23.9.07

Budismo; Segunda Noble Verdad

Unos meses atrás iniciamos una serie de 'ligeras' notas sobre el budismo: primero hicimos una somera introducción, y posteriormente describimos la Primera de las Nobles Verdades. Hoy corresponde hablar de la Segunda de ellas, pero antes un recordatorio de lo ya dicho.

Las Cuatro Nobles Verdades representan el fundamento de la doctrina budista, que cabe considerar no como religión, sino como un método de curación de las enfermedades del alma. La Primera Noble Verdad permitía ver que, en efecto, nos atenaza una enfermedad, a la que debemos hacer frente. Esta enfermedad es el sufrimiento, pero ¿cuál es su causa? Éste es el núcleo de la Segunda Noble Verdad.

Uno de los motivos reside en la voluntad de vivir, en la sed de placer y la sed de prosperidad, como queda recogido en el texto Mahâvagga. Ahora bien, como en el budismo existe una completa conexión y dependencia entre todos los elementos, la sed de existencia es debida, a su vez, a otro hecho. La necesidad de vivir se enlaza, así, a la sensación, la cual nos permite experimentar. Pero ésta, por su parte, toma forma gracias al contacto y, así sucesivamente, aparece un ciclo fundamental del budismo cuyo nombre, Pratîtya-samutpada, podría traducirse por "origen interdependiente" o "surgimiento condicionado".

Este ciclo supone la idea de que nuestro universo aparece y se consume debido a causas y condiciones concretas, que se entrelazan y engarzan a modo de eslabones que, en último término, dan lugar al surgimiento del sufrimiento. Expresado literariamente: "Cuando esto es, eso existe. Con el surgir de esto, eso surge. Cuando esto no es, eso no existe; con cesar de esto, eso cesa".

El ciclo Pratîtya-samutpada se construye con dos importantes concepciones: por una parte, la inevitable causalidad, que asume la existencia de una causa para todo fenómeno o suceso, causa que permite explicarlo. Si deseamos que un fenómeno deje de existir, necesitamos hallar, pues, su causa, y si es posible, destruirla. La segunda concepción relevante engloba a la anterior y es el hecho de que toda cosa en el universo está inextricablemente ligada a las demás: no sólo todo fenómeno posee una causa, sino que dicho fenómeno es causa de otros, dentro de un sistema de infinitas causalidades y conexiones. Así lo explica Piyadassi Thera:

Sujetas a la ignorancia (de la existencia verdadera) surgen las formas volitivas (o karma)
Supeditadas a las formaciones volitivas aparece la conciencia (hay renacimiento)
Dependiendo de la conciencia se forma la mentalidad-materialidad (es decir, el par mente-cuerpo)
Condicionada por la mentalidad-materialidad emana la base séxtuple (cinco órganos sensoriales más la conciencia)
Supeditado a la base séxtuple se produce el contacto
Dependiendo del contacto nace la sensación
Sujeto a la sensación surge el deseo
Supeditado al deseo aparece el apego
Condicionado por el apego se produce el devenir
Dependiendo del devenir se produce el nacimiento, el envejecimiento y la muerte, la pena, el lamento, el dolor, la aflicción y la tribulación. Así se produce toda esa masa de sufrimiento, el anuloma paticca samuppâda (Noble Verdad de la Producción de Sufrimiento [dukkha])
Mediante la eliminación total de la ignorancia se suprimen las formaciones volitivas; al cesar éstas, la conciencia; a su vez, cesan la mentalidad-materialidad, etc. Con ello, se suprime toda la masa de sufrimiento, el patiloma pattica samuppâda.

Así pues, el sufrimiento surge como consecuencia de la ignorancia ante la existencia material y sensible, cuya naturaleza consideramos verdadera cuando no es más que ilusioria. Una vez comprendemos que el sufrimiento es la raíz de las desdichas, y tenemos constancia también de cómo surge ese sufrimiento, es el momento de pasar a la acción, de ponerle fin, es decir, de qué manera podemos alcanzar el Nirvâna. Este es, ya, el terreno reservado para la Tercer Noble Verdad, que analizaremos en un apunte futuro.

20.9.07

El Neoliberalismo

En nuestro mundo actual, como todos sabemos, domina ampliamente el capitalismo, una teoría económica en la que destaca el capital como fuerza de producción y que defiende el protagonismo de la empresa privada en asuntos económicos en detrimiento del Estado. Se trata de un sistema muy difundido a lo largo y ancho de todo el planeta, implementado en países del primer mundo y, también, en los países en desarrollo. El fin último del capitalismo es emplear el capital invertido para maximizar los beneficios, en lugar de cubrir las necesidades básicas o domésticas. La economía capitalista mundial a la que estamos sujetos supone, pues, un modo de producir para la venta o el intercambio, no sólo para ofrecer alimento y manutención a la población.

La noción de capitalismo se basa en la doctrina política del liberalismo, que hunde sus raíces en las ideas capitalistas de Adam Smith, recogidas en su manifiesto La riqueza de las naciones. Smith y sus sucesores concebían una economía en la que el Estado quedaba reducido a su mínima expresión; tal sólo debía éste preocuparse de asegurar el respeto por la propiedad privada y su propia defensa por medio de la coerción (es decir, la policía y las fuerzas militares), además de algunas otras medidas menores. Si el Estado participaba en asuntos económicos, pensaban los liberales, provocaría una perturbación perjudicial para el sistema, de modo que la mejor manera de alcanzar el pleno desarrollo económico era establecer el libre comercio, eliminar las limitaciones en la fabricación, así como las barreras o aranceles comerciales, imponiendo la competencia y la libre empresa.

Este liberalismo perduró hasta la Gran Depresión, cuando John Maynard Keynes propuso que se precisaba un cambio de rumbo económico. En el nuevo modelo de Keynes el gobierno y los bancos centrales podían y debían intervenir para lograr el pleno empleo y promover el bien común. Pero esta alternativa se quebró tras unas décadas de existencia, sobretodo como consecuencia del colapso del comunismo, y a partir de entonces el liberalismo cobró vida de nuevo bajo la forma de neoliberalismo.

El neoliberalismo es, básicamente, muy similar a su antecesor, con sus ansias de libre mercado y escasa participación estatal en cuestiones empresariales. Para conseguirlo, por una parte, precisa de un comercio internacional y una inversión sin aranceles, pero por otra, y aquí radica uno de los (muchos) problemas del neoliberalismo, hay que reducir los costes. Mas, ¿cómo hacerlo? Hay dos alternativas principales, a cada cual peor: o bien pueden buscar una mejora de la productividad (eufeumismo clásico para definir el despido de trabajadores, circunstancia que vemos a diario en las grandes empresas y fábricas...), o bien pueden, sin demasiados escrúpulos, contratar a otros que realicen el mismo trabajo con salarios más bajos (extremo, por desgracia, también muy evidente en nuestra sociedad actual).

