9.6.07

La historia de la filósofa enamorada: Hiparchia de Tebas

De los cínicos me propongo hablar más adelante, porque se trata de una escuela muy interesante (además, sería una marginación incomprensible después de tratar, por ejemplo, el epicureísmo, la escuela megárica, el estocismo, el escepticismo o Séneca). Pero hoy es mejor comentar algo de una muchacha llamada Hiparchia de Tebas (no confudir con Hipatia, mujer extraordinaria que hizo importantes avances en Astronomía y Matemáticas en la Alejandría del siglo IV de nuestra era).

Crates de Tebas fue el discípulo más relevante de Diógenes de Sínope, el filosófo más prestigioso de la escuela cínica, que tuvo como fundador a Antístenes. Crates (quien posteriormente sería maestro de Zenón, el creador del estoicismo) era un filósofo encariñado con la soledad, la pobreza y la oscuridad. Solía decir que la filosofía podía ser útil para hacernos ver que los generales, y en general los dirigentes militares, no eran más que pastores de asnos. Según parece Crates era, en origen, de familia noble, pero las ideas de Antístenes (de las que hablaremos en un futuro próximo) le sedujeron tanto que llegó a vender todos sus bienes, distribuyéndolos entre su familia y amigos. Quizá fue esto lo que causó en Hiparchia, una bella joven, tan honda impresión que llevó a enamorarse de él.

Hiparchia, que pertenecía, a su vez, a una familia de elevado rango, sentía gran admiración por Crates. Su amor y respeto por él crecían cada día, pese a que éste era algo deforme y carecía de cualquier recurso económico. Llegó el momento en que Hiparchia estaba tan perdida por Crates que le pidió matrimonio. Los padres de ella, al conocer la noticia, pidieron al joven que la alejara de ella (es de suponer que querían un esposo guapo, rico y con buenos modales). Crates lo intentó, pero la muchacha era perseverante, y se obcecaba en seguirlo a todas partes. Cuando comprobó que sería inútil, Crates se situó, completamente desnudo, frente a ella, y le dijo estas palabras: "he aquí tu novio y cuánto posee; elige en consecuencia porque no serás mi compañera si no compartes mi modo de vivir".

Hiparchia, como todo enamorado, no dudó un instante. No le importaba cómo vivir, no le importaba si podrían o no tener suficiente comida, no le importaba lo que dirían los demás, no le importaba si morirían pronto: todo lo que era relevante en su vida lo simbolizaba Crates. La pareja, una vez casada, hacía el amor en plena calle, desnudos ambos, a los ojos de todo el mundo. Poco interesaba a Crates e Hiparchia que las gentes les observaran, porque el verdadero sabio, según ellos, puede vivir en una casa de vidrio; de esto pueden sacar algunas conclusiones quienes tienen aversión a las miradas ajenas... .

Hiparchia sabía que su actitud, que su forma de vida y su decisión eran revolucionarias; su nombre es de los pocos femeninos que se conserva en la historia de la filosofía. Mujer valiente, que rompió los esquemas a mucha gente de su tiempo (y a bastante otra, aún muchos siglos después), Hiparchia contestó esto (todo una premonoción de ideas feministas) a Teodoro el Ateo, que solía reírse de ella: "¿Crees que he hecho mal en consagrar al estudio el tiempo que, por mi sexo, debería haber perdido como tejedora?"

No, por supuesto que no. Lo que, tal vez, necesitaría una sociedad como la actual serían más Hiparchias, más mujeres dedicadas al saber, que estimen la vida de conocimiento (de su búsqueda, no de su superficial hallazgo por medio de títulos y saberes convencionales y sobados). Si cambiamos la tarea de Hiparchia de labradora por los cotilleos, ir de compras, tener la imagen exterior como su propia alma y realzar su figura de objeto sexual (que, paradójicamente, ellas mismas pretenden evitar), tenemos el destino y la valoración de las vidas de una buena parte de las féminas de hoy.

