20.3.08

Definiendo (y defendiendo) el mito

"Enfocado en lo que tiene de vivo, el mito no es una explicación destinada a satisfacer una curiosidad científica, sino un relato que hace revivir una realidad original y que responde a una profunda necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones e imperativos de orden social, e incluso a exigencias prácticas. En las civilizaciones primitivas el mito desempeña una función indispensable: expresa, realza y codifica las creencias; salvaguarda los principios morales y los impone; garantiza la eficacia de las ceremonias rituales y ofrece reglas prácticas para el uso del hombre. El mito es, pues, un elemento esencial de la civilización humana; lejos de ser una vana fábula, es, por el contrario, una realidad viviente a la que no se deja de recurrir; no es en modo alguno una teoría abstracta o un desfile de imágenes, sino una verdadera codificación de la religión primitiva y de la sabiduría práctica [...]. Todos estos relatos son para los indígenas la expresión de una realidad original, mayor y más llena de sentido que la actual, y que determina la vida inmediata, las actividades y los destinos de la humanidad. El conocimiento que el hombre tiene de esta realidad le revela el sentido de los ritos y de los preceptos de orden moral, al mismo tiempo que el modo de cumplirlos."

Bronislav Malinowski, en 'Magia ciencia y religión'.

15.3.08

Empédocles: el Amor y la Discordia



Exceptuando a Parménides y algún otro presocrático verdaderamente original (como, a mi juicio, lo fueron Anaximandro, Anaxágoras y Demócrito), Empédocles se erige como una de las personalidades más atractivas de la filosofía antigua hasta Sócrates. Por su polifacético vivir (filósofo, místico, poeta, médico, político, sacerdote, etc.) y por su caracterización filosófica, talentosa y singular, merece una tribuna especial dentro de la corriente de pensamiento occidental. Nació en Agrigento, fue un incansable viajante (conoció y recorrió casi todas las ciudades del Asia Menor) y afirmaba constantemente que era un mago, un taumaturgo capaz de las mayores proezas y milagros. Quiso corroborarlo, a tenor de lo que narra la leyenda, arrojándose temerariamente al cráter del volcán Etna, con la esperanza de demostrar su inmortalidad... Como Parménides, escribió en verso (aunque más comprensiblemente que éste) y tenemos algunos fragmentos de un par de sus obras (Acerca de la naturaleza y Puriciaciones, casi antitéticas en su orientación)

Empédocles no ofrece una filosofía totalmente nueva; antes bien, su intención fue consolidar las opiniones anteriores, eliminando las incompatibilidades entre la postura de los eleáticos y Heráclito. Parte de Parménides, de quien bebe mucho, pero trata de superarlo por los problemas que su metafísica genera. Acepta de éste la inmutabilidad del Ser y la imposibilidad de que el no-ser exista, pero a la vez adopta también de Heráclito su noción del devenir, del cambio continuo. ¿Cómo armonizar estas concepciones, prácticamente opuestas? Empédocles decidió que podía reconciliarlas si hacía entrar en escena cuatro principios, constitutivos de todo objeto, sustancia o cosa presente en el universo, a saber: tierra, aire, agua y fuego (denominadas raíces por Empédocles y elementos, en la actualidad, y que él relacionó con las deidades Zeus, Hera, Edoneo y Nestis, respectivamente). La formación de toda cosa no es más que una agrupación y combinación de estos cuatro elementos, y su muerte la separación de ellos, aunque las cuatro raíces permanecen siempre inalteradas, en todo tiempo y todo lugar. La cualidad de todo objeto se basa en la proporción en la que se hallan presentes cada uno de los cuatro elementos. De esta forma, Empédocles puede rechazar el nacimiento verdadero (puesto que las raíces siempre han existido y existirán) y también el de una muerte verdadera ("No se da nacimiento de ninguna de las cosas mortales, ni un acabarse en la maldita muerte, sino sólo mezcla y cambio de las cosas mezcladas"), y da entrada a una perspectiva pluralista, distinta al monismo de su predecesor eléata.

Así, todo aquello que aparece y desaparece, que nace y muere y se mueve, no es más que una combinación específica de los cuatro elementos o principios fundamentales. Espacialmente, lo que percibimos en el mundo empírico conforma una mezcla de elementos, y temporalmente, una sucesión de tales mezclas y separaciones. Empédocles llega, así, a la única formulación posible y coherente de su posición filosófica: existe el cambio, en tanto es producto de la unión o escisión de los elementos, pero el ser inmutable también existe, porque las cuatro raíces que lo forman todo son inalterables.

Mas afirmar que las recombinaciones y separaciones de los cuatro elementos, principios o raíces, permite la formación y destrucción de todo lo que existe, y que en tales elementos reside a su vez la permanenecia del ser, no explica cómo son posibles dichas combinaciones y escisiones. Es decir, era necesario para Empédocles esgrimir una causa eficiente que fuera su responsable, y he aquí que el filósofo de Agrigento formula la existencia de dos fuerzas, Amor (Afrodita o philía) y Odio o Discordia (Neikos), ambas eternas y, por así decir, de "signo" contrario. Ésta fue, seguramente, la contribución más relevante a la filosofía de Empédocles, al proporcionar un par de fuerzas que, actuando sobre el sustrato material, permitía esclarecer la génesis y la corrupción de lo empírico.