Además, como el corolario del neoliberalismo es el beneficio, hay que alejar al gobierno de las medidas que puedan disminuir aquél, como por ejemplo, las relacionadas con el medioambiente (las cuales anteponen, o por lo menos equiparan, el respeto a la naturaleza al beneficio) o incluso, las relativas a la seguridad en el trabajo. Todas estas medidas suponen controles, inspecciones, revisiones, etc., es decir, gastos gubernamentales, que cabe suprimir, o reducir, si la meta es maximizar los ingresos. Al mismo tiempo, si se llevan a cabo estas regulaciones, que afectan directamente a las empresas y trabajadores, también podrían realizarse otras, encaminadas a la propia población, que abarataran los costes y favorecieran la privatización. ¿Cuáles podrían ser, dichas medidas?

He aquí otras de las miserias del neoliberalismo: para reducir el gasto público sostiene que cabe actuar en sanidad, educación y servicios sociales, pero no mejorando dichas prestaciones, sino minimizándolas. La solución es la desregulación y la privatización, es decir, traspasar, vender a inversores privados las empresas estatales, tales como bancos, escuelas, hospitales, etc. Esto empieza a tener unos efectos catastróficos en la calidad de la atención a la población: si el beneficio es lo que cuenta, como dice Noam Chomsky, entonces lo primordial es aumentar las ganancias, no dispensar un buen trato a las personas que, de hecho, son las que posibilitan y sostienen todo el sistema económico. Un ejemplo prosaico son los hospitales: la comida de antaño, si bien no de una calidad extraordinaria, era medianamente comestible; ahora, sin embargo, prevalecen los alimentos enlatados, plastificados y de apariencia antediluviana. El responsable de ello es, por una parte, la empresa privada, que se dedica a reducir los gastos de alimentación en pos de un mayor beneficio económico, y por otro, el mismo gobierno, que ha dejado en manos del mejor postor el cuidado y la salud de sus conciudadanos. La consecuencia, como es fácil advertir, es el enriquecimiento del poderoso. Es una vieja castaña, sí, pero es la verdad.

Podría continuar enumerando las (numerosas) críticas que ha recibido el neoliberalismo y sus actuaciones, algunas muy razonables, como es de justicia advertir. Sin embargo, también ha generado hechos muy positivos, como es el aumento del nivel de vida general, al disponer de mayor cantidad de alimentos, más viviendas, atención médica, etc. Así mismo, una de las obsesiones del neoliberalismo es anteponer los derechos individuales al bien común, en total contraste con su homológo comunista. Esto, en una sociedad poco respetuosa con sus logros y patrimonio cultural, puede ser la solución para que, con el tiempo, dicho patrimonio subsista. No obstante, en muchas otras supone que los menos privilegiados se vean obligados a hallar soluciones a sus problemas.

Por lo tanto, el camino por el que nos están conduciendo las medidas neoliberales no parece el más halagüeño para una sociedad y una economía sana. Más bien, al contrario, semeja una especie de jungla en la que prevalecerá la ley del más fuerte, el mejor adaptado para derrotar al "enemigo", en una carrera, tal vez sin freno, por hacer de nuestra vida la quintaesencia del dinero, del beneficio, de las cuentas bancarias y de la provisión de recursos económicos. ¿Será el neoliberalismo lo que necesitamos para distinguir al prójimo de un rival al que hay que vencer, a la sociedad de una cárcel en la que medramos sin escapatoria, será, en definitiva, lo que precisamos para diferenciar al dinero de nuestra propia esencia porque, por supuesto, nuestra vida radica y se expande mucho más allá del beneficio, de las ganancias?. Si la respuesta a esta pregunta, como parece ser, es negativa, es decir, si la vieja doctrina de Adam Smith, en realidad, nos está encadenando aún más hacia todo ello, hacia la perspectiva de una vida ligada cada vez más al entramado económico, si la protagonista, en fin, no es la propia vida, sino el dinero, lo que todos deberíamos plantearnos es: ¿nos está ayudando en algo, el neoliberalismo?

17.9.07

Los sofistas

Los presocráticos, de los que hemos visto algunas de sus ideas y teorías en anteriores notas, representan uno de los primeros intentos del pensamiento por entender y dar luz al mundo y a la situación del hombre en él. Platón y Aristóteles (de los que, por el contrario, apenas hemos visto nada aún...) simbolizan, a su vez, la evolución y el desarrollo más perfeccionado de dichos intentos; entre ambos grupos aparecen los sofistas y Sócrates (de éste último, inevitablemente, también deberemos comentar algo). Los sofistas, arraigados a Atenas (si bien son, o extranjeros afincados allí, o residentes temporales), florecieron en las décadas finales del siglo V antes de Cristo. Su principal característica es, además de las que veremos a continuación, el trascendental tránsito que supuso desplazar el interés filosófico, centrado en el caso de los presocráticos en la naturaleza y el origen del Cosmos, hasta los problemas más humanos: la religión, la educación, la ética, la política, el arte, el conocimiento, etc.

Este cambio se debió a que, pese a las variadas y originales propuestas de los presocráticos para llegar a conclusiones sobre el mundo o el ser humano, en realidad no fueron capaces de hacerlo, y sus planteamientos proporcionaron quizá aún más preguntas que respuestas. Los sofistas, desencantados ante esta aparente imposibilidad de un conocimiento objetivo y seguro sobre el universo, dieron un giro a la dirección reflexiva dominante e intentaron, centrándose en aspectos más directos y menos abstractos, más humanísticos, por así decir, conseguir algún tipo de resultado específico.

Se suelen presentar a los sofistas como equivocados y desatinados en sus juicios, porque Sócrates y Platón los rebatieron con contundencia; sin embargo, éstos no podrían comprenderse sin la aportación de aquéllos, y si nos centramos en el hecho de que fueron los sofistas quienes permitieron la evolución hacia una filosofía amplia y heterogénea en intereses, entenderemos que, para el concepto de humanismo y cultura, quizá hicieron más los sofistas que los grandes, como Platón o Aristóteles. Así, el término sofista, pese al sentido peyorativo que hoy en día posee, designa un conjunto de filósofos y pensadores revolucionarios, vanguardistas, un movimiento intelectual clave para entender Occidente.

Hay, fundamentalmente, dos generaciones distintas de sofistas: en primer lugar, los sofistas mayores, contemporáneos de Sócrates, que florecieron con anterioridad a la guerra del Peloponeso (431-404 antes de Cristo, la cual cristalizó con la rendición de Atenas ante Esparta): Protágoras, Gorgias, Hipias, Pródico. Los sofistas menores son discípulos de los anteriores, y destacan por la radicalidad de sus concepciones y sus enseñanzas, en armonía quizá con el ambiente de decandencia impuesto tras la caída de Atenas.

Una forma de entender la sofística es echar un vistazo a las modificaciones sociales, económicas y políticas que sufrió Grecia en tiempos de los sofistas (nos guiamos, en lo sucesivo, por la obra monumental de W.C. Guthrie Historia de la Filosofía Griega).

