"Lo que está muriendo en nuestros días no es la noción de hombre, sino un concepto insular del hombre, cercenado de la naturaleza, incluso de la suya propia. Lo que debe morir es la autoidolatría del hombre que se admira en la ramplona imagen de su propia racionalidad [...]. Ante todo, el hombre no puede verse reducido a su aspecto técnico de homo faber, ni a su aspecto racionalístico de homo sapiens. Hay que ver en él también el mito, la fiesta, la danza, el canto, el éxtasis, el amor, muerte, la desmesura, la guerra [...]. No deben despreciarse la afectividad, el desorden, la neurosis, la aleatoriedad. El auténtico hombre se halla en la dialéctica sapiens-demens."
Edgar Morin, "El paradigma perdido: el paraíso olvidado. Ensayo de bioantropología", Kairós, 1974
Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
28.5.08
20.5.08
El demiurgo en Platón

(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])
En la lengua griega antigua, un demiurgo era todo aquel que se dedicaba a los trabajos propios de los pueblos, desde los artesanos a los herreros. No en vano el propio vocablo "demiurgo" procede de démos y érgon, respectivamente, pueblo y creador. Así, quien produjera algo, creándolo a partir de un caos, como hace el artesano que construye una vasija a partir de un montón informe de barro, es por definición un demiurgo.
Platón hizo uso de este término para aplicarlo al mayor de todos los hacedores, al artífice del Universo que conocemos, y aparece en su Timeo, obra ambiciosa y capital en la que analiza el origen del Cosmos, la naturaleza de la materia que lo compone y la propia naturaleza del ser humano. Pero el demiurgo no es un creador en el sentido tradicional o como lo entendemos ahora: no es él quien crea el mismo universo, porque carece de esta capacidad. Es, más bien, el que permite ordenarlo, darle forma tras el caos inicial. Por ello la expresión 'demiurgo' es perfecta para describirlo: al igual que un artesano no crea los componentes con que construirá sus obras, sino que únicamente los mezcla y los acomoda para su mejor finalidad, el demiurgo sólo utiliza los materiales que ya existen en el cosmos para edificarlo con arreglo a las ideas.
Como estas, además de eternas son bellas (puesto que si un autor concreta su interés en lo inmutable como modelo, su resultado creará belleza, según la premisa de Platón), tenemos en el principio dos elementos básicos: el modelo, que representan las ideas, y la copia del modelo; el primero siempre existe, pero jamás nace o muere, mientras que el segundo jamás existe en realidad, aun cuando nazca y muera. Desde luego, la copia del modelo abarca el mundo sensible, los materiales físicos -que pueden transmutarse unos en otros, y que en el principio eran únicamente cualidades- y el espacio donde están contenidos. Por esto, para Platón, dicho mundo no existe, no es real, dado que sólo las ideas poseen entidad verdadera.
Partiendo de las cualidades, el demiurgo las modifica hasta construir los elementos fundamentales (recordemos, los cuatro de Empédocles: aire, agua, tierra y fuego), los cuales serán los ladrillos con los que el demiurgo, a copia del mundo de las ideas, construirá los modelos de todo lo que vemos. A continuación, el demiurgo prosigue su trabajo hacedor imprimiendo un alma en el mundo, el animamundi, que contiene una combinación de lo propiamente eterno e ideal (el concepto de identidad) y de lo propiamente sensible y mundano (la noción de diferencia)*
Pero si únicamente efectuara el demiurgo una acción de copia inexacta de las cualidades materiales y sensibles, el mundo no tendría sentido; se requiere de un patrón temporal que permita una secuencia inteligible de lo acontecido. Por ello, el demiurgo se esfuerza en copiar la eternidad propia del reino de las ideas y fabrica, así, el tiempo. De ahí la importancia capital del demiurgo en su erradicación del caos reinante.