Estas dos fuerzas, Amor y Odio, actúan mecánica y cíclicamente, y en los dos niveles de la Totalidad y lo particular. El Amor tiene como carácter unir aquello que es diferente en sí, mientras que su opuesto trata de separarlo: "Ya surge de muchos algo uno, ya se disocia de nuevo […], y este cambio constante nunca termina. Ya se reúne todo en uno en el amor, ya se separan las cosas particulares en el odio de la contienda”. El universo está destinado a transitar por cuatro etapas o fases: primero, en el momento en que el Amor domina y el Odio se mantiene en los límites exteriores del mundo, ajeno a su funcionamiento, las cuatro raíces ordenan los elementos de la mejor forma posible en una esfera perfecta (aquí Empédocles recoge la preferencia pitagórica por esta forma geométrica, la Spheira), alumbrando un dios rebosante de amor y de placidez. Esto es lo que sucedió al principio de los tiempos, el primer estadio de la evolución de nuestro cosmos. Pero el dios del Amor no es un dios, sin embargo, eterno u omnipotente; está destinado a ceder el testigo, tras un tiempo, a Discordia, fuerza que penetra poco a poco en la spheira y provoca una enemistad en los elementos que la conforman, separándolos y estructurando el universo tal y como lo conocemos hoy. La Discordia, por tanto, permite la aparición de las cosas. Esta segunda etapa es la que vivimos en la actualidad, que manifiesta la acción parcial, no dominante, de las dos grandes fuerzas. En la próxima fase el Odio tendrá un protagonismo completo, como antaño el Amor, y el mundo se transformará en un caos sin orden alguno, en el que tampoco habrá objetos o sustancias individuales. Pero, nuevamente, el Amor intervendrá en el devenir para corregir la inestabilidad y el cosmos volverá a su regularidad. Este ciclo se repetirá indefinidamente a lo largo del tiempo, sin fin alguno (idea que haría suya Nietzsche, miles de años más tarde, bajo el nombre de "eterno retorno").

Hasta aquí la concepción cosmológica de Empédocles. Hablemos ahora del alma; según la describe en su obra las "Purificaciones", se trata de un daimon o dios caído, porque gracias a la influencia nociva del Odio, se apartó de sus semejantes y tuvo que reencarnarse en un cuerpo como castigo, cuerpo vegetal, animal o humano (referencia al mito órfico-pitagórico de la transmigración de las almas). El alma es, también, una agrupación combinada de elementos, aunque muy especiales y dispuestos de forma excelsa. En origen divina, sólo volverá a su estado si, tras el ciclo de reencarnaciones, ha vivido con honradez y valor, recuperando su pureza y reintegrándose en el Todo.

Resulta interesante hallar en Empédocles estas dos tendencias en sus obras: la científica (casi materialista, podría decirse) en "Acerca de la naturaleza" y la religiosa, de corte incluso místico que suponen las "Purificaciones". Hay quienes creen que se trata de dos concepciones opuestas, fruto de la evolución de este magnífico pensador, filosóficamente independientes y sin relación alguna; pero también puede que coexistieran en él desde el inicio. Porque, por ejemplo, los conceptos de Amor y Armonía pueden interpretarse tanto desde la óptica materilista como mística; según palabras de Ferrater Mora, "los partidarios de esta última opinión se apoyan en el hecho de que en la cultura griega de la época no había necesariamente conflicto entre lo filosófico (o "científico") y lo religioso y, en general, entre lo racional y lo irracional".

La extrañeza de una unidad y una armonía en ciencia y religión es una creación occidental, no un fenómeno dado en el propio pensamiento. Nada impide que poseamos ambas, y que estén conectadas sin contradicciones o discordancias. Su convivencia, como nos descubrió Empédocles, el filósofo mago, es posible.

10.3.08

La identidad personal en Locke



Prosiguiendo la serie dedicada a la cuestión de la identidad personal, centraremos hoy la atención en la concepción al respecto que tuvo John Locke (1632-1704). Locke fue un filósofo empirista inglés a quien se debe la formulación clásica de esta doctrina. El empirismo, en pocas palabras, es la postura filosófica que sostiene que el conocimiento y las ideas provienen de la experiencia, ya sea porque nace de ella o porque se justifica a partir de la misma.

Locke se planteó si las personas son, sólo, seres humanos, es decir, seres biológicos. Aquí cabe entender "ser humano" de forma distinta a la usual: porque, para Locke, un ser humano es, sin más, un cuerpo animal en funcionamiento. Esta definición de Locke difiere, pues, de la de persona, según la cuál ésta, entendida individualmente, debe albergar un contenido consciente continuo sobre uno mismo, o lo que es lo mismo, debe poseer un sentido de sí mismo que contenga la memoria de lo vivido y experimentado en el pasado.

Dicho de forma rápida, "la identidad de la persona es formalmente identidad de conciencia" (Sánchez Meca, D., Teoría del Conocimiento, Dykinson, Madrid, 2001, p. 252). Y ésta identidad puede ser justificada y explicada recurriendo a la memoria, que es una de las funciones de la conciencia y comprende el pasado, el presente y el futuro. "Ser uno mismo, distinguirse como yo mismo de las demás personas, es tener conciencia y poder desplazarla hacia atrás o proyectarla hacia adelante para comprender, así, pensamientos pasados o acciones futuras".

Según esto, para Locke somos personas sólo si, por ejemplo, podemos recordar parte de lo que hicimos, pensamos o sentimos ayer, y si somos también capaces de proyectarnos hacia el futuro para entender las consecuencias o hechos derivados de nuestros actos venideros. Pero aunque podamos emplear la memoria para captar parte de lo vivido en el pasado, resulta muy dificil, sino imposible, tener conciencia de lo acontecido hace años o décadas. En este caso, Locke afirma sorprendentemente que nuestro ser pasado... ¡no ha existido! Mejor dicho, lo que existió en el pasado no fue nuestro ser como persona, sino el ser como simple ser humano, al no tener la necesaria identidad de conciencia futura.