Tengamos en cuenta que en esta época el comercio experimenta un auge importante, y los griegos empiezan a tener relaciones con otros pueblos, cuyas costumbres y leyes difieren de las suyas. Además, las creencias, la religión, y los valores que hasta entonces se consideraban universales e irrefutables empiezan a ser discutibles; el intercambio cultural conlleva, por lo tanto, la crítica a los preceptos tradicionales, a las instituciones y las formas de gobierno dominantes. Nace entonces el relativismo, la percepción de que lo nuestro, lo que nos identifica como pueblo no es necesariamente lo mejor, sino que se integra como parte del entramado cultural humano, en el que pueden haber otras formas de vivir y entender el mundo completamente diferentes (y, quizá, más provechosas y útiles para nosotros mismos). Ligado al relativismo toma cuerpo también la idea del cosmopolitismo, forjado por el aprecio de los sofistas y los intelectuales a otras formas de vida y el desapego a sus propias raíces. El cosmopolitismo es la certeza de pertenecer a un orden más amplio y trascendente, no cercado por los chovinismos provinciales, sintiéndonos ciudadanos del kosmos y percibiéndonos como seres sin patria más que la cósmica.

Una característica curiosa de los sofistas era la de exigir una retribución por sus enseñanzas. Hasta entonces, los filósofos eran aristócratas con un alto nivel de vida, cuyas libertades profesionales les dejaban tiempo más que suficiente para dedicarse a la reflexión; la plebe, por el contrario, tenía que trabajar duro para su subsistencia, y no se dedicaba a tales menesteres intelectuales. Así, la filosofía estaba ligada al poder aristócrata, pero gracias a la irrupción de la democracia se inició una etapa nueva, en la que las gentes menos instruidas podían, a cambio de una compensación económica, ser instruidas y formadas por los educadores. Éstos fueron los sofistas, por supuesto, quienes, al carecer de las ventajas de la vida aristócrata, necesitaban ver retribuidas sus enseñanzas. De este modo, el papel del sofista es doblemente importante: por un lado, transforma el ideal de filósofo y, por otro, permite que las clases menos pudientes puedan tener acceso a la sabiduría y lograr así una cualificación intelectual que, hasta su época, estaba sido reservada a las famílias griegas ilustres. Para Platón los sofistas no eran más que "cazadores de jóvenes ricos", pero Platón era un aristócrata, y poseía de todos los recursos posibles para su formación. Parece como si Platón no fuera capaz de ver que quienes no poseían su fortuna podían, sin embargo, tener sus mismas ansias de conocimiento y sabiduría.

Otras importantes cualidades de los sofistas eran el empleo de la retórica y su ateísmo. Los sofistas eran maestros en retórica porque se juzgaba (tanto entonces como ahora) que, en política, era absolutamente fundamental saber hablar con elocuencia y persuadir a las gentes. Quienes dominaran la palabra dominarían al pueblo. El ateísmo sofista, por su parte, ejemplificado en figuras como Protágoras, Critias o Diágoras de Melos, fue peligroso porque relativizaba creencias tradicionales muy arraigadas, lo que implicaba poder ser acusado, con bastante facilidad, de impiedad, con el consiguiente destierro o, incluso, una condena a muerte. Diágoras resumía sucintamente el punto de vista sofista sobre la divinidad de la forma siguiente: "si la inmoralidad puede permanecer impune, ¿para qué creer en dioses que velan la virtud humana?".
Los sofistas, al estrenar de manera racional el análisis de asuntos políticos y éticos, creyeron necesario establecer una neta separación entre las normas que son producto de la naturaleza, de las leyes naturales -la physis, en definitiva- y las establecidas por el ser humano, convencionales y arbitrarias -nomos-. Aquéllas eran, digámoslo así, absolutas; éstas, relativas. ¿De qué sirven los pactos éticos, las leyes políticas, si no están orientadas hacia la justicia y el respeto por los seres humanos? Por muy provechosa que pueda ser la convención de la esclavitud para algunos, es una convención contraria a la naturaleza (como sostenía Hipias, otro importante sofista), no sólo por su carácter inhumano, sino también porque establece diferencias inaceptables entre los propios hombres.

Cabe mencionar también el hecho de que la guerra del Peloponeso supuso una confrontación tan terrible que esquilmó el antiguo carácter abierto de la cultura griega, cercenando todo principio ético en el que basar las acciones humanas. La moral ya no servía ni era útil en un mundo que carecía de toda moral. Prevalecía, en cambio, la ley del más fuerte; quienes poseyeran la fuerza para actuar no necesitaban ninguna justificación, puesto que si no había justificación alguna que orientase éticamente nuestras vidas, al ser las leyes éticas puras convenciones, ¿con qué objeto justificar entonces nuestro comportamiento? Pese a que los sofistas pensaban que los seres humanos eran iguales por naturaleza, algunos de ellos, como Gorgias, encontraron en la ley del más fuerte una justificación por la cual el más fuerte podía someter al más débil. El fin, para ellos, justificaba los medios.

Los sofistas sufrieron fuertes críticas por sus posturas intelectuales. Algunas de ellas resultaron bastante pertinentes (por ejemplo, las de Platón ante sus concepciones éticas y políticas y el relativismo epistemológico). Pero pese a estas coherentes objecciones ante las escépticas y no siempre convincentes asunciones de los sofistas (aunque podemos comprenderlas mejor si las asociamos al ambiente político-social de la época), cabe defenderlos por muchos motivos: porque fueron los primeros profesores de Occidente, abriendo así el saber a otras clases sociales, porque tuvieron la osadía y el valor de criticar la esclavitud y apoyar la libertad de expresión y porque expandieron enormemente el horizonte de la filosofía. El término sofista, denigrado hasta equivaler a "embaucador" ya en tiempos de Sócrates, esconde el verdadero significado original de la palabra: un sofista es todo aquél capaz de hacer profesión de la enseñanza de la sabiduría.

No parece una tarea destinada a cualquiera.

14.9.07

La teoría estoica del Destino

Uno de los apartados más interesantes del estoicismo (del que vimos algunas características tiempo atrás) es el referido a su teoría del Destino. Hay algunas referencias en la red relativas a la idea de que el sabio estoico debe acatar el destino que le proporcione la naturaleza, pero apenas se pueden encontrar nada si lo que queremos es una información acerca de esta compleja teoría, compleja no porque sea dificil entenderla, sino por los argumentos que precisa para establecerla y dotarla de firmeza intelectual.

Basaremos esta nota en lo que comenta Victor Goldschmidt, en su ensayo integrado en el volumen La filosofía griega (Siglo XXI). Creo que la traducción (¿o quizá sean mis luces?) no es precisamente de la mejor calidad, por lo que quizá pueda parecer el siguiente un texto escasamente argumentado; no obstante, habida cuenta de la apurada bibliografía de que dispongo, lo cierto es que no podemos hacerlo mejor. Al menos, y por el momento es bastante, ofreceremos una superficial aproximación a la teoría estoica del Destino, y tal vez en el futuro podamos volver a ella y, con mayor número de fuentes, dilucidar todos sus pormenores como se merece. Tiempo al tiempo.

