12.4.08

Sobre las personas y sus vidas

Cuando estuve de viaje través de las tierras valencianas, con la compañía de un buen amigo, solíamos hablar y discutir a la puesta del sol; quizá por ese ambiente calmado que nos envolvía, plagado de serenidad y silencio, salían a la superficie algunas cuestiones interesantes. No era una dialéctica excesivamente elaborada, como es de esperar, pero una de las veces hablamos acerca de un tema en el que manteníamos, y mantenemos, una posición opuesta. En realidad apenas dijimos unas frases al respecto, pero ello bastó para formarnos una idea de la opinión del otro (son muchos los años que nos han visto juntos y nos conocemos bien). Expondré la postura de mi amigo, según yo la entiendo, y a continuación ofreceré la mía. De entrada tengo que decir que, con seguridad, no haré justicia plena a los razonamientos que presentaría mi "adversario dialéctico", de estar presente él mismo en esta discusión. Pero trataré de situarme en su lugar y ofrecer un punto de vista lo más depurado posible, pese a que no sea el mío.

Su postura puede entenderse, de forma directa y sin rodeos, como sigue: "Hay vidas mejores que otras". Por mejores hay que entender, como es lógico, vidas más llenas, más completas, estimulantes y enriquecedoras para las personas que las viven. Obviamente no hablamos de mayor valor intrínseco, pues huelga decir que ninguna vida es superior a otra, sino qué tipo de vida puede ser más humana y provechosa. Cabe decir aquí que mi compañero considera su vida como especial, por cuanto se dedica a los asuntos del intelecto y del espíritu a tiempo completo, brindándose a sí mismo una existencia que él percibe como total e insuperable: el tiempo centrado en la lectura, el descubrimiento, la creación literaria, la contemplación y demás actividades similares, le incitan a suponer que ésa vida, la suya, es la mejor posible, o más exactamente, que es mejor que la de muchos otros.

Esta conversación surgió a raíz de observar, mientras comíamos en un bar, a un tipo que estuvo prácticamente dos horas consecutivas encadenado a una de esas máquinas tragaperras, ausente de todo lo que le rodeaba y de cualquier realidad externa. Sus hábiles dedos manipulaban los botones con experiencia, y sus ojos chispeaban, según pude ver aún en la distancia, con la expectativa de una hipotética recompensa económica.

Fue entonces cuando mi amigo susurró algo como esto (no recuerdo exactamente cuáles fueron sus palabras):

- Joder, que vida más miserable. ¿Cómo puede perder su tiempo de manera tan estúpida?

Ambos reconocemos, naturalmente, que los ludópatas -aquel sujeto parecía ser uno de ellos, aunque era imposible asegurarlo- tienen un problema, sufren una enfermedad, por lo cual resulta difícil que ese rato que estuvo allí fuera representativo de su vida, de cómo vive y lo que valora. Pero imaginemos, tomándonos gran libertad, que ese tipo supiera controlarse, sin acabar obsesionado ni superado por el ansia de juego constante, y supongamos también que es un hombre corriente, currante, como tantos otros, de nueve a siete, y que al llegar a su hogar se dedica a ver la televisión, cenar y dormir unas pocas horas, hasta que el dia siguiente la historia se repite, una y otra vez. Algunos podrán verse identificados en este tópico cliché de ciudadano medio, y pese a la tosquedad de su descripción, seamos generosos e imaginemos que, en efecto, su vida es realmente así, a grosso modo.

La pregunta es: ¿qué vida es mejor, más llena, más humana, incluso? ¿Es la que disfruta mi amigo una existencia de mayor alcurnia, de mayor valor? ¿O la de aquel yonqui de las máquinas es igualmente fructífera, útil y sabia?

Yo sostuve, y sigo sosteniendo, que no hay forma objetiva de discriminar entre vidas mejores o peores; mi amigo me increpó, y quiso hacerme ver que eso equivalía a un peligroso relativismo. Si no hay manera de discernir qué existencia es mejor, ¿para qué demonios ha servido, entonces, toda la corriente filosófica de corte práctico que, desde un tal Platón, hace algunos miles de años, ha llenado millones de páginas con la intención de hacer más sabias a las personas en sus vidas diarias, orientándolas hacia lo que, en cada época, se consideraba como el tipo de vida ideal y virtuoso? Si todas las vidas son igual de valiosas, ¿para qué perder el tiempo buscando cuál es la mejor, si ésta no es más que una idealización superflua e irreal?