Aún más insólitamente, Locke afirma que, por lo menos teóricamente, una misma persona puede haber habitado en cuerpos distintos, o incluso diferentes partes de un mismo cuerpo, a lo largo del tiempo. Esto es verdaderamente curioso (o extravagante) si atendemos a la inclinación empirista de Locke, porque según sus principios al no disponer de datos de la experiencia de ninguna clase acerca de la conciencia, no puede afirmarse o desmentirse su existencia, por lo que debería haber llegado a la conclusión de que es algo desconocido.

La rareza de las concepciones lockeanas en este tema y su énfasis en separar claramente ser humano y persona se deben a que el empirista quería llegar a un supuesto de orden moral. Cuando juzgamos actos pasados y condenados a las personas en el presente, si el sujeto no es consciente de su acción pasada, si no recuerda o no es capaz de extraer de su memoria tal acto pretérito, ¿no estaríamos en realidad castigando, hoy, a una persona que no es la de entonces? Dado que las condenas y castigos suelen incumbir sobretodo al cuerpo biológico, al ser humano, porque identificamos a éste con la persona, a juicio de Locke el ser humano que recibe dicha condena o castigo no tiene por qué, necesariamente, ser la persona que debería recibirlo.

Y, a la inversa, imaginemos que en el día de hoy tiene lugar un evento para conmemorar y honrar a un escritor mayor por sus obras redactadas, digamos, hace medio siglo. ¿Sería justo dicho elogio, si el literato es incapaz de recordar, de ser consciente del tiempo y situación en que las escribió? Para Locke, estaríamos honrando, a la postre, a un ser humano, pero no a la persona que creó tales obras. Si la identidad de la persona es básicamente identidad de conciencia, sólo quienes tienen conciencia de los tres especios temporales (pasado, presente y futuro) lo son realmente; los demás tan sólo se definen como seres humanos, meros agentes biológicos. Oigamos a Locke:

"Siendo ésas las premisas para encontrar en qué consiste la identidad personal, debemos ahora considerar qué significa persona. Pienso que ésta es un ser pensante e inteligente, provista de razón y de reflexión, y que puede considerarse asimismo como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo que tan sólo hace porque tiene conciencia, porque es algo inseparable del pensamiento, y que para mí le es esencial, pues es imposible que uno perciba sin percibir lo que hace. Cuando vemos, oímos, olemos, gustamos, sentimos, meditamos o deseamos algo, sabemos que actuamos así. Así sucede siempre con nuestras sensaciones o percepciones actuales, y es precisamente por eso por lo que cada uno es para sí mismo lo que él llama él mismo [...]. Pues como el estar provisto de conciencia siempre va acompañado de pensamiento, y eso es lo que hace que cada uno sea lo que él llama sí mismo, y de ese modo se distingue de todas las demás cosas pensantes, en eso consiste únicamente la identidad personal, es decir, la identidad del ser racional, hasta el punto que ese tener conciencia puede alargarse hacia atrás, hacia cualquier parte de la acción o del pensamiento ya pasados, y alcanzar la identidad de esa persona: ya hasta el punto de que esa persona será tanto la misma ahora como entonces, y la misma acción pasada fue realizada por el mismo que reflexiona ahora sobre ella que sobre el que la realizó". (Ensayo sobre el entendimiento humano, l.2, cap. 27, n. 11, editora Nacional, Madrid 1980, vol.1, p. 492-493).

Por tanto, puede que algunos de nosotros, hoy, no seamos personas propiamente dichas, sino únicamente seres humanos. Gentes con deficencias mentales, recuerdos y memorias fragmentarias o pacientes de Alzheimer, por ejemplo, no serán, para Locke, personas, ni ahora, ni el pasado o el futuro, al carecer de la plena conciencia. Como menciona Stephen Hetherington (Una breve introducción a la metafísica y a la epistemología, Alianza, Madrid, 2007, p. 36), ¿deberíamos modificar la aplicación del elogio y el castigo no sólo a los seres humanos, sino también (o exclusivamente) a los casos en que haya identidad de conciencia? ¿Cuál resulta ser, entonces, la categoría básica del hombre, la de ser humano o la de persona?

¿Qué eres tú, fundamentalmente hablando, ser humano o persona?

-Serie sobre la identidad personal:
Personas e identidades
Fisicalismo, inmaterialismo y dualismo
El problema de la identidad personal en Descartes

4.3.08

Platón y la 'anámnesis'; el saber es recuerdo

(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Buena parte de los esfuerzos filosóficos de Platón y Aristóteles están dirigidos a superar el relativismo que los sofistas habían transmitido en sus enseñanzas. Por lo que concierne a la epistemología, la rama de la filosofía que se ocupa de los problemas relativos al conocimiento, Platón trató de alcanzar un saber en el sentido estricto, es decir, precisamente un episteme, un saber verdadero, en contraposición a la doxa, la mera opinión de algo que no es posible conocer, o sólo mediante las apariencias.