La teoría del Destino aparece ya en la concepción de un eterno retorno, en el que los diferentes intervalos cósmicos, siguiendo una estricta regularidad, producen siempre los mismos acontecimientos y ven nacer y morir a los mismos seres. La idea de un eterno retorno supone para los estoicos la seguridad en que las cosas seguirán constantemente igual a través de los tiempos. Crisipo sostiene que el destino es "la razón por la cual se han producido los acontecimientos pasados, se producen los acontecimientos presentes y se producirán los acontecimientos futuros", y Plutarco recoge las pruebas o argumentos de aquél que sustentan dicha teoría:

1) "Nada sucede sin causa, pero (sí) según causas antecedentes".
2) "Nuestro mundo es administrado según la naturaleza, está alimentado por un mismo aliento y dotado de una simpatía con respecto a él mismo".
3) (Como testimonios): El principio dialéctico, la adivinación, y la aceptación de los acontecimientos por el sabio.

De la primera evidencia parte la idea de que el Cosmos en su totalidad está regido por el principio de causalidad (o sea, que en la Naturaleza, todo efecto -o fenómeno, o evento- es debido a una causa). Este principio es, de hecho, la razón universal que rige el mundo. De esta manera, los acontecimientos de nuestras vidas también están ligados (o más bien, subordinados) a la causalidad natural. Como todo sucede en función del destino, aquél precepto moral que veíamos en una nota anterior según el cual debemos vivir de acuerdo con la naturaleza queda así justificado.

En relación a la segunda prueba, ¿cómo armonizar la teoría del Destino con la libertad humana?, y ¿a qué nos referimos con ese concepto de 'simpatía'? En primer lugar hay que diferenciar entre las "causas antecedentes" de las "causas principales y perfectas". Por ejemplo, si hacemos rodar un balón por el suelo la fuerza (o impulso) que le damos es la causa antecedente del movimiento del balón. Pero ese movimiento se realiza gracias a unas particularidades propias del balón (su forma, textura, etc.), su naturaleza, que es, ella misma, la causa principal y perfecta. En nuestra vida, las vivencias y situaciones que experimentamos están ligadas inevitablemente a las causas antecedentes, pero no así la manera en que las afrontamos. Es decir, lo que nos ocurre sucede en función del destino, pero somos libres para enfrentarnos a ellas tal y como nos viene de gusto. Dirían los estoicos que somos libres para "el uso de las representaciones". Aunque los acontecimientos nos vengan dados, nosotros tenemos en nuestro poder la libertad de actuar según nuestra naturaleza. Nosotros, es decir, los cuerpos (recordemos que la escuela estocia sostiene que el alma humana es material), somos quienes convenimos en una forma de vida que, para los estoicos, "contribuye a la armonía universal", por medio de nuestra disposición a compadecernos de los demás, disposición innata a nuestra propia naturaleza. Ésta es la 'simpatía universal' a la que hacía referencia Crisipo.

La tercera y última prueba forma un grupo heterogéneo de evidencias (o índices), entre las que cabe citar el principio dialéctico, el cual supone que toda proposición debe ser verdadera o falsa (por proposición no entendemos ruegos o preguntas, sino frases con carácter enunciativo de las que quepa hablar de su validez o invalidez). Este principio fue admitido por los estoicos (también por Platón y Aristóteles, entre otros), y Crisipo nos explica a continuación su argumentación relativa a que todo suceso acontece por el destino: "Si hay un movimiento sin causa, toda preposición no será verdadera o falsa; porque aquello que no tenga causas eficientes [o perfectas] no será ni verdadera ni falso; sin embargo, toda preposición es o verdadera o falsa; por consiguiente, no existe el movimiento sin causa. Si ello es así, todo lo que sucede lo hace por causas antecedentes; si es así, todo sucede por el destino".

Otro de los índices es el tema referido a la adivinación. Los estoicos fueron una escuela que trató de fusionar las creencias religiosas en el corpus de su propia doctrina. Todos los integrantes de la escuela (excepto Panecio, que es un estoico singular) no ocultaron su simpatía hacia la adivinación, puesto que veían en ella una prueba de que la providencia actuaba en el mundo. Este intento de integrar una disciplina tan alejada filosóficamente dentro del sistema estoico tiene lógica, puesto que coincide de alguna manera con la propia estructura de su pensamiento. En palabras de Goldschimdt: "El acuerdo y la simpatía que ajusta todas las partes del mundo se manifiesta en las correspondencias entre los presagios y los acontecimientos". Crisipo prosigue argumentado la adivinación con estas palabras: "Se ha visto, en innumerables casos, cómo los mismos presagios preceden a los mismos acontecimientos, y cómo el arte adivinatoria se constituyó por la observación y anotación de los hechos". Y ofrece algunos ejemplos de casos sencillos en los que, tras observar cierto hecho, se ha producido otro: "Si hay claridad, es de día", o "si una mujer tiene leche, acaba de parir". Éstos son ejemplos de lo que hoy llamaríamos inducción, es decir, extraer una conclusión general a partir de premisas que contienen datos particulares.

El último de los índices, relativo a que "el sabio asume y se complace de todo lo que llega", ya lo hemos tratado en el post mencionado con anterioridad. Pero se reduce a la afirmación de que cabe hallar la conexión entre nuestra voluntad y lo que nos deparará el destino. Si somos capaces de unir ambos hechos, entonces hemos logrado la sabiduría, porque convenimos con el destino, nos fusionamos con el porvenir sin dejarnos llevar por lo que vendrá. Impertérritos, con el poder del desapego y la liberación de todas nuestras pasiones, somos uno con el destino: todo lo que acontezca no nos perturbará, y así, habremos vencido al propio destino.

11.9.07

Patrick Harpur: "El fuego secreto de los filósofos"

De tanto en tanto surge un libro capaz de explotar nuestras concepciones e ideas más establecidas, de hacer pedazos el sistema de pensamiento y de creencias en el que habíamos basado parte de nuestra vida. Para algunos, y no son pocos, la obra de Harpur que traemos hoy a estas notas de filosofía peripatética es uno de esos valiosos libros.

"El fuego secreto de los filósofos" (Atalanta, 2006) nace con el fin de hacernos ver lo parca y parcial que es nuestra visión del mundo actual, su perspectiva tan cerrada y dogmática. Estamos construyendo una sociedad en la que se valoran como nunca el saber "literal", la apariencia y el esqueleto de la realidad. Ésta es, nada menos, la conclusión a la que se llega tras la lectura del libro de Harpur. Se refiere Harpur, por supuesto, a la visión que es consecuencia del racionalismo y el conocimiento científico, movimientos intelectuales que han dominado y maniatado la imaginación y la expresividad puramente humana, brotada de aquélla. No es una postura realmente novedosa; las críticas (justas algunas, muchas exageradas) a la ciencia y a los científicos vienen de lejos (de hecho, desde la misma aparición de la ciencia), y desde todos los ámbitos posibles (incluso hemos hecho en estos lares algunos juicios al respecto, por ejemplo aquí, y también aquí).