Con todo, mi postura es la siguiente: "Ninguna vida es mejor, más plena, fecunda o humana que otra, siempre y cuando todas ellas hayan sido elegidas voluntariamente y las personas que las viven sean, por tanto, plenamente conscientes de sus carencias y bondades". Si el ludópata de turno es consciente de su categoría de vida y sabe lo que se está perdiendo al no abrazar otras, y aún así sigue decidido en vivir la vida a su manera, está realmente viviendo de la mejor forma posible para él, por lo que no habrá otra vida mejor que pueda vivir ni experimentar.

Para que esto sea posible se necesitan, lógicamente, seres humanos conscientes de lo que hacen y de lo que se pierden a cada paso que dan. Yo soy consciente (espero que plenamente) de que mi modo de vida, ermitaña, solitaria, algo misántropa e independiente, tiene sus puntos fuertes, que valoro como imprescindibles, y sus aspectos negativos, carencias que no puedo llenar por la propia naturaleza de mi elección, que ha sido propia y no influenciada por factores externos determinantes. Tiene sus compensaciones, sí, pero también sus lagunas. Según mi tesis, ésta es mi mejor vida posible, hoy por hoy. De la misma forma, el currante que saboree su existencia, que disfrute su trabajo, las horas que se pasa frente al televisor y hojeando el 'Marca', y que sea consecuente con ella, que perciba otras posibilidades y las deseche porque no le resulten atractivas, entonces es un sujeto que está viviendo con la máxima conciencia de su existencia. Y en esas circunstancias no cabe nuestra crítica a su vida o nuestra paternal condescendencia, porque se halla al mismo nivel cognitivo que nosotros.

Podríamos sintetizar todo esto en tres puntos referenciales, a los que deberemos remitirnos para saber si una persona está viviendo su mejor vida posible, sea cual sea ésta (y siempre, claro está, que con ella no haga daño a otros). Estos tres puntos son:

1) Consciencia; es decir, saber qué significa vivir como vivimos, cuáles son las virtudes y defectos de nuestra elección, y ser conscientes de que hay alternativas, pero que las ignoramos porque suponemos que la manera en que vivimos es la más adecuada para nuestros intereses.

2) Elección; o sea, haber sido tú mismo quien haya decidido qué vida vivir. Parece fácil, pero en muchas ocasiones no está muy claro el límite entre ello y la influencia que la sociedad (esto es, medios, amigos, familiares, etc.) ejerce sobre nosotros, de modo que podríamos pensar que nuestra vida la hemos elegido nosotros cuando en realidad ha sido algo externo a nuestra voluntad...

Y, 3) Responsabilidad; si somos conscientes del tipo de existencia que llevamos debemos, paralelamente, ser responsables de ella. No podemos, por tanto, despreciar nuestra vida o las circunstancias que la rodean porque en gran parte es resultado de nuestra elección, y si la criticamos entonces estamos dando a entender que hemos fracasado en dicha elección, y que hay vidas mejores que podríamos vivir. Si lo hacemos, estamos entonces estableciendo diferentes niveles de vida, y con ello, aceptamos que hay vidas mejores que otras.

Cabría, por supuesto, matizar mucho más estas posturas, adobarlas con argumentos más elaborados y dotarlas de una mayor firmeza conceptual, si es que merecen realmente tales desarrollos y son algo más que ideas peripatéticas sin demasiada profundidad, pero me parece que ambas visiones están bastante claras. Tampoco se trata de elegir entre una u otra, no hay una buena y la otra mala, o una acertada y la otra equivocada; estas cuestiones no pueden solucionarse tan a la ligera, y a partir de una conversación casual entre amigos a la lumbre solar.

Podemos aceptar, por ejemplo, la idea de que efectivamente hay otras vidas más intelectuales, más artísticas o más espirituales que las nuestras, vidas que están repletas de sabiduría o de experiencia, de entendimiento o de aventura. Podríamos, incluso, llegar a aceptar que son mejores en uno u otro sentido, en el que nosotros queramos darle a ese término 'mejor', pero ni siquiera desde esa posición nos veríamos obligados a reconocer que son existencias a las que debamos aspirar, dado que pueden no ser necesariamente las que más nos convienen. Porque, repito, si somos conscientes de qué vida vivimos, si somos responsables de ella y la hemos decidido por nosotros mismos entre un abanico de existencias posibles, entonces es la mejor para nosotros, por lo menos durante un cierto periodo de nuestras vidas.

¿Alguien está dispuesto a opinar?

7.4.08

Filosofía china antigua: caracteres generales



Tras nuestras pequeñas incursiones en las filosofías antiguas del budismo y el mazdeísmo, iniciamos con este apunte una nueva serie dedicada, en este caso, a la filosofía china. Seguimos, pues, en nuestro empeño por hacer de las corrientes de pensamiento oriental un complemento (absolutamente imprescindible, a nuestro juicio) de los temas, teorías y autores occidentales que tratamos aquí habitualmente. La finalidad, obvia, de todo ello, es acercar ambas posturas filosóficas, distintas en método pero similares -por lo menos a grandes rasgos- en espíritu.

