14.9.07

La teoría estoica del Destino

Uno de los apartados más interesantes del estoicismo (del que vimos algunas características tiempo atrás) es el referido a su teoría del Destino. Hay algunas referencias en la red relativas a la idea de que el sabio estoico debe acatar el destino que le proporcione la naturaleza, pero apenas se pueden encontrar nada si lo que queremos es una información acerca de esta compleja teoría, compleja no porque sea dificil entenderla, sino por los argumentos que precisa para establecerla y dotarla de firmeza intelectual.

Basaremos esta nota en lo que comenta Victor Goldschmidt, en su ensayo integrado en el volumen La filosofía griega (Siglo XXI). Creo que la traducción (¿o quizá sean mis luces?) no es precisamente de la mejor calidad, por lo que quizá pueda parecer el siguiente un texto escasamente argumentado; no obstante, habida cuenta de la apurada bibliografía de que dispongo, lo cierto es que no podemos hacerlo mejor. Al menos, y por el momento es bastante, ofreceremos una superficial aproximación a la teoría estoica del Destino, y tal vez en el futuro podamos volver a ella y, con mayor número de fuentes, dilucidar todos sus pormenores como se merece. Tiempo al tiempo.

La teoría del Destino aparece ya en la concepción de un eterno retorno, en el que los diferentes intervalos cósmicos, siguiendo una estricta regularidad, producen siempre los mismos acontecimientos y ven nacer y morir a los mismos seres. La idea de un eterno retorno supone para los estoicos la seguridad en que las cosas seguirán constantemente igual a través de los tiempos. Crisipo sostiene que el destino es "la razón por la cual se han producido los acontecimientos pasados, se producen los acontecimientos presentes y se producirán los acontecimientos futuros", y Plutarco recoge las pruebas o argumentos de aquél que sustentan dicha teoría:

1) "Nada sucede sin causa, pero (sí) según causas antecedentes".
2) "Nuestro mundo es administrado según la naturaleza, está alimentado por un mismo aliento y dotado de una simpatía con respecto a él mismo".
3) (Como testimonios): El principio dialéctico, la adivinación, y la aceptación de los acontecimientos por el sabio.

De la primera evidencia parte la idea de que el Cosmos en su totalidad está regido por el principio de causalidad (o sea, que en la Naturaleza, todo efecto -o fenómeno, o evento- es debido a una causa). Este principio es, de hecho, la razón universal que rige el mundo. De esta manera, los acontecimientos de nuestras vidas también están ligados (o más bien, subordinados) a la causalidad natural. Como todo sucede en función del destino, aquél precepto moral que veíamos en una nota anterior según el cual debemos vivir de acuerdo con la naturaleza queda así justificado.

En relación a la segunda prueba, ¿cómo armonizar la teoría del Destino con la libertad humana?, y ¿a qué nos referimos con ese concepto de 'simpatía'? En primer lugar hay que diferenciar entre las "causas antecedentes" de las "causas principales y perfectas". Por ejemplo, si hacemos rodar un balón por el suelo la fuerza (o impulso) que le damos es la causa antecedente del movimiento del balón. Pero ese movimiento se realiza gracias a unas particularidades propias del balón (su forma, textura, etc.), su naturaleza, que es, ella misma, la causa principal y perfecta. En nuestra vida, las vivencias y situaciones que experimentamos están ligadas inevitablemente a las causas antecedentes, pero no así la manera en que las afrontamos. Es decir, lo que nos ocurre sucede en función del destino, pero somos libres para enfrentarnos a ellas tal y como nos viene de gusto. Dirían los estoicos que somos libres para "el uso de las representaciones". Aunque los acontecimientos nos vengan dados, nosotros tenemos en nuestro poder la libertad de actuar según nuestra naturaleza. Nosotros, es decir, los cuerpos (recordemos que la escuela estocia sostiene que el alma humana es material), somos quienes convenimos en una forma de vida que, para los estoicos, "contribuye a la armonía universal", por medio de nuestra disposición a compadecernos de los demás, disposición innata a nuestra propia naturaleza. Ésta es la 'simpatía universal' a la que hacía referencia Crisipo.

La tercera y última prueba forma un grupo heterogéneo de evidencias (o índices), entre las que cabe citar el principio dialéctico, el cual supone que toda proposición debe ser verdadera o falsa (por proposición no entendemos ruegos o preguntas, sino frases con carácter enunciativo de las que quepa hablar de su validez o invalidez). Este principio fue admitido por los estoicos (también por Platón y Aristóteles, entre otros), y Crisipo nos explica a continuación su argumentación relativa a que todo suceso acontece por el destino: "Si hay un movimiento sin causa, toda preposición no será verdadera o falsa; porque aquello que no tenga causas eficientes [o perfectas] no será ni verdadera ni falso; sin embargo, toda preposición es o verdadera o falsa; por consiguiente, no existe el movimiento sin causa. Si ello es así, todo lo que sucede lo hace por causas antecedentes; si es así, todo sucede por el destino".

Otro de los índices es el tema referido a la adivinación. Los estoicos fueron una escuela que trató de fusionar las creencias religiosas en el corpus de su propia doctrina. Todos los integrantes de la escuela (excepto Panecio, que es un estoico singular) no ocultaron su simpatía hacia la adivinación, puesto que veían en ella una prueba de que la providencia actuaba en el mundo. Este intento de integrar una disciplina tan alejada filosóficamente dentro del sistema estoico tiene lógica, puesto que coincide de alguna manera con la propia estructura de su pensamiento. En palabras de Goldschimdt: "El acuerdo y la simpatía que ajusta todas las partes del mundo se manifiesta en las correspondencias entre los presagios y los acontecimientos". Crisipo prosigue argumentado la adivinación con estas palabras: "Se ha visto, en innumerables casos, cómo los mismos presagios preceden a los mismos acontecimientos, y cómo el arte adivinatoria se constituyó por la observación y anotación de los hechos". Y ofrece algunos ejemplos de casos sencillos en los que, tras observar cierto hecho, se ha producido otro: "Si hay claridad, es de día", o "si una mujer tiene leche, acaba de parir". Éstos son ejemplos de lo que hoy llamaríamos inducción, es decir, extraer una conclusión general a partir de premisas que contienen datos particulares.

El último de los índices, relativo a que "el sabio asume y se complace de todo lo que llega", ya lo hemos tratado en el post mencionado con anterioridad. Pero se reduce a la afirmación de que cabe hallar la conexión entre nuestra voluntad y lo que nos deparará el destino. Si somos capaces de unir ambos hechos, entonces hemos logrado la sabiduría, porque convenimos con el destino, nos fusionamos con el porvenir sin dejarnos llevar por lo que vendrá. Impertérritos, con el poder del desapego y la liberación de todas nuestras pasiones, somos uno con el destino: todo lo que acontezca no nos perturbará, y así, habremos vencido al propio destino.

11.9.07

Patrick Harpur: "El fuego secreto de los filósofos"

De tanto en tanto surge un libro capaz de explotar nuestras concepciones e ideas más establecidas, de hacer pedazos el sistema de pensamiento y de creencias en el que habíamos basado parte de nuestra vida. Para algunos, y no son pocos, la obra de Harpur que traemos hoy a estas notas de filosofía peripatética es uno de esos valiosos libros.

"El fuego secreto de los filósofos" (Atalanta, 2006) nace con el fin de hacernos ver lo parca y parcial que es nuestra visión del mundo actual, su perspectiva tan cerrada y dogmática. Estamos construyendo una sociedad en la que se valoran como nunca el saber "literal", la apariencia y el esqueleto de la realidad. Ésta es, nada menos, la conclusión a la que se llega tras la lectura del libro de Harpur. Se refiere Harpur, por supuesto, a la visión que es consecuencia del racionalismo y el conocimiento científico, movimientos intelectuales que han dominado y maniatado la imaginación y la expresividad puramente humana, brotada de aquélla. No es una postura realmente novedosa; las críticas (justas algunas, muchas exageradas) a la ciencia y a los científicos vienen de lejos (de hecho, desde la misma aparición de la ciencia), y desde todos los ámbitos posibles (incluso hemos hecho en estos lares algunos juicios al respecto, por ejemplo aquí, y también aquí).