Pero Harpur se diferencia de las demás pullas a la ciencia en que edifica un soberbio sistema intelectual en el que confluyen y flotan las creencias, los mitos y las leyendas de las diferentes culturas humanas, todo lo cual no es sino una forma que tenemos los hombres de familiarizarnos e intentar comprender el mundo. Más aún, somos nosotros quienes dando vida a ese corpus de creencias y perspectivas mentales otorgamos al universo su propia idiosincrasia. Las mitologías, sorprendentemente similares en sus patrones básicos a lo largo y ancho del planeta, nos llevan a suponer que existen un tapiz común que la gente percibe como la "realidad", una estructura mental añeja a nuestro inconsciente colectivo. Y esta realidad, inherentemente humana, nos permite contemplar al mundo, al kosmos incluso, como un lugar familiar, con el que logramos un contacto íntimo y personal.

Lamentablemente, el desarrollo de la Revolución científica y su conocimiento domeñado y adscrito a una contemplación excesivamente blanda y superficial de la realidad habría arruinado
esta perspectiva tan hermosa y admirable (un ejemplo de ello lo podríamos encontrar en Spinoza, filósofo del siglo XVII, un racionalista arquetípico, quien dividía las fuentes del conocimiento en imaginación, razón e intuición, aunque consideraba que sólo las dos últimas eran el conocimiento que nuestro intelecto podía garantizar; la imaginación, por lo tanto, murió por el camino). La solución, huelga comentarla, es un cierto "regreso" a ese paraíso perdido, un retroceso que, en cierta forma, es un avance. Como el libro de Harpur es tan apabullante desde el punto de vista intelectual, y es además misceláneo y enorme en contenido, me centraré tan sólo en un único capítulo, para comentar algunos pasajes y hacer mi propia crítica a sus ideas. El capítulo es el 19, el titulado "El cosmos y el universo". Sin embargo, estas críticas serán superficiales y esquemáticas; tan sólo rozaran la textura de la hipótesis central de Harpur, porque un espacio tan corto como éste no permite mayores profundidades.

Primeramente, no comparto, o por lo menos no completamente, la preferencia de Harpur por el kosmos medieval en perjuicio del revelado por la ciencia a partir de la revolución copernicana. Pese a que el primero era un mundo repleto de seres extraños y suntuosos, de dioses, de poderes y fuerzas sobrenaturales, ambiente sin duda evocador y mágico, carecía de la facultad de ser un universo en el que el hombre pudiera verse a sí mismo reflejado, porque él era un ser inferior, imperfecto y constreñido a los designios divinos y a las órdenes eclesiásticas. Para Harpur, sin embargo, este kosmos era "luminoso, inmenso pero concreto, finito, imaginable y hermoso como una enorme catedral". Por el contrario, el descubierto tras Copérnico era, tan sólo, "matemático, abstracto, inimaginable y oscuro". Del anterior, lleno de luces, se había pasado a un universo en el que "la jerarquía sagrada fue arrastrada por los fríos vientos del espacio secular".

En mi opinión, ese kosmos que tanto alaba Harpur es un mundo en el que destaca por encima de todo la esclavitud intelectual a la que se vio sometido el hombre cuando dominó, a lo largo de los siglos, las concepciones aristotélicas (y, posteriormente, cristianas), que iluminaron más bien poco la posición del hombre en el universo y que fueron, por su dogmatismo y férrea censura ante las evidencias en contra, un lastre cultural abobinable. No puedo mostrarme partidario de un kosmos en el que no se permite una libre investigación, en la que los hechos (reflejen estos, o no, el orden último del universo) son silenciados por constuituir una amenanza para las Escrituras, y en el que se maniataron a pensadores revolucionarios. Así, es de hecho el universo revelado por Copérnico y sus seguidores (imperfecto y falto aún de consistencia, qué duda cabe) el que parece mucho más acorde con el espíritu de libertad y de humanismo que el Renacimiento nos legó.

Por otro lado, Harpur sostiene que heliocentrismo no nos ha acercado a la verdad al creer que la Tierra gira alrededor del Sol, ni tampoco ha cambiado nuestra perspectiva, porque "vivimos todavía en un universo geocéntrico en el que el sol sale, sube, se pone, en otras palabras, se mueve alrededor de nosotros". La primera afirmación es innecesaria, la segunda, errónea. Porque, en primer lugar, es evidente que sabemos mejor (que no más) cómo funciona la dinámica del Sistema Solar. Si nos atenemos al aspecto puramente mecánimo, y éste es el que Harpur desbroza aquí, o mucho me equivoco, entonces no hay comparación posible entre una postura y la otra: el heliocentrismo es correcto, el geocentrismo, no. En segundo lugar, por supuesto que el heliocentrismo ha modificado nuestra perspectiva; ¿cómo no iba a hacerlo, si supone una radical transformación del lugar del hombre del Cosmos? El que veamos al Sol salir por la mañana y moverse alrededor nuestro es únicamente, y esto es obvio para cualquiera, una cuestión de perspectiva, de punto de vista desde el cual miramos al cosmos.

Aunque Harpur parezca hacernos creer que los sabios medievales estaban tan acertados (o más aún) que los renacentistas en un tema tan simple como éste, lo cierto es que si bien desde la perspectiva de la imaginación y de la ponderación personal del kosmos y de lo que existe en él pueda ser verdad, desde la óptica de analizar un hecho físico no lo es. Pero para no hacer ya esta nota excesivamente latosa dejaremos aquí mis objecciones a la obra de Harpur. Tras ello, para concluir, unas palabras de lisonja.

Está claro que el cientifismo ha adoquinado nuestro camino del conocimiento, siempre incómodo, molesto y lleno de peligros, con la extraña sensación de una vía suave, sin baches, de saber absoluto, equilibrado y bien determinado por el método. Esto es un error; la ciencia es falsabilidad, un intento tras otro de superar el conocimiento ya establecido. Quien quiera darle el aura de infabilidad está, no ya haciendo un flaco favor a su sistema conceptual de la realidad, sino confundiendo a los demás. La ciencia abarca un ámbito, y es sensacionalmente eficaz en él, pero más allá carece por completo de competencias para determinar lo cierto y lo falso. Harpur nos recuerda que la visión 'literal' del mundo es una forma de autoengaño, de mutilación intelectual, porque puede haber otros dominios en los que la ciencia no tiene ninguna jurisdicción. Lo inteligente, lo cabal, lo que deberíamos hacer todos, es dar cabida en la mayor amplitud posible a un sistema de perpepción del mundo en el que poder fusionar tanto una aproximación científica como una aproximación imaginativa, metafórica y mitológica, no porque nos acerquen a la verdad (sea esto lo que sea y, de hecho, si es que existe), sino porque constituye uno de los pilares fundamentales con los que los humanos construimos el universo. Carecer de uno de los dos ámbitos es, como diría Ken Wilber, obligarse a abrazar una visión chata del mundo, incompleta, una totalidad zaherida y ultrajada.

