31.10.09

Diógenes de Sínope



Cuatro fueron las escuelas principales de filosofía que florecieron en tiempos de Alejandro Magno; de los estoicos, escépticos y epicúreos hablamos ya en el pasado, por lo que ahora nos centraremos en una de las figuras más representativas de la escuela restante (los cínicos): Diógenes de Sínope, su fundador. Otra ocasión queda reservada para Antístenes, maestro de aquel y discípulo de Sócrates.

Diógenes vivió a lo largo del siglo IV antes de Cristo, entre 403 y 323, probablemente. Esto significa que su existencia abarcó alrededor de 80 años, una edad bastante avanzada para la época. Murió, al parecer, porque retuvo su respiración (otros sugieren que fue debido a una mordedura de perro, o por zamparse un pedazo de pulpo crudo...), justo el mismo día que Alejandro, y la ciudad de Corinto, donde falleció, le rindió un destacado homenaje fúnebre, mientras que Sínope le erigió un monumento; muestras éstas de cariño, respeto y admiración que, muy posiblemente, el mismo Diógenes hubiese censurado, de acuerdo con su peculiar y sincerísima visión del mundo y las personas.

Todo lo que conocemos de Diógenes procede de comentarios, anécdotas y sentencias que se le atribuyen, pero dado que no dejó texto alguno (al igual que Sócrates, otorgaba más relevancia a la interacción verbal, al diálogo, que a la palabra escrita) los datos biográficos que se conservan deben considerarse verosímiles sólo en parte; es casi seguro que hay bastante (puede que hasta mucho) de leyenda en las referencias posteriores sobre su vida.

Diógenes tuvo que abandonar Sínope de joven ya que mientras trabajaba en el taller de moneda que su padre dirigía había falsificado algunas piezas (presumiblemente según auspicios de cierto oráculo, y además con el consentimiento paterno), y huyó a Atenas, donde vivó el resto de sus días y conoció a Antístenes, queriendo ser su alumno; pero el cínico nunca había tenido aprendices, ni los quería, de modo que trató de ahuyentar al joven a bastonazos; mas Diógenes era perseverante, y además adulador: proclamó que ninguna vara era bastante grande para apartarle de un hombre cuyas palabras eran dignas de escucharse; Antístenes, complacido por la arenga, aceptó al muchacho. Con todo, más tarde el alumno criticaría al maestro, por no vivir conforme a sus propias teoría; acabó llamándole “trompeta que nada oye sino a sí mismo”. Diógenes, por su parte, obraría siempre en base a sus ideas y pensamientos, aunque ello supusiese una rotura radical con todo lo que le rodeaba.

Pronto adoptó Diógenes las costumbres e ideas cínicas, como menciona Jean Brun: “sin patria, sin ciudad, sin casa, pobre, vagabundo, viviendo al día, y diciendo “busco a un hombre”, arrojando su vaso y su escudilla al ver a un niño beber en la palma ahuecada de su mano y comer sobre un trozo de pan...”. Diógenes reivindicó un modo de vida austero, independiente respecto a personas e instituciones, en consonancia con la naturaleza y alejado de las posesiones materiales. Se dice que dormía en un tonel, siempre desnudo, y que tan sólo llevaba consigo una capa, su morral y un báculo. Vivía “como un perro”, de donde precisamente deriva el nombre de cínico. Menciona Antoni Martinez Riu que “quienes le motejaron con el nombre de «perro», seguramente querían señalar su total falta de aidós (vergüenza, pudor y respeto) y su carácter de anaídeia o de bestialidad franca, a lo que Diógenes asentía, y debió considerar que el epíteto de «perro» le era ajustado, de lo cual se enorgullecía”.



Rechazó cualquier convención, fuese social, moral, estética, alimentaria o de educación. Quiso trabar una hermandad universal, no sólo con los hombres, sino también con los animales. Su cosmopolitismo, considerarse como ciudadano del mundo y no únicamente de la polis particular, levantó ampollas en la sociedad griega, en donde la identidad se hallaba muy ligada a la ciudadanía; y, como es bien sabido, cuando el emperador Alejandro le vio sentado en las escaleras del templo de Cibeles, impresionado por la humildad del hombre, le preguntó si necesitaba algo, lo que fuese, que él se lo proporcionaría, Diógenes contestó: “sólo pido que no me obstruyas la luz del Sol”. Según menciona el historiador Diógenes Laercio, algunos atribuyen al cínico de Sínope su condena de que “los hombres miren y remiren tanto las alhajas que compran, y examinen tan poco sus vidas”.

Pero Diógenes nunca deseó nada más que lograr la virtud, la areté griega, y “la libertad moral en la liberación del deseo”, punto de partida de la escuela estoica, como ya vimos y señala Bertrand Rusell. Esta forma de vivir y de considerar la virtud hizo que Platón viese en Diógenes a "un Sócrates que se ha vuelto loco”. Podemos entender mejor al discípulo de éste si recordamos que Diógenes, por ejemplo, solía comer en medio del mercado ateniense (actitud muy reprobable en la época), dormir en cualquier rincón, orinó una vez encima de un hombre que le había insultado y lanzado huesos, y hasta defecó en el anfiteatro. Incluso llegó a masturbarse en el ágora... Su grosería era intolerable; su franqueza y naturalidad, desconcertantes. El derroche de composturas tan radicales ha generado el sentido peyorativo y actual de “cínico”: el que obra mal y hace ostentación de ello.

Como dice Frederick Copleston, “se asegura que [Diógenes] propugnaba la comunidad de mujeres e hijos y el amor libre, mientras que en la esfera política se declaraba ciudadano del mundo... Aconsejaba un ascetismo positivo a fin de alcanzar la libertad. En conexión con esto iban sus deliberadas burlas contra los convencionalismos y él hacía en público lo que generalmente se considera que debería hacerse en privado y aun lo que ni siquiera en privado debe hacerse”.