Hiparchia rechazó su propio destino, el que le estaba encomendado, porque nacía de su espíritu la voluntad de elegir por ella misma, de seguir su instinto. No diría yo que sea lo que hacen las mujeres de hoy (sobre los hombres ya no hay remedio...). Veo demasiada trampa, demasiado cartón, en ellas. En sus perfectos cuerpos, en sus figuras de increíble femenidad y sensualidad infinita, noto algo extraño: una intelectualidad oprimida, que sale muy de tanto en tanto, como para mostrarse, pero no por gusto. Hay honrosas y estimulantes excepciones, qué duda hay. Quizá la mayoría prefieran las revistas rosas y las conversaciones de marujonas. Quizá la mayoría, como en tiempos de Hiparchia, prefieran tejer a vivir una vida de libertad. Ellas se lo pierden.

26.5.07

Thoreau y la desobedencia civil

Si hay una figura intelectual (a nivel filosófico/social, me refiero) especialmente interesante que naciera en Estados Unidos durante el siglo XIX ésa es, a mi juicio, la de Henry David Thoreau (con el permiso de su buen amigo Raplh Wardo Emerson. Hay algunos interesantes apuntes sobre su obra aquí, y en este otro enlace tenemos una de sus obras, quizá la más importante (junto con Walden), La desobedencia civil.

Es acerca de esta obra de la que quiero extraer algunas ideas de Thoreau. La desobedencia civil consiste en una negativa a prestar obedencia y acatar las leyes y códigos establecidos por un gobierno. Pero esta negativa no es caprichosa; no se trata de negarse a cumplir las leyes porque hay que llevar la contraria, o porque hacer frente al gobierno es excitante y hace sentirnos más hombre, más elevados. Hay quien cree que la rebeldía hacia un gobierno o un sistema de normas y leyes debe suponer un acto humano per se. Pero la rebeldía gratuita es tan fútil como la sumisión total, tan absurda aquella como ésta.

Hay una frase genial de Thoreau al respecto: "Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos constituye ya una mayoría de uno". Y es genial no porque Thoreau pretenda que el individuo imponga su ley particular a la mayoría, pues no faltaría más, sino porque propone que un hombre, uno sólo, puede y debe ser capaz, y debe ser ello un derecho, a desafiar la ley de la mayoría. En el siguiente párrafo Thoreau especifica un poco más:

Toda votación es una especie de juego, como el ajedrez o las cartas, con un débil matiz moral; un juego con lo justo y lo injusto, con las cuestiones morales... Incluso votar a favor de lo justo no es todavía hacer nada porque triunfe... Hay leyes injustas: ¿nos resignaremos a obedecerlas, intentaremos modificarlas y las obedeceremos hasta que lo consigamos, o las incumpliremos inmediatamente?...

La síntesis de esa ética individualista de Thoreau está elegantemente resumida en estas frases: "Creo que deberíamos ser primero hombres y después súbditos. No es tan deseable que se cultive el respeto a la ley como el respeto a lo justo. La única obligación que tengo que asumir es la de hacer en todo momento lo que considere justo".

La mayor traba para llevar a cabo esta actitud en la vida ante los gobiernos es la de determinar con el menor margen de error qué es lo que yo considero justo, y si nuestra justicia particular puede formar parte, sin incompatibilidades, con la justicia general. Pero esto casi nunca se da. Parece existir un cisma, un claro anatgonismo entre la justicia personal y la que propugna el gobierno de turno.

No obstante, si nuestra ética individual nos dirige hacia una justicia en la que no hacemos daño a nuestros semejantes, si esta justicia es capaz de respetar a los hombres y mujeres con quienes nos topamos a diario, aunque sea una justicia un tanto radical, será justa, valga la redundancia. Podemos hacer frente al gobierno blandiendo nuestra justicia si creemos que la general nos está impediendo ser hombres, si está mancillando y desgarrando la particular. En esto radica la desobedencia civil y el poso de toda acción, porque la acción más revolucionaria, es para Thoreau "actuar a cualquier precio por principios".

Por mucho que leyes, normas, preceptos, reglamentos o legislaciones nos dirijan hacia qué hacer y qué no, en realidad tenemos el poder (cabría decir quizá, también, el deber) de hacer caso omiso de ellas. No son más que abstracciones, la mayoría no sirve más que como medida de control y de coacción, son imposiciones más que necesidades, y si entran en conflicto con nuestra vida de una u otra forma, si nos entorpecen el camino o son obstáculos incómodos, no tengamos miedo a pasar por encima de ellas, siempre que seamos leales a nuestros principios y respetemos otras vidas y personas.

Y así, siguiendo la idea de Thoreau, empezaremos a ser un poco más libres.