El concepto de demiurgo en Platón puede verse como sólo un artificio, un conveniente instrumento que permite la compresión del universo; Aristóteles ya dijo que era únicamente "una metáfora poética". En todo caso, han sido muchísimas las interpretaciones que esta doctrina platónica ha causado. Citamos las palabras de Ferrater Mora, que expone una completa lista de ellas: "(1) La narración de la producción del mundo por el demiurgo debe ser tomada "en serio", como una descripción lo más literal posible, aunque empleando forzosamente un lenguaje figurado, del origen del universo. (2) Es una narración que debe ser interpretada como un simple "mito verosímil". (3) La doctrina del demiurgo es accesible a todos, porque todos conocen al hacedor del mundo de alguna manera. (4) Se trata de una doctrina esotérica, comunicable solamente a unos pocos. (5) El demiurgo y Dios son lo mismo, habiendo, por lo tanto, en Platón una doctrina monoteísta, ocultada solamente por su sumisión al lenguaje ordinario que le hace hablar también de los dioses, en plural, y aun de una subordinación de estos dioses al demiurgo. 6) El demiurgo es "solamente" un dios entre otros, si bien es el dios supremo y el "padre" de todos ellos. (7) El demiurgo crea verdaderamente el mundo, pues el devenir no tiene existencia ontológica independiente y ha surgido como consecuencia de la actividad demiúrgica. (8) El demiurgo se limita a combinar elementos preexistentes, al modo del artífice. (9) El demiurgo hace 'libremente" el mundo. (10) El demiurgo no hace sino "lo que debe ser". (11) El demiurgo es un objeto de adoración religiosa. (12) El demiurgo es un objeto de especulación filosófica".
Sea cual sea la forma en que entendamos el demiurgo, cabe diferenciarlo de un creador al estilo cristiano, como a veces se quiere hacer creer. Forzar una analogía entre Platón y nociones pre-cristianas es llevar demasiado lejos las cosas, como señala el propio Ferrater Mora.
En resumen, el demiurgo ensambla el universo de la forma más bella y perfecta posible, y para ello le proporciona alma y razón. El producto es un cosmos vivo dotado de ambas cualidades, de las que participa también el hombre. Alma y razón, o si se quiere, espíritu e inteligencia, imbuidas en nosotros y en este vasto Universo gracias al deseo de bondad y perfección del demiurgo, nuestro hacedor.
* (Ambas serán el tema de un futuro apunte)
16.5.08
Conceptos y términos: 'La navaja de Ockam'
La expresión "navaja de Ockam" la acuñó, como no podía ser de otra manera, Guillermo de Ockam, figura señera de la última escolástica (en general, aquella filosofía desarrollada a lo largo de la Edad Media) y autor principal del nominalismo (cuyo significado se verá a su debido tiempo...).
Ockam vivió en el siglo XIV, época previa a la llegada del Renacimiento y, con esto, la recuperación de los clásicos griegos como modelo de una regeneración espiritual e intelectual. Quizá en parte por esto, aunque no únicamente debido a ello, Ockam sintetizó en su famosa "navaja" un principio epistemológico, con una pizca de ironía, contrario a la ontología (esto es, el análisis del ente, de todo lo que existe) platónica. Para Ockam, Platón había acumulado excesivos entes en su descripción de la realidad -por ejemplo, no sólo contenía los físicos, naturalmente, sino también las expresiones matemáticas y las ideas), descripción que ganaría en simplicidad y limpieza si hacía uso de una navaja que, metafóricamente, "cortara las barbas de Platón", rasurando así su ontología.
Por esto, la navaja de Ockam hace referencia a todo principio metodológico gracias al cual se logra una mayor simplicidad en la elaboración de los sistemas filosóficos (y, actualmente, también los científicos), ya que impide multiplicar los entes o los elementos de una teoría que, en principio, pueden no ser necesarios. Por esto es llamado también "principio de economía del pensamiento", o incluso "principio de parsimonia".
Según el Diccionario Herder de Filosofía, por medio de su navaja Ockam "se enfrentó a muchas tesis sustentadas por la escolástica y, en especial, rechazó la existencia de las especies sensibles o inteligibles como intermediarias en el proceso del conocimiento, y rechazó también el principio de individuación [o sea, el motivo por el que los individuos, aun poseyendo todos una misma esencia, se diferencian entre sí, o en otras palabras, qué es lo que distingue a cada hombre de los restantes como tal], al que calificó de especulación vacía y sin necesidad".
Esto tiene importantes implicaciones epistemológicas: si tenemos dos teorías rivales, que explican aspectos de la naturaleza, el ser humano, etc. con igual elegancia, deberemos siempre elegir aquella que sea más simple, la que posea el menor número de componentes o partes de su descripción. Debido a esta sencillez, también es más fácil criticarla, rebatirla o aceptarla, con lo que se consigue la máxima explicación con el mínimo esfuerzo.