Pero Harpur se diferencia de las demás pullas a la ciencia en que edifica un soberbio sistema intelectual en el que confluyen y flotan las creencias, los mitos y las leyendas de las diferentes culturas humanas, todo lo cual no es sino una forma que tenemos los hombres de familiarizarnos e intentar comprender el mundo. Más aún, somos nosotros quienes dando vida a ese corpus de creencias y perspectivas mentales otorgamos al universo su propia idiosincrasia. Las mitologías, sorprendentemente similares en sus patrones básicos a lo largo y ancho del planeta, nos llevan a suponer que existen un tapiz común que la gente percibe como la "realidad", una estructura mental añeja a nuestro inconsciente colectivo. Y esta realidad, inherentemente humana, nos permite contemplar al mundo, al kosmos incluso, como un lugar familiar, con el que logramos un contacto íntimo y personal.

Lamentablemente, el desarrollo de la Revolución científica y su conocimiento domeñado y adscrito a una contemplación excesivamente blanda y superficial de la realidad habría arruinado
esta perspectiva tan hermosa y admirable (un ejemplo de ello lo podríamos encontrar en Spinoza, filósofo del siglo XVII, un racionalista arquetípico, quien dividía las fuentes del conocimiento en imaginación, razón e intuición, aunque consideraba que sólo las dos últimas eran el conocimiento que nuestro intelecto podía garantizar; la imaginación, por lo tanto, murió por el camino). La solución, huelga comentarla, es un cierto "regreso" a ese paraíso perdido, un retroceso que, en cierta forma, es un avance. Como el libro de Harpur es tan apabullante desde el punto de vista intelectual, y es además misceláneo y enorme en contenido, me centraré tan sólo en un único capítulo, para comentar algunos pasajes y hacer mi propia crítica a sus ideas. El capítulo es el 19, el titulado "El cosmos y el universo". Sin embargo, estas críticas serán superficiales y esquemáticas; tan sólo rozaran la textura de la hipótesis central de Harpur, porque un espacio tan corto como éste no permite mayores profundidades.

Primeramente, no comparto, o por lo menos no completamente, la preferencia de Harpur por el kosmos medieval en perjuicio del revelado por la ciencia a partir de la revolución copernicana. Pese a que el primero era un mundo repleto de seres extraños y suntuosos, de dioses, de poderes y fuerzas sobrenaturales, ambiente sin duda evocador y mágico, carecía de la facultad de ser un universo en el que el hombre pudiera verse a sí mismo reflejado, porque él era un ser inferior, imperfecto y constreñido a los designios divinos y a las órdenes eclesiásticas. Para Harpur, sin embargo, este kosmos era "luminoso, inmenso pero concreto, finito, imaginable y hermoso como una enorme catedral". Por el contrario, el descubierto tras Copérnico era, tan sólo, "matemático, abstracto, inimaginable y oscuro". Del anterior, lleno de luces, se había pasado a un universo en el que "la jerarquía sagrada fue arrastrada por los fríos vientos del espacio secular".

En mi opinión, ese kosmos que tanto alaba Harpur es un mundo en el que destaca por encima de todo la esclavitud intelectual a la que se vio sometido el hombre cuando dominó, a lo largo de los siglos, las concepciones aristotélicas (y, posteriormente, cristianas), que iluminaron más bien poco la posición del hombre en el universo y que fueron, por su dogmatismo y férrea censura ante las evidencias en contra, un lastre cultural abobinable. No puedo mostrarme partidario de un kosmos en el que no se permite una libre investigación, en la que los hechos (reflejen estos, o no, el orden último del universo) son silenciados por constuituir una amenanza para las Escrituras, y en el que se maniataron a pensadores revolucionarios. Así, es de hecho el universo revelado por Copérnico y sus seguidores (imperfecto y falto aún de consistencia, qué duda cabe) el que parece mucho más acorde con el espíritu de libertad y de humanismo que el Renacimiento nos legó.

Por otro lado, Harpur sostiene que heliocentrismo no nos ha acercado a la verdad al creer que la Tierra gira alrededor del Sol, ni tampoco ha cambiado nuestra perspectiva, porque "vivimos todavía en un universo geocéntrico en el que el sol sale, sube, se pone, en otras palabras, se mueve alrededor de nosotros". La primera afirmación es innecesaria, la segunda, errónea. Porque, en primer lugar, es evidente que sabemos mejor (que no más) cómo funciona la dinámica del Sistema Solar. Si nos atenemos al aspecto puramente mecánimo, y éste es el que Harpur desbroza aquí, o mucho me equivoco, entonces no hay comparación posible entre una postura y la otra: el heliocentrismo es correcto, el geocentrismo, no. En segundo lugar, por supuesto que el heliocentrismo ha modificado nuestra perspectiva; ¿cómo no iba a hacerlo, si supone una radical transformación del lugar del hombre del Cosmos? El que veamos al Sol salir por la mañana y moverse alrededor nuestro es únicamente, y esto es obvio para cualquiera, una cuestión de perspectiva, de punto de vista desde el cual miramos al cosmos.

Aunque Harpur parezca hacernos creer que los sabios medievales estaban tan acertados (o más aún) que los renacentistas en un tema tan simple como éste, lo cierto es que si bien desde la perspectiva de la imaginación y de la ponderación personal del kosmos y de lo que existe en él pueda ser verdad, desde la óptica de analizar un hecho físico no lo es. Pero para no hacer ya esta nota excesivamente latosa dejaremos aquí mis objecciones a la obra de Harpur. Tras ello, para concluir, unas palabras de lisonja.

Está claro que el cientifismo ha adoquinado nuestro camino del conocimiento, siempre incómodo, molesto y lleno de peligros, con la extraña sensación de una vía suave, sin baches, de saber absoluto, equilibrado y bien determinado por el método. Esto es un error; la ciencia es falsabilidad, un intento tras otro de superar el conocimiento ya establecido. Quien quiera darle el aura de infabilidad está, no ya haciendo un flaco favor a su sistema conceptual de la realidad, sino confundiendo a los demás. La ciencia abarca un ámbito, y es sensacionalmente eficaz en él, pero más allá carece por completo de competencias para determinar lo cierto y lo falso. Harpur nos recuerda que la visión 'literal' del mundo es una forma de autoengaño, de mutilación intelectual, porque puede haber otros dominios en los que la ciencia no tiene ninguna jurisdicción. Lo inteligente, lo cabal, lo que deberíamos hacer todos, es dar cabida en la mayor amplitud posible a un sistema de perpepción del mundo en el que poder fusionar tanto una aproximación científica como una aproximación imaginativa, metafórica y mitológica, no porque nos acerquen a la verdad (sea esto lo que sea y, de hecho, si es que existe), sino porque constituye uno de los pilares fundamentales con los que los humanos construimos el universo. Carecer de uno de los dos ámbitos es, como diría Ken Wilber, obligarse a abrazar una visión chata del mundo, incompleta, una totalidad zaherida y ultrajada.

Resumir aquí esta monumental obra es tarea estéril, hay que leerla y disfrutarla, porque a la novedosa, coherente y peculiar teoría de Harpur se une una no menos impactante prosa y una estructura que no presenta un orden esquemático y al uso, sino una alternancia de temas en la más pura tradición heterodoxa, yendo de una cuestión a otra casi por el placer y la intuición del momento de reflexión. Nos hallamos ante un libro que bien podría modificar, profundamente, algunos de los preceptos más básicos acerca de nuestra visión fundamental de la vida y la realidad, pero me temo que será un tesoro que llegará a pocos de nosotros, y lo que es peor aún, tal vez se tenga por un curioso y novedoso sistema de pensamiento (aunque, dicho sea de paso, vaya más allá del ámbito puramente filosófico), un raro ejemplo de modo de entender el mundo, y en ello se quede para muchos, es decir, en una simple rareza, externa y al margen de toda corriente de reflexión verdaderamente racional.