Para Diógenes y los cínicos, la civilización y la sociedad generan una multitud de necesidades materiales para los individuos que, sin embargo, son totalmente prescindibles. El mal no está en los hombres, sino en la sociedad en que viven; los seres humanos, aseguraba, llevamos en nuestro interior todo aquello que es de verdad indispensable para nuestro bienestar; a mayor independencia de nuestras necesidades materiales, más felicidad. Cuando menos atendamos a nuestra reputación, a nuestras propiedades, incluso la organización social y política, cuando menos importancia demos al amor (una forma de esclavitud del deseo, para el cínico), cuando menos sintamos la pérdida de un amigo, una mujer o un hijo, inclusive su muerte, entonces más libres seremos, más virtuosos y con mayor independencia. En estas últimas afirmaciones es cuando, seguramente, dejamos de sentir simpatía por Diógenes... Así, el bien supremo, la virtud definitiva y absoluta, es el retorno al estado natural, lo que sólo puede alcanzarse mediante la “autarquía”, aquella carencia de necesidades propias de los cínicos, término de raíces socráticas aunque convenientemente modificado para darle un giro consecuente con aquello que brinda la naturaleza, y no lo que responde a una propiedad de lo perfecto, como pensaba Platón.

Algunas de las anécdotas que ilustran la vida de Diógenes son verdaderamente divertidas: para que un aprendiz le siguiera y aprendiese sus nociones, le hizo atar a una cuerda un arenque, símbolo de la austeridad, e ir recorriendo los pueblos con el colgando por la espalda (el joven huyo en cuanto vio lo que le obligaban a hacer...); una vez que vio a una mujer sentada en una suntuosa litera, le dijo: “no es ésa la jaula que se merece una bestia”; y cuando un niño, hijo de una fulana, estaba arrojando piedras a una multitud, le espetó: “ten cuidado, que seguramente herirás a tu padre”; le preguntaron también en una ocasión qué hacer si se recibía una bofetada; sabemos ahora lo que diría la tradición cristiana, pero Diógenes contestó: “Ponte un casco”; y, viendo a un arquero torpe que no daba ni una sola vez a la diana, se sentó junto a ésta y proclamó: “Aquí, por fin, es donde estaré verdaderamente a salvo”.

Excepto por sus modales, sus ideas cosmopolitas y enseñanzas trasgresoras, la vida de Diógenes contiene bien poca filosofía. Pero su existencia es un buen ejemplo de cómo se puede ir contracorriente, de cómo los valores tenidos en una época por correctos y conformes a la virtud no tienen gran importancia; y no porque el relativismo deba inundar el mundo, instando a cada uno llevar la vida que le plazca, sino porque en lo tocante a educación, preceptos y principios, en atributos considerados apropiados y en valores que hacen de nosotros seres humanos como tales, aún hoy discutimos, y muchas veces sin llegar a conclusión alguna, cuáles pueden ser ésos y de cuáles es mejor prescindir. No estamos, en consecuencia, mucho más adelantados en la actualidad que en los tiempos de Diógenes

Por último, y para cerciorarnos basta con un vistazo a nuestro alrededor, la propuesta de austeridad y sobriedad material que aquel promovía está lejos, quizá más lejos que nunca, de llevarse a la práctica. La virtud de Diógenes no tuvo realización efectiva en su época; hoy, sería absolutamente imposible de alcanzar, ni siquiera en una medida más leve y tolerable. Si nos corroe el materialismo y las necesidades que éste genera, ¿hay posibilidad de adoptar (algunas, sólo algunas) de las ideas del “perro” de Sínope? ¿Alguien podría (o más bien alguien querría) vivir así: libre, independiente, soberano de sí mismo, por encima de exigencias sociales, preceptos morales establecidos y modales al uso? ¿Sería, él o ella, un valiente, un iconoclasta, o un simple loco, un chiflado desequilibrado y lunático? ¿Qué sería de él en un mundo como el actual? ¿Cuánto tardaría en apretar el gatillo o en lanzarse desde un puente hasta las aguas tranquilas de la soledad social y de la oscuridad vital?

26.10.09

La ética de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

La ética es una reflexión sobre la conducta humana que se dirige hacia la resolución de problemas tanto individuales (por ejemplo, cómo puedo alcanzar la felicidad, o cómo debo vivir para estar por encima de mi constitutiva animalidad) como sociales (cómo lograr la convivencia común pacífica y tolerante). La ética platónica, que recoge detalles del pensamiento socrático y que será posteriormente ampliada, corregida y conceptualizada por Aristóteles, es eudemonista, dado que se orienta al logro del bien supremo del hombre, esto es, a su felicidad. El bien supremo consiste en el desarrollo de la personalidad, de su alma, de forma que adquiera el estado en que debe hallarse y, por ello, sea feliz.

Al inicio del diálogo platónico Filebo, sus dos disertantes se acomodan en dos posturas antagónicas: Protarco sostiene que la esencia del bien es el placer, mientras que Sócrates cree que es la sabiduría. Pronto, sin embargo, ambos admitirán que una vida cifrada en uno sólo de esos estados, y que los potencie a la máxima expresión, no sería propiamente una vida humana; una existencia de la que no tome parte la experiencia, la memoria, el conocimiento, sería tan vacía como otra que rechazase los placeres corporales. Una vida buena para el hombre, concluyen, deberá contener tanto placeres intelectuales como aquellos que suponen satisfacer un deseo corporal, siempre que sea con mesura.

De los primeros se supone imprescindible la concurrencia de la ciencia exacta de los objetos intemporales, es decir, la geometría. La geometría describe los conocimientos más verdaderos posibles acerca de la realidad más notable. Pero como en el mundo de nuestra experiencia no hallamos más que una grosera aproximación a esos objetos intemporales, será necesario atender a un conocimiento de segundo tipo que la describa, admitiendo, siempre, que se trata de un saber inferior; un conocimiento de esta guisa sería, por ejemplo, el proporcionado por la música o la poesía. De los placeres corporales, por su parte, se aceptan únicamente aquellos que reporten salud y bondad a quien los experimenta, y se desprecian los que generan maldad o locura. Se busca, así, una afinidad entre el conocimiento, entre la sabiduría, y lo que la satisfacción del deseo puede proporcionar, tratando de encontrar una mezcla ecuánime y certera.