Como es lógico, una de las escuelas más relevantes y conocidas dentro de la filosofía china es el confucianismo. Pero existen muchas otras, algunas de las cuales analizaremos también (como el mohísmo o el taoísmo). Nuestra intención es centrar la atención en el primer periodo -que también es el de mayor esplendor- de esta filosofía, el cual abarca desde la vida del propio Confucio (550-479 antes de Cristo), hasta el arraigo definitivo de sus tesis en la sociedad china, dentro de la dinastía Han (206-120 antes de Cristo).

Hasta el siglo XIX, las interpretaciones que se realizaron de las doctrinas y reflexiones de la China antigua coincidían en señalar que guardaban poca -o nula- afinidad con la filosofía. Había la impresión general de que allí nunca hubo en realidad filosofía -entendida, como reza el canon, como amor a la sabiduría. Hegel, el influyente idealista alemán, lo afirmó de esta manera: "[para los chinos] todas las cosas relativas al Espíritu -moralidad [...], religión íntima, ciencia y arte- eran extrañas". Bien, esto parece ser cierto, pero sólo en parte. Es verdad que en los textos clásicos chinos aparecen muy pocas descripciones abstractas o metafísicas acerca de la realidad, y que, en cambio, es más frecuente hallar en dichas fuentes innumerables consejos u orientaciones, de carácter práctico, que podrían dar la impresión de que los chinos no tuvieron especial interés en los problemas básicos de la filosofía. Pero no todo el corpus de la tradición china se mantuvo alejado de las cavilaciones teóricas, ni se ciñó por completo a asuntos prácticos. Tal vez la opinión más certera sea la de A.C. Graham, cuando señala que: "el interés [de la filosofía china] ha estado siempre centrado en las necesidades humanas, en el perfeccionamiento del gobierno, en la moral y en los valores de la vida privada. Sólo raramente han prestado los filósofos algún interés por verdades que no sirvan obviamente a un fin útil".

Lo cual significa que la filosofía china se ha orientado desde sus inicios a ayudar y mejorar la vida de las personas, más que un conocimiento exclusivo de la realidad. Cooper, en su obra Filosofías del mundo (ver *, más abajo), concreta en dos caracteres principales a esta filosofía asiática: se trata, según él, de una filosofía humanista y práctica.

Aquí, por humanismo se entiende algo muy diferente a lo que en occidente reconocemos como tal. Es humanista, en primer lugar, por cuanto se halla lejos, muy lejos, de aceptar que el Universo fue creado por un Dios, un hacedor de lo bueno y símbolo del objetivo de la vida. Y, en segundo lugar, porque sostiene que el ser humano debe lograr sus fines, sus metas, en esta vida, en el espacio temporal de la existencia mundana, y no buscar una liberación que la trascienda, una huida del mundo empírico como instigaba el budismo, según ya sabemos.

Que la filosofía china sea calificada como práctica no sorprende en absoluto. Lo es, efectivamente. En India y Grecia también había este interés por lo práctico, por hacer ver a las gentes cómo debían vivir, pero en China esta praxis tiene la peculiaridad: no se parte de las reflexiones abstractas o metafísicas para llegar a conclusiones acerca de cómo debe ser una existencia virtuosa, como en los otros casos, sino que se sostiene que dichas reflexiones no son útiles o relevantes para ésta, o por lo menos, no lo son de forma determinante.

¿A qué podría deberse esta predilección china por la filosofía práctica en detrimento de la más abstracta o teórica? Hay varios intentos por explicar esta actitud; una de ellas se basa en la lengua china, en las peculiaridades de su representación. Como sabemos, el chino escrito es un conjunto de caracteres pictóricos; se ha propuesto que es dicha cualidad idiográfica la que establece una separación, o una limitación, entre el mundo sensible y el abstracto, entre lo empírico y transmitido por lo sentidos y lo conceptual. Según cuenta Cooper, "la idea parece ser que durante el acto de leer el chino permanece necesariamente en contacto con el mundo empírico que los caracteres necesariamente evocan". Además, la idiosincrasia de la lengua china es tal que no precisa de análisis de conceptos o categorías abstractas, y los asuntos filosóficos inherentes a estas cuestiones (por ejemplo, los de la relación entre el lenguaje y la realidad, tan familiares en occidente) carecen por lo tanto de sentido y no son investigados.