Por su frescura, por su innovadora originalidad, por su densidad y variedad, por su alcance intelectual, por la magia que destilan sus páginas, y por la sensación de estar ante una obra cuya esencia quizá esté destinada a remover conciencias y a despedazar sistemas de creencias, este libro de Patrick Harpur, con sus defectos, sus deficiencias y fallas (que los tiene), merece un hueco de honor en nuestra biblioteca, y merece también de relecturas constantes, para no perder de vista esa perspectiva cultural más amplia en la que engarzar ciencia e imaginación, racionalidad y creatividad, objetividad y ensoñación, con el único fin de hacernos más humanos y, así, abrazar todo lo que nos es propio.

2.9.07

Platón: 'La República'

Como hombres libres que somos (al menos, a eso aspiramos), es dudoso que no nos hayamos, alguna vez, cuestionado el modelo de sociedad y política reinante en nuestros tiempos. Quizá, concedo, no lo hayan hecho aquellos que moran a nuestro lado sin enterarse de dónde están, quiénes son y hacia dónde quieren ir (desgraciadamente, sospecho que son unos cuantos), pero la mayoría de nosotros, precisamente por la creencia en nuestra libertad, vemos en el mundo que nos rodea unos pocos, bastantes o muchos elementos que modificar, erradicar o suplir. Es decir, tenemos un ideal de sociedad, de política, y de mundo. Nos gustaría que éste, las gentes que lo pueblan y las normas y leyes que ellos han creado estuvieran más acordes, de ser posible, con nuestras voluntades y percepciones. Algunos construyeron en el pasado todo un modelo de ese tipo de sociedad idealizada, modelo que plasmaron y dejaron escrito para la posteridad (y que suele llamarse Utopía) como por ejemplo Tommaso Campanella (La Ciudad del Sol, 1623, de la que, también cabrá hacer un pequeño comentario en el futuro), o la clásica Utopía, de Tomás Moro (1516). Sin embargo, el primer esbozo de sociedad utópica corresponde a Platón [427-347 a. de C.] (de quien, por cierto, aún no habíamos hablado en estos desperdigados y errantes apuntes...), cuya obra La República, escrita hacia 370 antes de Cristo, constituye un acercamiento a sus ideas sobre la sociedad, la política y el ideal de polis griega.

Es sabido que Platón presentó sus obras en formas de diálogo. Su maestro, Sócrates (470-399 a. de C.), ya había empleado este género para llegar a un conocimiento mediante el debate y la discusión de ideas (forma de saber que se ha dado en llamar dialéctica). De los diálogos de Platón La República quizá sea el más importante, amén del más recordado y seguramente también el más leído. La edificación de un Estado ideal conforma la primera parte de esta obra, y es ahora la que más nos interesa.

Los manuales al uso de la historia de la filosofía nos dicen que Platón dividió la polis o ciudad ideal en tres tipos de ciudadanos; como ésta debe construirse a imagen del hombre y el hombre posee tres tipos de alma, habrá una correspondencia entre cada una de dichas partes y las del alma humana. O sea, en primer lugar, aquellas gentes en las que domine el alma concupiscible (o el placer sensible, o del estómago, para entendernos...) serán los productores (comercio, artesanía, agricultura, etc.), cuya mayor virtud es la templanza. Seguidamente, si predomina la parte irascible del alma (anclada en el pecho y que contiene aquellas disposiciones nobles de espíritu), las gentes serán encuadradas dentro del grupo de los militares, por su fuerza y valentía. Por último, si la dominante es la parte racional del alma, entonces nos hallamos ante los verdaderos gobernantes, pues destaca la inteligencia y la sabiduría y son ellos quienes deben encargarse de la legislación y la educación ciudadana.

Estos últimos, los gobernantes, deben ser filósofos porque, como cuenta Platón en la Carta VII, en su tiempo, "el derecho y la moral se hallaban corrompidos, y aquella situación en la que todo iba a la deriva me producía vértigo. Entonces me sentí irresistiblemente movido a cultivar la verdadera filosofía y a proclamar que sólo su luz puede mostrar dónde está la justicia en la vida pública y privada, convencido de que no acabarán las desgracias humanas hasta que los filósofos de verdad ocupen los cargos públicos, o hasta que, por una gracia divina, los políticos se conviertan en auténticos filósofos".

Por otra parte, la virtud fundamental de la vida en la polis es la justicia, cualidad que consiste básicamente en lograr la armonía entre ciudadanos, entre clases, y con el Estado, en general. Este propósito sólo es posible, para Platón, cuando cada uno de los ciudadanos o clases cumplen con su cometido para con el Estado sin pensar u obedecer a su propio interés. Ello es factible si no poseen propiedad privada ni familia, y el Estado se encargará de formar a hombres y mujeres por igual, según sus aptitudes. Hasta aquí la parte buena, o por lo menos, relativamente aceptable de La República.

No obstante, Platón propone una serie de medidas educativas y sociales que, hoy, parecen inhumanas, alienantes y bastante miserables. Para que los gobernantes consigan las cualidades que se les suponen, la educación debe ser amplia, variada y estricta. La formación estará basada en la música y la gimnasia (que hoy sería algo así como humanidades, más ciencia, y educación física). Pero no debe el gobernante aprender cualquier cosa, sino sólo aquello beneficioso para su tarea futura: por ejemplo, no sirve de nada aprender a Homero o Hesíodo, porque sus chanzas son superfluas y, además, en ciertos pasajes de sus obras, se expresa como un temor a la muerte y esto, como señala maliciosamente Bertrand Russell, no es deseable, porque "hay que tratar que los jóvenes mueran gustosamente en la batalla". Los ideales de seriedad y decoro, tan presentes en Platón, están ausentes por completo en los poetas, quienes manifestaban una jocosidad y un placer por las fiestas nada apetecible para el regio y templado porte de los gobernantes platónicos. Por lo que respecta a la música, sólo cabe escuchar aquellas melodías que inciten al valor, a la vida templada, pero no las que contienen ritmos pesadumbrosos o melancólicos. La vida comunal y el hecho de que las mujeres y los bienes sean de todos, además de la medida estricta que opta por desligar a los padres de los hijos desde el nacimiento (así, cualesquiera personas mayores podrían ser nuestro padres), tiñe a la ciudad ideal de Platón de un cariz deshumanizado y parco en afectos.

Asimismo, ¿por qué debe ser el Estado quien valore las aptitudes de los individuos y decida cuáles son los trabajos en los que serán más competentes y eficaces? Sólo cuando la persona esté desorientada y no sepa cuáles son sus cualidades debe entonces intervenir el Estado (o así debería ser en una sociedad abierta), pero en los otros casos son los ciudadanos, y sólo ellos, quienes deciden. No obstante, si es el Estado quien determina dónde emplazar a los individuos, entonces es comprensible que aquél domine sobre éstos, es decir, que los deseos del gobierno primen sobre los personales. Toda la república platónica está orientada, de hecho, hacia una subyugación individual ante el poder, pero no ante el poder de los sabios, sino el poder global y completo del Estado. La pretensión, dice Russell, "es reducir al mínimo las emociones personales, y quitar así obstáculos para el dominio del espíritu público".