La felicidad sólo se alcanza, pues, encontrando la medida o proporción entre una vida sabia y una vida gozosa. Y para ello es esencial la práctica de la virtud, equivalente en este contexto a parecerse tanto a Dios como al hombre le sea posible. La ética platónica abarca cuatro virtudes fundamentales que se derivan del análisis de las partes anímicas que presenta el ser humano (la racional, la irascible y la concupiscible). Así, al alma concupiscible le corresponde una moderación, una templanza inteligente, ya que todo aquel que se muestre templado en la búsqueda de la virtud obrará de forma buena y beneficiosa, de modo que la templanza y la sabiduría no son completamente dispares. En segundo lugar, al alma irascible le atañe una capacidad de sacrificio, una fortaleza de ánimo ante las adversidades, el coraje propio de los que van a la batalla, que no se apartan de la primera fila pese a estar expuestos al peligro. Estas dos virtudes se unifican en la presente o generada por la parte racional del alma, la prudencia, que representa lo verdaderamente bueno para el hombre y los modos para conseguirlo. A su vez, las tres virtudes precedentes se suman e integran en una cuarta, la más importante, que produce la armonía perfecta del alma: es la justicia. Sobre estas cuatro virtudes platónicas gira toda la vida moral de los hombres, ya que abarcan la determinación práctica del bien (prudencia), su efectiva realización social (justicia), el coraje para alcanzarlo o defenderlo de agresiones o amenazas (fortaleza) y la moderación necesaria en virtud de la cual podemos controlar y no confundir dicho bien con el exceso placer corporal (templanza).

Platón creyó siempre que nadie optaría por el mal a sabiendas. Pensaba que si alguien actuaba o elegía hacer algo malo era debido a que se imaginaba que, en realidad, lo que hacía era bueno, aunque de facto fuese todo lo contrario; si uno se deja arrastrar por la maldad es porque, sostenía Platón, no conocía el verdadero bien, o porque cede temporalmente a la pasión, obnubilándose durante un tiempo hasta que reconozca, él mismo, que el bien aparente le parecía el bien auténtico. Esto, sin embargo, no exculparía al individuo de responsabilidad moral, porque sería autor de una falta grave, al permitir que la pasión dominara sobre su razón.

Polemarco, según cuenta Platón en La República, había postulado su teoría de que era conveniente, y justo, portarse bien con aquellos seres próximos si ellos eran buenos, pero que con los enemigos, si eran malos, no cabía remordimiento alguno para con ellos y había que actuar con maldad. Platón rechazará esta máxima (seguramente muy de moda en sus tiempos, aunque también en los actuales...) según la cual se debe ser bueno con los amigos y familiares y malo con nuestros enemigos; Platón afirma que hacer el mal nunca puede ser bueno, y nunca puede proporcionar bien ni felicidad alguna. En boca de Sócrates, Platón asegura que dañar a aquel que actúa mal es hacerle aún peor; Sócrates concluye que, si se siguen las directrices propuestas por Polemarco, el resultado de su forma de “hacer el bien” y promover la justicia es “hacer peor al hombre injusto”; sin embargo, como es obvio, una acción similar sólo es propia de un hombre injusto, y no precisamente de aquel que se aprecia como razonable e virtuoso.

18.10.09

Conceptos y términos: "Voluntad de poder"

Dentro de la rica creación y aportación de términos filosóficos que Friedrich Nietzsche nos regala (“moral del rebaño”, “superhombre”, “eterno retorno”, etc.), la expresión “voluntad de poder” es una de las peor entendidas, y en consecuencia, peor valoradas.

Para entenderla necesitamos, primero, considerar que el mundo de Nietzsche no atiende a ninguna trascendencia más allá del hombre, de la vida humana en sí misma. No hay Dios (recordemos aquella famosa sentencia suya, divinamente lapidaria...), ni hay alma, ni siquiera un mundo en el más allá. Todas estas entidades propias de la metafísica occidental han desaparecido; resta, únicamente, el hombre y la vida, el mundo en su manifestación sensible. El mundo no es obra de Dios, ni la vida, la nuestra, está en función de -o puede concebirse bajo- un fin trascendente. Lo que cuenta es el aquí y el ahora, esta vida que vivimos, que es, sin más, una expresión de una “voluntad de poder”.

Esta voluntad de poder la contrapone Nietzsche a la “voluntad de vivir” de Arthur Schopenhauer, quien retrata la vida en “El mundo como voluntad y representación” como una voluntad meramente ciega que busca la perpetuación y la dominación de los dominios en la naturaleza, una voluntad irracional y perniciosa. Schopenhauer exhorta a abandonar este impulso, retirándose de la corriente que destruye el mundo y limitándose a una mera voluntad de vivir. No obstante, Nietzsche considera a ésta como el producto de un resentimiento contra la propia vida, que no halla mejor expresión que el pesimismo y la tristeza schopenhaueriana y que aboca, ineluctablemente, a un ascetismo rígido y limitante, cercenador de lo humano y privador del crecimiento que le es propio:

“De la misma forma, odio contra la voluntad; intento de ver en la renuncia al querer, en el «Ser subjetivo sin fin ni intención» (en el «sujeto puro y sin voluntad») un valor superior, el valor superior por excelencia. Síntoma grave de cansancio o debilidad de la voluntad: ya que es ella realmente la que manda sobre los deseos, y la que les señala el camino y les asigna la medida....”

Nietzsche distingue dos tipos de fuerzas, que son las que dominan y dirigen las acciones: por una parte, una fuerza activa, que genera e impulsa una vida ascendente, en crecimiento y con anhelo de autoafirmación; y, por otra, una fuerza reactiva, identificada con una manera de vivir decadente y agotada, cuyo sueño es la desaparición del aquí y ahora y el ansia del más allá, preñado de ilusiones y promesas vanas. La posición de Schopenhauer refleja, obviamente, esta segunda actitud ante el mundo y la vida, es una manifestación de la postura reactiva y resentida contra la vida.

Así, la voluntad de poder de Nietzsche es una fuerza activa y, por sí misma, un hecho vital, que no precisa de ninguna otra fuerza que la propia, ningún impulso vital (a la manera de Bergson, por ejemplo) ni ninguna idea externa para su realización. No obstante, esto no reduce al hombre a lo puramente biológico, no lo circunscribe a lo orgánico como descripción completa de su ser, sino que trata a la vida como una manifestación de la voluntad de poder. La voluntad de poder es una fuerza, siempre afirmativa, siempre aspirante a un mayor desarrollo y perfeccionamiento, que supera todo nihilismo y toda visión limitante del humano, aquella que proclama como verdadera y cierta que sólo existe, y sólo cuenta, la idea y lo trascendente (pensamiento que arranca en Sócrates y Platón y transita entre los siglos debido a la influencia judeocristiana) en contraposición a lo inmanente y vital.