Los sofistas (recordemos las tesis escépticas de Gorgias acerca del conocimiento), y entre ellos Menón, plantearon la cuestión, en tiempos de Sócrates, de que para conocer realmente algo era imprescindible saberlo ya de alguna forma, previamente. Esto es, el proceso del aprendizaje es imposible sin conocimiento anterior: porque, por ejemplo, si deseamos conocer (y, por lo tanto, poder enseñar) la virtud, antes debemos saber qué es la virtud. Así, Menón critica a Sócrates por querer buscar algo que ignora totalmente: "¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirías, en efecto, que es ésa que buscas, desde el momento que no la conocías?" (Menón, 80d).

De este modo, el escepticismo sofista establece la imposibilidad del saber verdadero sin conocimiento previo: porque no es posible investigar lo que ya se sabe (¿para qué queremos investigarlo, si ya lo sabemos?), ni lo que no se sabe (si no sabemos qué hay que investigar, jamás podrá saberse cómo investigarlo y cómo saber que lo hemos encontrado). Vista esta dificultad epistemológica, Platón propuso la teoría de la anámnesis, según la cual conocer es recordar. Aquí Platón establece una conexión entre el mundo sensible, que contiene lo imperfecto, y el de las Ideas, el perfecto, en tanto el saber es un tránsito entre lo primero hacia la consecución de ese saber perfecto, ya que éste procede de la idea entendida racionalmente. Esto supone que no puede haber conocimiento, en el mundo sensible, si no se relaciona con las ideas, inmutables y eternas: son los sentidos los que provocan la anámnesis, el recuerdo, de las ideas, que forman la realidad verdadera.

Consiguientemente, la actividad del sujeto no es creadora, nosotros no producimos realmente los contenidos del saber a cada paso que damos, en un proceso de conocimiento que lleva desde la ignorancia hasta dicho saber; dicho contenido, por el contrario, se nos da mediante la anámnesis, siendo la percepción sólo un estímulo que enciende nuestra alma y la incita a hallar el recuerdo de la idea. Y esto lo ilustra Platón en su famoso diálogo en el que un esclavo de Menón, que tiene conocimientos de griego pero no de matemáticas, va descubriendo, él sólo y únicamente a partir de las preguntas de Sócrates, el teorema de Pitágoras. Lo pretendido por Platón es demostrar que este conocimiento no proviene de la realidad sensible, sino que es algo que surge de él mismo; el maestro no enseña saberes, sino el camino que debe recorrer el sujeto hasta recordar el saber que ya posee en su interior.

Entonces, si las ideas no las proporcionan los sentidos pero éstos incitan a la conciencia a encontrarla, parece lógico suponer que debe haberlas recibido con anterioridad. Platón afirma, en efecto, que "si no ha adquirido -en la vida presente- las nociones geométricas, es del todo necesario que las haya tenido en otro tiempo y que él estuviera provisto de ellas con antelación" (Menón,86a).

La solución de Platón se enlaza con el mito órfico-pitagórico del alma, asegurando que el alma ha contemplado el reino inmaterial previamente a habitar el cuerpo, en donde moran las formas puras de la realidad, las Ideas, de tal suerte que lo percibido en el mundo sensible, el imperfecto, nos evoca el recuerdo de dichas formas. Pero para lograr esa reminiscencia es fundamental el empleo del lenguaje, que nos proporciona el saber de entidades reales y sensibles. En efecto, el proceso del conocimiento es un camino discursivo, una dialéctica del alma consigo misma, posible dado que los mundos de las cosas y las ideas están unidos por el lenguaje.

Lo que cabe tener presente en esta noción platónica del saber es que lo que conocemos no viene del exterior, del mundo sensible, ni directamente por medio de los sentidos, sino que empleamos éstos como auxiliares para que nos descubran el verdadero saber, que se desarrolla partiendo de nuestro propio interior. Finalizaremos con el siguiente texto del Menón platónico, donde el ateniense sintetiza, algo poéticamente, su idea de anámnesis:

"Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de ca­mino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que aho­ra decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en reali­dad. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es ta­chado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado*».
Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira ha­cia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado." (Fedro, 249 b-e)

*("En contacto con lo divino" o "estar poseído por alguna divinidad")

25.2.08

Las paradojas de Zenón



Parménides, el maestro de Elea, había desestimado lo revelado por los sentidos como guía para conocer la verdad porque, aunque éstos inducen a conformar un mundo en el que existe el movimiento y la pluralidad, todo debe reducirse al Ser, que es uno, inmutable, único y eterno.

Zenón de Elea (siglo V antes de Cristo), discípulo de Parménides (hay quién cree que fue su hijo adoptivo, otros, incluso, su amante...) quiso demostrar por vía de las paradojas (o aporías) que no es posible realizar afirmaciones sobre el mundo sensible que sean consistentes (como su movimiento, su pluralidad, etc.) Zenón tratará, pues, de poner de manifiesto que la realidad aparente es internamente contradictoria, puesto que precisa tanto del ser como del no-ser para adquirir sentido, lo que conduce a un callejón sin salida cognoscitivo.

Es en esencia Zenón un defensor de las ideas de su maestro, el paladín de la unidad y la inmutabilidad del ser. Echando mano de la lógica, que posibilita la prueba de una hipótesis por "reducción al absurdo", «refuta a quienes afirman la multiplicidad», afirmando, por lo mismo, que «todo es uno».

Aunque parece ser que Zenón elaboró, para su defensa de la imposibilidad del cambio y movimiento, hasta casi medio centenar de aporías (esto es, una proposición sin salida lógica, que presenta dos afirmaciones igualmente plausibles, o dos razonamientos opuestos igual de consistentes), algunas de ellas son muy famosas, por la perplejidad que producen*. Los recogió Aristóteles, en su Física:

1) Argumento contra la pluralidad.

