22.2.08

Gorgias, el escéptico radical

Junto al más famoso Protágoras, Gorgias (hacia 483-hacia 376 antes de Cristo), nacido en Sicilia y contemporáneo de aquél, representa otro de los importantes sofistas. Fue un hombre de enorme capacidad oratoria; su retórica, muy aplaudida y enseñada, incorporó elementos poéticos notables (paralelismos, antítesis, cuidada rima y metro, etc.), lo que le ganó respetabilidad y elegancia en sus discursos. Compartió el relativismo de Protágoras al asegurar que vivíamos en el mundo de la simple opinión, en el que la verdad es sólo aquello que nos persuade de que lo es. La persuasión es, pues, el medio de llegar a la verdad, y la retórica, su técnica.

Gorgias fue un gran viajero; conoció toda Grecia, yendo de ciudad en ciudad enseñando y practicando su retórica. Parece ser que fue discípulo de Empédocles, pero su mayor influencia vino de mano de los eléatas, que le obligó a replantearse sus concepciones y derivar hacia cierta forma de nihilismo. Gorgias se interesa sobretodo por dos cuestiones: el problema del ser y el de la virtud. Acerca del primero, en su obra Sobre el no ser o de la Naturaleza Gorgias apoya un escepticismo radical, del que será su gran valedor. Además, critica y ataca las ideas eleáticas sobre la existencia de un Ser inmutable único. Esta postura de Gorgias se basa en tres tesis fundamentales:

1. Nada es o nada existe.

2. Si algo existiera sería incognoscible, no podría pensarse.

3. Si algo existiera y fuese cognoscible, sería incomunicable.

Respecto a la primera tesis: si algo, cualquier cosa, fuese, existiera, debería ser eterno, o bien no serlo. Algo eterno carece de principio; sin principio, algo es infinito y, por ello no está en ningún lugar concreto, de lo que se deduce que no existe. Así, algo eterno y existente es contradictorio. Pero, por otra parte, si algo no es eterno, debe haber empezado a ser; sin embargo, para hacerlo, antes debe no ser, no existir, lo cual es imposible dado que el no-ser no es nada. Según esto, no puede ser eterno ni tampoco tiene origen alguno, con lo que no es. La conclusión es que el ser no existe.

Acerca de la segunda tesis, Gorgias sostiene que la relación entre lo pensado y lo real resulta inadecuada. Parménides decía que no era posible pensar el no-ser. Es decir, lo no existente resulta imposible ser pensado. Pero si lo que no es no puede ser pensado, si sólo pensamos lo que de verdad es, no habría error, no nos equivocaríamos nunca al pensar, dado que siempre pensaríamos lo existente. Como es obvio que el error existe, significa pues que podemos pensar el no-ser. Esto nos lleva a afirmar que podemos pensar en ciertas cosas que no existen, y que hay cosas no existentes que pueden ser pensadas (es el caso, por ejemplo, de los seres míticos). Lo que Gorgias establece aquí es una separación radical, una escisión completa entre la existencia y el pensamiento; el ser es distinto al pensar. No obstante, si el ser es diferente al pensar, también es incognoscible, dado que implicaría que el pensar es, en realidad, un no-ser, resultando imposible descubrir el ser partiendo del no-ser. La conclusión es, pues, que si lo pensado no es existente, lo existente no puede ser pensado.

La tercera tesis es la más sencilla: el ser humano dispone de un instrumento de comunicación, la palabra, el lenguaje, con el que expresa la realidad. Pero no es la realidad misma, si es que ésta existe. Nuestra comunicación comparte palabras, no la esencia misma de lo existente. El lenguaje es defectuoso para expresarnos porque no refleja, en el hablante, nuestros estados de conciencia, y en el oyente, porque no incita en él esos mismos estados de conciencia, producto de la pluralidad de individuos. Esto causa que la relación palabra-cosa significada sea equívoca, y la comunicación humana no puede transmitir la realidad. Por ello, si el ser existiera, no podríamos comunicarlo y compartirlo con los demás.

No parece probable que Gorgias creyese de verdad en estas tesis, tan contrarias a nuestro sentido común, pese a su impecable desarrollo. Aunque puede aceptarse que su nihilismo y escepticismo eran sinceros, resulta más coherente suponer, si bien es sólo una suposición, que estas tres tesis constituyen en realidad una muestra del poder del lenguaje, la evidencia de que la retórica permite defender, con seguridad y coherencia, hasta las proposiciones más absurdas a priori.

Esto es lo que Gorgias trataba de enseñar, como buen sofista, a sus alumnos: quiso destacar el enorme poder de persuasión de la palabra, la capacidad de transformación del alma humana gracias al logos. Así, la verdad pasa a constituir, sólo, un parecer, una opinión personal. Aquel que domine la retórica, el arte de persuadir, logrará que su opinión triunfe sobre las de los demás hombres, y con ello, alcanzará el poder y la gloria.