También cabría pensar en por qué los gobernantes son sabios. ¿Qué les permite llegar a la sabiduría? Platón sostiene que se debe a que, tras su preparación y formación, han dado por fin con el conocimiento del bien, que no es otra cosa que obrar adecuadamente. ¿Y qué es obrar adecuadamente? Pues no hacer el mal voluntaria o conscientemente. Pero nosotros podemos experimentar el bien, es decir, obrar adecuadamente, y acto seguido obrar inadecuadamente, es decir, experimentar conscientemente el mal. Conocer el bien no nos exime de hacer el mal. Si bien nosotros no somos gobernantes (ni, por tanto, filósofos) y, así, no somos un buen ejemplo, resulta un tanto improbable imaginar a alguien capaz de elegir, perpetua y voluntariamente, el bien. ¿Podría alguien querer llegar a ese extremo? ¿Lo podríamos considerar plenamente humano, si aceptamos que el mal, el hacer mal voluntariamente, está tan imbuido en nuestras venas como la sangre? No podemos desprendernos de nuestro pedazo de ser oscuro, malévolo, perverso. Si acaso, todo lo más a lo que es posible aspirar es a una cierta represión, pero siempre acaba saliendo, porque forma parte de nosotros tanto como el bien.

Las características de La República (y de cualquier otra obra de este mismo género), examinadas muy someramente aquí (hay que leer el diálogo, qué duda cabe...), nos permiten llegar a dos conclusiones sencillas: la primera, que toda Utopía es un reflejo de los ideales de su autor, que a su vez se sustentan en las situaciones sociales, culturales y políticas de su tiempo. Esto significa que el paso de los años y siglos puede echar sobre las utopías tierra o flores, en función de la época y de las idiosincrasias socio-culturales desde las que se examinan. Y, segundo, que las Utopías son un modo de rebeldía social, una gracia de revolucionaria visión de lo que podría ser el mundo (y no es). Sirven de acicate, mejoran los sistemas existentes en su presente (o, como mínimo, así lo intentan) y dan una imagen de estabilidad y prosperidad en tiempos de crisis (como fue el caso de la sociedad en los años de Platón). En definitiva, que suponen un revulsivo intelectual ante una situación de fracaso económico/cultural/político, y mueven a una reflexión que puede tener importantes consecuencias futuras.

Hoy sabemos que la Utopía platónica es, también, quimérica. Los gobernantes, por muy iluminados por la sabiduría que estén, son seres humanos, y como antes señalábamos, dificilmente podrían estar exentos de interés, corrupción o, incluso, cierta malicia. Pero la relevancia de la República, a mi juicio, no estriba en el tipo de sociedad y gobierno que propone, a todas luces muy mejorable, sino en que fue una primera (y, si se quiere, ingenua y algo torpe, pero brillante por su novedad y calidad literaria) tentativa seria de ofrecer una alternativa al estado existente en la época de Platón. Esa voluntad de cambio ante el descontento y la zozobra, ante el poder corrompido y mutilado, ante un futuro incierto, es lo que debe valorarse hoy, 2.300 años después de su redacción.

La idealización de un Estado es tarea, tal vez, de todo hombre de su tiempo, porque todo hombre es un producto, lo quiera o no, de su propia sociedad, y aunque ésta no defina a aquél, un hombre feliz y dichoso en su sociedad, sometido y embelesado, acrítico e indiferente ante ella, quizá no merezca el apelativo de hombre.

23.8.07

Baco y el orfismo

Grecia fue el símbolo de la libertad de pensamiento y de acción. En sus costas fluyó la necesidad de que los dogmas religiosos y políticos no fueran seguidos ciegamente. La democracia ateniense, uno de los mayores milagros que de allí surgió, así como la aparición de la racionalidad, constituyeron los sólidos cimientos sobre los que edificar una sociedad radicalmente nueva. La fundación de una serie de instituciones libres y la independencia de juicio permitieron que triunfara la razón y la crítica sobre todo lo inherentemente humano.

En relación a la religión, los griegos creían en el politeísmo, pero los dioses no eran seres de divinidad inalcanzable, a los que hubiera que rezar o adorar en situación de absoluta e infinita inferioridad; antes al contrario, uno de los detalles más significativos de la relación entre humanos y dioses según los griegos era que éstos tan sólo eran "superiores" a aquellos en cantidad, no en cualidad: es decir, pese a la omnipresencia y el poder divino, el hombre y la mujer tenían la posibilidad de alcanzar a los dioses, y su vida debía ser un incentivo para tal proyecto. La ausencia de dogmas o textos sagrados que sirvieran de vehículo de expresión directa de los deseos divinos fueron los acicates intelectuales necesarios para el posterior desarrollo del racionalismo, es decir, la ciencia y la filosofía.

Pero esta independencia de pensamiento estaba fuertemente ligada a unas condiciones sociales y políticas muy concretas, en las que se promovía y estímulaba el saber y la crítica, la discusión y la libre investigación. En cuanto estas condiciones cambiaron o fueron suprimidas, algo que sucedió entre los siglos VII y VI antes de Cristo, el espíritu de felicidad y de dicha que reinaba en Grecia fue sustituido por una sensación de desesperación y angustia ante un mundo que parecía estar en decadencia. Fue entonces cuando surgió, paralelamente a la debacle sociopolítica que por entonces tuvo lugar, una nueva religión que parecía haber nacido de la nada: fue Baco (o Dioniso, entre muchos otros nombres) quien sistematizó dicha creencia religiosa, creencia que tuvo una impensanda notoriedad.

El culto a Baco llegó a Grecia procedente de Tracia, que estaba poblada por gentes bárbaras, a juicio de los mismos griegos. La verdad es que el culto sí parece poseer algunos elementos un tanto salvajes, como por ejemplo descuartizar animales vivos y luego comérselos en crudo, además de unas extrañas danzas de acento místico y extático que practicaban en grupos las mujeres, bailes recogidos por Eurípides en su obra Las bacantes. El éxito de la doctrina baconiana se debió a un declinar general del entusiasmo de vivir, o más bien, a la sensación de desaliento ante un mundo social y políticamente corrompido, producto de la pobreza que las invasiones dorias habrían causado, junto con una gran crisis económica que sentenció a clases sociales enteras. Este ambiente de inestabilidad supuso el caldo de cultivo ideal para que el baconismo, religión pesimista del porvenir, echara firmes raíces en la sociedad griega.

Pero hay otro motivo, quizá no menos relevante, vinculado a la moral y al estilo de vida griego. En efecto, la sociedad griega, que disfrutaba de una independencia intelectual enorme, insistía, sin embargo, en mantener una moral más bien estricta, ceñida a unos cánones de decencia y honestidad quizá demasiado rigurosos; el baconismo, por el contrario, proponía una existencia salvaje, pasional, desligada a imposiciones ni reglas morales. Así, en la Grecia antigua convivieron dos planos vitales casi antagónicos: por un lado, el ortodoxo griego, alejado del primitivismo y el descontrol, y por otro el baconismo, símbolo del desenfreno y la vuelta a una existencia más pura. A este último plano de vida contribuyó, significativamente, el descubrimiento de la cerveza y, posteriormente, del vino, brebajes que fueron empleados (en exceso, huelga decirlo) para alcanzar el estado de delirio tan propio de los seguidores de Baco (no en vano Baco es el dios del vino...). El baconismo era, en definitiva, un regreso a los orígenes salvajes de la humanidad; en palabras de B. Russell, el baconismo trató de "recuperar una intensidad de sentimiento que la prudencia [de los griegos ortodoxos] había destruido". Patrick Harpur, en su revolucionario y sorprendente libro El fuego secreto de los filósofos (Atalaya, 2006), del que resultará obligado hablar en una nota futura, afirma: "Nietzsche colocó a Apolo en un extremo del espectro psíquico; en el otro puso a Dioniso, dios del vino, de ritos nocturnos de éxtasis y abandono colectivo. Desde el punto de vista de Apolo, Dioniso es irracional, caótico, desenfrenado y turbio; desde la perspectiva de Dioniso, Apolo parece demasiado frío, desapasionado, intelectual rígido e individualista". Esta dicotomía tan marcada estuvo muy presente en la sociedad griega, en la que cada bando o facción consideraba inferior, infeliz o inhumana a la otra.