16.5.07

Ondas y partículas: un saber incompleto

Releo últimamente uno de los libros divulgativos del maestro Isaac Asimov, de ésos que pueden hacer de ti un sabio en la materia si los lees con paciencia y esmero: prácticamente cada línea es un pedazo de conocimiento, sin desperdicio alguno.

El libro en cuestión es "Átomo, viaje a través del Cosmos subatómico" (el número 58 en la colección de divulgación que RBA publicó entre 1993-1994). Uno de los apartados que me ha llamado la atención, no porque desconociera lo que en él se describe, sino porque había pasado por alto algunas de sus implicaciones, es en el que Asimov nos recuerda el descubrimiento, que debió dejar perplejo a más de uno, de que la luz, la energía que circula por el Cosmos y que permite verlo, es un fenómeno que tanto puede ser considerado una onda, como una partícula.

¿Y qué tiene esto de importante? La luz es información, sin las radiaciones electromagnéticas no conoceríamos nada del Universo, el mundo sería un espacio estéril de percepciones y carecería de toda profundidad mental. Hace más de doscientos cincuenta años hubo un intenso debate científico acerca de quién tenía razón, si el astrónomo Huygens o el famoso físico Newton, cuando decían, el primero, que la luz eran ondas, o en el caso del segundo, partículas. Ahora sabemos que los dos acertaron... en parte, porque la luz consiste, a la vez, en ondas y partículas.

Pero esto es extraño: en el mundo doméstico no hay tal dualidad; por ejemplo, la arena que forma las playas pueden considerarse partículas, mientras que cuando lanzamos una piedra al agua se generan allí una serie de ondas. No hay nada, ningún fenómeno perceptible, que se muestre a la vez como ondas y partículas. Y, sin embargo, la luz lo hace.

El que la luz presente cualidades y sea detectable y analizable bajo el prisma de las partículas o las ondas se debe, sobretodo, a que la luz no es como los objetos corrientes que encontramos a nuestro lado. En palabras de Asimov, la luz, "estudiada en ciertos aspectos, muestra fenómenos de interferencia, como hacen las ondas del agua. Estudiada en otros aspectos, sin embargo, muestra transferencia de energía, como hacen las bolas de billar al chocar entre sí".

Por lo tanto, todo se reduce a la perspectiva bajo la cual investigamos: si analizamos la realidad (o parte de ella) empleando ciertos procedimientos y otorgamos a esa realidad (ahora, en particular a la luz) unas características, podremos extraer de ella conocimiento. Si, por el contrario, la analizamos empleando otro enfoque, la información que se nos ofrecerá será distinta. Lo que me llama la atención no es tanto que esto pueda hacerse con utilidad y provecho científico, sino que combinando dichas perspectivas es cuando obtenemos una imagen mejor y más completa de la realidad. La investigación científica es incapaz, de una vez, de dar una imagen total de la naturaleza y cualidades de la luz: necesita, por así decirlo, hacerlo en dos turnos... .

Éste es un matiz o una reflexión (ignoro si inexacta o falsa porque carezco de mayores conocimientos de física...) que no percibo en el libro de Asimov, y me parece muy importante. Claro que se trata de una apreciación personal. ¿Podría la realidad de la luz, incompleta por sí misma, extenderse a la realidad del propio Cosmos, y percibirlo también de una forma incompleta? ¿Y si el universo espaciotemporal que observamos, estudiamos y descubrimos, no sea más que una porción (quizá fundamental, quizá superflua) de la totalidad?

¿Y si, en definitiva, percibimos nuestra realidad sólo como una parte de la misma, y nos mantenemos ignorantes sobre la otra (u otras)? ¿Podría suceder que la realidad nos estuviera ocultando su rostro complementario, que no pudiéramos (de momento) comprender su otra faz porque desconocemos cómo llegar a ella?

Y, entonces, ¿qué conocemos, en realidad?

13.5.07

(Breve) Análisis de "Las teorías de la Religión primitiva", de E.E. Evans-Pritchard

La obra de E.E. Evans-Pritchard "Las teorías de la religión primitiva" explora las diversas explicaciones que han ido apareciendo a lo largo de dos siglos acerca del origen de las religiones. Pero no respecto a las que dominan el mundo actual (cristianismo, judaísmo, islamismo, etc.) sino aquellas que están en la raíz misma de nuestra civilización humana.