El poder de la palabra queda reflejado en este corto texto de Gorgias, que ofrecemos a modo de conclusión:

"La palabra es una gran dominadora, que con un pequeñísimo y sumamente invisible cuerpo, cumple obras divinísimas, pues puede hacer cesar el temor y quitar los dolores, infundir la alegría e inspirar la piedad (...) La persuasión, unida a la palabra, impresiona al alma como ella quiere (...) Tal como los distintos remedios expelen del cuerpo de cada uno diferentes humores, y algunos hacen cesar el mal, otros la vida, así también, entre los discursos algunos afligen, y otros deleitan, otros espantan, otros excitan hasta el ardor a sus auditores, otros envenenan y fascinan el alma con convicciones malvadas". (Gorgias, Elogio de Elena)

18.2.08

Hesíodo, poeta de la naciente filosofía



Aunque a Hesíodo se le relaciona habitualmente con Homero, por representar los primeros eslabones del pensamiento más allá de las costuras y límites puramente míticos, lo cierto es que ambos constituyen dos aproximaciones muy diferentes, tanto por su planteamiento como por el ámbito al que iban dirigidas sus enseñanzas.

Hesíodo (siglo VIII antes de Cristo) crece en Beocia, parte especialmente aislada del interior de Grecia. Es una región campesina, sencilla y algo tosca, en la que el joven griego apacentaba las ovejas de su familia mientras componía, en sus ratos libres, algunos poemas. En contraposición a la poesía homérica, cuyo estilo grandioso y épico estaba dirigido fundamentalmente a la nobleza griega, anteponiendo la exaltación de los héroes y la calidad literaria a todo rasgo puramente educativo, Hesíodo se propone lo contrario; ensalzar menos las hazañas heroicas y mejorar la intrucción campensina, alabando su esfuerzo diario por la supervivencia. Un ejemplo de esto es su obra 'Trabajos y días', que puede considerarse como un manual en forma de poema destinado a servir a quienes precisen de consejos sobre las cuestiones agrícolas.

Un aspecto importante de la concepción hesiódica es la creencia en distintos estados evolutivos por los que la humanidad ha transitado a lo largo de su historia. Primero habría una Edad de Oro, a modo de paraíso sin trabajo, ni enfermedad o muerte. A esta le seguiría la Edad de Plata, donde los humanos no serían más que infantes carentes de inteligencia; la de Bronce, por su parte, habría vislumbrado hombres viles y violentos, cuya injusticia les hizo desaparecer. A continuación la Edad de los Semidioses (que corresponde a la de Homero), y por último la actual Edad de Hierro, época en la que conviven desgracias y glorias, gozos y miserias. La sucesión de épocas no conlleva una mejora constante de la humanidad, sino todo lo contrario; hemos seguido la dirección errónea, hacia lo peor. En este tiempo nuestro, sin embargo, es posible hacer valer la justicia y el trabajo, con el fin de establecer una sociedad democrática, basada en la legalidad y en leyes dictadas por la razón.

Por otra parte, Hesíodo describe en su otra obra, 'Teogonía', la sucesión de deidades que han gobernado el mundo, desplegando temporal y genealógicamente su sistema. Parte de las vicisitudes violentas y caóticas que caracterizaron las relaciones entre Urano (el cielo) y Cronos (el tiempo), y del salvaje cambio de poder que operó entre ambos (el primero impidió el nacimiento a sus hijos, mientras que el segundo cortó los genitales a su predecesor, a la sazón su propio padre). Cronos, a su vez, devora a sus hijos, pero Rea aparta a uno de ellos, Zeus, recién nacido, y lo oculta en Creta. Una vez adulto, Zeus vence a su progenitor y se convierte en el dios supremo, configurándose además como garantía de justicia y orden.

Hesíodo compone, con todos estos elementos, una ética propia: pese a las dificultades que podamos atravesar durante nuestra vida, aunque observemos el caos, la violencia y la barbarie a nuestro alrededor, todo ello fruto de la involución que ha sufrido nuestra especie, debemos confiar, depositar toda nuestra fe en las normas de justicia. Si las violamos, Zeus nos castigará porque la justicia acabará prevaleciendo sobre la misma violencia. Podemos percibir un mundo oscuro y perverso, pero debemos esforzarnos por vivir de la manera más digna y honrada posible, gracias al ánimo y esfuerzo personal.

Y este "evangelio del esfuerzo" de todo ser queda plasmado en la idea del trabajo. Trabajar (en este caso, la tierra, recordemos los orígenes campesinos del poeta), sí, pero no sólo como medio para sobrevivir, sino como símbolo de la nobleza humana. El trabajo, en suma, dignifica. La areté no es ya, como en Homero, la virtud propia de la aristocracia (combate, lucha por el honor, etc.), sino un compendio de valores derivados de los modos campesinos (esfuerzo personal, sudor, trabajo manual, etc.) A continuación reproducimos el Proemio sobre el trabajo, de la obra 'Trabajos y días' (vv. 286-327):


"Yo que sé lo que te conviene, gran necio Perses, te lo diré: de la maldad puedes coger fácilmente cuanto quieras; llano es su camino y vive muy cerca. De la virtud, en cambio, el sudor pusieron delante los dioses inmortales; largo y empinado es el sendero hacia ella y áspero al comienzo; pero cuando se llega a la cima, entonces resulta fácil por duro que sea.