El problema, naturalmente, es cuándo y cómo podemos estar seguros, razonablemente seguros, de que ciertos elementos de una teoría científica o filosófica son prescindibles. En ocasiones, la simplicidad puede ser contraproducente, y en otras incluso insuficiente. Ockam, según dice Copleston, hizo un uso generoso del principio de economía, demasiado extenso, tal vez, y aplicado a ámbitos probablemente inadecuados; por ello, siguiendo su misma ironía, los adversarios de Ockam, al ver su excesivo entusiasmo con su navaja, formularon una "antinavaja", que en palabras de Marilyn McCord Adams, puede resumirse así: "si unas pocas entidades son insuficientes, postula más".
Ockam vivió en el siglo XIV, época previa a la llegada del Renacimiento y, con esto, la recuperación de los clásicos griegos como modelo de una regeneración espiritual e intelectual. Quizá en parte por esto, aunque no únicamente debido a ello, Ockam sintetizó en su famosa "navaja" un principio epistemológico, con una pizca de ironía, contrario a la ontología (esto es, el análisis del ente, de todo lo que existe) platónica. Para Ockam, Platón había acumulado excesivos entes en su descripción de la realidad -por ejemplo, no sólo contenía los físicos, naturalmente, sino también las expresiones matemáticas y las ideas), descripción que ganaría en simplicidad y limpieza si hacía uso de una navaja que, metafóricamente, "cortara las barbas de Platón", rasurando así su ontología.
Por esto, la navaja de Ockam hace referencia a todo principio metodológico gracias al cual se logra una mayor simplicidad en la elaboración de los sistemas filosóficos (y, actualmente, también los científicos), ya que impide multiplicar los entes o los elementos de una teoría que, en principio, pueden no ser necesarios. Por esto es llamado también "principio de economía del pensamiento", o incluso "principio de parsimonia".
Según el Diccionario Herder de Filosofía, por medio de su navaja Ockam "se enfrentó a muchas tesis sustentadas por la escolástica y, en especial, rechazó la existencia de las especies sensibles o inteligibles como intermediarias en el proceso del conocimiento, y rechazó también el principio de individuación [o sea, el motivo por el que los individuos, aun poseyendo todos una misma esencia, se diferencian entre sí, o en otras palabras, qué es lo que distingue a cada hombre de los restantes como tal], al que calificó de especulación vacía y sin necesidad".
Esto tiene importantes implicaciones epistemológicas: si tenemos dos teorías rivales, que explican aspectos de la naturaleza, el ser humano, etc. con igual elegancia, deberemos siempre elegir aquella que sea más simple, la que posea el menor número de componentes o partes de su descripción. Debido a esta sencillez, también es más fácil criticarla, rebatirla o aceptarla, con lo que se consigue la máxima explicación con el mínimo esfuerzo.
El problema, naturalmente, es cuándo y cómo podemos estar seguros, razonablemente seguros, de que ciertos elementos de una teoría científica o filosófica son prescindibles. En ocasiones, la simplicidad puede ser contraproducente, y en otras incluso insuficiente. Ockam, según dice Copleston, hizo un uso generoso del principio de economía, demasiado extenso, tal vez, y aplicado a ámbitos probablemente inadecuados; por ello, siguiendo su misma ironía, los adversarios de Ockam, al ver su excesivo entusiasmo con su navaja, formularon una "antinavaja", que en palabras de Marilyn McCord Adams, puede resumirse así: "si unas pocas entidades son insuficientes, postula más".
7.5.08
Creer y saber
"Intuitivamente, tenemos muy clara la diferencia entre creer y saber. Saber es algo «más» que simplemente creer, incluso que creer después de haber valorado la situación. Creer algo que es verdadero, después de haberlo valorado, nos aproxima al saber, pero no nos lo pone aún al alcance de la mano. Para llegar a saber, partiendo del creer, necesitamos alguna justificación racional de nuestro creer, pero no una justificación cualquiera. Si las razones por las que creemos no están bien conectadas con la verdad de lo que se cree, no podemos decir que «sabemos». El filósofo y lógico inglés Bertrand Russell, uno de los más grandes pensadores modernos y gran experto en problemas de la racionalidad, imaginaba el siguiente caso: Piero le pregunta a Pino: «¿Qué hora es?». Pino mira por la ventana y ve que el reloj del campanario señala las ocho. Le dice, pues, a Piero: «Son las ocho». Supongamos que en aquel momento sean realmente las ocho, pero que el reloj del campanario, sin saberlo Piero ni Pino, esté roto y esté señalando ininterrumpidamente las ocho desde hace un mes. ¿Podemos decir que Pino y Piero saben que son las ocho? ¡Desde luego que no! Y sin embargo creen algo que es verdad (porque, por casualidad, son precisamente las ocho) y tienen buenos y fundados motivos para creerlo (los relojes de los campanarios acostumbran a señalar la hora exacta). ¿Qué les falta para que podamos decir que poseen un conocimiento verdadero? ¿Por qué no nos atrevemos a decir que «saben» que son las ocho? Lo que falta, dicho a la llana, es la conexión precisa entre lo que creen y lo que es verdad. Lo que creen (que son las ocho) y lo que es verdad (son las ocho) coincide, pero sólo por un capricho del azar. Y creo que todos estamos de acuerdo en que el capricho no es una «cola» para pegar lo que creemos y lo que efectivamente es verdad. Una coincidencia afortunada no es suficiente para transformar en verdadero saber una creencia «acertada»".