Pero es que, además, la filosofía constituye un intento de explicar el mundo externo, algo que se halla más allá de nosotros (incluso cuando reflexionamos sobre nosotros mismos, siempre lo hacemos en relación al mundo que se sitúa más allá de nosotros; de lo contrario no podríamos contextualizar nada). Sin embargo, la filosofía china tiene un cariz distinto, radicalmente distinto: porque ella "ha considerado desde siempre al hombre como un ser que se siente perfectamente integrado en la naturaleza". Si esto es así, es completamente inútil tratar de construir teorías o sistemas metafísicos que describan cuál es su conexión, lugar o relación, con la realidad, porque no existe nada fuera de él, fuera de sí mismo. Para decirlo llanamente, él, el hombre, está en todo, y dicho todo está en él. La realidad no es algo exterior a su ser. Él es toda realidad.

Por esto, lo extraño sería precisamente que la filosofía china contuviera esbozos o trazas de abstracciones teóricas: porque, como dijo Mencio, las gentes chinas tienen la clara conciencia de "estar situadas en la misma corriente que el Cielo sobre sus cabezas y la Tierra bajo sus pies". Dada esta ligazón íntima, esta imposible separación entre el yo y el mundo, ¿cuál puede ser sino la utilidad real de la filosofía excepto la de servir de vehículo para ser mejores personas y lograr que los otros también lo consigan?

*[Sigo, tanto en esta serie sobre la China antigua como en las doctrinas orientales en general, dos obras principales: "Filosofías del mundo", de D. E. Cooper (Cátedra, 2007) y "Sabidurías orientales de la antigüedad", de Mª. Teresa Román (Alianza, 2004), además de, para el caso presente, "China", de J. Mosterín (Alianza, 2007). El primero es un impagable depósito de todas las corrientes filosóficas principales que han aparecido, en uno u otro momento, en las culturas humanas, desde la hindú antigua hasta la fenomenológica. Es un libro extenso y ambicioso, pero de muy fácil lectura. Lo recomendamos sin reservas.]

26.3.08

Tiempo de interludio

Me tomo un descanso, por unos días, interrumpiendo mis ladrillos pseudo-filosóficos hasta nueva luz. Sé que no son muchos los que por aquí se detienen; aprovecho ahora para agradecer a quienes, en uno u otro momento, lo hayan hecho, y les emplazo a que regresen en unas tres semanas, cuando (es un suponer) volveré a hilvanar mis sesudos textos peripatéticos.

Pero no todo será vivir y experimentar. También habrá tiempo para la lectura, la reflexión y la escritura, aunque sea desde lo alto de un risco o bajo la sombra de un pino, a años luz de la civilización...: pues me acompaña un pequeño libro, sencillo y modesto, pero que me impedirá perder, al menos completamente, el contacto con el mundo de la filosofía. Porque ya no puedo evitarlo; ella, la filosofía, ha echado raíces profundas y fuertes, y soy incapaz de arrancarlas, incluso queriendo. A la vuelta esperan Hume y Plotino, el demiurgo platónico y la ética nicomaquea, unas frases sobre el confucionismo y algunas ideas sobre la doctrina de la metempsícosis. Lo cual no es sino un exiguo pedazo de lo que vendrá, en un futuro no muy lejano.

No os vayáis todavía. Aún queda mucho por descubrir, y aún mucho más que compartir.

20.3.08

Definiendo (y defendiendo) el mito

"Enfocado en lo que tiene de vivo, el mito no es una explicación destinada a satisfacer una curiosidad científica, sino un relato que hace revivir una realidad original y que responde a una profunda necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones e imperativos de orden social, e incluso a exigencias prácticas. En las civilizaciones primitivas el mito desempeña una función indispensable: expresa, realza y codifica las creencias; salvaguarda los principios morales y los impone; garantiza la eficacia de las ceremonias rituales y ofrece reglas prácticas para el uso del hombre. El mito es, pues, un elemento esencial de la civilización humana; lejos de ser una vana fábula, es, por el contrario, una realidad viviente a la que no se deja de recurrir; no es en modo alguno una teoría abstracta o un desfile de imágenes, sino una verdadera codificación de la religión primitiva y de la sabiduría práctica [...]. Todos estos relatos son para los indígenas la expresión de una realidad original, mayor y más llena de sentido que la actual, y que determina la vida inmediata, las actividades y los destinos de la humanidad. El conocimiento que el hombre tiene de esta realidad le revela el sentido de los ritos y de los preceptos de orden moral, al mismo tiempo que el modo de cumplirlos."

Bronislav Malinowski, en 'Magia ciencia y religión'.