Así, Evans-Pritchard analiza en tres grandes bloques las interpretaciones psicológicas, sociológicas y las aportaciones de Lévy-Bruhl, que tratan de entender cómo se han gestado las religiones de los pueblos primitivos. Colindando con estos tres capítulos descriptivos Evans-Pritchard ofrece una extensa introducción en la que expone el objeto de su obra y una conclusión en la que deja constancia de su enfoque crítico ante las teorías analizadas.

Porque, en efecto, Evans-Pritchard sostiene que las exposiciones históricas de la génesis de las religiones primitivas adolecen de muchos errores (de recolección de datos, interpretación, deducción, etc.), y que en realidad todo intento similar está destinado al fracaso: mientras carezcamos de textos originales e informaciones de calidad sobre cómo eran las circunstancias sociales y culturales en las que las religiones primitivas se desarrollaron no podremos, o al menos no de forma satisfactoria, componer un marco coherente en el que intentar explicar el origen y el papel que han jugado dichas religiones.

Las teorías psicológicas (desde Max Müller o Edward Tylor a sir James Frazer o Ernest Crawley) proponen que tanto las religiones como la magia son estados psicológicos, producto de emociones, sentimientos y tensiones, cuya función consiste en aliviar a los seres humanos de la ansiedad y darles confianza y esperanza. En definitiva, que las religiones son pura ilusión y cumplen tan sólo un cometido de consuelo. Evans-Pritchard mantiene que estas teorías son únicamente conjeturas, sobre todo porque se basan en una serie de suposiciones o figuraciones que no podemos aseverar como ciertas (¿cómo estar seguro de lo que sienten los creyentes?) o porque existen estados emocionales similares pero en nada relacionados con la experiencia religiosa (quien huye de un búfalo sufre una gran tensión, pero seguramente no vinculada a aquella).

Por su parte, las teorías sociológicas de las religiones primitivas (de las que es su principal exponente Emile Durkheim) plantean que éstas son un hecho social, un asunto de grupo y que no habría religión sin una existencia humana socio-cultural. En palabras de Durkheim, las religiones son “sistemas unificados de creencias y prácticas referidas a cosas sagradas”, y la idea de espíritu o alma puede explicarse como proyecciones de la sociedad. No importa si las religiones son verdaderas, lo que cuenta es que cumplen una función social básica, aportando cohesión y continuidad dentro de la comunidad. Sin embargo, Evans-Pritchard también critica la rígida dicotomía entre los sagrado y lo profano que hacen las teorías sociológicas, la inexactitud de los datos y el hecho de que queden sin explicar los ejemplos negativos. El problema reside en que no podemos saber si son ciertas o falsas dichas teorías porque van más allá de la descripción de hechos, lo cual dificulta enormemente su verificación experimental.

En tercer y último lugar Evans-Pritchard examina la propuesta de L. Lévy-Bruhl, quien clasifica las sociedades humanas en primitivas (de pensamiento orientado hacia lo sobrenatural, que no busca relaciones causales porque sus representaciones místicas de su sociedad lo impiden) y civilizadas (en las que domina la mentalidad científica). La religión habría surgido en la primera porque encajaba en el tipo de pensamiento dominante. Aquí Evans-Pritchard reprueba también a Lévy-Bruhl por su contraposición, excesivamente tajante, entre el pensamiento primitivo y el civilizado, puesto que el primero también hace uso de la razón (de lo contrario, difícilmente podrían haber sobrevivido las sociedades antiguas) y en el segundo hay muestras evidentes de misticismo. En definitiva, que ni los primitivos carecieron de pensamiento racional y lógica ni ha desparecido en la actualidad el interés por lo místico.

Evans-Pritchard concluye que es inútil buscar un principio u origen en materia de religión pues partimos de una base arbitraria; las teorías remiten a supuestos primitivos no basados en datos y, además, se sustentan sobre supuestos psicológicos que es prácticamente imposible determinar con seguridad. Entiende que los hechos concretos no explican la religión, y que lo adecuado sería analizar profundamente las relaciones entre la religión y otros hechos sociales para así obtener una comprensión sociológica del fenómeno. En una frase del propio Evans-Pritchard, “dar cuenta de los hechos religiosos en términos de la totalidad de la cultura y la sociedad en que se hallan”.