Resumir aquí esta monumental obra es tarea estéril, hay que leerla y disfrutarla, porque a la novedosa, coherente y peculiar teoría de Harpur se une una no menos impactante prosa y una estructura que no presenta un orden esquemático y al uso, sino una alternancia de temas en la más pura tradición heterodoxa, yendo de una cuestión a otra casi por el placer y la intuición del momento de reflexión. Nos hallamos ante un libro que bien podría modificar, profundamente, algunos de los preceptos más básicos acerca de nuestra visión fundamental de la vida y la realidad, pero me temo que será un tesoro que llegará a pocos de nosotros, y lo que es peor aún, tal vez se tenga por un curioso y novedoso sistema de pensamiento (aunque, dicho sea de paso, vaya más allá del ámbito puramente filosófico), un raro ejemplo de modo de entender el mundo, y en ello se quede para muchos, es decir, en una simple rareza, externa y al margen de toda corriente de reflexión verdaderamente racional.

Por su frescura, por su innovadora originalidad, por su densidad y variedad, por su alcance intelectual, por la magia que destilan sus páginas, y por la sensación de estar ante una obra cuya esencia quizá esté destinada a remover conciencias y a despedazar sistemas de creencias, este libro de Patrick Harpur, con sus defectos, sus deficiencias y fallas (que los tiene), merece un hueco de honor en nuestra biblioteca, y merece también de relecturas constantes, para no perder de vista esa perspectiva cultural más amplia en la que engarzar ciencia e imaginación, racionalidad y creatividad, objetividad y ensoñación, con el único fin de hacernos más humanos y, así, abrazar todo lo que nos es propio.

2.9.07

Platón: 'La República'

Como hombres libres que somos (al menos, a eso aspiramos), es dudoso que no nos hayamos, alguna vez, cuestionado el modelo de sociedad y política reinante en nuestros tiempos. Quizá, concedo, no lo hayan hecho aquellos que moran a nuestro lado sin enterarse de dónde están, quiénes son y hacia dónde quieren ir (desgraciadamente, sospecho que son unos cuantos), pero la mayoría de nosotros, precisamente por la creencia en nuestra libertad, vemos en el mundo que nos rodea unos pocos, bastantes o muchos elementos que modificar, erradicar o suplir. Es decir, tenemos un ideal de sociedad, de política, y de mundo. Nos gustaría que éste, las gentes que lo pueblan y las normas y leyes que ellos han creado estuvieran más acordes, de ser posible, con nuestras voluntades y percepciones. Algunos construyeron en el pasado todo un modelo de ese tipo de sociedad idealizada, modelo que plasmaron y dejaron escrito para la posteridad (y que suele llamarse Utopía) como por ejemplo Tommaso Campanella (La Ciudad del Sol, 1623, de la que, también cabrá hacer un pequeño comentario en el futuro), o la clásica Utopía, de Tomás Moro (1516). Sin embargo, el primer esbozo de sociedad utópica corresponde a Platón [427-347 a. de C.] (de quien, por cierto, aún no habíamos hablado en estos desperdigados y errantes apuntes...), cuya obra La República, escrita hacia 370 antes de Cristo, constituye un acercamiento a sus ideas sobre la sociedad, la política y el ideal de polis griega.

Es sabido que Platón presentó sus obras en formas de diálogo. Su maestro, Sócrates (470-399 a. de C.), ya había empleado este género para llegar a un conocimiento mediante el debate y la discusión de ideas (forma de saber que se ha dado en llamar dialéctica). De los diálogos de Platón La República quizá sea el más importante, amén del más recordado y seguramente también el más leído. La edificación de un Estado ideal conforma la primera parte de esta obra, y es ahora la que más nos interesa.

Los manuales al uso de la historia de la filosofía nos dicen que Platón dividió la polis o ciudad ideal en tres tipos de ciudadanos; como ésta debe construirse a imagen del hombre y el hombre posee tres tipos de alma, habrá una correspondencia entre cada una de dichas partes y las del alma humana. O sea, en primer lugar, aquellas gentes en las que domine el alma concupiscible (o el placer sensible, o del estómago, para entendernos...) serán los productores (comercio, artesanía, agricultura, etc.), cuya mayor virtud es la templanza. Seguidamente, si predomina la parte irascible del alma (anclada en el pecho y que contiene aquellas disposiciones nobles de espíritu), las gentes serán encuadradas dentro del grupo de los militares, por su fuerza y valentía. Por último, si la dominante es la parte racional del alma, entonces nos hallamos ante los verdaderos gobernantes, pues destaca la inteligencia y la sabiduría y son ellos quienes deben encargarse de la legislación y la educación ciudadana.

Estos últimos, los gobernantes, deben ser filósofos porque, como cuenta Platón en la Carta VII, en su tiempo, "el derecho y la moral se hallaban corrompidos, y aquella situación en la que todo iba a la deriva me producía vértigo. Entonces me sentí irresistiblemente movido a cultivar la verdadera filosofía y a proclamar que sólo su luz puede mostrar dónde está la justicia en la vida pública y privada, convencido de que no acabarán las desgracias humanas hasta que los filósofos de verdad ocupen los cargos públicos, o hasta que, por una gracia divina, los políticos se conviertan en auténticos filósofos".

Por otra parte, la virtud fundamental de la vida en la polis es la justicia, cualidad que consiste básicamente en lograr la armonía entre ciudadanos, entre clases, y con el Estado, en general. Este propósito sólo es posible, para Platón, cuando cada uno de los ciudadanos o clases cumplen con su cometido para con el Estado sin pensar u obedecer a su propio interés. Ello es factible si no poseen propiedad privada ni familia, y el Estado se encargará de formar a hombres y mujeres por igual, según sus aptitudes. Hasta aquí la parte buena, o por lo menos, relativamente aceptable de La República.

No obstante, Platón propone una serie de medidas educativas y sociales que, hoy, parecen inhumanas, alienantes y bastante miserables. Para que los gobernantes consigan las cualidades que se les suponen, la educación debe ser amplia, variada y estricta. La formación estará basada en la música y la gimnasia (que hoy sería algo así como humanidades, más ciencia, y educación física). Pero no debe el gobernante aprender cualquier cosa, sino sólo aquello beneficioso para su tarea futura: por ejemplo, no sirve de nada aprender a Homero o Hesíodo, porque sus chanzas son superfluas y, además, en ciertos pasajes de sus obras, se expresa como un temor a la muerte y esto, como señala maliciosamente Bertrand Russell, no es deseable, porque "hay que tratar que los jóvenes mueran gustosamente en la batalla". Los ideales de seriedad y decoro, tan presentes en Platón, están ausentes por completo en los poetas, quienes manifestaban una jocosidad y un placer por las fiestas nada apetecible para el regio y templado porte de los gobernantes platónicos. Por lo que respecta a la música, sólo cabe escuchar aquellas melodías que inciten al valor, a la vida templada, pero no las que contienen ritmos pesadumbrosos o melancólicos. La vida comunal y el hecho de que las mujeres y los bienes sean de todos, además de la medida estricta que opta por desligar a los padres de los hijos desde el nacimiento (así, cualesquiera personas mayores podrían ser nuestro padres), tiñe a la ciudad ideal de Platón de un cariz deshumanizado y parco en afectos.