Zenón afirma que ni el espacio ni los objetos que éste contiene pueden ser divisibles o plurales. Si las cosas son divisibles, o bien están formadas por elementos sin extensión, divisibles hasta el infinito (en cuyo caso el objeto no tiene extensión, según el juicio del eleata), o bien por elementos con extensión, en número finito (en cuyo caso el objeto sería infinitamente grande; dado que sólo elementos finitos pueden separar otros igualmente finitos, y éstos a partir de otros también finitos, y así sucesivamente, esto conduce a un número infinito de elementos finitos separados, lo cual implica un total de dimensiones infinitas).

Este argumento, por lo tanto, nos permite comprender que si partimos de la posibilidad de la divisibilidad y pluralidad de la materia y el espacio, arribamos a una serie de conclusiones incongruentes, pues no pueden congeniar en un mismo mundo objetos infinitos con otros finitos, u objetos con tamaños infinitos y otros con ningún tamaño en absoluto. De ahí que Zenón concluya que ante esta situación contradictoria sólo quepa aceptar como real el mundo como unidad y entidad continua.

2) Parábola de Aquiles y la tortuga.

Sin duda, ésta es la paradoja más célebre de Zenón, y constituye el segundo punto del argumento del eléata contra el movimiento. En la imaginación de Zenón, Aquiles, el corredor griego más veloz, propone una competición entre él y una tortuga. Ufano y convencido de su triunfo, Aquiles permite que el animal tome una pequeña ventaja. Da inicio la carrera, y contra todo pronóstico, acontece algo extraño, según Zenón; cuando Aquiles alcanza el punto del que partía la tortuga, ésta se ha desplazado ya un ligero trecho. Por mucho que acelere Aquiles, al llegar a ese mismo lugar, la tortuga mantendrá aún cierta ventaja; aunque ésta vaya minvando a cada paso, aunque la separación tienda a cero, nunca será completamente cero, y por lo tanto, Aquiles nunca alcanzará la tortuga.

2B) La dicotomía.

Esta interesante paradoja se relaciona a su vez con la anterior. Según ella, Aquiles no sólo no atrapará jamás a la tortuga, sino que, de hecho, ¡ni siquiera se mueve! Porque, para llegar incluso al primer punto del recorrido, en el que se hallaba la tortuga al inicio de la carrera, Aquiles debe antes haber alcanzado la mitad de ese trayecto, un punto medio entre su posición anterior y la posterior. Pero, si desea hacerlo, antes debe, a su vez, haber llegado a la mitad de esa mitad, hasta lograr el punto medio dentro de aquel otro punto medio... y así sucesivamente. Como puede intuirse, esta progresión continúa indefinidamente hasta el infinito, con lo cual, según Zenón, Aquiles ni siquiera llega a empezar la carrera, al no realizar movimiento alguno.

3) La flecha.

Cuando lanzamos una flecha con un arco ésta se halla, aunque percibamos su vuelo a través del aire, en reposo. Porque una flecha debe permanecer siempre en un sitio, sea cual sea, y éste es siempre el mismo, dado que posee el mismo tamaño que la flecha. El lugar concreto en el que se halla la flecha está determinado por la flecha misma, dado que los otros lugares donde ella no está sólo se diferencian de aquel en la ausencia de dicha flecha. Ahora bien, si el lugar en el cual se halla la flecha es tan grande como ella misma, si encaja perfectamente en ella, la flecha no podrá moverse en él. Y si no se mueve en dicho espacio, entonces está quieta, en reposo. Es decir, un cuerpo en reposo ocupa un espacio que es "igual a sí mismo", algo que también sucede con un cuerpo en movimiento (una flecha, en el ejemplo), porque para cada instante llena un volumen de espacio idéntico a su propio tamaño; luego está en reposo.

4) El estadio.

Imaginemos ahora un estadio en el que disponemos un grupo de cuatro soldados en fila, que permanecen en reposo (los denominaremos XXXX) justo en el centro del estadio. De uno de los lados parte otro grupo de cuatro (YYYY) en dirección al primero, y del lado opuesto otros cuatro (ZZZZ) en dirección contraria, dispuestos a encontrarse también con XXXX. Ambas filas se desplazan a idéntica velocidad. Su situación inicial y final es la siguiente:



Lo singular de esta paradoja es que, mientras el grupo de las Ys, en su trayecto hasta situarse justo bajo los Xs, ha recorrido en relación a éstas dos posiciones, el grupo de los Zs, en relación a los Ys, ha efectuado cuatro posiciones en el mismo tiempo, hasta quedar alineados todos los tres grupos. Esto nos indica, puesto que la longitud de los grupos es idéntica, que la velocidad del cuarteto de los Zs es el doble que la del cuarteto de los Ys. Pero si, al partir ambos grupos, la velocidad de Ys y Zs era la misma, ¿cómo es posible que no lo sea, al mismo tiempo?

Hoy podemos hacer, naturalmente, algunas críticas a las aporías de Zenón*, pero en su tiempo fueron verdaderamente revolucionarias y causaron una enorme perplejidad entre los intelectuales griegos. Por ejemplo, su primera paradoja pierde fuerza al desconocer éste el concepto del vacío, concepto que sólo tomaría forma propia y desarrollada con los atomistas (posteriores, pues, a Zenón), o, también, porque el eleata no conocía que el valor de la suma de una serie de números infinitamente pequeños no es infinito, sino finito. Por lo que respecta a la aporía de la flecha, como señala Aristóteles en su Física, Zenón acepta la idea de que el tiempo está compuesto de instantes. "Si esto no se admite", afirma el estagirita, "la conclusión no valdrá" (A 28). Y en relación a la última de las aporías citadas, por fin, su coherencia se basa en la suposición de que tanto el tiempo como el espacio está constituido por elementos puntuales e indivisibles, como lo son los números, opinión que sustentaban los pitagóricos.