Massimo Piattelli, "Las ganas de estudiar", Crítica, Barcelona, 1992.
Massimo Piattelli, "Las ganas de estudiar", Crítica, Barcelona, 1992.
26.4.08
Hume y lo que significa ser una persona

En principio, finalizamos con la nota presente la serie centrada en la identidad humana. Decimos "en principio" porque aún podríamos dedicarnos a lo que, por ejemplo, pensadores como Kant (o Peter Singer, más recientemente) han meditado al respecto. Quizá sea así, en el futuro. En todo caso, finalizamos por ahora con la portentosa figura del escocés David Hume (1711-1776), símbolo del empirismo radical y de una profunda voluntad por una filosofía antimetafísica.
Hume critica la metafísica, que había dominado buena parte de la filosofía desde los presocráticos (en Heráclito) hasta Leibniz, por tratar de explicar objetos o describir conceptos -como los de causalidad o sustancia, por ejemplo-, que en sí mismos sólo son, para él, relaciones de ideas, y que por lo tanto no se les puede dar cuenta con la experiencia o el análisis lógico. Ése ha sido el error de la metafísica, para el gran empirista: adueñarse de cuestiones últimas que no son verdaderamente accesibles al entendimiento (porque están más allá de lo ofrecido por lo sentidos) y dotarlas de una explicación absoluta. Hume irá pasando revista a dichas cuestiones analizándolas pormenorizadamente: crítica de la concepción de sustancia, de la del alma como sustancia espiritual, de la demostrabilidad de la existencia de Dios en base al mundo sensible y, entre muchas otras, la crítica a la noción de la cuestión personal, que trataremos hoy.
El racionalismo cartesiano y los primeros empiristas (Locke, Berkeley) habían considerado la existencia indudable de un yo o sustancia cognoscente, un alma, sustancia que sería el origen de las acciones humanas. Esa existencia era evidente no por medio de razonamientos o inferencias, sino por la intuición inmediata. Hume, en desacuerdo con esta suposición, afirmará que cabe distinguir entre impresiones e ideas; cualquier idea se deriva, según él, de una impresión, aunque no toda impresión es una idea. Las impresiones son las sensaciones primeras, inmediatas y directas de la realidad, procedentes de la percepción. Las ideas, por su parte, serían como imágenes de las impresiones, que se conservan en la memoria y en la imaginación, reproduciendo el contenido del mundo pensado. Esta distinción es importante porque supone la base de Hume para negar la identidad personal. Así lo expresa Diego Sáchez Meca en su obra Teoría del Conocimiento: "basándose en él [en el principio según el cual las ideas se reducen a impresiones] sólo se reconocen las ideas experimentalmente fundadas, y se niega la existencia de un autoconocimiento o conciencia de uno mismo". ¿Cómo lleva a cabo Hume esta negación?
Primeramente, porque no podemos lograr alcanzar una percepción de nosotros mismos. Es decir, somos conscientes de pensamientos, ideas, emociones, recuerdos, etc. que tenemos y experimentamos a lo largo de nuestra vida, pero más allá de ellos, ¿hay algo que se mantenga aparte, un contenido consciente separado de tales ideas y que nos defina como sujetos, como un yo particular? Es decir, aunque todos tengamos conciencia de identidad personal mantenida a lo largo del tiempo y a través de nuestras ideas e impresiones, esto se debe sólo al efecto de la memoria, la cual nos permite hilvanar una conexión entre las múltiples impresiones. Pero la memoria no crea una identidad, sólo un conjunto de impresiones impresas en el tiempo. Por esto, Hume asegura: "Siempre que penetro más íntimamente en lo que yo llamo mí mismo, tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. [...] Tiene que haber una impresión que dé origen a cada idea real. Pero el yo o persona no es ninguna impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y en consecuencia, no existe tal idea.". Todo intento de hallar ese yo no hará más que hacerte tener otra experiencia (un pensamiento, un recuerdo, etc.), que puede (o no) formar parte del hipotético yo, pero que en cualquier caso no será el yo en sí mismo.