Es el mejor hombre en todos los sentidos el que por sí mismo se da cuenta, tras meditar, de lo que luego y al final será mejor para él. A su vez es bueno también aquel que hace caso a quien bien le aconseja; pero el que ni por sí mismo se da cuenta ni oyendo a otro lo graba en su corazón, éste en cambio es un hombre inútil.

Ahora bien, tú recuerda siempre nuestro encargo y trabaja, Perses, estirpe de dioses, para que te aborrezca el Hambre y te quiera la venerable Deméter de her­mosa corona y llene de alimento tu cabaña; pues el hambre siempre acompaña al holgazán. Los dioses y los hombres se indignan contra el que vive sin hacer nada, semejante en carácter a los zánganos sin aguijón, que consumen el esfuerzo de las abejas comiendo sin trabajar. Pero tú preocúpate por disponer las faenas a su tiempo para que se te llenen los graneros con el sazonado sustento.

Por los trabajos se hacen los hombres ricos en ganado y opulentos; y si trabajas te apreciarán mucho más los Inmortales y los mortales; pues aborrecen en gran manera a los holgazanes.

El trabajo no es ninguna deshonra; la inactividad es una deshonra. Si trabajas pronto te tendrá envidia el indolente al hacerte rico. La valía y la estimación van unidas al dinero.

Para tu suerte, según te fue, es mejor trabajar, si olvidado de haciendas ajenas vuelves al trabajo tu voluble espíritu y te preocupas del sustento según mis recomendaciones.

Una vergüenza denigrante embarga al necesitado, una vergüenza que hunde completamente a los hombres o les sirve de gran provecho, una vergüenza que va ligada a la miseria igual que la arrogancia al bienestar.

Las riquezas no deben robarse; las que dan los dioses son mucho mejores; pues si alguien con sus propias manos quita a la fuerza una gran fortuna o la roba con su lengua como a menudo sucede -cuando el deseo de lucro hace perder la cabeza a los hombres y la falta de escrúpulos oprime a la honradez-, rápidamente le debilitan los dioses y arruinan la casa de un hombre se­mejante, de modo que por poco tiempo le dura la dicha".
El sendero hacia la virtud es un camino dificultoso, pues requiere un esfuerzo constante y voluntario. El trabajo, visto así, se erige como triunfo absoluto del hombre, vehículo dignificante de nuestra personalidad. Ningún trabajo es una deshonra; sólo lo es no hacer ningún trabajo, la ociosidad y la apatía, la inactividad total de los holgazanes y ociosos.

En su 'Teogonía' Hesíodo expone la necesidad de dar cuenta del universo como el tránsito de lo desordenado a lo ordenado, para posteriormente regresar a su estado desordenado original, que es el actual. Sin embargo Zeus terminará con este desorden, separando unas cosas de otras y consolidando así un nuevo orden del Cosmos. Ahora bien, más allá de cuál sea su estado o disposición, la pregunta fundamental que se plantea Hesíodo es, ¿qué fue lo primero que existió?, ¿de dónde procede todo lo que percibimos? Aquí se observa una clara orientación filosófica de los versos del poeta, un intento por clarificar el problema del principio. Así, dice la 'Teogonía' lo siguiente (vv.116-131):


"En primer lugar existió el Caos. Después Gea la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los Inmortales que habitan la nevada cumbre del Olimpo. En el fondo de la tierra de anchos caminos existió el tenebroso Tártaro. Por último, Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad en sus pechos.

Del Caos surgieron Érebo y la negra Noche. De la Noche a su vez nacieron el Eter y el Día, a los que alumbró preñada en contacto amoroso con Erebo.

Gea alumbró primero al estrellado Urano con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder ser así sede siempre segura para los felices dioses. También dio a luz a las grandes Montañas, deliciosa morada de diosas, las Ninfas que habitan en los boscosos montes. Ella igualmente parió al estéril piélago de agitadas olas, el Ponto, sin mediar el grato comercio."
La forma, el procedimiento de Hesíodo para relatar lo que, según las musas le han revelado, es la historia del origen de todo está aún, como es lógico, cargada de contenido mítico en casi toda su extensión. Sin embargo, esto no es lo realmente importante; lo que cabe resaltar de este poeta griego es que, en mayor o menor medida, sus versos contienen la esencia filosófica que después cuajaría en las cosmogonías milesias, la de los primeros presocráticos.

Hesíodo marca como ningún otro, pues, el costoso y paciente tránsito desde el mito hasta la racionalidad, combinando ambas para dar mayor comprensión de un mundo complejo y provocativo, mundo que, gracias a su aportación, empezó a ser más accesible a nuestro entendimiento.

14.2.08

Epicuro: exhortaciones

"Todo el mundo se va de la vida como si acabara de nacer".

"La necesidad es un mal, pero no hay necesidad alguna de vivir con necesidad".

"Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco".

"Nadie, al ver el mal, lo elige, sino que se deja engañar por él, como si fuera un bien respecto a un mal peor".

"Lo insaciable no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia de que la panza necesita hartura infinita".

"Quien un día se olvida de lo bien que lo ha pasado se ha hecho viejo ese mismo día".

"El que menos necesita del mañana es el que avanza con más gusto hacia él".