Si bien resulta deseable dar entrada en nuestra vida a esa embriaguez tan característica del culto de Dioniso, al menos de tanto en tanto, puesto que forma parte de nuestra naturaleza actuar y manifestarnos desde todas las perspectivas posibles (siempre que ellas, por supuesto, no supongan daño a terceros), es más razonable que se trate de una embriaguez mental o espiritual, y no una física, ya que una vida en la que predomine un coma etílico tan prolongado lo único que puede proporcionar es un estado físico deplorable y un futuro absolutamente similar al de las bestias, que se deleitan tan sólo con unas piezas de carne fresca. Es decir, viviendo así nos acercamos, en un sentido nada positivo ni provechoso, a nuestras camaradas las fieras.

Ésta opción, la de la embriaguez mental/espiritual, sin duda más sana y más placentera a la larga que la puramente física, es la que intentó establecer en la sociedad griega Orfeo, figura oscura, mitad real, mitad mítica, cuya doctrina propone que el ser humano está formado por un cuerpo y un alma. El cuerpo es tan sólo un recipiente temporal para el alma, un obstáculo, casi como una tumba. Hay que esperar a la muerte para que el alma, la parte fundamental del hombre (el contrario de lo que sostenía el poeta Homero, para quien el cuerpo era la sección humana esencial), deje atrás su constitución terrenal y entre a formar parte del reino divino, una vez alcanzada la purificación completa, lo que puede necesitar reencarnaciones en otros recipientes (humanos o no). Una buena forma de alcanzar esa purgación total es por medio de la abstención de tomar ciertos alimentos (carne, por ejemplo, en total contraste con sus homólogos baconianos) y mediante una serie de ritos de purificación.

Tanto la transmigración del alma como su purificación conforman el dogma principal de las comunidades órficas. Así se alcanzaba el entusiasmo, culmen del rito órfico en el que "la divinidad penetraba en la persona que le veneraba y entonces ésta se creía una con el dios" (Russell). Gracias a esta fusión tan especial, los órficos tomaban parte de la sapiencia divina, y se hacían ellos mismos, por momentos, seres divinos. Queda aquí, pues, muy clara la diferencia trascendental entre un movimiento, el baconiano, excesivamente bárbaro y mutilante (por su descontrol e incapacidad de sutilezas), y el orfismo, dotado de un componente filosófico/religioso que le permite ingresar en el ámbito de las doctrinas intelectuales de primer rango. Fue el orfismo, y no el baconismo, el sistema que influyó en los filósofos posteriores, como bien puede entenderse a tenor de sus características.

Pero si hay un detalle que impresiona es la aparente conexión del orfismo con ciertas creencias hindúes presentes en aquella época en el subcontinente (recordemos, siglo VI antes de Cristo). Porque, en efecto, el orfismo sostiene que la vida terrenal es sinónimo de pena y angustia, al estar los hombres ligados indefectiblemente a una enorme rueda vital que gira sin cesar en incontables vueltas, que simbolizan los infinitos nacimientos y muertes, las infinitas creaciones y destrucciones. Mediante la purificación del rito órfico, sin embargo, nos es dada la posibilidad de emanciparnos de dicha rueda gigantesca, liberándonos para siempre y llegando al éxtasis de la unión con la divinidad. Esto es sorprendentemente similar a la doctrina hindú del samsara, es decir, la cadena de muertes y resurrecciones que sólo termina cuando, tras innumerables transmigraciones, nuestras meritorias acciones en las vidas terrenales nos permitan un renacimiento más puro, bajo la figura de un dios o brahmán. La liberación (moksha) supone una huida de la vida en la Tierra, refugiarse en una existencia libre de frustraciones, o quizá, simplemente en una no-existencia.

Es evidente la ligazón entre estas dos corrientes espirituales y filosóficas, distantes miles de kilómetros pero muy cercanas en su idiosincrasia intelectual. Burnet (citado en Russell) ya hizo mención de este notable nexo en común, pero afirmó que no puede haber habido contacto ninguno. ¿Y por qué no? Cierto que las distancias son grandes, y no parece plausible un intercambio de ideas entre dos regiones tal alejadas, pero aún resulta más improbable, a mi juicio, que dos visiones tan específicas acerca de la naturaleza humana y sus características, que ese ligero pero persistente poso pesimista, esa rueda infinita e incansable presente en el hinduismo y en el orfismo no sea más que una coincidencia, una idea contingente y casual. Tal vez los lazos entre Occidente y Oriente estén más apretados de lo que pensemos, y sus influencias sean mucho mayores de lo que queremos ver.

17.8.07

Popper y el fundamento científico

¿Cuál es el procedimiento mediante el cual la ciencia consigue obtener conocimiento de la naturaleza? ¿Es este método muy diferente del que se emplea en las ciencias sociales, o guarda alguna similitud de base con él? ¿Qué alcance tiene dicho procedimiento y qué tipo de veredicto podemos establecer en relación a la verdad que nos ofrece?

Éstas son algunas de las preguntas que Karl Popper pretender responder en uno de los ensayos que componen su libro "El mito del marco común" (Paidós, colección Surcos, nº 8, 2005), el titulado "Modelos, instrumentos y verdad". Se trata de cuestiones muy interesantes y de las que Popper era un gran conocedor, no en vano fue uno de los mejores filósofos de la ciencia que dio el siglo XX. Hay un aspecto que me parece realmente importante del ensayo citado, y es el relacionado con la elucidación de cuál es el método de la ciencia.

Empecemos por la definición de ciencia y su método. Para Popper, según la postura tradicional, postura aceptada por todos los científicos como el pilar fundamental de su profesión, la ciencia parte de la observación, que produce datos, hechos o mediciones, los cuales, correlacionados o conectados de alguna manera, sirven para llegar a una generalización, que posteriormente dará lugar a las teorías científicas. Estas teorías aspiran a ser una descripción lo más correcta posible de la realidad, y sólo se modifican cuando ulteriores observaciones no encajan con ellas.

Popper arguye que este método científico no es, en absoluto, el que se sigue en las ciencias naturales. Por el contrario, la ciencia parte, no de observaciones, sino de problemas. "Un problema prometedor, un problema que sea significativo dentro de la actual situación problemática, dominada a su vez por nuestras teorías" constituye la materia prima a partir de la cual la ciencia empieza a funcionar por sí misma, y no la observación embobada de la realidad. La lección sintetizada de Popper es la siguiente: la ciencia siempre empieza y termina con problemas.

¿De dónde surgen los problemas, es decir, cuándo o cómo toman forma en nuestra vida? Para Popper, los problemas aparecen en el momento en que nuestro conocimiento se ve en dificultades, quizá porque no responde a las expectativas o porque son incompletos. Así nacen los problemas, situaciones que permiten aproximarnos con nueva perspectiva al saber que hasta entonces era rigurosamente aceptado.

Popper ilustra su postura con la teoría de la gravedad de Newton. Isaac Newton no elaboró su nueva teoría simplemente porque observara hechos y dedujera de ellos que cabía modificar la concepción física del mundo. Si Newton concebió su teoría fue porque cabía resolver problemas que las leyes de Kepler y las de Galileo ocasionaban. Si no conocemos las circunstancias y los problemas existentes previamente a la teoría de Newton, ésta, para Popper, carece de todo sentido, porque no podemos comprenderla cabalmente. Dicha teoría, como muchas otras, nacen con el objetivo final de brindar una descripción más acorde a la realidad que su predecesora, y ello sólo tiene significado si entendemos que los problemas son previos a las teorías.