En segundo lugar, no podemos, apelando a la experiencia, hablar de un yo como sustancia o sujeto permenente, y esto porque las impresiones son efímeras en el tiempo y cambian sin cesar, sucediéndose unas a otras. Una impresión del yo debería ser inmutable e invariable a lo largo de toda nuestra vida, dado que el yo es la base permanente que nos identifica, el sustrato conductual y mental. Pero, como es lógico, no hay impresiones que permanezcan siempre constantes; al contrario, unas siguen a otras y no hay ninguna que se dé en todo tiempo. La impresión del yo, por lo tanto, no existe.
Lo cual conduce al escocés, no a negar que existan los sujetos, sino a que su definición, su retrato filosófico, es incorrecto. No hay nada, dice pues Hume, que podamos llamar yo; sin embargo, es claro que experimentamos, que percibimos a nuestra manera el devenir del mundo y tenemos todo tipo de impresiones y sensaciones. Aceptamos que el yo como tal no existe, pero sí este cúmulo (o haz, como le llama Hume) de percepciones, una colección de experiencias particulares e internas de signo mental. No podemos hablar del yo como algo adicional a este haz de experiencias, porque el yo no es más que dicho haz de percepciones, se reduce a él. De ahí que no podamos referirnos a nosotros mismos en términos de un yo específico, pues la noción del yo es sólo una "ficción de la mente", una burda simplificación de nuestro verdadero ser: "La mente es una especie de teatro en el que las distintas percepciones se presentan de forma sucesiva; pasan, vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una variedad infinita de posturas y situaciones. No existe en ella con propiedad ni simplicidad en un momento determinado, ni identidad a lo largo de momentos diferentes. [...] son solamente las percepciones las que constituyen la mente".
Todo esto supone que cada haz o cúmulo de experiencias vividas son lo que nos forma como en realidad somos; si se hubieran modificado nuestras experiencias y percepciones darían lugar a un haz distinto, a un ser distinto. Nos definen, nos hacen lo que somos, nuestra serie de vivencias únicas e irremplazables; la definición de sujeto queda, pues, dentro del momento en el que discurren las propias experiencias. Si cambian éstas, cambia el ser.
Pensamientos, emociones y percepciones. Éso, y nada más, eres tú.
-Serie sobre la identidad personal:
Personas e identidades
Fisicalismo, inmaterialismo y dualismo
El problema de la identidad personal en Descartes
La identidad personal en Locke
*Las citas provienen de la obra de Hume Tratado de naturaleza humana (1740)
20.4.08
Conceptos y términos: 'A priori', 'a posteriori'
Iniciamos una nueva sección dedicada a tratar de explicar algunas expresiones, términos y conceptos usuales en filosofía. Suelen ser, en ocasiones, algo intuitivos, pero en otras pueden causar confusión (por ejemplo, al distinguir entre trascendente y trascendental) o extrañeza, por su rareza u origen griego (hermenéutica, póiesis, eudaimonia...). La intención es ofrecer, de forma sintética, una definición o una reseña breve acerca de dichas expresiones, recurriendo casi siempre a los diccionarios, fuente vital para aclarar la abundante (y muchas veces excesivamente oscura) terminología filosófica.
Comenzaremos con un par de nociones que vienen siendo utilizadas sobretodo a partir del siglo XVI, con Descartes, pero cuya raíz se halla en la filosofía medieval: "a priori" y "a posteriori" son vocablos que provienen del latín, y que respectivamente equivalen a "anteriormente" y "posteriormente". Esto es evidente, pero, anterior y posteriormente, ¿en relación a qué, hablando desde la filosofia?