“¿Y sabéis, en definitiva, qué es para mí «el mundo»? ¿Tendré aún que mostrároslo en mi espejo?... Este mundo es un monstruo de fuerza, sin principio ni fin; es una suma fija de fuerza dura como el bronce... es una fuerza que se encuentra en todas partes, una y múltiple como un juego de fuerzas y de ondas de fuerza perpetuamente agitadas, eternamente en cambio, en reflujo continuo, con gigantescos años que se repiten regularmente, flujos y reflujos de sus formas, que van desde las más simples a las más complicadas, de las más tranquilas, de las más fijas, a las más frías, a las más ardientes, más violentas, más contradictorias, para volver en seguida de la multiplicidad a la simplicidad... Este es mi universo dionisíaco que se crea y se destruye perpetuamente a sí mismo; ese enigmático mundo de la doble voluptuosidad, éste es mi «más allá del bien y del mal»... ¿Queréis un nombre para este universo, una solución para todos sus enigmas? ¿Queréis en suma una luz para vosotros, los más tenebrosos, los más fuertes, los más intrépidos de todos los espíritus? Este mundo, es el mundo de la voluntad de poder y nada más. Y vosotros sois también esa voluntad de poder, y nada más...”

Pero maticemos el significado de “voluntad de poder”. Porque, aunque pudiese parecerlo, esta expresión no remite a un deseo, por parte de la voluntad, de poder, de adquirirlo o aumentarlo, dominando más y mejor a seres y cosas. La voluntad no quiere poder, sino que el poder es lo que quiere en la voluntad. Es decir, la voluntad significa cómo está unida a lo que ella quiere –cómo logra lo que desea-, cómo, también, domina al propio poder, y cómo, en consecuencia, no desea el poder en sí mismo, como un fin. Dice Gilles Deleuze: “no debemos dejarnos engañar por la expresión: lo que quiere la voluntad. Lo que quiere una voluntad no es un objeto, un objetivo, un fin. Los fines y los objetos, incluso los motivos, siguen siendo síntomas. Lo que quiere una voluntad, de acuerdo con su cualidad, es afirmar su diferencia o negar lo que difiere”. Así pues, lo que encierra la voluntad de poder no es más que un impulso conducente a lograr su propia elevación, su autoafirmación, la forma superior de todo lo que existe. No hay, en consecuencia, rasgo alguno de connotación política o social en ella, ni de pretensión de dominio, sino que responde a una fuerza descriptiva que no se halla sometida a ninguna otra fuerza exterior, dios o valor superior del que constituye la misma vida. Su anhelo más directo y profundo no es el de apoderarse de algo o alguien, de dominar, de subyugar, sino que, como fuerza impulsora, se reduce y descansa en el acto de creación, es ella misma creación. Creación, en efecto, de nuevos valores, creación de una forma de vida superior, tan conspicua que descuella sobre lo existente

Según todo ello, la vida, nuestra vida, es un caso particular, una pequeña parte de este vigoroso ímpetu que representa la voluntad de poder, como fuerza expansiva de la vida ascendente y derrotadora del nihilismo, de la vida decadente. Así, como comenta Antoni Martinez Riu, “cualquier fuerza impulsora es voluntad de poder, toda fuerza creativa es la esencia misma del ser, y que, como principio afirmador, está situado más allá del bien y del mal”. Contra la imagen de una voluntad tradicional, cuyo deseo es atribuirse los valores establecidos, moverse dentro de ellos y limitarse a ellos, Nietzsche reitera que el impulso de la voluntad de poder es crear nuevos valores. No aspira ni persigue poder, no lo desea en modo alguno; únicamente trata, por su deseo irrefrenable, por su instinto ciego e irracional, de forjar los valores de un nuevo señor, el aristócrata de la moral, el superhombre que, todavía hoy, aguarda su aparición en nuestro mundo actual.

12.10.09

Sobre Heinrich Mann y Nietzsche



A primera vista, el breve tomito de Heinrich Mann parece servir de escueta y muy personal introducción a algunos personajes capitales de la historia del pensamiento. Recogiendo una sucinta pincelada biográfica, Mann captura en un par de líneas sus inclinaciones y sus antipatías hacia estos genios (que todos lo son, aunque cada uno a su manera), y pretende argumentar en tan escaso texto las virtudes y defectos de los mismos. Creo que logra con creces su propósito, aunque no comparto plenamente su visión en el caso de Friedrich Nietzsche. Sin embargo, la idea que sustenta -y que emerge de vez en cuando- toda la obra de Mann es la defensa de una cultura democrática en la que la mayoría, la masa y el grupo, son considerados como los motores de la sociedad, y del futuro humano. El primado gregario es, aquí, comprensible, teniendo en cuenta el momento y las circunstancias sociales y políticas en que escribe Mann su ensayo sobre Nietzsche (1939).

En primer lugar es de justicia reconocer el mérito del hermano de Thomas Mann en la crítica a la figura del gigante alemán, tan cara en sus tiempos, cuando Nietzsche era elevado a los olimpos un día y otro también. Su valentía de nadar contracorriente en su apreciación de la obra y repercusión de este último ya nos merecen nuestra simpatía; hay que tener agallas para pensar de forma distinta al marco intelectual de tu tiempo, sobretodo si tus reflexiones críticas atañen a un personaje tan arraigado en la cultura y la acción de un país como era Nietzsche en la Alemania de mediados del siglo pasado. También podemos conceder como acertada la censura de Mann hacia las particularidades de la personalidad de Nietzsche: orgulloso, arrogante, despreciativo, fanfarrón, endiosado, petulante, etc. Todos estos defectos los tuvo el autor de "Ecce Homo" y "Aurora"; un mero vistazo a sus escritos lo revela y pone de manifiesto su carácter y consideración de sí mismo.