Un resumen rápido de lo que para Popper es el método científico sería el siguiente;

1) Seleccionar un problema.
2) Tratar de resolverlo proponiendo una teoría como solución provisional.
3) Mediante la discusión crítica de nuestra teoría podemos mejorarla, eliminar algunos de sus errores o, si se tercia, cambiarla o desecharla por otras teorías que expliquen mejor los problemas.
4) Toda discusión crítica, incluso en los casos de teorías plenamente establecidas, tiene el provecho de sacar a la luz nuevos problemas, con lo que el proceso puede volver a empezar.

En definitiva: Ciencia = problemas-teorías-críticas-problemas.

Si nuestra teoría no es capaz de resolver los problemas que le planteamos, entonces hay que cambiar de teoría. Criticando y mejorando nuestra teoría vamos poco a poco aprendiendo sus entresijos, solucionando los problemas creados y formándonos mejor para afrontar otros nuevos que aún están por llegar.

A continuación analiza Popper en su ensayo la cuestión de la objetividad y la racionalidad de la ciencia, elementos ambos que se hayan imbuidos en la llamada discusión crítica de las teorías científicas. La objetividad es, para Popper, no considerar ninguna teoría científica como dogma, así como que toda teoría es, tan sólo, una tentativa de explicación, la cual debe estar permanentemente presta a ser criticada, desde todo frente y con toda intensidad, por los científicos. Esta discusión crítica se dirige hacia un objetivo claro: hallar en la teoría un defecto, un error cuando intenta explicar o dar solución a un problema. Al comparar dos teorías, la que aporte un mayor caudal explicativo de los hechos será la finalmente aceptada.

Ahora bien, la discusión científica, y el triunfo de una teoría sobre otra tras dicha discusión, no suele llevar a una conclusión definitiva, porque no hay forma de falsar categóricamente teoría alguna (el principio de falsacionismo [que sostiene la idea de que toda proposición científica tiene que ser ser susceptible de ser falsada] es, precisamente, una categoría epistemológica construida por Popper; quizá hablaremos más extensamente de ella en el futuro, pero de momento, un par de enlaces interesante, aquí y aquí). A la única conclusión que se puede llegar después de una discusión crítica es que la teoría elegida es la mejor de que se dispone.

Es dificil no estar de acuerdo con esto con Popper. Es importante, muy importante, de hecho, evitar la suposición de que aceptar una teoría es tenerla por plenamente establecida, hoy, mañana y siempre. El símbolo científico que representa lo que la ciencia nos ofrece no debería ser el conocimiento, el saber adquirido, sino el espíritu de cambio, la posibilidad de una sabiduría en constante mejora, la crítica incansable de teoría y posturas científicas. Su avance, para Popper, está integrado en el de los problemas que la integran y el de las teorías que tratan de explicarlos; así, una teoría aceptada por todos y rígidamente asentada en nuestro acervo común, la que nadie osa ya discutir, es una teoría muerta, inútil y peligrosa; porque puede derivar en un dogma, la larva de la intolerancia y el fanatismo.

Y, con esto, paso ya a mi crítica de la visión de Popper. La principal objección que se le puede achacar es, naturalmente, que la ciencia puede muy bien no empezar siempre con problemas. La simple observación puede, por sí misma, ser la desencadenante del proceso que nos sitúa en pos del conocimiento. Pero es que, además, existen multitud de otras tipologías de métodos de investigación que nos permiten adquirir conocimiento científico; cierto que el método hipotético-deductivo es el de mayor difusión y el más utilizado por los científicos (método que, no obstante, Popper rechaza como idiosincrásico de la ciencia, como hemos visto), mas no deben olvidarse otros procedimientos, que pueden ser utilizados combinadamente, como métodos lógico deductivos/inductivos, la analogía, el método histórico, el sintético y analítico, entre muchos otros.

Por otra parte, si toda ciencia parte de problemas quizá estemos dándole un énfasis excesivamente práctico al fundamento científico. Es verdad que Popper asume que un problema práctico puede dar origen a otro teórico, y con esto que su pragmática visión científica se enlaza con un esqueleto teórico, del cual se nutre aquella, como es evidente, pero la ciencia muchas veces parte o nace directamente de un conocimiento completamente teórico, puro, exento de ropajes experimentales. Los problemas científicos, tal vez, surgen más bien después de la curiosidad, el interés y la observación del mundo natural, no necesariamente con anterioridad a ellos.

Popper ha recibido críticas de distintos pensadores, entre los que se halla Thomas Kuhn, que en su "La estructura de las revoluciones científicas" sostiene que la visión de Popper acerca de cómo actúan (o deberían actuar) los científicos es errónea, pues en sólo contadas ocasiones son ellos mismos, es decir, los propios científicos, quienes llevan su teoría hasta el límite de su falsación. Más bien, parece ser que la proponen sin explorar hipotéticas condiciones inaceptables, o sin saber hasta un margen seguro si resuelve los problemas planteados. En esas condiciones, la discusión crítica no es posible, porque no hay, según Kuhn, un examen profundo del poder explicativo de las teorías en liza.

A mi juicio, y en síntesis, Popper traza una concepción de la ciencia abierta, no dogmática, cuyas teorías necesitan ser constantemente criticadas y replanteadas, además de entendidas como aproximaciones a la verdad, sólo temporalmente adecuadas y destinadas a ser superadas por otras nuevas, pues la evolución científica es inevitable y deseable. En esto es fácil coincidir. Por otro lado, la cuestión de si la ciencia parte de problemas o de observaciones es más discutible, puesto que tanto puede hacerlo desde un frente o desde otro, e incluso desde algunos más, como hemos visto.

Quizá un término medio, el que supone que tanto los problemas como las observaciones son la raíz de la ciencia, sea lo más adecuado para entender cómo surge ésta, una disciplina valiosa, que sustenta nuestro mundo occidental y nos ayuda en nuestra comprensión del mundo como ninguna otra forma de conocimiento.

21.7.07

Independencia y libertad

Cualquiera de nosotros necesita cierto grado de independencia: independencia de juicios, de personas, de sentimientos, e incluso de valores. No todos somos iguales, obviamente, y nuestras exigencias y deseos humanos difieren notablemente de unos a otros. De lo que se trata es, sin más, de que cada uno de nosotros se sienta, al menos hasta un mínimo grado, autodominado, libre ante temores, falsedades o vínculos. Es decir, la independencia (y la libertad asociada a ella) nacen de (o nos dirigen hacia) nuestra pretensión de ser nosotros mismos, de guiar nuestra existencia sobre el camino que elegimos porque, sencillamente, ése es el que queremos seguir. No se trata de recharzar consejos, ideas o apoyos de los demás, sino de tener en nuestras propias manos la decisión última.

Que necesitemos y busquemos (o debamos hacerlo) la verdadera independencia ante el mundo y los demás no significa, por supuesto, que sea deseable una independencia absoluta. Es más, dicha independencia absoluta es, en sí misma, imposible de alcanzar. Así lo entiende Karl Jaspers cuando escribe que: "En el pensamiento dependemos de la intuición, que tiene que sernos dada; en la vida dependemos de otros, ayudando a los cuales y siendo ayudados por ellos es únicamente posible nuestra vida.". Por lo tanto, nos resulta inalcanzable una completa autonomía completa de pensamiento o acción. Esto se debe a que cada uno de nosotros se supedita al otro, a otro igual, puesto que con él alcanzamos la plenitud como ser humanos. Lo que esto significa es que la independencia total, que quizá anhele algún ermitaño solitario o un ser aberrante, no existe. Y si no existe, lógicamente, es inalcanzable.

Luego todo ser humano debe abrirse a otros iguales, pues de lo contrario no es él mismo, no es nada, en realidad. Por muy solitarios que seamos, por mucha emancipación de los otros que creamos tener, los necesitamos. Aunque fuera tan sólo uno, otro ser humano, con quien viviéramos toda la existencia, ése ser es el que nos daría nuestro propio designio como personas. Solos, en efecto, verdaderamente solos, no somos nada.