En función de cómo llegamos a conocer la verdad de un enunciado cualquiera, si es empleando únicamente la razón o si necesitamos recurrir a la experiencia para determinarla, llamamos a uno u otro como enunuciado a priori o enunciado a posteriori: así pues, a priori será todo aquel enunciado cuya verdad descubrimos lógicamente por la sola razón (y, por lo tanto, previamente a toda experiencia que sobre él podamos tener, puesto que no la necesitamos para esclarecer dicha verdad). Todo lo que nos ofrecen los sentidos, la introspección, etc. es prescindible en tal cometido; la razón nos basta. A posteriori, por su parte, será pues el enunciado del que no podemos saber su verdad hasta que no recurrimos a la experiencia. Kant lo resume así: "Entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia, no el que es independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante la experiencia" (Crítica de la razón pura).
Un detalle a tener en cuenta es que los enunciados a priori, y sólo ellos, son necesariamente verdaderos. Es decir, no pueden ser falsos, y también carecen de opuesto que no se convierta en una autocontradicción (término éste que a su vez también merecería, naturalmente, ser definido y aclarado en otra ocasión...). Los enunciados a posteriori son, sólo, contingentemente verdaderos, lo que significa que pueden ser verdaderos pero, también, falsos; como no son necesariamente verdaderos, necesitamos que la experiencia decante su verdad o falsedad. Y su opuesto, por el contrario, sí es siempre posible.
Por ejemplo, si decimos "si no brilla el sol, entonces es de noche", sabemos que este enunciado es necesariamente verdadero (y, por ello, a priori) sin que precisemos experiencia alguna al respecto. Conociendo lo que significa noche y sol determinamos, pues, la verdad del enunciado. Por otra parte, si decimos "si es de noche, brillan las estrellas" deberemos observar los hechos, el mundo empírico, para saberlo con seguridad (porque podríamos vivir en un planeta de atmósfera opaca, estar hoy el cielo cubierto de nubes, etc.) Así, las verdades necesarias se descubren a priori, mientras que lo contigente sólo a posteriori.
También hay, según creen algunos, conceptos a priori y a posteriori. Los primeros son innatos (o, si se quiere, implantados por Dios en nosotros), como los de substancia, necesidad, causa, Dios, etc., conceptos cuya comprensión no deriva de la experiencia. Los racionalistas suelen apoyar esta posición; las ideas a posteriori precisan, sin embargo, de la experiencia, por medio de la abstracción o definición, para realizarse o comprenderse en su totalidad. Los empiristas sostienen, lógicamente, esta postura, radicalizada en algunos puesto que afirman que todos los conceptos proceden de la experiencia.
Los a priori y a posteriori se conectan, en Inmmanuel Kant, con otro par de conceptos muy importantes en filosofía, los juicios analíticos y sintéticos, nociones que serán tratadas, si es posible, en un apunte futuro.
Comenzaremos con un par de nociones que vienen siendo utilizadas sobretodo a partir del siglo XVI, con Descartes, pero cuya raíz se halla en la filosofía medieval: "a priori" y "a posteriori" son vocablos que provienen del latín, y que respectivamente equivalen a "anteriormente" y "posteriormente". Esto es evidente, pero, anterior y posteriormente, ¿en relación a qué, hablando desde la filosofia?
En función de cómo llegamos a conocer la verdad de un enunciado cualquiera, si es empleando únicamente la razón o si necesitamos recurrir a la experiencia para determinarla, llamamos a uno u otro como enunuciado a priori o enunciado a posteriori: así pues, a priori será todo aquel enunciado cuya verdad descubrimos lógicamente por la sola razón (y, por lo tanto, previamente a toda experiencia que sobre él podamos tener, puesto que no la necesitamos para esclarecer dicha verdad). Todo lo que nos ofrecen los sentidos, la introspección, etc. es prescindible en tal cometido; la razón nos basta. A posteriori, por su parte, será pues el enunciado del que no podemos saber su verdad hasta que no recurrimos a la experiencia. Kant lo resume así: "Entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia, no el que es independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante la experiencia" (Crítica de la razón pura).
Un detalle a tener en cuenta es que los enunciados a priori, y sólo ellos, son necesariamente verdaderos. Es decir, no pueden ser falsos, y también carecen de opuesto que no se convierta en una autocontradicción (término éste que a su vez también merecería, naturalmente, ser definido y aclarado en otra ocasión...). Los enunciados a posteriori son, sólo, contingentemente verdaderos, lo que significa que pueden ser verdaderos pero, también, falsos; como no son necesariamente verdaderos, necesitamos que la experiencia decante su verdad o falsedad. Y su opuesto, por el contrario, sí es siempre posible.