Epicuro de Samos, filósofo griego, 341-271 a. C.

11.2.08

El problema de la identidad personal en Descartes



René Descartes (1596-1650), con seguridad el filósofo francés más famoso de todos los tiempos, se interesó por la cuestión de la identidad personal de manera especial. Sus esfuerzos en torno a este tema quedaron plasmados en su obra Meditaciones metafísicas, de 1641.

Descartes sostiene que no podemos entender qué somos cada uno de nosotros hasta que no sepamos qué es lo que podemos saber con certeza. Es decir, si somos incapaces de revelar qué es lo real, qué existe verdaderamente, entonces no tiene sentido preguntarse por la cuestión de la identidad personal al carecer de un procedimiento para discernir lo existente o real, de lo inexistente o falso.

La primera de estas cuestiones entra de lleno en el terreno de su celebérrimo "cogito, ergo sum" ("pienso, luego existo") que, naturalmente, merece un tratamiento aparte. Pero adelantemos ahora que el punto de arranque de Descartes en pos de un saber certero está representado en su postura de duda radical: podemos dudar de todo, absolutamente de todo; por más que nos esforcemos en su defensa, siempre podremos dudar de ello. "Supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo" (MM, p.88, Alianza Editorial).

Pero a esta descorazonadora conclusión de Descartes le sigue una ilusionante aseveración. Porque, aunque pueda ser verdad que todo lo que me rodea es falso, que el mundo es pura fantasía por completo inexistente, que yo mismo carezco de cuerpo o que incluso saberes tan firmes como las matemáticas son una invención, de lo que uno no puede dudar, aun atendiendo a todas estas posibilidades, es que mientras estoy pensando, de alguna forma, existo. O sea, mi duda ante el mundo, el mero acto de dudar, de recelar de la existencia de todo, presupone mi misma existencia, la mismidad. Siempre que pienso, cualquiera que sea el contenido del pensamiento (incluso para dudar que estoy pensando), entonces tengo ya la prueba irrefutable de que existo, porque pensamiento sin existencia no tiene sentido alguno.

A partir de esto se infiere que Descartes no duda de su existencia; ya no puede hacerlo pues ha superado su duda radical en favor de la realidad de sus pensamientos. Pero sí puede dudar, y de hecho lo hace, de la realidad de su cuerpo, por ejemplo. Tenemos, por lo tanto, dos elementos a considerar: por una parte, nuestros pensamientos, existentes verdaderamente mientras pensamos, reales, y, por otra, nuestros cuerpos, de los que no podemos decir, sin duda, si existen o no. Es por esto que Descartes se concibe como ser pensante, como existente, incluso, sólo mientras piensa. Lo resume de esta forma: "Pero, ¿qué soy yo? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Una cosa que duda, que entiende, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina y que siente" (MM. p. 93).

No descarta Descartes que exista un cuerpo físico, sino que no dispone de modo alguno para afirmarlo o negarlo. Por lo tanto, Descartes puede ser incluido dentro de la categoría de inmaterialista, con ciertas precauciones, eso sí.

Pero el punto de vista cartesiano da lugar a un sinfín de problemas e interrogantes, algunos de los cuales resulta francamente complicado resolver. Más aún, aplicado al ámbito moderno, si consideramos como persona todo ente pensante, entonces quienes padecen algún tipo de amnesia, ¿no son ya personas, o no lo son en su totalidad? ¿Se trata de otras personas distintas de las que fueron previamente a esta dolencia? ¿Tiene esto (que una persona no lo sea totalmente) algún sentido? Imaginemos a alguien que sufre el mal de Alzheimer: como en parte carece de sus recuerdos, ¿se trata de otra persona distinta a la anterior? Si sus identidades han cambiado, al hacerlo sus recuerdos y pensamientos, al considerar el mundo y a sus seres próximos distintamente a como lo hacían antaño, ¿no los convierte en otra persona, desapareciendo un ser que hasta entonces existía y ocupando su lugar otro nuevo?

Si Descartes estuviese en lo cierto, entonces aquellos familiares que cuidan y aman a sus congéneres aquejados de Alzheimer, en realidad estarían tratando su cuerpo, no los seres que ellos conocieron. Sus cuerpos siguen vivos, pero no sus pensamientos, al ir progresivamente degenerándose sus capacidades mentales. Y, sin embargo, algo parece permanecer, algo más allá que el mero sustrato físico, que lleva a quienes han vivido con ellos a resistirse a abandonarlos. Quizá persista algo más que el cuerpo en ellos, algo que tampoco es pensamiento, recuerdo o reconocimiento. O tal vez sólo sea el deseo de ver que lo hay, la compasión por alguien que estuvo y ya no existe.

Parece, pues, que la pregunta inicial de esta serie, "¿Qué nos hace humanos?", es mucho más compleja de lo que pudiera parecer en un primer momento.

5.12.07

Fisicalismo, inmaterialismo y dualismo

Retomando el problema de la personalidad iniciado unas notas atrás, donde vimos la cuestión de forma general, analicemos ahora algunas de las soluciones que se han propuesto para explicar dicho asunto, esto es: ¿qué significa ser una persona?, o más especificamente, ¿qué o cuáles rasgos nos definen como personas? En una palabra, ¿qué somos, en realidad, qué nos hace ser humanos?