15.3.08

Empédocles: el Amor y la Discordia



Exceptuando a Parménides y algún otro presocrático verdaderamente original (como, a mi juicio, lo fueron Anaximandro, Anaxágoras y Demócrito), Empédocles se erige como una de las personalidades más atractivas de la filosofía antigua hasta Sócrates. Por su polifacético vivir (filósofo, místico, poeta, médico, político, sacerdote, etc.) y por su caracterización filosófica, talentosa y singular, merece una tribuna especial dentro de la corriente de pensamiento occidental. Nació en Agrigento, fue un incansable viajante (conoció y recorrió casi todas las ciudades del Asia Menor) y afirmaba constantemente que era un mago, un taumaturgo capaz de las mayores proezas y milagros. Quiso corroborarlo, a tenor de lo que narra la leyenda, arrojándose temerariamente al cráter del volcán Etna, con la esperanza de demostrar su inmortalidad... Como Parménides, escribió en verso (aunque más comprensiblemente que éste) y tenemos algunos fragmentos de un par de sus obras (Acerca de la naturaleza y Puriciaciones, casi antitéticas en su orientación)

Empédocles no ofrece una filosofía totalmente nueva; antes bien, su intención fue consolidar las opiniones anteriores, eliminando las incompatibilidades entre la postura de los eleáticos y Heráclito. Parte de Parménides, de quien bebe mucho, pero trata de superarlo por los problemas que su metafísica genera. Acepta de éste la inmutabilidad del Ser y la imposibilidad de que el no-ser exista, pero a la vez adopta también de Heráclito su noción del devenir, del cambio continuo. ¿Cómo armonizar estas concepciones, prácticamente opuestas? Empédocles decidió que podía reconciliarlas si hacía entrar en escena cuatro principios, constitutivos de todo objeto, sustancia o cosa presente en el universo, a saber: tierra, aire, agua y fuego (denominadas raíces por Empédocles y elementos, en la actualidad, y que él relacionó con las deidades Zeus, Hera, Edoneo y Nestis, respectivamente). La formación de toda cosa no es más que una agrupación y combinación de estos cuatro elementos, y su muerte la separación de ellos, aunque las cuatro raíces permanecen siempre inalteradas, en todo tiempo y todo lugar. La cualidad de todo objeto se basa en la proporción en la que se hallan presentes cada uno de los cuatro elementos. De esta forma, Empédocles puede rechazar el nacimiento verdadero (puesto que las raíces siempre han existido y existirán) y también el de una muerte verdadera ("No se da nacimiento de ninguna de las cosas mortales, ni un acabarse en la maldita muerte, sino sólo mezcla y cambio de las cosas mezcladas"), y da entrada a una perspectiva pluralista, distinta al monismo de su predecesor eléata.

Así, todo aquello que aparece y desaparece, que nace y muere y se mueve, no es más que una combinación específica de los cuatro elementos o principios fundamentales. Espacialmente, lo que percibimos en el mundo empírico conforma una mezcla de elementos, y temporalmente, una sucesión de tales mezclas y separaciones. Empédocles llega, así, a la única formulación posible y coherente de su posición filosófica: existe el cambio, en tanto es producto de la unión o escisión de los elementos, pero el ser inmutable también existe, porque las cuatro raíces que lo forman todo son inalterables.

Mas afirmar que las recombinaciones y separaciones de los cuatro elementos, principios o raíces, permite la formación y destrucción de todo lo que existe, y que en tales elementos reside a su vez la permanenecia del ser, no explica cómo son posibles dichas combinaciones y escisiones. Es decir, era necesario para Empédocles esgrimir una causa eficiente que fuera su responsable, y he aquí que el filósofo de Agrigento formula la existencia de dos fuerzas, Amor (Afrodita o philía) y Odio o Discordia (Neikos), ambas eternas y, por así decir, de "signo" contrario. Ésta fue, seguramente, la contribución más relevante a la filosofía de Empédocles, al proporcionar un par de fuerzas que, actuando sobre el sustrato material, permitía esclarecer la génesis y la corrupción de lo empírico.

Estas dos fuerzas, Amor y Odio, actúan mecánica y cíclicamente, y en los dos niveles de la Totalidad y lo particular. El Amor tiene como carácter unir aquello que es diferente en sí, mientras que su opuesto trata de separarlo: "Ya surge de muchos algo uno, ya se disocia de nuevo […], y este cambio constante nunca termina. Ya se reúne todo en uno en el amor, ya se separan las cosas particulares en el odio de la contienda”. El universo está destinado a transitar por cuatro etapas o fases: primero, en el momento en que el Amor domina y el Odio se mantiene en los límites exteriores del mundo, ajeno a su funcionamiento, las cuatro raíces ordenan los elementos de la mejor forma posible en una esfera perfecta (aquí Empédocles recoge la preferencia pitagórica por esta forma geométrica, la Spheira), alumbrando un dios rebosante de amor y de placidez. Esto es lo que sucedió al principio de los tiempos, el primer estadio de la evolución de nuestro cosmos. Pero el dios del Amor no es un dios, sin embargo, eterno u omnipotente; está destinado a ceder el testigo, tras un tiempo, a Discordia, fuerza que penetra poco a poco en la spheira y provoca una enemistad en los elementos que la conforman, separándolos y estructurando el universo tal y como lo conocemos hoy. La Discordia, por tanto, permite la aparición de las cosas. Esta segunda etapa es la que vivimos en la actualidad, que manifiesta la acción parcial, no dominante, de las dos grandes fuerzas. En la próxima fase el Odio tendrá un protagonismo completo, como antaño el Amor, y el mundo se transformará en un caos sin orden alguno, en el que tampoco habrá objetos o sustancias individuales. Pero, nuevamente, el Amor intervendrá en el devenir para corregir la inestabilidad y el cosmos volverá a su regularidad. Este ciclo se repetirá indefinidamente a lo largo del tiempo, sin fin alguno (idea que haría suya Nietzsche, miles de años más tarde, bajo el nombre de "eterno retorno").