Más allá de la facilidad de lectura y la exposición clara y ordenada de teorías y conceptos (valores que no siempre se dan en los textos de Antropología), la obra de Evans-Pritchard deja un sabor boca ligeramente amargo, como si en materia de religión primitiva la ciencia antropológica no hubiese avanzado nada y los esfuerzos históricos carecieran de todo interés científico. La impresión que uno tiene tras su lectura es que pese a los grandes esfuerzos realizados los investigadores siempre han pecado de ingenuos o de torpes a la hora de explicar las religiones primitivas, que han cometido errores de bulto y han sido incapaces de entender que no podemos conocer su origen porque, simplemente, no disponemos de los datos y los detalles objetivos para hacerlo.

Cuatro décadas después de la obra de Evans-Pritchard, C. P. Kottak sostiene que “cualquier declaración sobre cuándo, cómo, dónde o por qué surgió la religión es pura especulación, aunque hayan revelado importantes funciones del pensamiento religioso”. Así, pese a sus errores, quizá algunas de las teorías examinadas por Evans-Pritchard tengan un poso útil, que puedan servir, si no para explicar el origen de las religiones, sí al menos para decirnos cuál es la utilidad de dicho pensamiento religioso.

27.4.07

Budismo; una breve introducción

Hace tiempo que deseaba postear algo sobre alguna de las sabidurías orientales (budismo, hinduísmo, confucianismo, doctrina de Zaratustra, etc.), ya que se trata de nuevas posturas ante el conocimiento y la vida que, sin duda, resultan muy atractivas por ofrecer una alternativa (no necesariamente incompatible, pese a sus extremas diferencias) a nuestros esquemas occidentales.

Hoy me atrae hablar del budismo. Ante todo aclarar que el budismo no es una religión; o, si se quiere, es algo más que ella. Porque nosotros entendemos como tal a un sistema de fe y adoración, sujeta a fidelidad hacia algún tipo de ser sobrenatural, en la que se afirma la existencia de un Dios creador del universo. El budismo, en cambio, carece de una figura divina a la que adorar, no hay culto alguno y rechaza la idea de un alma particular e individual. No se trata de una doctrina atea, sino que considera que es imposible demostrar si tal ente existe. Además, el budismo no aparta a la razón de su camino, sino que la abraza, puesto que pretende comprender las ideas sobre las que él mismo se basa. No cabe, pues, definirla como religión en el sentido convencional, aunque contiene aspectos religiosos, sin duda.

El budismo, en pocas palabras, podría considerarse como un sistema de salvación, pero no como el cristianismo, en el que la salvación juega el papel de liberadora de la esclavitud del pecado, sino salvación del sufrimiento que la propia vida conlleva. Y para ello no existe mejor procedimiento que la meditación, es decir, el dominio de los procesos mentales. Así, el budismo se convierte en un gran sistema de pensamiento religioso, psicológico y filosófico (pues también contiene, obviamente, gran número de reflexiones y abstracciones de dicha índole).

El corazón de la doctrina del Buddha (personaje histórico y líder religioso del budismo, uno de sus mayores reformadores) corresponde a las Cuatro Grandes Verdades, que iremos viendo en otros posts con mayor detalle. Este sistema era empleado, no como un canon religioso o una doctrina filosófica específica, sino más bien como método de cura, un proceso terapéutico que el sujeto debía seguir para terminar librándose de todo sufrimiento. El proceso, en analogía con las tácticas de la medicina de la época, consistía en los siguientes cuatro pasos: diagnosticar cuál era la enfermedad, reconocer su causa, establecer si es posible alguna curación y, por último, ofrecer el tratamiento más adecuado en aras de la curación. Aunque, por supuesto, estas técnicas no se aplicaban al cuerpo, sino al espíritu.

Tomando como raíz y aceptando que en esta vida todo es sufrimiento (Primera Noble Verdad), se inicia una búqueda de la causa de dicho sufrimiento, la cual termina estando conectada al deseo de vivir (Segunda Noble Verdad). La cura es factible siempre y cuando logremos deshacernos de la causa del sufrimiento, es decir, la sed o el deseo (Tercera Noble Verdad). Finalmente, prescribe la existencia de un camino hacia la salud, el llamado Noble Sendero Octúple (Cuarta Noble Verdad).