No obstante, maticemos. Porque aunque sepamos que no podemos llegar a una independencia absoluta, tal circunstancia no debe eximirnos, en absoluto, de no tratar de disfrutar de la mayor independencia posible.
Esto viene a cuento porque un superficial, aunque quizá algo eclético, vistazo a la sociedad en que vivimos nos insinúa una, tal vez, excesiva dependencia de los demás, de sus opiniones, de sus valoraciones, juicios y decisiones. Quiero decir que en bastantes ocasiones tendemos a dejarnos llevar por otros, y si aspiramos a un control, por endeble que sea, de nuestra propia existencia, es más bien lo contrario aquello que debemos buscar con ahínco. Por lo tanto, no renunciemos a los demás, pero también, y sobretodo, no renunciemos a nosotros mismos, a ser los actores principales de nuestra vida. No dejemos, en suma, que otros vivan por nosotros.

Esto no implica, según ya se advierte, que sea beneficioso un ermitañismo radical, que renunciemos a las gentes o nos evadamos de la realidad, en absoluto. Como humanos, nos es tan precioso el apoyo mútuo entre iguales que desechar éste convertiría a nuestra existencia en una completa falta de sentido. Pero todos debemos reconocer que una independencia y una libertad de que nos separe, siquiera mínimamente, en juicios y acciones de estos iguales es, no sólo deseable, sino imprescindible. Porque, de esta manera, estamos en disposición de cimentar nuestra vida sin sometimientos ni docilidades.

Tal independencia, ¿ante quién o qué cabe esgrimirla? En nuestra vida diaria, y en materia de pensamiento, podríamos solicitarla ante dogmas religiosos, ante afirmaciones políticas, inclinaciones periodísticas, o ante las enseñanazas obligatorias, por mencionar sólo unos pocos ejemplos. Y, sin embargo, lo deseable sería que nuestra independencia fuera mucho más allá, o mucho más acá, si se quiere, porque cabría expandirla de modo que alcanzara todas y cada una de nuestras decisiones y determinaciones, en nuestro día a día, y desde que llegamos a cierta edad, a partir de la cual nuestra personalidad puede verse muy influida por otras. Me explico con un ejemplo prosaico, tomado de mi (no tan lejana) adolescencia.

Cuando tenía quince años, yo y un grupo de amigos solíamos ir, como muchos otros, en bicicleta, al cine, paseando por la calle o echando piropos a las chicas. Eran cosas típicas de la pubertad, todas ellas realizadas porque se trataba de actividades que nos gustaban. Si a alguien no hubiese disfrutado pedaleando (porque no sabía, porque le cansaba demasiado, porque...), sencillamente, no hubiese venido con nosotros. Le hubiéramos visto en otros ámbitos y haciendo otras cosas, con nosotros, pero no montado sobre una bici serpenteando entre coches por la ciudad a nuestro lado. El caso es que había un lugar al que todos nosotros, sin excepción, odiábamos: un lugar llamado discoteca. Con el tiempo, y tras el paso de los meses, nuestra determinación de no ir jamás a ese antro creció: sabíamos lo que era, qué nos podía ofrecer y cuánto significaba para otros juntarse allí, pero a nosotros todo ello no nos importaba. Pese a tener sólo quince años, ya había una evidente independencia ante los demás, una marcada determinación.

Sin embargo, esa independencia acabó quebrándose, y al fin, todos y cada uno de mis amigos, excepto yo mismo y otro compañero, que nos mantuvimos firmes e impertérritos, soltaron cuerda y terminaron yendo, y además gustosamente, a un lugar otrora aborrecido. ¿Qué sucedió? Hay muchas explicaciones posibles: cambio de gustos, dirán muchos, es la más razonable. Es obvio que en la pubertad uno ve tantos estímulos a su alrededor que es dificil no sentirse atraído por alguno de ellos en un momento dado, aunque tan sólo unos minutos antes ese estímulo no producía en tí el menor efecto. Y, no obstante, sigo creyendo, una década después, que lo que "falló" fue la carencia de la capacidad de la propia decisión. Quizá sea debido a otras causas, quién sabe, pero mi percepción es que, en una palabra, mis amigos se dejaron arrastrar, fueron engullidos por el gusto y la decisión de la mayoría. ¿Por qué no caí yo en tales redes? Ni lo sabía entonces ni ahora. En todo caso, mi decisión, inapelable, fue tomada; si para bien o para mal, ni lo sé ni me importa.

Y ahora, saliendo de la digresión, volvamos a Jaspers. Recordemos que la independencia total es imposible; si el hombre quiere aproximarse a ella en la posible medida no debe, en ningún caso, abandonar el mundo a sus semejantes, porque "ser independiente del mundo significa una relación peculiar con el mundo: estar en él y a la vez no estar en él, estando en él a la vez que fuera de él". Así lo ratifican las enseñanzas brindadas por los grandes pensadores, como Aristipo, Pablo, Lao Tsé, y los textos del Bhagavad-gita, que menciona Jaspers en su obra. Lo que todos ellos sugieren, en definitiva, es que una independencia sin vinculación alguna al mundo o a las personas que lo integran no tiene ninguna viabilidad. Necesitamos del mundo, de sus moradores, tanto como de la independencia. Como decía mil líneas atrás, gracias a los primeros llegamos a la segunda. Si alguien lograse un estado de independencia absoluta quizá no debería ser llamado, en propiedad, verdaderamente humano.

Por otra parte, la libertad absoluta es un término, de suyo, ambiguo, porque si llegásemos a poseer dicha libertad, consideraríamos "nuestra ideas como dogmas, sometiéndonos a ellos", con lo cual perderíamos toda libertad e independencia. Y, sin embargo, cuán deseable es tenerse a uno mismo por independiente, qué alegría sentimos al comprobar que actuamos y decidimos sin ligazones, sin que nadie ni nada nos sugestione o influya. Jaspers proporciona algunas directrices para tratar de alcanzar una independencia lo más alta posible en el terreno de la filosofía (aunque, en todo caso, no hay que tomarlas como rutas canónicas, sino como sendas posibles, pues de lo contrario nos veríamos liberados de la propia libertad, recordémoslo...). Tales directrices, ligeramente retocadas, podrían servir igualmente bien para nuestra vida diaria. Son éstas:


1) "No inscribirse en ninguna escuela, no tener ninguna verdad enunciable en cuanto tal por sí sola y única exclusivamente, hacerse señor de los propios pensamientos".

2) "No amontonar riquezas" culturales en vida, sino ahondar la propia cultura como movimiento.

3) "Pugnar por la verdad y la humanidad en una comunidad sin concesiones".

4) "Hacerse capaz de aprender a apropiarse todo lo pasado, de oír a los contemporáneos y de llegar a estar en franquía para todas las posibilidades".

5) "Y en cada caso y en cuanto soy este individuo sumirme en la propia historicidad, en esta procedencia, en esto que he hecho, tomando sobre mí lo que fui, llegué a ser y se me deparará".

6) "No cesar de progresar, a través de la propia historicidad, en el sentido de la humanidad en su intensidad y, con ello, del cosmopolitismo".

Es la opinión de Jaspers, tan criticable como cualquiera; pero parece razonable, en cualquier caso, que debamos seguir algunas de ellas si aspiramos a la independencia (a todo tipo de ella) en un grado verdaderamente humano. De lo contrario podemos observar a la independencia como con miopía, borrosa, como alterada en su propia esencia. Quien así procede (quizá, sin saberlo), está mirando las cosas sin formar en realidad parte de ellas, está inmerso en el devenir pero carece de mando, poder o decisión (y por lo tanto, de independencia y libertad verdaderas). En palabras de Jaspers, "se vive sin prevenciones, no se quiere hacer o ser nada especial. Se hace lo que se pide o lo que parece conveniente. El patetismo es ridículo [...]. No hay horizonte, ni lejanía, ni pasado, ni futuro que acojan esta vida que ya no espera nada, que sólo vive aquí y ahora".