Por ejemplo, si decimos "si no brilla el sol, entonces es de noche", sabemos que este enunciado es necesariamente verdadero (y, por ello, a priori) sin que precisemos experiencia alguna al respecto. Conociendo lo que significa noche y sol determinamos, pues, la verdad del enunciado. Por otra parte, si decimos "si es de noche, brillan las estrellas" deberemos observar los hechos, el mundo empírico, para saberlo con seguridad (porque podríamos vivir en un planeta de atmósfera opaca, estar hoy el cielo cubierto de nubes, etc.) Así, las verdades necesarias se descubren a priori, mientras que lo contigente sólo a posteriori.
También hay, según creen algunos, conceptos a priori y a posteriori. Los primeros son innatos (o, si se quiere, implantados por Dios en nosotros), como los de substancia, necesidad, causa, Dios, etc., conceptos cuya comprensión no deriva de la experiencia. Los racionalistas suelen apoyar esta posición; las ideas a posteriori precisan, sin embargo, de la experiencia, por medio de la abstracción o definición, para realizarse o comprenderse en su totalidad. Los empiristas sostienen, lógicamente, esta postura, radicalizada en algunos puesto que afirman que todos los conceptos proceden de la experiencia.
Los a priori y a posteriori se conectan, en Inmmanuel Kant, con otro par de conceptos muy importantes en filosofía, los juicios analíticos y sintéticos, nociones que serán tratadas, si es posible, en un apunte futuro.
17.4.08
El nacimiento del ateísmo en Grecia

El ateísmo (atheós, en griego, sin dios) es la negación de la existencia de Dios, o bien, negar que podamos conocer su existencia. Pero también se aplica a aquellos que creen que la idea misma de Dios no tiene sentido alguno, al tratarse de un concepto incoherente. Generalmente, por lo tanto, cualquier sistema filosófico que se substente en el materialismo o en alguna derivación de él será ateo, dado que afirman que todo lo que forma y es el mundo es materia o puede, de alguna forma, restringirse a ella.
Así, ya los atomistas como Demócrito aceptaban el ateísmo, si bien puede que no fuera él el primero en abrazar la inexistencia de Dios. Tal vez se le adelantó un sofista, el tirano ateniense Critias (453-403 antes de Cristo), noble pariente de Platón y discípulo de Sócrates (quien le obligaría a abandonar su clase tras descubrir que trataba de 'empalmarse' a otro jovenzuelo de la escuela...). De hecho, una de las particularidades de los sofistas fue su agnosticismo en relación a Dios; en su obra "Sobre los dioses" Protágoras, como se vio en su momento, afirmó: "de los dioses no puedo saber si existen, ni qué forma tienen. En efecto, son muchas las dificultades que obstaculizan tal conocimiento, como la imposibilidad de recurrir a la experiencia sensible, y la brevedad de la vida".
Critias fue uno de los Treinta Tiranos. Malvado y perverso, aristócrata cruel, se erigió en enemigo de la democracia ateniense, a cuya destrucción y desaparición contribuyó generosamente. Apenas se le puede considerar como filósofo, y muchos de sus rasgos sofistas están lejos de los de Protágoras o Gorgias; sin embargo, se conserva un texto de su obra satírica Sísifo (Critias solía escribir poesía, comedias, etc.), en la que trata el tema de los dioses. Los siguientes son algunos de sus versos:
Hubo un tiempo, cuando la vida de los humanos era sin ley y bestial, esclava de la fuerza, en el que no había premio para los honrados ni castigo para los malvados. Parece que entonces los hombres inventaron leyes sancionadoras para que la justicia fuera señora de todos y mantuviese dominada a la insolencia, y si alguien cometía delitos fuera castigado. Ahora bien, como las leyes sólo impedían a los hombres cometer actos injustos en público, pero los cometían en secreto, es por eso, supongo yo, por lo que algún hombre de astuto y sabio pensamiento introdujo por vez primera el temor a los dioses, de modo que hubiera algún objeto de temor para los malos si a escondidas hacían, decían o pensaban algún mal. Por esta razón fue introducida la divinidad, que es un espíritu floreciente de vida inagotable, que con su mente percibe y ve, piensa y domina todo, dotado de naturaleza divina. El dios podrá ver y sentir todo lo que dicen y hacen los mortales.Es decir, Critias pensaba que, tras su etapa salvaje desde los albores de los tiempos, la civilización de la humanidad había traído consigo la inteligente y sabia invención, por parte de alguien, de los dioses. Invención útil, aunque falsa, porque éstos permiten, mucho mejor que las leyes, sancionar la conciencia de los hombres malvados. Si únicamente existieran las leyes, el humán podría muy bien incumplirlas cuando las circunstancias le fueran favorables, lo cual podría llevar a un caos ingobernable en la ciudad; la justicia, pues, no asegura el orden y la estabilidad por sí sola.