Aunque parezca todo muy confuso e inconexo lo comprenderemos mejor en próximos posts, cuando analicemos una a una cada Noble Verdad y obtengamos entonces una visión más completa de las enseñanzas budistas. De lo que no cabe duda es que para hacerlo hay que desarraigarse ligeramente de la forma de pensamiento puramente occidental, porque es necesario para un entendimiento pleno dejar atrás ciertos planteamientos. Para finalizar, concluiré con un cuadro (tomado del libro Sabidurías Orientales de la Antigüedad, de T. Román López, Alianza, 2004) que sintetiza las diferencias entre las actitudes y posturas ante el mundo y la vida de Occidente y Oriente:

Occidente / Budismo

Acción-reacción / Meditación-contemplación
Dualidad / No dualidad
Egocentrismo / Retracción del yo
Expresión oral / Apagarse en el silencio
Identificación / Observación
Información / Transformación
Mainifestación-forma / Vacuidad
Ser eterno e inmutable / Movimiento, constante devenir
Teoría / Práctica
Tiempo / Presente eterno
Imposición / No violencia

21.4.07

Séneca y la felicidad

El concepto de felicidad es sencillo de definir. El DRAE lo hace así: "Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien". ¿Cuál puede ser ese bien? Admite posibilidades muy variadas, claro está. Podemos sentirnos felices amando, en cuyo caso el bien sería el amor (aunque no por poseerlo, sino por compartirlo u ofrecerlo); quizá mediante el saber, el conocimiento del mundo y de nuestros semejantes, así como de nosotros mismos; quizá simplemente con un plato de comida caliente, ofrenda divina para algunos estómagos vacíos; o quién sabe si mediante una sonrisa, la instantánea transformación de un rostro generalmente apesadumbrado en uno alegre.

Séneca, filósofo nacido en Córdoba, tenía su propia definición de lo que es ser feliz. Séneca fue un estoico, y como tal, para alcanzar la felicidad evita todo tipo de pasiones, aquellos bienes que la diosa fortuna es capaz de darte o arrebatarte. Sus bienes, los que él y otros estoicos consideraban tales, eran los que estaban en ellos mismos, no más allá. Por lo tanto, nada externo les afectaba; esto tuvo sus consecuencias, bastante nefastas, como cuando uno de ellos perdió a sus hijos y su mujer y se mantuvo impasible, afirmando que "nada he perdido". Fue consistente con sus ideales estoicos, qué duda cabe, pero también pareció carecer de cierta humanidad y afecto para con aquellos que, es un suponer, algo debieron de significar en su vida.

En todo caso, hay una frase de Séneca que podría aplicarse perfectamente en nuestros tiempos, una sentencia acerca de lo que, tal vez, podría representar también la felicidad, en una sociedad en la que prima la mirada hacia el otro, hacia sus propios bienes, hacia lo que posee. Ésta es la mayor podredumbre de nuestra época: la de vivir en pos de lo que los demás tienen, infravalorando lo nuestro. El clímax de la envidia se observa hoy en cada calle, corrompiendo y angustiando mentes, pudriendo las vidas de las gentes porque no es suyo lo de aquellos otros.

Lo que le dijo Séneca a Lucilio, en una de sus cartas, es lo siguiente: "Considérate feliz cuando todo nazca para tí de tu interior, cuando al contemplar las cosas que los hombres arrebatan, codician y guardan con ahínco, no encuentres nada que desees conseguir".

¿Podremos, algún día, conseguirlo?

18.4.07

Escepticismo: la verdad es inalcanzable

En posts precedentes hemos visto algunas ideas de las principales escuelas helenísticas (Epicureismo, la escuela megárica, el estocismo), obviamente de forma muy superficial. Para ir completando, dentro de las limitaciones propias de este blog, nuestra visión de la filosofía helena, cabría decir unas palabras sobre los escépticos.

Hoy en día casi todos entendemos por escéptico aquel sujeto que, ante determinadas afirmaciones o ideas, se mantiene en un estado receloso y desconfiado, casi siempre debido a que no dispone de suficientes datos, argumentos o evidencias para aceptarlas o creerlas. No obstante, como cada uno de nosotros considera de forma distinta cuándo tiene suficientes pruebas para creer o aceptar tal o cual afirmación, hecho o idea, lo que para unos es evidente y cierto no lo es para otros (un caso obvio es delimitar lo bueno y lo malo, o lo justo e injusto, que en nuestra sociedad observamos a diario). Todos somos escépticos en algún momento y lugar, aunque no coincidamos en serlo ante situaciones específicas.