En todo caso, estas aporías tenían como misión básica, según ya se ha dicho, demostrar que el movimiento es imposible, así como la pluralidad y la divisibilidad en el mundo natural revelado por los sentidos. Aquellos que afirmen lo contrario están condenados a la contradicción, pues sus argumentos no son racionales, como corroboran las paradojas de Zenón. Así, éste no realiza una comprobación de las tesis de su maestro Parménides, sino que destaca, tan sólo (aunque ya es bastante...), la condición contradictoria de las que éste niega como verdaderas, arguyendo y razonando dónde se hallan sus errores y faltas.

Zenón no causó sólo perplejidad con sus aporías, sino también incomodidad, la intranquilidad de comprobar que, de estar en lo cierto, no existía ninguna posibilidad de investigar el mundo natural dentro del ámbito de la verdad, sino sólo en el de la opinión. Ante esta situación reaccionarían más tarde los pluralistas y atomistas, Empédocles, Anaxágoras y Demócrito.

*(En casi cualquier texto de filosofía que contenga el periodo presocrático se habla, con mayor o menor profundidad, de las paradojas de Zenón. Para un análisis más completo y exhaustivo del que hacemos aquí, puede servir el magnífico estudio de J. Barnes, en su obra "Los Presocráticos", pág. 312-350, Cátedra, Madrid, 2000).

22.2.08

Gorgias, el escéptico radical

Junto al más famoso Protágoras, Gorgias (hacia 483-hacia 376 antes de Cristo), nacido en Sicilia y contemporáneo de aquél, representa otro de los importantes sofistas. Fue un hombre de enorme capacidad oratoria; su retórica, muy aplaudida y enseñada, incorporó elementos poéticos notables (paralelismos, antítesis, cuidada rima y metro, etc.), lo que le ganó respetabilidad y elegancia en sus discursos. Compartió el relativismo de Protágoras al asegurar que vivíamos en el mundo de la simple opinión, en el que la verdad es sólo aquello que nos persuade de que lo es. La persuasión es, pues, el medio de llegar a la verdad, y la retórica, su técnica.

Gorgias fue un gran viajero; conoció toda Grecia, yendo de ciudad en ciudad enseñando y practicando su retórica. Parece ser que fue discípulo de Empédocles, pero su mayor influencia vino de mano de los eléatas, que le obligó a replantearse sus concepciones y derivar hacia cierta forma de nihilismo. Gorgias se interesa sobretodo por dos cuestiones: el problema del ser y el de la virtud. Acerca del primero, en su obra Sobre el no ser o de la Naturaleza Gorgias apoya un escepticismo radical, del que será su gran valedor. Además, critica y ataca las ideas eleáticas sobre la existencia de un Ser inmutable único. Esta postura de Gorgias se basa en tres tesis fundamentales:

1. Nada es o nada existe.

2. Si algo existiera sería incognoscible, no podría pensarse.

3. Si algo existiera y fuese cognoscible, sería incomunicable.

Respecto a la primera tesis: si algo, cualquier cosa, fuese, existiera, debería ser eterno, o bien no serlo. Algo eterno carece de principio; sin principio, algo es infinito y, por ello no está en ningún lugar concreto, de lo que se deduce que no existe. Así, algo eterno y existente es contradictorio. Pero, por otra parte, si algo no es eterno, debe haber empezado a ser; sin embargo, para hacerlo, antes debe no ser, no existir, lo cual es imposible dado que el no-ser no es nada. Según esto, no puede ser eterno ni tampoco tiene origen alguno, con lo que no es. La conclusión es que el ser no existe.

Acerca de la segunda tesis, Gorgias sostiene que la relación entre lo pensado y lo real resulta inadecuada. Parménides decía que no era posible pensar el no-ser. Es decir, lo no existente resulta imposible ser pensado. Pero si lo que no es no puede ser pensado, si sólo pensamos lo que de verdad es, no habría error, no nos equivocaríamos nunca al pensar, dado que siempre pensaríamos lo existente. Como es obvio que el error existe, significa pues que podemos pensar el no-ser. Esto nos lleva a afirmar que podemos pensar en ciertas cosas que no existen, y que hay cosas no existentes que pueden ser pensadas (es el caso, por ejemplo, de los seres míticos). Lo que Gorgias establece aquí es una separación radical, una escisión completa entre la existencia y el pensamiento; el ser es distinto al pensar. No obstante, si el ser es diferente al pensar, también es incognoscible, dado que implicaría que el pensar es, en realidad, un no-ser, resultando imposible descubrir el ser partiendo del no-ser. La conclusión es, pues, que si lo pensado no es existente, lo existente no puede ser pensado.

La tercera tesis es la más sencilla: el ser humano dispone de un instrumento de comunicación, la palabra, el lenguaje, con el que expresa la realidad. Pero no es la realidad misma, si es que ésta existe. Nuestra comunicación comparte palabras, no la esencia misma de lo existente. El lenguaje es defectuoso para expresarnos porque no refleja, en el hablante, nuestros estados de conciencia, y en el oyente, porque no incita en él esos mismos estados de conciencia, producto de la pluralidad de individuos. Esto causa que la relación palabra-cosa significada sea equívoca, y la comunicación humana no puede transmitir la realidad. Por ello, si el ser existiera, no podríamos comunicarlo y compartirlo con los demás.