Podemos responder a estas preguntas desde tres perspectivas genéricas diferentes (en un futuro hablaremos más concretamente de las concepciones metafísicas sobre el ser de algunos filósofos relevantes). Éstas son: el fisicalismo (o materialismo), el inmaterialismo (o espiritualismo) y el dualismo. Analicémoslas.

1) Fisicalismo:

En un primer momento, y observando lo evidente, ser humano supone formar parte de una especie biológica específica, precisamente, la humana. Por lo tanto, partimos de que, al menos, las personas somos algo físico, poseemos un sustrato material que nos identifica como humanos. Ahora bien, este sustrato material, ¿es lo único que nos forma? ¿Somos, tan sólo, un ente físico? Muchos dirán que no, que obviamente somos mucho más que materia o cuerpo. Pero esa obviedad no tiene por qué ser tal. ¿Acaso no podrían, aquellos que afirman la existencia de otro aspecto humano no-físico, equivocarse y ser lo mental (o lo espiritual), que según ellos también nos conforma, no más que un recurso interesado a hacer de nosotros mismos algo "mayor", algo superior a otros animales?

Si somos sólo materia y un cirujano empezase a arrancarnos pedazos de nosotros mismos hasta los trozos más pequeños, entonces al final de proceso no quedaría nada de nuestro ser. "Sin embargo", puede objetar alguien, "mis pensamientos y sentimientos no son materiales, y en cambio sí los poseo, me hacen como soy. Esto demuestra que hay algo más en nosotros que no es físico". "No obstante", argumentaría el materialista, "tus pensamientos y sentimientos no son más que un proceso químico, una combinación de átomos y moléculas dispuestas de forma concreta. Pero son algo físico. Tus pensamientos son, en esencia, materia, porque parten de ella para producirse".

2) Inmaterialismo.

Consideremos ahora la opción opuesta: el propio hecho de ser humano no es debido a una configuración física específica en cada uno de nosotros, sino a que, de hecho, lo que nos hace tales es algo no físico. O sea, aquello que nos diferencia de otras especies, e incluso de otros humanos, es de índole inmaterial. Por ejemplo, nuestras ideas y sentimientos son únicos en sí mismos, especiales en cada ser humano, nos definen y relacionan con los demás. Lo cual sugiere que el cuerpo no es un elemento fundamental para nuestra constitución. Esto es, podríamos cambiar nuestro cuerpo, el envoltorio físico que poseemos desde el nacimiento, y seguiríamos siendo nosotros mismos; por el contrario, si hacemos esto con nuestros pensamientos o sentimientos, nos convertiríamos en otros, porque tales cualidades son las que nos hacen ser como somos. Podríamos, si seguimos al inmaterialismo, tratar al cuerpo como un elemento secundario, casi sin valor, y como hacía Platón, verlo como una "prisión para el alma".

Sin embargo, el cuerpo no es un ente despreciable. Si lo maltratamos o golpeamos supone un agravio (no sólo físico, también psicológica y éticamente), tanto para quien lo sufre como para quien lo realiza. De igual manera que no hay que despreciar las ideas o sentimientos de los demás, el cuerpo parece también formar parte de nosotros, por lo que se merece el mismo respeto. Esto nos lleva a la tercera posibilidad... .

3) Dualismo.

El dualismo es una solución que abraza, menos radicalmente, a las anteriores dos. Puede resumirse así: "Toda persona es una combinación de un cuerpo material y una mente (o, si se quiere, espíritu, alma, etc.) no física". Sería una alternativa de buen juicio a las precedentes, porque no rechaza ninguno de los dos elementos que, en principio, parecen constituirnos. Y, no obstante, es una de las más criticadas filosóficamente, porque es causa de muchas incógnitas. Una de ellas es la siguiente: "Si el cuerpo es un ente físico y la mente no, ¿cómo es posible la interacción mutua entre ambos, es decir, cómo puede algo no-físico (la mente) afectar algo físico, y viceversa? Porque, cuando te levantas de una silla, el cuerpo es quien realiza la acción, pero la mente es lo que la decide. Si la mente es algo no físico, la decisión tampoco lo es, pero entonces, ¿cómo puede la decisión ser la causa de algo físico (el hecho de levantarte de la silla)? Si la interacción causal tiene lugar en el mundo físico, también deberá serlo lo unido por ella (esto es, mente y cuerpo). Y si dicha interacción es no-física, entonces no lo será la mente y tampoco el cuerpo.

En cualquier caso, nos encontramos ante una enorme dificultad, puesto que no podemos entender de qué manera existiría una relación causal entre un cuerpo material y una mente no-física. Si la decisión de levantarte de la silla ha sido tomada por una mente no-física, entonces no podrías (o mejor dicho, no podemos comprender cómo podrías) iniciar el movimiento que permite llevar a cabo tal decisión.