Hasta aquí la concepción cosmológica de Empédocles. Hablemos ahora del alma; según la describe en su obra las "Purificaciones", se trata de un daimon o dios caído, porque gracias a la influencia nociva del Odio, se apartó de sus semejantes y tuvo que reencarnarse en un cuerpo como castigo, cuerpo vegetal, animal o humano (referencia al mito órfico-pitagórico de la transmigración de las almas). El alma es, también, una agrupación combinada de elementos, aunque muy especiales y dispuestos de forma excelsa. En origen divina, sólo volverá a su estado si, tras el ciclo de reencarnaciones, ha vivido con honradez y valor, recuperando su pureza y reintegrándose en el Todo.

Resulta interesante hallar en Empédocles estas dos tendencias en sus obras: la científica (casi materialista, podría decirse) en "Acerca de la naturaleza" y la religiosa, de corte incluso místico que suponen las "Purificaciones". Hay quienes creen que se trata de dos concepciones opuestas, fruto de la evolución de este magnífico pensador, filosóficamente independientes y sin relación alguna; pero también puede que coexistieran en él desde el inicio. Porque, por ejemplo, los conceptos de Amor y Armonía pueden interpretarse tanto desde la óptica materilista como mística; según palabras de Ferrater Mora, "los partidarios de esta última opinión se apoyan en el hecho de que en la cultura griega de la época no había necesariamente conflicto entre lo filosófico (o "científico") y lo religioso y, en general, entre lo racional y lo irracional".

La extrañeza de una unidad y una armonía en ciencia y religión es una creación occidental, no un fenómeno dado en el propio pensamiento. Nada impide que poseamos ambas, y que estén conectadas sin contradicciones o discordancias. Su convivencia, como nos descubrió Empédocles, el filósofo mago, es posible.

10.3.08

La identidad personal en Locke



Prosiguiendo la serie dedicada a la cuestión de la identidad personal, centraremos hoy la atención en la concepción al respecto que tuvo John Locke (1632-1704). Locke fue un filósofo empirista inglés a quien se debe la formulación clásica de esta doctrina. El empirismo, en pocas palabras, es la postura filosófica que sostiene que el conocimiento y las ideas provienen de la experiencia, ya sea porque nace de ella o porque se justifica a partir de la misma.

Locke se planteó si las personas son, sólo, seres humanos, es decir, seres biológicos. Aquí cabe entender "ser humano" de forma distinta a la usual: porque, para Locke, un ser humano es, sin más, un cuerpo animal en funcionamiento. Esta definición de Locke difiere, pues, de la de persona, según la cuál ésta, entendida individualmente, debe albergar un contenido consciente continuo sobre uno mismo, o lo que es lo mismo, debe poseer un sentido de sí mismo que contenga la memoria de lo vivido y experimentado en el pasado.

Dicho de forma rápida, "la identidad de la persona es formalmente identidad de conciencia" (Sánchez Meca, D., Teoría del Conocimiento, Dykinson, Madrid, 2001, p. 252). Y ésta identidad puede ser justificada y explicada recurriendo a la memoria, que es una de las funciones de la conciencia y comprende el pasado, el presente y el futuro. "Ser uno mismo, distinguirse como yo mismo de las demás personas, es tener conciencia y poder desplazarla hacia atrás o proyectarla hacia adelante para comprender, así, pensamientos pasados o acciones futuras".

Según esto, para Locke somos personas sólo si, por ejemplo, podemos recordar parte de lo que hicimos, pensamos o sentimos ayer, y si somos también capaces de proyectarnos hacia el futuro para entender las consecuencias o hechos derivados de nuestros actos venideros. Pero aunque podamos emplear la memoria para captar parte de lo vivido en el pasado, resulta muy dificil, sino imposible, tener conciencia de lo acontecido hace años o décadas. En este caso, Locke afirma sorprendentemente que nuestro ser pasado... ¡no ha existido! Mejor dicho, lo que existió en el pasado no fue nuestro ser como persona, sino el ser como simple ser humano, al no tener la necesaria identidad de conciencia futura.