Asimismo, ¿por qué debe ser el Estado quien valore las aptitudes de los individuos y decida cuáles son los trabajos en los que serán más competentes y eficaces? Sólo cuando la persona esté desorientada y no sepa cuáles son sus cualidades debe entonces intervenir el Estado (o así debería ser en una sociedad abierta), pero en los otros casos son los ciudadanos, y sólo ellos, quienes deciden. No obstante, si es el Estado quien determina dónde emplazar a los individuos, entonces es comprensible que aquél domine sobre éstos, es decir, que los deseos del gobierno primen sobre los personales. Toda la república platónica está orientada, de hecho, hacia una subyugación individual ante el poder, pero no ante el poder de los sabios, sino el poder global y completo del Estado. La pretensión, dice Russell, "es reducir al mínimo las emociones personales, y quitar así obstáculos para el dominio del espíritu público".

También cabría pensar en por qué los gobernantes son sabios. ¿Qué les permite llegar a la sabiduría? Platón sostiene que se debe a que, tras su preparación y formación, han dado por fin con el conocimiento del bien, que no es otra cosa que obrar adecuadamente. ¿Y qué es obrar adecuadamente? Pues no hacer el mal voluntaria o conscientemente. Pero nosotros podemos experimentar el bien, es decir, obrar adecuadamente, y acto seguido obrar inadecuadamente, es decir, experimentar conscientemente el mal. Conocer el bien no nos exime de hacer el mal. Si bien nosotros no somos gobernantes (ni, por tanto, filósofos) y, así, no somos un buen ejemplo, resulta un tanto improbable imaginar a alguien capaz de elegir, perpetua y voluntariamente, el bien. ¿Podría alguien querer llegar a ese extremo? ¿Lo podríamos considerar plenamente humano, si aceptamos que el mal, el hacer mal voluntariamente, está tan imbuido en nuestras venas como la sangre? No podemos desprendernos de nuestro pedazo de ser oscuro, malévolo, perverso. Si acaso, todo lo más a lo que es posible aspirar es a una cierta represión, pero siempre acaba saliendo, porque forma parte de nosotros tanto como el bien.

Las características de La República (y de cualquier otra obra de este mismo género), examinadas muy someramente aquí (hay que leer el diálogo, qué duda cabe...), nos permiten llegar a dos conclusiones sencillas: la primera, que toda Utopía es un reflejo de los ideales de su autor, que a su vez se sustentan en las situaciones sociales, culturales y políticas de su tiempo. Esto significa que el paso de los años y siglos puede echar sobre las utopías tierra o flores, en función de la época y de las idiosincrasias socio-culturales desde las que se examinan. Y, segundo, que las Utopías son un modo de rebeldía social, una gracia de revolucionaria visión de lo que podría ser el mundo (y no es). Sirven de acicate, mejoran los sistemas existentes en su presente (o, como mínimo, así lo intentan) y dan una imagen de estabilidad y prosperidad en tiempos de crisis (como fue el caso de la sociedad en los años de Platón). En definitiva, que suponen un revulsivo intelectual ante una situación de fracaso económico/cultural/político, y mueven a una reflexión que puede tener importantes consecuencias futuras.

Hoy sabemos que la Utopía platónica es, también, quimérica. Los gobernantes, por muy iluminados por la sabiduría que estén, son seres humanos, y como antes señalábamos, dificilmente podrían estar exentos de interés, corrupción o, incluso, cierta malicia. Pero la relevancia de la República, a mi juicio, no estriba en el tipo de sociedad y gobierno que propone, a todas luces muy mejorable, sino en que fue una primera (y, si se quiere, ingenua y algo torpe, pero brillante por su novedad y calidad literaria) tentativa seria de ofrecer una alternativa al estado existente en la época de Platón. Esa voluntad de cambio ante el descontento y la zozobra, ante el poder corrompido y mutilado, ante un futuro incierto, es lo que debe valorarse hoy, 2.300 años después de su redacción.

La idealización de un Estado es tarea, tal vez, de todo hombre de su tiempo, porque todo hombre es un producto, lo quiera o no, de su propia sociedad, y aunque ésta no defina a aquél, un hombre feliz y dichoso en su sociedad, sometido y embelesado, acrítico e indiferente ante ella, quizá no merezca el apelativo de hombre.

23.8.07

Baco y el orfismo

Grecia fue el símbolo de la libertad de pensamiento y de acción. En sus costas fluyó la necesidad de que los dogmas religiosos y políticos no fueran seguidos ciegamente. La democracia ateniense, uno de los mayores milagros que de allí surgió, así como la aparición de la racionalidad, constituyeron los sólidos cimientos sobre los que edificar una sociedad radicalmente nueva. La fundación de una serie de instituciones libres y la independencia de juicio permitieron que triunfara la razón y la crítica sobre todo lo inherentemente humano.

En relación a la religión, los griegos creían en el politeísmo, pero los dioses no eran seres de divinidad inalcanzable, a los que hubiera que rezar o adorar en situación de absoluta e infinita inferioridad; antes al contrario, uno de los detalles más significativos de la relación entre humanos y dioses según los griegos era que éstos tan sólo eran "superiores" a aquellos en cantidad, no en cualidad: es decir, pese a la omnipresencia y el poder divino, el hombre y la mujer tenían la posibilidad de alcanzar a los dioses, y su vida debía ser un incentivo para tal proyecto. La ausencia de dogmas o textos sagrados que sirvieran de vehículo de expresión directa de los deseos divinos fueron los acicates intelectuales necesarios para el posterior desarrollo del racionalismo, es decir, la ciencia y la filosofía.

Pero esta independencia de pensamiento estaba fuertemente ligada a unas condiciones sociales y políticas muy concretas, en las que se promovía y estímulaba el saber y la crítica, la discusión y la libre investigación. En cuanto estas condiciones cambiaron o fueron suprimidas, algo que sucedió entre los siglos VII y VI antes de Cristo, el espíritu de felicidad y de dicha que reinaba en Grecia fue sustituido por una sensación de desesperación y angustia ante un mundo que parecía estar en decadencia. Fue entonces cuando surgió, paralelamente a la debacle sociopolítica que por entonces tuvo lugar, una nueva religión que parecía haber nacido de la nada: fue Baco (o Dioniso, entre muchos otros nombres) quien sistematizó dicha creencia religiosa, creencia que tuvo una impensanda notoriedad.