La lectura del ensayo de Mann revela un palpable resentimiento hacia Nietzsche. Se trata de un resentimiento por lo que escribió, por sus ideales, sus valores y acciones. Excepto un par de atributos propios de Nietzsche que Mann aprecia (“era ingenio, contradictorio, siempre sincero”), casi todo lo demás, tanto lo que fue como lo que impulsó, tanto aquello que defendió como lo que atacó, es motivo de crítica. Para el hermano de Thomas Mann, por ejemplo, Nietzsche es, sino responsable, al menos sí instigador de regímenes totalitarios, de guerras con millones de víctimas inocentes y de inclinaciones personales cercanas a la locura, por su naturaleza anti-social y anti-gregaria (no confundir los términos).



"Nietzsche ha votado por la guerra, especialmente por la guerra con muchas víctimas", afirma Mann. También asegura que los tiempos de paz en que vivió aquel influyeron para su ansia de lucha, cansado de tanta calma y tranquilidad. Nietzsche abogaba por la disputa, la confrontación, la elevación de la cultura aristocrática, de unos pocos, por encima de los demás, la plebe, el pueblo: el sacrifico de la mayoría por la ascensión de un grupo reducido, creador de nuevos valores. Su metafísica, añade Mann, “le convenía a él y a nadie más”.

Son comprensibles, repetimos, estos reproches en el marco histórico en que vivió Mann; y son reproches, repetimos también, que guardan un substancial reflejo con una interpretación “justa” que puede hacerse de Nietzsche dentro de un contexto convencional. Sin embargo, para entender cabalmente a este pensador es necesario, sospechamos, ver más allá incluso de su época y su situación social. No porque sus escritos o sus pretensiones no puedan aplicase a su tiempo, sino porque es más allá de él como podemos, tal vez, adivinar el rumbo de sus pensamientos, y su efectiva intención.

Los textos de Nietzsche son, por sí mismos, complejos y contradictorios. A veces se prestan a lecturas opuestas, y otras no transmiten más que confusión, como el propio Mann señala. Esto produjo, como es lógico, que muchos efectuaran interesadas aproximaciones a sus obras y sus palabras, justificando sus actos (sean loables o bárbaros) gracias a la ambigüedad de Nietzsche. Eso ha sucedido, por ejemplo, con los hedonistas (Nietzsche siempre abogaba por liberar la vida, por recuperar los instintos y reinvertir aquello que el sacerdote había calificado como “malo” [todo lo que, en realidad, es bueno en la vida], y viceversa), que se aferraron al alemán para dar rienda suelta a sus pulsiones largamente reprimidas. Sin embargo, Nietzsche nunca vio con buenos ojos el hedonismo autocomplaciente y sin control; hay que exigir disciplina, sacrificios, e incluso ascesis, para lograr la fidelidad a la vida creciente, una vida superándose cada vez a sí misma. Sólo aquellos que dominan sus impulsos y pasiones son los grandes hombres, los “señores”, los verdaderos aristócratas, pero aristócratas no por su posición social, como parece interpretar Mann, sino por la creación de nuevos valores, por estar “más allá del bien y del mal”, y porque son la avanzadilla de una nueva moral.

Los guerreros, también amparados por la pluma de Nietzsche, no son “guerreros” violentos (“la sangre es el peor testimonio de la verdad, envenena incluso la doctrina más pura”, afirmó en una ocasión el filósofo) en el sentido habitual, no son los soldados que salen al campo de batalla a dar su vida por un bando u otro, sino sujetos que son fuertes y nobles porque han comprendido la falsedad de la vida y rechaza la moral de los esclavos, porque ven en Dios la gran impostura, y tratan de afirmar su propia existencia e irradiar la vida, elevándola en virtud de los valores individuales y la autosuperación.

Si bien es cierto que Nietzsche habla y escribe acerca de los pueblos ‘esclavos’ y los ‘señores’, no subyuga tales estratos “sociales” a una división férrea y deseable, sino a una mera circunstancia histórica; no son menos ‘esclavos’ aquellos ricos y poderosos que utilizan sus recursos para hostigar, violentar o causar penurias a los pobres y desamparados, porque en última instancia están igualmente sujetos a la moral esclava y al ámbito de los valores tradicionales. Acerca de ser “impulsor” de las guerras o del racismo, o de mostrarse partidario de nacionalismos radicales, Nietzsche también aseguró: “el narcisismo de la consciencia de la raza germánica es casi criminal”, o “yo tengo una sencilla norma; no tener ningún tipo de trato con promotores del racismo”.

El ansia de Nietzsche, en definitiva, es la de crear una sociedad (pero siempre empezando por el individuo) afirmativa en sus valores y méritos, una nueva valoración de la vida, vitalista, que sustituya la concepción cristiana tradicional. Para ello se precisa la emergencia de una moral innovadora, con una serie de individuos creadores de nuevos atributos humanos.

Heinrich Mann, por su parte, aboga por una moral, si es que puede decirse así, democrática, una cultura en la que manda el grupo, las tendencias gregarias, en las que aunque el individuo crezca por sí mismo, está todavía supeditado y anclado a la “moral del rebaño”, en términos nietzschanos. Mann defiende que lo bueno, lo positivo para la sociedad, es igualmente bueno para el individuo o, si se quiere, que lo mejor para todos puede no ser, como en el caso de Nietzsche, el triunfo de una minoría efectiva, sino compartir un destino común y una mejora en el seno social y democrático.

Se trata, por lo tanto, de dos percepciones distintas del papel que ha de jugar —y de cómo jugarlo— el individuo dentro del gremio social. Una busca el esplendor de una “aristocracia” fuerte y afirmativa, creadora de nuevos valores y perseguidora de ideales dionisíacos; otra aparca el impulso personal, o lo limita, en pos de un equilibrio colectivo y de una renta democrática que tenga como meta el enriquecimiento de todos. Ante dos propuestas tan radicalmente antagónicas, la elección nunca resultaría sencilla, y quizá acabaríamos decidiendo más por nuestras propias tendencias personales que por un análisis racional y distanciado de los beneficios y perjuicios que ambas, como es lógico, presentan.