Aunque en secreto trames algo, eso no les pasará oculto a los dioses, porque es clarividente su inteligencia. Por medio de tales discursos introdujo (el sabio legislador) la más seductora de las doctrinas, ocultando la verdad bajo un relato engañoso. Decía que los dioses habitaban allá donde sabía que podían impresionar más a los hombres, donde sabía que tienen origen los temores de los mortales y los afanes de su vida miserable, en esta alta bóveda celeste, allí donde veía que surgen rayos, las terroríficas detonaciones de los truenos, el estrellado rostro del cielo, versátil obra del Tiempo, sabio artífice, allí donde cumple su curso la fulgente masa del sol y de donde desciende a la tierra la lluvia. Tales temores infundió en torno a los hombres. Con ellos y con ese hermoso parlamento introdujo la divinidad y la situó en un lugar adecuado, y mediante leyes extinguió la ilegalidad.
Una consecuencia de esto es que los dioses castigan a los malhechores, pero como sucedía (tanto entonces como ahora) habitualmente, no todos los delincuentes, ladrones, etc. terminaban por ser castigados, pese a que la literatura griega insistiera en que Zeus siempre imponía, aunque fuese tarde, la justicia divina. Algunos, no obstante, no estaban tan seguros de ello, lo que les hizo derivar hacia agnosticismos radicales que después desembocarían en un agudo ateísmo. Uno de ellos fue Diágoras de Melos (¿465-410? antes de Cristo), probablemente discípulo de Demócrito y conocido como el Ateo.
Diágoras, del que poco sabemos (unos dicen que más que ateo era impío, y otros sostienen que fue un "pionero del pensamiento progresista"...), experimentó en carnes propias la prosperidad de las injusticias: parece ser que un tipo al que él conocía le plagió algunos de sus poemas (pues ambos eran poetas, entre otras cosas) y nunca quiso reconocerlo, y que tampoco le devolvió un depósito que Diágoras le había confiado tiempo atrás. Además, vio como éste mismo sujeto salía inocente de un juicio sin recibir ningun castigo después de haber cometido perjurio al jurar sobre los dioses ser inocente. Observando que a su alrededor la maldad quedaba sin castigo, y suponiendo que Dios (o los dioses, recordemos el politeísmo de la cultura griega antigua) era omnisciente y amaba la justicia, Diágoras se preguntaba: "Si la inmoralidad puede permanecer impune, ¿para qué creer en dioses que velan la virtud humana?".
Porque si Dios observa todo el mal que reina en el mundo, toda injusticia y tiene, por su omnipotencia, la capacidad de actuar para atajarlo -o sancionarlo- y, en cambio, lo deja sin castigo, entonces cabe concluir que realmente no hay Dios alguno (¿qué buen dios permitiría que floreciesen los injustos?). Esta cuestión constituye el problema del mal, que tan ocupados mantuvo a los escolásticos en la Edad Media. Pero es un problema que la postura de Diágoras no soluciona; porque, aunque Dios amara la justicia, podría permitir la existencia del mal, o la de acciones injustas que queden impunes, en beneficio de un bien común. Además, si Dios actuara en cada circunstancia controlando y erradicando el mal y la injusticia, el ser humano no dispondría de la necesaria autonomía en su vida (y cabe reconocer la importancia de la independencia de nuestras acciones). Como ha dicho Barnes: "Dios ama la justicia, pero también ama la libertad".
Critias murió en plena batalla por erradicar la democracia; de Diágoras -a quien se había condenado a muerte en Atenas por revelar los misterios de Eleusis-, sólo se sabe que partió al exilio al Peloponeso en 411 antes de Cristo; debió morir poco después, quizá asesinado (se recompensaba su captura, vivo o muerto), si bien jamás lo sabremos. Con todo, su postura dio inicio a elaboraciones ateas más refinadas, que llegarían más tarde hasta Epicuro o Tommaso Campanella, por ejemplo, y se fue a la tumba sembrando algunas dudas en mentes y corazones teístas. Su papel, pese a casi nunca ser mencionado en las historias de filosofía, fue muy destacado para la posterior dicotomía ateísmo-teísmo, que reinará en el pensamiento hasta nuestros días.
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