No parece probable que Gorgias creyese de verdad en estas tesis, tan contrarias a nuestro sentido común, pese a su impecable desarrollo. Aunque puede aceptarse que su nihilismo y escepticismo eran sinceros, resulta más coherente suponer, si bien es sólo una suposición, que estas tres tesis constituyen en realidad una muestra del poder del lenguaje, la evidencia de que la retórica permite defender, con seguridad y coherencia, hasta las proposiciones más absurdas a priori.

Esto es lo que Gorgias trataba de enseñar, como buen sofista, a sus alumnos: quiso destacar el enorme poder de persuasión de la palabra, la capacidad de transformación del alma humana gracias al logos. Así, la verdad pasa a constituir, sólo, un parecer, una opinión personal. Aquel que domine la retórica, el arte de persuadir, logrará que su opinión triunfe sobre las de los demás hombres, y con ello, alcanzará el poder y la gloria.

El poder de la palabra queda reflejado en este corto texto de Gorgias, que ofrecemos a modo de conclusión:

"La palabra es una gran dominadora, que con un pequeñísimo y sumamente invisible cuerpo, cumple obras divinísimas, pues puede hacer cesar el temor y quitar los dolores, infundir la alegría e inspirar la piedad (...) La persuasión, unida a la palabra, impresiona al alma como ella quiere (...) Tal como los distintos remedios expelen del cuerpo de cada uno diferentes humores, y algunos hacen cesar el mal, otros la vida, así también, entre los discursos algunos afligen, y otros deleitan, otros espantan, otros excitan hasta el ardor a sus auditores, otros envenenan y fascinan el alma con convicciones malvadas". (Gorgias, Elogio de Elena)

18.2.08

Hesíodo, poeta de la naciente filosofía



Aunque a Hesíodo se le relaciona habitualmente con Homero, por representar los primeros eslabones del pensamiento más allá de las costuras y límites puramente míticos, lo cierto es que ambos constituyen dos aproximaciones muy diferentes, tanto por su planteamiento como por el ámbito al que iban dirigidas sus enseñanzas.

Hesíodo (siglo VIII antes de Cristo) crece en Beocia, parte especialmente aislada del interior de Grecia. Es una región campesina, sencilla y algo tosca, en la que el joven griego apacentaba las ovejas de su familia mientras componía, en sus ratos libres, algunos poemas. En contraposición a la poesía homérica, cuyo estilo grandioso y épico estaba dirigido fundamentalmente a la nobleza griega, anteponiendo la exaltación de los héroes y la calidad literaria a todo rasgo puramente educativo, Hesíodo se propone lo contrario; ensalzar menos las hazañas heroicas y mejorar la intrucción campensina, alabando su esfuerzo diario por la supervivencia. Un ejemplo de esto es su obra 'Trabajos y días', que puede considerarse como un manual en forma de poema destinado a servir a quienes precisen de consejos sobre las cuestiones agrícolas.

Un aspecto importante de la concepción hesiódica es la creencia en distintos estados evolutivos por los que la humanidad ha transitado a lo largo de su historia. Primero habría una Edad de Oro, a modo de paraíso sin trabajo, ni enfermedad o muerte. A esta le seguiría la Edad de Plata, donde los humanos no serían más que infantes carentes de inteligencia; la de Bronce, por su parte, habría vislumbrado hombres viles y violentos, cuya injusticia les hizo desaparecer. A continuación la Edad de los Semidioses (que corresponde a la de Homero), y por último la actual Edad de Hierro, época en la que conviven desgracias y glorias, gozos y miserias. La sucesión de épocas no conlleva una mejora constante de la humanidad, sino todo lo contrario; hemos seguido la dirección errónea, hacia lo peor. En este tiempo nuestro, sin embargo, es posible hacer valer la justicia y el trabajo, con el fin de establecer una sociedad democrática, basada en la legalidad y en leyes dictadas por la razón.

Por otra parte, Hesíodo describe en su otra obra, 'Teogonía', la sucesión de deidades que han gobernado el mundo, desplegando temporal y genealógicamente su sistema. Parte de las vicisitudes violentas y caóticas que caracterizaron las relaciones entre Urano (el cielo) y Cronos (el tiempo), y del salvaje cambio de poder que operó entre ambos (el primero impidió el nacimiento a sus hijos, mientras que el segundo cortó los genitales a su predecesor, a la sazón su propio padre). Cronos, a su vez, devora a sus hijos, pero Rea aparta a uno de ellos, Zeus, recién nacido, y lo oculta en Creta. Una vez adulto, Zeus vence a su progenitor y se convierte en el dios supremo, configurándose además como garantía de justicia y orden.

Hesíodo compone, con todos estos elementos, una ética propia: pese a las dificultades que podamos atravesar durante nuestra vida, aunque observemos el caos, la violencia y la barbarie a nuestro alrededor, todo ello fruto de la involución que ha sufrido nuestra especie, debemos confiar, depositar toda nuestra fe en las normas de justicia. Si las violamos, Zeus nos castigará porque la justicia acabará prevaleciendo sobre la misma violencia. Podemos percibir un mundo oscuro y perverso, pero debemos esforzarnos por vivir de la manera más digna y honrada posible, gracias al ánimo y esfuerzo personal.