Aún más insólitamente, Locke afirma que, por lo menos teóricamente, una misma persona puede haber habitado en cuerpos distintos, o incluso diferentes partes de un mismo cuerpo, a lo largo del tiempo. Esto es verdaderamente curioso (o extravagante) si atendemos a la inclinación empirista de Locke, porque según sus principios al no disponer de datos de la experiencia de ninguna clase acerca de la conciencia, no puede afirmarse o desmentirse su existencia, por lo que debería haber llegado a la conclusión de que es algo desconocido.

La rareza de las concepciones lockeanas en este tema y su énfasis en separar claramente ser humano y persona se deben a que el empirista quería llegar a un supuesto de orden moral. Cuando juzgamos actos pasados y condenados a las personas en el presente, si el sujeto no es consciente de su acción pasada, si no recuerda o no es capaz de extraer de su memoria tal acto pretérito, ¿no estaríamos en realidad castigando, hoy, a una persona que no es la de entonces? Dado que las condenas y castigos suelen incumbir sobretodo al cuerpo biológico, al ser humano, porque identificamos a éste con la persona, a juicio de Locke el ser humano que recibe dicha condena o castigo no tiene por qué, necesariamente, ser la persona que debería recibirlo.

Y, a la inversa, imaginemos que en el día de hoy tiene lugar un evento para conmemorar y honrar a un escritor mayor por sus obras redactadas, digamos, hace medio siglo. ¿Sería justo dicho elogio, si el literato es incapaz de recordar, de ser consciente del tiempo y situación en que las escribió? Para Locke, estaríamos honrando, a la postre, a un ser humano, pero no a la persona que creó tales obras. Si la identidad de la persona es básicamente identidad de conciencia, sólo quienes tienen conciencia de los tres especios temporales (pasado, presente y futuro) lo son realmente; los demás tan sólo se definen como seres humanos, meros agentes biológicos. Oigamos a Locke:

"Siendo ésas las premisas para encontrar en qué consiste la identidad personal, debemos ahora considerar qué significa persona. Pienso que ésta es un ser pensante e inteligente, provista de razón y de reflexión, y que puede considerarse asimismo como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo que tan sólo hace porque tiene conciencia, porque es algo inseparable del pensamiento, y que para mí le es esencial, pues es imposible que uno perciba sin percibir lo que hace. Cuando vemos, oímos, olemos, gustamos, sentimos, meditamos o deseamos algo, sabemos que actuamos así. Así sucede siempre con nuestras sensaciones o percepciones actuales, y es precisamente por eso por lo que cada uno es para sí mismo lo que él llama él mismo [...]. Pues como el estar provisto de conciencia siempre va acompañado de pensamiento, y eso es lo que hace que cada uno sea lo que él llama sí mismo, y de ese modo se distingue de todas las demás cosas pensantes, en eso consiste únicamente la identidad personal, es decir, la identidad del ser racional, hasta el punto que ese tener conciencia puede alargarse hacia atrás, hacia cualquier parte de la acción o del pensamiento ya pasados, y alcanzar la identidad de esa persona: ya hasta el punto de que esa persona será tanto la misma ahora como entonces, y la misma acción pasada fue realizada por el mismo que reflexiona ahora sobre ella que sobre el que la realizó". (Ensayo sobre el entendimiento humano, l.2, cap. 27, n. 11, editora Nacional, Madrid 1980, vol.1, p. 492-493).

Por tanto, puede que algunos de nosotros, hoy, no seamos personas propiamente dichas, sino únicamente seres humanos. Gentes con deficencias mentales, recuerdos y memorias fragmentarias o pacientes de Alzheimer, por ejemplo, no serán, para Locke, personas, ni ahora, ni el pasado o el futuro, al carecer de la plena conciencia. Como menciona Stephen Hetherington (Una breve introducción a la metafísica y a la epistemología, Alianza, Madrid, 2007, p. 36), ¿deberíamos modificar la aplicación del elogio y el castigo no sólo a los seres humanos, sino también (o exclusivamente) a los casos en que haya identidad de conciencia? ¿Cuál resulta ser, entonces, la categoría básica del hombre, la de ser humano o la de persona?

¿Qué eres tú, fundamentalmente hablando, ser humano o persona?