7.10.09

Arte, filosofía y crítica del arte

"La estética es la rama de la filosofía que se ocupa de analizar los conceptos y resolver los problemas que se plantean cuando contemplamos objetos estéticos. Objetos estéticos, a su vez, son todos los objetos de la experiencia estética; de ahí que, sólo tras haber caracterizado suficientemente la experiencia estética, nos hallamos en condiciones de delimitar la clases de objetos estéticos. Aunque hay quienes niegan la existencia de cualquier tipo de experiencias específicamente estéticas, no niegan, sin embargo, la posibilidad de formar juicios estéticos o de dar razones que avalen dichos juicios; la expresión «objeto estético» incluiría, pues, aquellos objetos en torno a los cuales se emiten tales juicios y se dan tales razones.

La estética se formula en las cuestiones típicamente filosóficas de «¿Qué quiere usted decir? y «¿Cómo conoce usted?», dentro del campo estético, al igual que la filosofía de la ciencia se plantea esas mismas cuestiones en el campo científico. Así pues, los conceptos de valor estético o de experiencia estética, lo mismo que toda la serie de conceptos específicos de la filosofía del arte, son examinados en la disciplina conocida con el nombre de estética; y preguntas tales como «¿Qué es lo que hace bellas a las cosas?», o «¿Qué relación hay entre las obras de arte y la naturaleza?» -y cualesquiera otras cuestiones específicas de la filosofía del arte-, son cuestiones estéticas.

La filosofía del arte abarca un campo más limitado que la estética, porque sólo se ocupa de los conceptos y problemas que surgen en relación con las obras de arte, excluyendo, por ejemplo, la experiencia estética de la naturaleza. Sin embargo, la mayor parte de las cuestiones estéticas que suscitaron interés y perplejidad en todas las épocas se relacionaron específicamente con el arte: «¿Qué es la expresión artística? ¿Existe verdad en las obras de arte? ¿Qué es un símbolo artístico? ¿Qué quieren decir las obras de arte? ¿Hay una definición general del arte? ¿Qué es lo que hace buena una obra de arte?» Aunque todas estas cuestiones son propias de la estética, tienen su sitio en el arte, y no se plantean en relación con objetos estéticos distintos de las obras de arte.

La filosofía del arte debería distinguirse cuidadosamente de la crítica del arte, que se ocupa del análisis y valoración crítica de las mismas obras artísticas, como algo contrapuesto al esclarecimiento de los conceptos implicados en esos juicios críticos, que es misión de la estética. La crítica artística tiene por objeto específico las obras de arte o las clases de obras de arte (por ejemplo, las pertenecientes al mismo estilo o género), y su finalidad consiste en fomentar el aprecio de ellas y facilitar una mejor comprensión de las mismas. La tarea del crítico presupone la existencia de la estética porque, en la discusión o valoración de las obras artísticas, el crítico utiliza los conceptos analizados y clarificados por el filósofo del arte. El crítico, por ejemplo, dice que determinada obra de arte es expresiva o bella; el filósofo del arte analiza lo que uno intenta decir cuando afirma que tal obra de arte posee esas características e, igualmente, si tales afirmaciones son defendibles y de qué forma. Al hablar y escribir sobre arte, el crítico presupone la clarificación de los términos que utiliza, tal como es propuesta por el filósofo del arte; en consecuencia, lo que escribe un crítico no consciente de esto se halla expuesto a pecar de falta de claridad. Si un crítico califica de expresiva una obra de arte sin tener ideas claras de lo que eso significa, el resultado será una gran confusión conceptual
".

M. C. Beardsley y J. Hospers, "Fundamentos de Estética", Cátedra, Madrid, 1976.

30.9.09

Filosofía china antigua: Confucio



Sin lugar a dudas, el maestro y filósofo más conocido de la antigua China es Confucio (Kong Qiu), que se que vivió entre los años 551 y 479 antes de Cristo. Su infancia trascurrió en medio de un ambiente pobre materialmente, y el joven Qiu (Kong es el apellido de la familia) hubo de trabajar duro para poder tirar adelante; ya fuera como funcionario menor, vigilando los almacenes del estado de Lu, o con el recuento y cuidado de ovejas y cabras. Más adelante, ya dentro de la corte, hizo estudios de los ritos y las tradiciones, y al poco tiempo se convirtió en un afamado letrado, gracias también a sus viajes, que le reportaron experiencia y enseñanzas.

Ya por entonces muchos le seguían por su sabiduría; y le seguían allá donde fuese Kong, sin importar el lugar o las condiciones. En los tiempos de Confucio China estaba dividida feudalmente, con las cortes de los señores por un lado y las aldeas campesinas, por otro. Pero las guerras hicieron perder a muchos nobles sus tierras y títulos, y para sobrevivir se dedicaron a enseñar, brindando sus conocimientos y competencias. Los letrados eran un grupo de eruditos consagrados a los ritos y ceremonias tradicionales, así como a la difusión de los textos clásicos, entre los que se hallaba Kong. Impedido durante los periodos de guerra y hostilidad a ejercer en las cortes, Confucio se dedicó a enseñar a sus discípulos. Aunque no escribió nada, como el occidental Sócrates, sus discípulos recogieron en un libro, el Lúnyu, los dichos y aforismos principales de su maestro; nosotros conocemos aquí por el nombre de “Analectas” de Confucio.

Confucio tuvo una relación singular con la religión. Muchas veces marcado como maestro espiritual, en realidad Kong Qiu se mostró adverso al “contacto” con los espíritus; de hecho, parece que ni siquiera hablaba de hechos extraordinarios, como rechazando la mitología que, tan ricamente, había nutrido la tradición china. Pero esta hostilidad hacia tales temas se debió más bien, parece, a que Confucio quería dedicar todas sus energías a servir como guía moral de los hombres y mujeres. No se trata de un ateísmo encubierto, sino de una espiritualidad de corte más mundana y práctica que la puramente arrebatada y mística.

Ahora bien, ¿qué entendía Confucio por un Ser Supremo, el Cielo o la Deidad? No queda demasiado claro, dado su renuncia a hablar de fuerzas celestes, o de la muerte, ya que siempre anteponía la responsabilidad moral y un gobierno justo. Habituaba a responder de forma evasiva (“¿Si no conocemos la vida, ¿qué vamos a saber de la muerte?”, o cuando afirmaba que la sabiduría es “atender a los hombres con justicia y respetar a los espíritus, manteniéndose lo más lejos de ellos que se pueda...”). De ahí que muchos estudiosos hayan visto en la doctrina confuciana, más que una religión ni un sistema de creencias (dado que carece de dioses, de panteón, sacerdotes o templos), una filosofía de corte social y política.