Es decir, modernizando los términos (y acoplándonos a mi propio esquema del tema), una independencia fútil y apurada de fuerza conlleva una vida simple de decisión inconsciente, de disfrute trivial y carente de horizonte para el mañana. Ésa es la vida, precisamente, cuya independencia es más frágil, más fácilmente quebrable, más sencillamente manipulable y despedazable. Tal vez la solución, una de las (¿muchas?) posibles, sea trabajar para que nuestra libertad e independencia estén más allá de la historia y el ahora, de las modas y de las opiniones de conocidos. Pero si, por el contrario, aquéllas se unen a dichas modas, a las influencias de los demás y a lo que "se lleve", al sí o no irreflexivo, a una existencia que parece impelida por una fuerza no propia, como quizá le sucediera a mi amigo hace más de una década, entonces nuestro ser, nuestro propia vida individual, está amenazada.

Podemos tomar decisiones a la ligera, podemos actuar siguiendo a la instantánea intuición del momento, dejar que la espontaniedad nos diriga, y sin embargo, aunque parezcan modos de actuar muy poco razonados, conservamos sin duda aún las riendas de nuestra existencia. La conclusión a la que podemos llegar, directa y clara, tras todo este largo fárrago, es que nuestras acciones y decisiones, los actos que nos hacen como somos a cada momento, no deben dejarse en manos de otros, porque entonces, sencillamente, dejamos de ser nosotros mismos.

6.7.07

¿Qué nos impulsa a filosofar?

A todos nos gusta filosofar, aunque lo hagamos de forma ocasional y poco intensa. De hecho, filosofamos a diario, casi sin darnos cuenta; la filosofía, pese a que a veces no la percibamos, o no percibamos que la empleamos, está presente en nuestras vidas de manera muy real. No en vano, es una de las llaves más preciadas que tenemos, si sabemos cómo utilizarla, para abrir puertas a soluciones que nos hacen más humanos y felices (sea esto último, la felicidad, lo que cada cual quiera), si bien esas soluciones no las aporta la propia filosofía, sino nuestro propio recorrer a lo largo de la vida. Ella sólo muestra, si acaso, el camino, la dirección, y nada más.

Todo esto es de sobra conocido: sabemos que la filosofía es importante (o, en caso contrario, debería serlo), que dota de sentido a nuestras búsquedas intelectuales y proporciona pautas útiles para entender y afrontar, casi a la manera de una psicología muy especial, los grandes problemas que hemos padecido y las grandes preguntas que nos hemos hecho desde siempre. Ahora bien, ¿por qué filosofamos, cuál es la razón de que la especie humana sienta la necesidad de filosofar, de dónde procede el estímulo que nos lleva hasta ella?

En las próximas líneas me ayudaré de las extraordinarias palabras de Karl Jaspers, vertidas en su obra (absolutamente ineludible y de una enorme relevancia intelectual) "La filosofía, desde el punto de vista de la existencia", para intentar responder, de alguna forma, a estas cuestiones.

Al preguntarnos de dónde nace el ansia o la necesidad de filosofar, los diferentes pensadores, aquellos que sintieron en ellos mismos dicha necesidad, han llegado a distintas conclusiones a lo largo de los siglos. Esto nos indica que puede haber un origen no unitario en el deseo de filosofar, es decir, que filosofamos por varios motivos. ¿Cuáles son?

Uno de ellos podría ser el asombro, como pensaba Platón: "El espectáculo de la bóveda celeste nos ha dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Igualmente, Aristóteles sostenía que "la admiración es la que mueve a los hombres a filosofar". El hecho de asombrarse se relaciona en cierto modo, aunque no siempre, con la ignorancia: si bien podemos admirar algo comprendiéndolo a fondo, el sustrato del asombro parte del no saber. Sin embargo, ese asombro impele a conocer, a adquirir un conocimiento que sea satisfactorio en sí mismo, no emplado para otros fines. Las respuestas que obtenemos del conocimiento de qué es el mundo y de dónde surge no son útiles, pero sí valiosas en sí mismas, puesto que constituyen el puro saber.

Otro de los motivos por los que puede surgir la filosofía es la duda. Una vez conocemos lo existente, o quizá seguramente como consecuencia de ello, llega la situación de incertidumbre, el momento en que se reflexiona hasta dónde penetra en la realidad nuestro saber. En palabras de Jaspers, "las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son [posiblemente, añado yo] engañosas o, en todo caso, no concordantes con lo que existe fuera de mí, independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto". Al iniciar la reflexión filosófica aprehendemos la duda, y forma ya parte de nosotros mismos. Esa duda, que debe ser radical, puesto que es la "fuente del exámen crítico de todo pensamiento", constituye el cimiento a partir del cual logramos "conquistar el terreno de la certeza".

Podemos considerar, asimismo, que el origen de la filosofía radica en el cerciorarse de "la propia debilidad e impotencia" (Epicuro). Es decir, nuestro filosofar arranca cuando experimentamos el fracaso, identificado como nuestra ineptitud ante las situaciones límites, a las que nos enfrentamos con escaso o nulo éxito (por ejemplo, la muerte, el padecimiento, la pena, la desconfianza ante el mundo, etc.). Nuestra sociedad actual, en bastantes aspectos deshumanizada y carente de valores, podría ser considerada, para algunos, como una de esas situaciones límite: es en este ambiente de desazón y desespero, en el que parece flotar una arraigada insatisfacción, donde brota la necesidad de una reflexión intelectual, un intento racional por "salir del estado de turbación en que parece estar sumida nuestra civilización". Estas últimas palabras de Jaspers, con más de medio siglo de vida, siguen hoy vigentes, quizá más que nunca.

Para Jaspers, estos tres motivos o causas del impulso por el filosofar se hallan integradas en una razón aún mayor, la de la necesidad humana de comunicación. Podríamos vivir en soledad completa, sin precisar de otros, si cada uno de nosotros tuviese la absoluta seguridad en nuestras convicciones y nuestro ser; ello, sin embargo, obviamente, no es posible, de modo que necesitamos una comunicación "de existencia a existencia", porque sólo en la comunicación se "realiza cualquier otra verdad, en ella sólo soy yo mismo, no limitándome a vivir, sino henchiendo de plenitud la vida".

De esta forma, podemos encontrar en el asombro, la duda y la conciencia de nuestra limitación humana ante el mundo una razón para filosofar, a la vez que puede surgir por la voluntad de comunicación, de compartir nuestras verdades o buscar otras nuevas. En último término, por lo tanto, y siguiendo a Jaspers, "toda filosofía impulsa la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, porque su esencia está en la coparticipación, y ésa es indisoluble del ser verdad".

Esto nos lleva, para ir finalizando, a que la filosofía no es más que una búsqueda de la comunicación, un intento por abrir vías de conexión entre personas, desafiando la comunicación vacía y afanándose por encontrar la auténtica, la que sin duda experimentamos cuando nos lanzamos al intercambio de verdades personales, al ofrecimiento recíproco de sabiduría y a la manifestación de nuestro ser, haciendo partícipes de él a los demás.

En síntesis, al filosofar estamos penetrando en nuestra propia sustancia intelectual, haciendo uso de un don que pocas (o ninguna, en realidad) especies biológicas disponen, y lo que es aún más relevante, cuando damos salida a nuestra vena filosófica (pese a que sea, quizá, peripatética) estamos comunicando con la mayor hondura posible lo que somos, lo que nos importa y qué esperamos del prójimo. En una palabra, es filosofando cuando, también, nos convertimos en verdaderos seres humanos.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...