-Serie sobre la identidad personal:
Personas e identidades
Fisicalismo, inmaterialismo y dualismo
El problema de la identidad personal en Descartes

4.3.08

Platón y la 'anámnesis'; el saber es recuerdo

(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Buena parte de los esfuerzos filosóficos de Platón y Aristóteles están dirigidos a superar el relativismo que los sofistas habían transmitido en sus enseñanzas. Por lo que concierne a la epistemología, la rama de la filosofía que se ocupa de los problemas relativos al conocimiento, Platón trató de alcanzar un saber en el sentido estricto, es decir, precisamente un episteme, un saber verdadero, en contraposición a la doxa, la mera opinión de algo que no es posible conocer, o sólo mediante las apariencias.

Los sofistas (recordemos las tesis escépticas de Gorgias acerca del conocimiento), y entre ellos Menón, plantearon la cuestión, en tiempos de Sócrates, de que para conocer realmente algo era imprescindible saberlo ya de alguna forma, previamente. Esto es, el proceso del aprendizaje es imposible sin conocimiento anterior: porque, por ejemplo, si deseamos conocer (y, por lo tanto, poder enseñar) la virtud, antes debemos saber qué es la virtud. Así, Menón critica a Sócrates por querer buscar algo que ignora totalmente: "¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirías, en efecto, que es ésa que buscas, desde el momento que no la conocías?" (Menón, 80d).

De este modo, el escepticismo sofista establece la imposibilidad del saber verdadero sin conocimiento previo: porque no es posible investigar lo que ya se sabe (¿para qué queremos investigarlo, si ya lo sabemos?), ni lo que no se sabe (si no sabemos qué hay que investigar, jamás podrá saberse cómo investigarlo y cómo saber que lo hemos encontrado). Vista esta dificultad epistemológica, Platón propuso la teoría de la anámnesis, según la cual conocer es recordar. Aquí Platón establece una conexión entre el mundo sensible, que contiene lo imperfecto, y el de las Ideas, el perfecto, en tanto el saber es un tránsito entre lo primero hacia la consecución de ese saber perfecto, ya que éste procede de la idea entendida racionalmente. Esto supone que no puede haber conocimiento, en el mundo sensible, si no se relaciona con las ideas, inmutables y eternas: son los sentidos los que provocan la anámnesis, el recuerdo, de las ideas, que forman la realidad verdadera.

Consiguientemente, la actividad del sujeto no es creadora, nosotros no producimos realmente los contenidos del saber a cada paso que damos, en un proceso de conocimiento que lleva desde la ignorancia hasta dicho saber; dicho contenido, por el contrario, se nos da mediante la anámnesis, siendo la percepción sólo un estímulo que enciende nuestra alma y la incita a hallar el recuerdo de la idea. Y esto lo ilustra Platón en su famoso diálogo en el que un esclavo de Menón, que tiene conocimientos de griego pero no de matemáticas, va descubriendo, él sólo y únicamente a partir de las preguntas de Sócrates, el teorema de Pitágoras. Lo pretendido por Platón es demostrar que este conocimiento no proviene de la realidad sensible, sino que es algo que surge de él mismo; el maestro no enseña saberes, sino el camino que debe recorrer el sujeto hasta recordar el saber que ya posee en su interior.

Entonces, si las ideas no las proporcionan los sentidos pero éstos incitan a la conciencia a encontrarla, parece lógico suponer que debe haberlas recibido con anterioridad. Platón afirma, en efecto, que "si no ha adquirido -en la vida presente- las nociones geométricas, es del todo necesario que las haya tenido en otro tiempo y que él estuviera provisto de ellas con antelación" (Menón,86a).

La solución de Platón se enlaza con el mito órfico-pitagórico del alma, asegurando que el alma ha contemplado el reino inmaterial previamente a habitar el cuerpo, en donde moran las formas puras de la realidad, las Ideas, de tal suerte que lo percibido en el mundo sensible, el imperfecto, nos evoca el recuerdo de dichas formas. Pero para lograr esa reminiscencia es fundamental el empleo del lenguaje, que nos proporciona el saber de entidades reales y sensibles. En efecto, el proceso del conocimiento es un camino discursivo, una dialéctica del alma consigo misma, posible dado que los mundos de las cosas y las ideas están unidos por el lenguaje.

Lo que cabe tener presente en esta noción platónica del saber es que lo que conocemos no viene del exterior, del mundo sensible, ni directamente por medio de los sentidos, sino que empleamos éstos como auxiliares para que nos descubran el verdadero saber, que se desarrolla partiendo de nuestro propio interior. Finalizaremos con el siguiente texto del Menón platónico, donde el ateniense sintetiza, algo poéticamente, su idea de anámnesis:

"Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de ca­mino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que aho­ra decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en reali­dad. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es ta­chado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado*».
Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira ha­cia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado." (Fedro, 249 b-e)

*("En contacto con lo divino" o "estar poseído por alguna divinidad")

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...