En la China antigua se aceptaba la doctrina del “Mandato celeste”, que consideraba que todo ser humano recibía una orden celeste, instándole a cumplir el deber que le está encomendado por el bien de la comunidad. Este mandato, sustento de la moralidad, a veces es difícil de descubrir, pero en cuanto el individuo lo averigua, debe encaminarse hacia su realización, sin tener en cuenta si el resultado, si la consecuencia de sus actos, será buena o mala, sino por la acción misma, por cumplir su obligación, su deber. En este sentido, la doctrina moral confuciana es claramente deontológico (y no teleológica, es decir, aquella que considera primordial los fines o las consecuencias que de éstos se derivan). Pero otra cuestión es si el individuo podrá realizar su propio mandato celeste, ya que aunque pongamos todas nuestras fuerzas y empeño, siempre existirá la fuerza del ming, del destino, de la inevitabilidad del porvenir: solía decir Confucio “si mis principios triunfan es porque así está dispuesto; si fracasan es porque así está dispuesto”. Así, lo que debemos hacer es buscar nuestro mandato celeste, hallarlo y dedicar nuestras energías a su realización, cumpliendo con nuestro deber, aunque observemos y tengamos siempre presente que el éxito no es exclusivo producto de nuestra voluntad.

El perfeccionamiento moral, la realización de nuestro mandato celeste, debe estar siempre sustentada en dos virtudes capitales: la benevolencia y la rectitud. Esta última supone hacer siempre, en toda circunstancia y situación, aquello que es correcto, justo u obligatorio, acatando aquello que el deber nos manda realizar. Como señala Jesús Mosterín, “es una virtud formal, una especie de imperativo categórico situacional, que se opone al li o beneficio... hay que hacer lo que hay que hacer porque es lo justo o lo correcto, sin pensar en las consecuencias o el posible provecho...porque si hacemos lo que tenemos que hacer porque pensamos que nos conviene hacerlo, entonces ya no actuamos moralmente. Esta posición es un claro precedente de la kantiana”.

La benevolencia, por su parte, corresponde al altruismo, a la compasión y el amor por los demás, nuestra solicitud por ayudar, beneficiar y animar a nuestros prójimos. Al contrario que la rectitud, el cumplimento de la benevolencia no tiene carácter formal, forzado, sino que brota espontáneamente de nuestro interior gracias a los sentimientos humanos. La compasión y el altruismo (que configuran el shu, guía principal del obrar) nos sugieren, como anticipo a la tesis kantiana, que “lo que no quieras que te hagan a ti mismo no lo hagas tu a los demás” y, en consecuencia, que hagamos a los demás lo que también nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Confucio asegura que seremos benevolentes y rectos si tratamos de ser y actuar moralmente para con los demás y si invertimos nuestros esfuerzos en esa única dirección.

Si, como dijimos en la nota precedente, Mo Di criticó duramente a Confucio y los letrados fue a consecuencia de su doctrina de la gradación del amor. Kong vio en la familia, y en el amor dispensado a esta, la base para todas las relaciones sociales. Sin embargo, en la familia no son iguales todos los tratamientos amorosos: no se quiere del mismo modo a una madre que a una tía, ni a un hermano que a un primo. Así, el amor no es brindado de forma universal e indiscriminada a cualquier ser humano por su mera condición de humano, sino que está regulado en función de la proximidad de esa persona en relación con nosotros. La benevolencia nos insta a amar más intensa y fielmente a nuestros hermanos y padre, aun en circunstancias adversas (o precisamente en ellas), que a los demás individuos. Nuestro amor debe ajustarse a la proximidad y relación que tengamos con ellos. Por lo tanto, el amor será superior en cuanto a los miembros directos de la familia (padres y hermanos mayores), y menos intenso a medida que vayamos saliendo de ella (vecinos, aldeanos próximos, desconocidos, etc.).

Kong Qiu contempla los ritos y las ceremonias tradicionales como una parte esencial de nuestra recta moralidad y corrección. No hay que olvidarnos, sino potenciarlos; para ello, y para que los practiquemos de forma espontánea y abierta, no forzada, se necesita lograr la benevolencia, alcanzable sólo mediante la disciplina y la educación. El autodominio permite actuar recta y honradamente, ser respetuoso con los ritos y practicarlos, y adquirir sabiduría. El mismo Confucio tan sólo logró dicho estado en su vejez: “a los setenta años ya podía seguir lo que mi corazón deseara sin caer en incorrección alguna”. Un estado en el que se actúa espontáneamente, sin esfuerzo alguno, pero siempre en armonía con lo correcto: entonces lo hecho y lo que debe hacerse son, ya, una misma cosa.

En cuanto a la mejora del Estado, Kong Qiu sostuvo que el principal remedio para su ordenación eran la clarificación de los nombres. Es decir: “si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan, de modo que las tareas no se llevarán a cabo y el pueblo no sabrá como obrar... Se precisa que los nombres se acomoden a los significados y éstos a los hechos. En el decir del hombre superior no debe haber nada impropio”.

Kong también pensaba que la única forma en que la sociedad podía funcionar correctamente y ser útil a todos era mediante el adecuada cumplimiento del deber y la función particular de cada individuo: el buen gobierno consiste en que “el soberano sea soberano, el ministro, ministro; el padre, padre, y el hijo, hijo”. El comportamiento y carácter de cada uno debe mostrar las cualidades y la conducta propias de ellos; “sólo entonces la sociedad funcionará bien y estará bien gobernada”.

16.9.09

Filosofía china antigua: Moísmo



Llamado también Mo zi o Mo Tzu, Mo Di encarna el primer pensador importante después de Kong Qui (conocido como Confucio, del que hablaremos en breve). Vivió en pleno siglo V antes de Cristo, y tuvo un papel relevante en la sociedad de su tiempo dado que era experto en temas económicos y de guerra, además de sus conocimientos y consejos de corte moral que prodigaba allá donde trabajó. El Mozi es el libro que recoge las enseñanzas de Mo Di y sus discípulos.