De las tres propuestas, ninguna de ellas nos proporciona una perspectiva capaz de solucionar la cuestión de la personalidad humana. Si tomamos como verdad la primera, con sólo la materia no tenemos suficiente para describirnos en plenitud. Si optamos por la segunda, y anteponemos nuestros sentimientos e ideas al cuerpo, entonces corremos el riesgo de ser egoístas, tratando a los demás de forma injusta y despreciando nuestra responsabilidad moral con ellos. Y la tercera, a priori una solución equitativa, parece no poder explicar la relación entre material y mental. Quizá esta relación exista y posea tal explicación, pero puede que nuestros cuerpos y mentes aún no estén lo suficientemente preparados (¿evolucionados?) para comprenderla.

29.11.07

Homero y la filosofía incipiente



Resulta inaceptable tratar la evolución y la historia (a fin de cuentas, el mismo concepto) del pensamiento filosófico, como venimos haciendo en estas páginas, sin prestar al menos una superficial atención a los moldes que sustentaron dicho pensamiento. Es decir, por ejemplo en el caso de los presocráticos, que son considerados como el punto de partida de la filosofía occidental, es imposible suponer que sus reflexiones parten de cero, sin ninguna valoración de lo intelectualmente anterior. Para que la filosofía tomara la forma que conocemos hoy precisó de un germen mítico, pero igualmente reflexivo, que tuvo sus raíces en los pensadores previos a la Escuela de Mileto. Vimos ya el baconismo, importante pilar para el florecimiento filosófico ulterior, y en breve tratamemos a Hesíodo, otro de los grandes poetas-educadores del mundo griego. Hoy, sin embargo, destacaremos a Homero.

De Homero (s. VIII antes de Cristo) se ha discutido casi todo; desde su existencia real a la autoría de sus obras. Posiblemente nació es Esmirnia en 725 a. de Cristo y se le atribuyen los poemas la Odisea y la Ilíada. Quizá no exista en toda la historia de la literatura otro poeta a quien se le haya admirado y reverenciado tanto como Homero, geográfica y temporalmente.

Homero fue un poeta singular, un creador al mismo tiempo que un sistematizador capaz de dar unidad y forma literaria a los relatos, la mayoría orales, que en Grecia se conocían desde siglos atrás. Sus obras recogen sucesos turbulentos, como la caída de Troya ante los aqueos o el viaje de vuelta a su casa, hasta Ítaca, de uno de los guerreros, Ulises. La particularidad más interesante ahora de la Odisea y la Ilíada es, más allá de la calidad literaria, la coherencia o la emoción que sus páginas desprenden, el hecho de que Ulises se dedicara a reflexionar sobre las cuestiones y sucesos que en ellas acontecen, ofreciendo además una explicación sobre los mismos. Si bien no es posible hablar de un marco conceptual de pensamiento, sí que se observan ciertas pautas generales que intentan razonar, dentro del ámbito literario, por qué motivo los hechos suceden como lo han hecho.

A este respecto, por ejemplo, Homero brinda diferentes explicaciones. Las cosas pueden haber sucedido de la forma en que lo han hecho por varios motivos: en primer lugar, puede deberse a los "vicios del hombre", como Zeus proclama, a sus defectos y carencias, pero también se puede deber a la acción y voluntad de los mismos dioses, tanto genérica como particularmente en la figura del propio Zeus. Por otra parte, quizá el responsable del devenir sea un impersonal "Destino", fatídico e inapelable, o quizá todo se reduzca a los ritmos naturales del cosmos, a sus ciclos de inicio y fin: al igual que un árbol pierde sus hojas para que puedan rebrotarle posteriormente, "una generación florece y otra se aproxima a su fin".

Los poemas de Homero presentan algunas particularidades, las cuales permiten separarlos temática y estilísticamente de otros pertenecientes a diferentes pueblos y civilizaciones:

-En primer lugar, rechazan una descripción minuciosa de lo grotesco o amorfo, de lo monstruoso. Esto implica que Homero privilegia la literatura dotada de un sentido de la armonía y la proporción sobre la meramente fantástica o morbosa.

-Como hemos dicho, la acción literaria investiga las causas de los hechos descritos. Es decir, según W. Jaeger, se concibe que a cada acontecimiento le corresponde una motivación psicológica. Tal proceder dispone el terreno en el que se moverán más tarde las especulaciones y meditaciones de la filosofía presocrática, que la llevará a hallar el “por qué” último de todas las cosas.

-Finalmente, hay una voluntad de representar la realidad como un todo, aun si pertenece todavía a la forma mítica. En palabras de Jaeger, "La realidad presentada en su totalidad: el pensamiento filosófico la presenta de forma racional, mientras que la épica la presenta de forma mítica".

Todo esto señala hacia una clara intención educadora en Homero. Sus dos poemas, recitados o cantados, solían enseñarse en las escuelas a los muchachos griegos, pero su intención no era puramente histórica; es decir, Homero no trataba, tan sólo, de enseñar, de describir a los jóvenes cuál había sido su pasado, sino, más bien, el poeta trataba de convertir las hazañas de los héroes en ideales que cabía imitar: valores como el decoro, las buenas maneras, la nobleza de las costumbres, etc. Las siguientes eran algunas de las particularidades de las enseñanzas homéricas:

1) Aunque exista un profundo respeto por el pasado, por la historia y los dioses y sus vicisitudes, lo que debe destacarse es el mundo de los hombres. No se ufana Homero tan sólo en describir imaginativamente lo sobrenatural y terrorífico, y los hechos y victorias propias de los dioses. También el hombre importa, así como los problemas humanos (el mal y su origen, o las causas de las cosas, según hemos visto).