Pero, en su origen, escéptico significaba algo distinto, si bien no radicalmente diferente. Dicha palabra procede del verbo griego 'sképtomai', examinar, observar detenidamente, indagar. Aunque el escepticismo ya aparece en algunos pensadores presocráticos, como Heráclito, no conforma un sistema filosófico hasta Pirrón de Elis (360-270 antes de Cristo). La idea que sintetiza el escepticismo es la siguiente: el ser humano no tiene capacidad para alcanzar la verdad. La verdad puede existir o no; pero ello es indiferente, porque tanto en uno como otro caso nuestra especie está destinada a no conocerla jamás.

Escepticismo vendría a ser, pues, la postura de quien considera que la verdad es escurridiza, esquiva, y nos llega a confundir; lo que es verdad para unos no lo es para otros, por lo que no podemos afirmar nada con certeza absoluta, pues no disponemos de métodos para dilucidar entre qué es cierto y falso (no a nivel del lenguaje, sino de modo absoluto). Si todo se reduce a la mera opinión, si es vano llegar a cualquier conocimiento verídico, entonces lo más sabio es refugiarse en el silencio (afasia) y en la suspensión de todo juicio (epoché).

Los escépticos, para apoyar su tesis, han recurrido sobretodo a dos grandes argumentos:

1) Existe una enorme diversidad de opiniones humanas y los filósofos, muy a menudo, sostienen puntos de vista diamentralmente opuestos, a veces contradiciéndose y sin llegar jamás a una conclusión definitiva. Toda doctrina filosófica puede ser defendida por cualquier pensador, y nadie estará, según la óptica escéptica, en disposición de determinar su completa validez o invalidez. Incluso en nuestra vida diaria, y como ya hemos dicho, los hombres discuten desde perspectivas antagónicas, y todos ellos creen que su postura es la que lleva a la verdad.

2) El conocimiento que consideramos "seguro" e "irrefutable" es, sin embargo, relativo. Esto se entiende porque toda verdad expuesta y afirmada está imbuida en una época y cultura específicas, que acarrea una postura subjetiva ante el mundo y la realidad, repleta de tópicos y prejuicios, sean conscientes o no. Algo obvio y verdadero hace unas déacadas se convierte en rotundamente falso hoy. Y lo mismo sucede cuando analizamos diferentes culturas.

Dado que el fin de toda filosofía es, de una forma u otra (y fundamentalmente en el caso de las filosofías helenísticas, con marcado acento práctico) alcanzar la felicidad, el escepticismo sugiere que la única forma de arribar a ella es, no por medio del conocimiento/sabiduría, sino precisamente evitándola, renunciado en nuestro propósito de adquirirla. Y esto es porque sólo quien no tiene nada que discutir es feliz, al no verse implicado en la agitación que suponen las ideas y opiniones en continuo cambio.

El escepticismo de Pirrón es el más radical; es consecuencia de sus viajes por el mundo en compañía de Alejandro Magno en sus expediciones a Oriente, en las que observó una divergencia enorme entre las costumbres y creencias de los pueblos y culturas. No resulta extraño que Pirrón abrazara la idea de dudar de todo y suspender todo juicio si tenemos en cuenta el contrastre extremo que, tanto entonces como ahora, hay por lo que respecta a opiniones y certezas en dos pueblos tan distintos como Oriente y Occidente.

Arcesilao y Carneades fueron también filósofos escépticos, pero fueron más transigentes por cuanto admitieron que se podía salir de la duda constante y defender nuestras opiniones, las cuales, eso sí, son sólo probables. Así, únicamente podemos aspirar a conocer lo que es más plausible, lo que tiene más probabilidades de ser cierto, pero la verdad en sí misma, que ellos consideran como existente, no es alcanzable por nosotros. Este escepticismo más suave y abierto permitió romper algunas ataduras demasiado extremas que el pirronismo acataba, como el hecho de poder discutir entre hombres sobre cualquier asunto.

Uno entiende mucho más humano y más dichosa una vida tal que la propuesta por Pirrón que, como el propio Aristóteles comentó irónicamente, "parecía similar a la existencia de una planta".

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...