Aunque parece que, en primera instancia, Mo Di aprendió algunas directrices y planteamientos confucianos, bien pronto se le reveló la inadecuación de éstos para resolver los problemas sociales y políticos que reinaban a la sazón. Por ejemplo, Mo Di consideraba inútil la excesiva preocupación de Confucio y su escuela (la de los letrados) por los ritos, los actos ceremoniales e incluso los cultos funerarios, dado que suponían un gasto superfluo, una función puramente estética y muy perjudicial para el bienestar económico y social, y, además, una gran hipocresía por parte de los letrados, quienes cuidaban la preparación de ritos en honor de los espíritus sin creer realmente en ellos.

Mo Di creó una escuela, la Mójia, cuyos miembros seguían una severa disciplina y en donde aprendían todo lo relativo a la defensa de ciudades, fortificaciones, etc. La escuela, que solía recibir gente de clases populares (al contrario que la de Confucio, que sólo aceptaba a los nobles), tenía carácter casi militar, en organización y obediencia a un superior (el propio Mo Di, que fue el primer maestre), y vivían de forma muy sencilla y austera. Su propósito era formar funcionarios útiles al Estado, pero basándose siempre en las ideas de Mo Di, cuyo objetivo último era "racionalizar la sociedad, eliminando las tradiciones inútiles e introduciendo prácticas diseñadas para el mayor provecho de la colectividad" (Mosterín, 2007).

La doctrina de Mo Di parte de la idea del "amor universal". Mo Di sostenía que, para distinguir entre las acciones buenas y malas, lo correcto e incorrecto, y entre una dirección política adecuada o nefasta, se necesita un criterio o un método que nos permita dilucidarlas (de aquí nacería un interés por la lógica y sus principios): este criterio lo resume Mo Di en hacer o realizar aquello que el Cielo desea. Y lo que el Cielo desea (entendido éste como una entidad divina y personal, ordenadora de los acontecimientos) no es más que, como puede suponerse, un amor universal e incondicional entre todos los ciudadanos del mundo. No trata el Cielo de forma distinta a unos y otros, sino que les brinda por igual su luz, su oscuridad, y a todos ellos les envía lluvias, tempestades, beneficios y desgracias. Si esta es la forma en que el Cielo nos atiende, entonces nosotros también debemos hacer lo mismo. El "amor universal", el que ofrece amor a todos los seres humanos sin consideración particular alguna, es el vehículo mediante el cual la sociedad puede ganar en confianza, en respeto y ayuda y prosperidad. Si los mandatarios y soberanos aplicaran este principio la evolución y mejora de los pueblos, la calidad de vida y el progreso serían evidentes, y los beneficios (enriquecimiento de la población pobre, incremento de la estabilidad y los tiempos de paz, aumento de población, etc.) lograrían impulsar una nueva edad de oro.

El principio del "amor universal" es una réplica directa a otro, el de la "gradación del amor", propio de la escuela confuciana, que abogaba por una escala distintiva en la aplicación del amor; según ésta había que amar y tratar de manera muy diferente a las personas desconocidas o extranjeras que a las de la propia familia. El amor hacia un vecino o alguien a quien vemos poco debe ser mucho menor y menos intenso que el que brindamos a nuestros padres o hermanos. Mo Di creía que esta segregación y discriminación amorosa, habitual en los ambientes cortesanos afines a los seguidores de Cofucio, era un trato humano que tan sólo provocaba enemistades, conflictos y egoísmos familiares, y del que era necesario prescindir para ordenar y pacificar el mundo.

Las personas inteligentes y racionales, pensaba Mo Di, únicamente precisaban de su misma razón para entender y aplicar el principio del amor universal, porque comprenden que hacer el bien repercute y amplía el bien a nuestro alrededor, mientras que hacer el mal es incrementar el dolor y la perversidad, hechos que no benefician a nadie. Pero, a aquellos otros que no llegan al convencimiento del amor universal se les debe persuadir recurriendo a miedos religiosos. Así, era vital reimplantar la creencia en los espíritus para hacer ver que toda acción humana conlleva consecuencias sancionables, es decir, que todo lo que hagamos será premiado o castigado en función de si lo hecho está en consonancia con los preceptos de aquellos. La creencia de Mo Di en el Cielo y los espíritus era más bien interesada que sincera: aunque los guerreros, de los que formaba parte, mantenían dicha creencia por pertenecer al pueblo llano, al contrario que los letrados, que hacía ya tiempo eran escépticos (pese a mantener los ritos, como hemos dicho), a Mo Di lo que le motivaba era seducir a los incrédulos con la sanción de sus actos para que los orientaran hacia el amor universal.

Por último, dejaremos constancia de la peculiar relación de Mo Di con la guerra. Mo Di fue un antibelicista convencido, sabedor de que la violencia y los enfrentamientos llevan a la guerra, el mayor desastre posible del que son capaces los hombres. La guerra es condenable moralmente, desde luego, pero además afirma Mo Di que toda guerra no proporciona ningún bien a ninguno de los dos bandos; en efecto, lo que se pierde en una contienda tal (en vidas humanas, esfuerzo, tiempo, dinero, riquezas) siempre es mucho más que lo obtenido, por grande que sea. Lo explica Mo Di con estas palabras:

"Considera un país a punto de entrar en guerra. En invierno el frío es terrible, en verano el calor. Esto implica que ni en invierno ni en verano se puede hacer guerra. Pero si se hace en primavera, los campos no estarán sembrados; si en otoño, no se recogerán las cosechas. Y si se pierde sólo una estanción, el número de gente que morirá de frío y hambre es incalculable. Considera el equipo, las armas, las flechas que se perderán, los carros destruidos, los bueyes y caballos que caerán, las bajas militares, el número inabarcable de personas que perecerán. El Estado habrá robado al pueblo sus ingresos y disminuida su fuente de beneficios. Y todo esto, ¿por qué? Porque codiciamos la fama y el botín de ganar la guerra. Lo que ganamos no sirve para nada y es mucho menos de lo que perdemos".

¿Cuántos seres humanos, bienes y fortunas culturales permanecerían en pie y dignas de ser admiradas si, desde que Mo Di pronunciara estas palabras, los mandatarios y jefes de Estado, Emperadores y presidentes de Repúblicas y Gobiernos las hubieran tenido en cuenta antes de ordenar la entrada en guerra con sus hermanos?

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