darle valor de verdad al enunciado. Los enunciados que hablan de objetos de ficción, pues, tienen sentido, pero no referencia.

Bien, hasta aquí lo que atañe a los enunciados simples. ¿Qué hay de las oraciones compuestas? Si hacemos un doble análisis, lógico y gramatical, vemos que no coinciden, porque su finalidad es obviamente distinta; el primero trata de expresarse de modo que sea posible determinar la verdad o falsedad de un enunciado.

En las oraciones coordinadas, su referencia depende de la de las oraciones componentes, tal y como obliga el principio de composicionalidad. Por tanto, todo depende del valor de una función cuyos componentes son los valores de verdad de las oraciones que lo componen.

En las oraciones subordinadas, como era de esperar, el análisis lógico es más problemático. Particularmente, en las subordinadas sustantivas no pueden sustituirse éstas por otras con el mismo valor de verdad, como sucedía en las coordinadas; en este caso, en efecto, se requiere que tengan el mismo sentido, para conocer el valor de verdad de la oración completa.

Para ir terminando con esta breve y algo difícil aproximación a la filosofía del lenguaje de Gottlob Frege, añadamos algunas notas finales. Como nos dice Eduardo Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999), “la teoría semántica de Frege es uno de los más claros exponentes de las relaciones que unen a la lógica, la filosofía del lenguaje y la ontología. En ella, se nos presenta una gran separación o división, que distingue a las entidades en dos clases, que ya vimos: función y objeto; y dentro de ellos, hallamos distintos elementos. En el primero: conceptos, funciones monarias (es decir, lo verdadero o lo falso), etc.; en el segundo: valores de verdad, objetos abstractos, etc.

Algunos de estos objetos son objetivos, según Frege, y otros, en cambio, son subjetivos. Por ejemplo, entendiendo que la representación es la imagen que la mente se construye de un objeto (una silla, pongamos por caso), dicha representación de objetos y  conceptos es subjetiva, y lo es porque para llegar a ella se parte de la experiencia, la memoria o la percepción de cada uno de nosotros.

Por otro lado, el sentido, el modo como nos referimos a los objetos, es objetivo. Y, ¿por qué? Porque, nos dice Frege, pueden compartirlo muchos otros. Es lo que se llama intersubjetividad. En palabras de nuestro autor: el sentido “puede ser propiedad común de muchos y, por tanto, no es parte o modo de la mente individual” (Sin embargo, podríamos preguntarnos si la intersubjetividad es garantía de objetividad; una ilusión, una alucinación podría bien ser experimentada por muchas mentes, podría convertirse en un fenómeno intersubjetivo y, en cambio, carecer de total objetividad…). Sin embargo, hay que reconocer que desde la perspectiva semántica no hay referencia directa al objeto; todo lo más a lo que puede llegarse es a un saber parcial, incompleto e intersubjetivo de la naturaleza.

El pensamiento, sigue Frege, es el medio intersubjetivo por el cual llegamos a la verdad o a la falsedad. Pero cabe diferenciar entre el acto de pensar y el pensamiento mismo, que es el contenido de aquel.

Son muy diversas las valoraciones que se han ido haciendo de la teoría de Frege, de su ontología. Hay quienes lo vieron como nominalista, como platónico, seguidor de Kant (o crítico de él), realista, racionalista, etc. Parece que, al menos, se puede concebir a Frege como realista kantiano, así como platónico: realista, toda vez que consideraba real un mundo exterior independiente al pensamiento; kantiano, también, pues aceptaba la objetividad del conocimiento; y platónico, porque admitía la existencia de objetos abstractos. Por el mismo motivo se le puede considerar idealista.

La honradez intelectual y su espíritu crítico para con su propio trabajo están fuera de toda duda. Cuando ultimaba el segundo volumen de sus Leyes básicas de la aritmética, Bertrand Russell, que había estado analizado muy interesado su trabajo, le escribió en 1902 que había cometido una obvia contradicción (después se llamaría a esto la paradoja de Russell); Frege admitió el error, y su respuesta del 22 de junio escribió: “su descubrimiento de la contradicción [paradoja] me produjo la mayor sorpresa, incluso, yo diría, la mayor consternación, porque ha hecho tambalear los cimientos sobre los que yo intentaba construir la aritmética. [...] Tengo que reflexionar nuevamente sobre la cuestión. Es una cuestión muy seria desde que, con la pérdida de mi Regla V, parece desvanecerse no sólo la fundamentación de mi aritmética, sino también la única fundamentación posible de la aritmética. [...] El segundo volumen de mis Grundgesetze está próximo a aparecer. No cabe duda de que tendré que añadir un apéndice en donde su descubrimiento se tenga en cuenta”.


Lo que esto provocaría, finalmente, sería el fracaso del programa logicista de Frege. Sin embargo, sus investigaciones han constituido el punto de partida de la lógica moderna y como señala Eduardo Bustos, “su aportación esencial en este campo reside en haber situado los problemas ontológicos fuera del ámbito especulativo de los grandes sistemas metafísicos y haberlos ligado a la resolución de problemas concretos en el ámbito de la lógica y la semántica.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...