2) Todo hombre es mortal, y tal condición es irrechazable, digna e incluso deseable. La vida es maravillosa pese a su finitud, o quizá debido a ello. No necesitamos más mundo que el que vivimos ahora. Nuestra condición humana implica un tiempo y un límite, más allá del cual sólo los dioses y el cielo permanecen. La inmortalidad divina no debe mover el ansia del hombre: sólo su propia finitud debe hacerlo.

3) Lo recogido en los poemas, en las tradiciones, son una Memoria de inspiración divina, pero tal memoria carece de utilidad si el humán no se esfuerza por sí mismo, y trata de comprender y aprender de lo que le rodea. No hay contradicción o impedimento en conciliar la fe en los dioses y el espíritu de descubrimiento e indagación en pos de los secretos del mundo, o al menos aquélla no supone un obstáculo insalvable para esto.

4) La obra de Homero se dirige, fundamentalmente, a la nobleza, a la clase aristocrática. El pueblo aún se mantiene en las afueras de la virtud, no participa de la areté puesto que el combate, la lucha en busca del honor y la gloria son características genuinamente de clases elevadas. Aunque hay pasajes que parecen valorar más el ingenio y la inteligencia que los escudos o las lanzas, lo cierto es que el pueblo queda excluido de los cánticos de alabanza: únicamente la nobleza merece reconocimiento.

Por ello, las claves pedagógicas de los poemas homéricos podrían ser: valor, emoción, inteligencia y virtud. Son éstas las bases con la que se lleva a cabo la educación de la sociedad griega en tiempos de Homero. Sin ellas, y con las reflexiones adycentes que suscitaron paralelamente, es muy posible que la filosofía, como tal, no existiera. Porque Homero tuvo la valentía, no sólo de entretener y formar históricamente a sus ciudadanos, sino además, de iniciarlos en el sendero del pensamiento reflexivo, un pensamiento por supuesto aún lejos de la sistematización y agudeza posterior. Pero fue este sencillo e ingenioso modo de insertar el examen de las cuestiones humanas en la literatura la que permitiría, siglos más tarde y en similares orillas, la aparición del pensamiento racional y crítico con el mundo y nosotros mismos.

22.11.07

Pericles y la democracia de Atenas



Pericles, que vivió entre 495 y 429 antes de Cristo, fue uno de los más importantes políticos y oradores atenienses. Su ingenio permitió a esta ciudad griega erigirse como un motor cultural único a la hora de producir las más variadas y logradas obras, ya fuera en el terreno político, filosófico (con los ejemplos de Sócrates y Platón), artístico o histórico. Su impulso constante a las letras y a los monumentos y la mejora incansable en la calidad de vida de los habitantes de Atenas hicieron de esta ciudad un semillero increíble de creación y originalidad, como nunca hasta entonces, ni después, se ha visto, sobretodo considerando la escasa población de la capital griega.

Para entender por qué apareció la sofística y la posterior reacción a ella de Sócrates y Platón es necesario aproximarnos a Pericles, a sus actuaciones democráticas en Atenas y su ímpetu cultural. Desde tiempo atrás, casi por naturaleza, la posibilidad de alcanzar la virtud, es decir, la excelencia de una vida plena y digna, se reservaba a las clases aristocráticas, dado que los plebeyos carecían de tiempo y no se consideraban aptos para alcanzarla. Pero Pericles cambió esta circunstancia instaurando un sistema de sorteo para el arcontado (una forma de gobierno en la cual el poder descansaba en nueve jefes, los arcontes, a quienes se cambiaba todos los años por elección), así como para los funcionarios. De hecho, toda magistratura no especializada seguirán este tipo de sorteo, por lo que los cargos vitalicios estarían sujeto a ser depuestos, incluido el del mismo Pericles. Así, casi todo ciudadano (casi todo, porque los esclavos y mujeres estaban al margen) podía, por sí mismo, acceder a un puesto de este tipo, valorándose sus aptitudes en detrimiento de sus orígenes o ascendencia. Además, se retribuía por los servicios prestados a la polis, decisión que, como vimos, Platón criticó posteriormente a los sofistas en relación a la filosofía. Pero la idea que subyace a esta determinación no es tanto, por supuesto, envilecer la propia filosofía, sino ofrecer la posibilidad de que todos, no sólo unos pocos privilegiados, la enseñen y abarque, así, un mayor horizonte. Con esto, como señala C.M. Bowra, "Pericles completó el proceso de democratización e hizo que Atenas reclutase a sus servidores en una extensión mayor y los recompensase por sus servicios" ('La Atenas de Pericles', Alianza, 1979)

Así, la idea de Pericles era que los pobres, por el hecho de serlo, no se vieran impedidos de participiar en la vida política activa. Sorprende que la palabra democracia estuviera tan literalmente aplicada en la Atenas clásica. Porque la facultad popular de gobierno no quedaba en manos de unos representates electos, sino que el mismo pueblo el que ejercía el poder. Por lo tanto, la asamblea popular, la institución más relevante, constituida por todos los ciudadanos, era soberana, y su poder y radio de acción no estaba limitado por nada: esto significa que aquel que mejor dominara el arte de la persuasión, el que mejor hablara, entusiasmara o agradara a la audencia era el que podía llevar el mando político de la ciudad. Y en este terreno, por supuesto, los sofistas, artistas de la palabra y la capacidad para convencer, tenían las de ganar, otro punto que relaciona la democracia ateniense con la filosofía.