El culto a Baco llegó a Grecia procedente de Tracia, que estaba poblada por gentes bárbaras, a juicio de los mismos griegos. La verdad es que el culto sí parece poseer algunos elementos un tanto salvajes, como por ejemplo descuartizar animales vivos y luego comérselos en crudo, además de unas extrañas danzas de acento místico y extático que practicaban en grupos las mujeres, bailes recogidos por Eurípides en su obra Las bacantes. El éxito de la doctrina baconiana se debió a un declinar general del entusiasmo de vivir, o más bien, a la sensación de desaliento ante un mundo social y políticamente corrompido, producto de la pobreza que las invasiones dorias habrían causado, junto con una gran crisis económica que sentenció a clases sociales enteras. Este ambiente de inestabilidad supuso el caldo de cultivo ideal para que el baconismo, religión pesimista del porvenir, echara firmes raíces en la sociedad griega.

Pero hay otro motivo, quizá no menos relevante, vinculado a la moral y al estilo de vida griego. En efecto, la sociedad griega, que disfrutaba de una independencia intelectual enorme, insistía, sin embargo, en mantener una moral más bien estricta, ceñida a unos cánones de decencia y honestidad quizá demasiado rigurosos; el baconismo, por el contrario, proponía una existencia salvaje, pasional, desligada a imposiciones ni reglas morales. Así, en la Grecia antigua convivieron dos planos vitales casi antagónicos: por un lado, el ortodoxo griego, alejado del primitivismo y el descontrol, y por otro el baconismo, símbolo del desenfreno y la vuelta a una existencia más pura. A este último plano de vida contribuyó, significativamente, el descubrimiento de la cerveza y, posteriormente, del vino, brebajes que fueron empleados (en exceso, huelga decirlo) para alcanzar el estado de delirio tan propio de los seguidores de Baco (no en vano Baco es el dios del vino...). El baconismo era, en definitiva, un regreso a los orígenes salvajes de la humanidad; en palabras de B. Russell, el baconismo trató de "recuperar una intensidad de sentimiento que la prudencia [de los griegos ortodoxos] había destruido". Patrick Harpur, en su revolucionario y sorprendente libro El fuego secreto de los filósofos (Atalaya, 2006), del que resultará obligado hablar en una nota futura, afirma: "Nietzsche colocó a Apolo en un extremo del espectro psíquico; en el otro puso a Dioniso, dios del vino, de ritos nocturnos de éxtasis y abandono colectivo. Desde el punto de vista de Apolo, Dioniso es irracional, caótico, desenfrenado y turbio; desde la perspectiva de Dioniso, Apolo parece demasiado frío, desapasionado, intelectual rígido e individualista". Esta dicotomía tan marcada estuvo muy presente en la sociedad griega, en la que cada bando o facción consideraba inferior, infeliz o inhumana a la otra.

Si bien resulta deseable dar entrada en nuestra vida a esa embriaguez tan característica del culto de Dioniso, al menos de tanto en tanto, puesto que forma parte de nuestra naturaleza actuar y manifestarnos desde todas las perspectivas posibles (siempre que ellas, por supuesto, no supongan daño a terceros), es más razonable que se trate de una embriaguez mental o espiritual, y no una física, ya que una vida en la que predomine un coma etílico tan prolongado lo único que puede proporcionar es un estado físico deplorable y un futuro absolutamente similar al de las bestias, que se deleitan tan sólo con unas piezas de carne fresca. Es decir, viviendo así nos acercamos, en un sentido nada positivo ni provechoso, a nuestras camaradas las fieras.

Ésta opción, la de la embriaguez mental/espiritual, sin duda más sana y más placentera a la larga que la puramente física, es la que intentó establecer en la sociedad griega Orfeo, figura oscura, mitad real, mitad mítica, cuya doctrina propone que el ser humano está formado por un cuerpo y un alma. El cuerpo es tan sólo un recipiente temporal para el alma, un obstáculo, casi como una tumba. Hay que esperar a la muerte para que el alma, la parte fundamental del hombre (el contrario de lo que sostenía el poeta Homero, para quien el cuerpo era la sección humana esencial), deje atrás su constitución terrenal y entre a formar parte del reino divino, una vez alcanzada la purificación completa, lo que puede necesitar reencarnaciones en otros recipientes (humanos o no). Una buena forma de alcanzar esa purgación total es por medio de la abstención de tomar ciertos alimentos (carne, por ejemplo, en total contraste con sus homólogos baconianos) y mediante una serie de ritos de purificación.

Tanto la transmigración del alma como su purificación conforman el dogma principal de las comunidades órficas. Así se alcanzaba el entusiasmo, culmen del rito órfico en el que "la divinidad penetraba en la persona que le veneraba y entonces ésta se creía una con el dios" (Russell). Gracias a esta fusión tan especial, los órficos tomaban parte de la sapiencia divina, y se hacían ellos mismos, por momentos, seres divinos. Queda aquí, pues, muy clara la diferencia trascendental entre un movimiento, el baconiano, excesivamente bárbaro y mutilante (por su descontrol e incapacidad de sutilezas), y el orfismo, dotado de un componente filosófico/religioso que le permite ingresar en el ámbito de las doctrinas intelectuales de primer rango. Fue el orfismo, y no el baconismo, el sistema que influyó en los filósofos posteriores, como bien puede entenderse a tenor de sus características.

Pero si hay un detalle que impresiona es la aparente conexión del orfismo con ciertas creencias hindúes presentes en aquella época en el subcontinente (recordemos, siglo VI antes de Cristo). Porque, en efecto, el orfismo sostiene que la vida terrenal es sinónimo de pena y angustia, al estar los hombres ligados indefectiblemente a una enorme rueda vital que gira sin cesar en incontables vueltas, que simbolizan los infinitos nacimientos y muertes, las infinitas creaciones y destrucciones. Mediante la purificación del rito órfico, sin embargo, nos es dada la posibilidad de emanciparnos de dicha rueda gigantesca, liberándonos para siempre y llegando al éxtasis de la unión con la divinidad. Esto es sorprendentemente similar a la doctrina hindú del samsara, es decir, la cadena de muertes y resurrecciones que sólo termina cuando, tras innumerables transmigraciones, nuestras meritorias acciones en las vidas terrenales nos permitan un renacimiento más puro, bajo la figura de un dios o brahmán. La liberación (moksha) supone una huida de la vida en la Tierra, refugiarse en una existencia libre de frustraciones, o quizá, simplemente en una no-existencia.

Es evidente la ligazón entre estas dos corrientes espirituales y filosóficas, distantes miles de kilómetros pero muy cercanas en su idiosincrasia intelectual. Burnet (citado en Russell) ya hizo mención de este notable nexo en común, pero afirmó que no puede haber habido contacto ninguno. ¿Y por qué no? Cierto que las distancias son grandes, y no parece plausible un intercambio de ideas entre dos regiones tal alejadas, pero aún resulta más improbable, a mi juicio, que dos visiones tan específicas acerca de la naturaleza humana y sus características, que ese ligero pero persistente poso pesimista, esa rueda infinita e incansable presente en el hinduismo y en el orfismo no sea más que una coincidencia, una idea contingente y casual. Tal vez los lazos entre Occidente y Oriente estén más apretados de lo que pensemos, y sus influencias sean mucho mayores de lo que queremos ver.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...