Y este "evangelio del esfuerzo" de todo ser queda plasmado en la idea del trabajo. Trabajar (en este caso, la tierra, recordemos los orígenes campesinos del poeta), sí, pero no sólo como medio para sobrevivir, sino como símbolo de la nobleza humana. El trabajo, en suma, dignifica. La areté no es ya, como en Homero, la virtud propia de la aristocracia (combate, lucha por el honor, etc.), sino un compendio de valores derivados de los modos campesinos (esfuerzo personal, sudor, trabajo manual, etc.) A continuación reproducimos el Proemio sobre el trabajo, de la obra 'Trabajos y días' (vv. 286-327):


"Yo que sé lo que te conviene, gran necio Perses, te lo diré: de la maldad puedes coger fácilmente cuanto quieras; llano es su camino y vive muy cerca. De la virtud, en cambio, el sudor pusieron delante los dioses inmortales; largo y empinado es el sendero hacia ella y áspero al comienzo; pero cuando se llega a la cima, entonces resulta fácil por duro que sea.

Es el mejor hombre en todos los sentidos el que por sí mismo se da cuenta, tras meditar, de lo que luego y al final será mejor para él. A su vez es bueno también aquel que hace caso a quien bien le aconseja; pero el que ni por sí mismo se da cuenta ni oyendo a otro lo graba en su corazón, éste en cambio es un hombre inútil.

Ahora bien, tú recuerda siempre nuestro encargo y trabaja, Perses, estirpe de dioses, para que te aborrezca el Hambre y te quiera la venerable Deméter de her­mosa corona y llene de alimento tu cabaña; pues el hambre siempre acompaña al holgazán. Los dioses y los hombres se indignan contra el que vive sin hacer nada, semejante en carácter a los zánganos sin aguijón, que consumen el esfuerzo de las abejas comiendo sin trabajar. Pero tú preocúpate por disponer las faenas a su tiempo para que se te llenen los graneros con el sazonado sustento.

Por los trabajos se hacen los hombres ricos en ganado y opulentos; y si trabajas te apreciarán mucho más los Inmortales y los mortales; pues aborrecen en gran manera a los holgazanes.

El trabajo no es ninguna deshonra; la inactividad es una deshonra. Si trabajas pronto te tendrá envidia el indolente al hacerte rico. La valía y la estimación van unidas al dinero.

Para tu suerte, según te fue, es mejor trabajar, si olvidado de haciendas ajenas vuelves al trabajo tu voluble espíritu y te preocupas del sustento según mis recomendaciones.

Una vergüenza denigrante embarga al necesitado, una vergüenza que hunde completamente a los hombres o les sirve de gran provecho, una vergüenza que va ligada a la miseria igual que la arrogancia al bienestar.

Las riquezas no deben robarse; las que dan los dioses son mucho mejores; pues si alguien con sus propias manos quita a la fuerza una gran fortuna o la roba con su lengua como a menudo sucede -cuando el deseo de lucro hace perder la cabeza a los hombres y la falta de escrúpulos oprime a la honradez-, rápidamente le debilitan los dioses y arruinan la casa de un hombre se­mejante, de modo que por poco tiempo le dura la dicha".
El sendero hacia la virtud es un camino dificultoso, pues requiere un esfuerzo constante y voluntario. El trabajo, visto así, se erige como triunfo absoluto del hombre, vehículo dignificante de nuestra personalidad. Ningún trabajo es una deshonra; sólo lo es no hacer ningún trabajo, la ociosidad y la apatía, la inactividad total de los holgazanes y ociosos.

En su 'Teogonía' Hesíodo expone la necesidad de dar cuenta del universo como el tránsito de lo desordenado a lo ordenado, para posteriormente regresar a su estado desordenado original, que es el actual. Sin embargo Zeus terminará con este desorden, separando unas cosas de otras y consolidando así un nuevo orden del Cosmos. Ahora bien, más allá de cuál sea su estado o disposición, la pregunta fundamental que se plantea Hesíodo es, ¿qué fue lo primero que existió?, ¿de dónde procede todo lo que percibimos? Aquí se observa una clara orientación filosófica de los versos del poeta, un intento por clarificar el problema del principio. Así, dice la 'Teogonía' lo siguiente (vv.116-131):


"En primer lugar existió el Caos. Después Gea la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los Inmortales que habitan la nevada cumbre del Olimpo. En el fondo de la tierra de anchos caminos existió el tenebroso Tártaro. Por último, Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad en sus pechos.

Del Caos surgieron Érebo y la negra Noche. De la Noche a su vez nacieron el Eter y el Día, a los que alumbró preñada en contacto amoroso con Erebo.

Gea alumbró primero al estrellado Urano con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder ser así sede siempre segura para los felices dioses. También dio a luz a las grandes Montañas, deliciosa morada de diosas, las Ninfas que habitan en los boscosos montes. Ella igualmente parió al estéril piélago de agitadas olas, el Ponto, sin mediar el grato comercio."
La forma, el procedimiento de Hesíodo para relatar lo que, según las musas le han revelado, es la historia del origen de todo está aún, como es lógico, cargada de contenido mítico en casi toda su extensión. Sin embargo, esto no es lo realmente importante; lo que cabe resaltar de este poeta griego es que, en mayor o menor medida, sus versos contienen la esencia filosófica que después cuajaría en las cosmogonías milesias, la de los primeros presocráticos.

Hesíodo marca como ningún otro, pues, el costoso y paciente tránsito desde el mito hasta la racionalidad, combinando ambas para dar mayor comprensión de un mundo complejo y provocativo, mundo que, gracias a su aportación, empezó a ser más accesible a nuestro entendimiento.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...