En épocas de paz, el pueblo (démos) estaba sujeto a las órdenes y mandatos del señor, al que servían fabricándole instrumentos y utensilios o cosechando sus campos. Sin embargo, en la guerra de poco servían las ayudas de los poetas o el enfrentamiento personal: era imprescindible la unión, la agrupación de cuántos más griegos mejor. En estas circunstancias el démos era quien mandaba, el que llevaba las riendas, por lo que las ordenanzas aristocráticas perdían su relevancia. Esta condición, a su vez, exigía la isonomía (es decir, la igualdad de todos ante la ley, símbolo de la democracia teórica) y la isegoría (el derecho a la palabra, a su acceso y uso público). En la Oración Fúnebre, recogida por Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso, leemos un conciso resumen de las medidas políticas y sociales de Pericles : "nuestra política no copia las leyes de los países vecinos, sino que somos la imagen que otros imitan. Se llama democracia, porque no sólo unos pocos sino unos muchos pueden gobernar. Si observamos las leyes, aportan justicia por igual a todos en sus disputas privadas; por el nivel social, el avance en la vida pública depende de la reputación y la capacidad, no estando permitido que las consideraciones de clase interfieran con el mérito. Tampoco la pobreza interfiere, puesto que si un hombre puede servir al estado, no se le rechaza por la oscuridad de su condición." Esto significa que ser ciudadano de Atenas era tener ya una función a realizar: había que comprometerse ante las circunstancias de la ciudad donde se vivía, actuar, mandar o ser mandado, no permanecer de brazos cruzados a la espera de que otros lleven a cabo sus propias acciones, "pues somos [los atenienses] los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella [la actividad pública].

Por otra parte, una particularidad que define la democracia de Pericles es, por supuesto, la libertad. Pero no debe entenderse ésta como el privilegio de hacer lo que nos venga en gana, ya que se trata de un estatuto con dos extremos bien complementarios: de una parte, hay que ser libre en relación a toda exigencia o imposición personal, y por otra, cabe obedecer a las leyes generales. Es decir, todo ciudadano queda liberado de las sujeciones a otros ciudadanos o grupos al formar parte de la polis, pero al mismo tiempo debe ser libre "sujeto a la misma ley".

Sin embargo, Pericles llevó a cabo también un conjunto de reformar o reinterpretaciones en el campo, mucho más peligroso, de la religión. Peligroso por lo que ya se vio en relación a Protágoras, a quien se acusó de impiedad algo más de una década después de la muerte de Pericles. Éste tuvo la osadía de considerar, casi laicamente, a los dioses: esto es, para él los dioses no eran una creencia, sino una conjetura, pues se los consideraba en virtud de un consenso general; no cabía temerlos, pues los dioses son los que hacen el bien; y se les podía entender, tal y como hacían los materialistas, como abstracciones de las virtudes... . O sea, una serie de ataques, más o menos encubiertos, hacia la religión tradicional, ataques que señalan también la conformidad de Pericles con ideas sofistas, como las del propio Protágoras.

Esto tuvo consecuencias, no podía ser de otra manera, en las estrechas y aún piadosas mentes de la aristocracia y clase media ateniense: por mayoría decidieron aprobar una ley que autorizaba a acusar de impiedad a todo aquel que no creyera en la religión y, en cambio, se dedicara a enseñar "astronomía". Más radicalmente, incluso, se podía penar a todo aquel que no demostrase veneración a los dioses. Esto cogió casi por sorpresa a Anaxágoras, de quien fue alumno el mismo Pericles en su juventud, y la propia compañera de Pericles, Aspasia de Mileto, que fue acusada de corromper a las mujeres atenienses (al parecer, porque regentaba un burdel), aunque el líder ateniense pudo salvarla. Este tipo de leyes fueron cada vez más habituales y cruentas, hasta que cristalizaron en la pena de muerte pedida a Sócrates, justo al inicio del siglo IV antes de Cristo.

Con ello, naturalmente, si bien el prestigio de Atenas se mantuvo durante varios siglos más, el anhelo ilustrado de Pericles acabó definitivamente ahogado; no pudo pues hacer nada cuando, en 430 antes de Cristo, sus enemigos lo depusieron del poder y arrebataron el generalato. Unos meses más tarde Pericles moriría víctima de una epidemia (seguramente fiebre tifoidea, según se piensa actualmente). En su Oración Fúnebre, Tucídides se lamenta finalmente por la desaparición de Pericles, pero aún llora más por la pérdida de una ciudad, Atenas, que iniciaría así una lenta decadencia, tras la época de extraordinaria grandeza que el líder ateniense supo inspirar.

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