10.3.07

La maldad humana y su origen

Todos sabemos que el ser humano se comporta, en ocasiones, con maldad. Dejaremos para otra ocasión qué se entiende por maldad y cómo puede diferenciarse, sin duda, de la bondad: cualquiera de nosotros sabría hacerlo, por supuesto, aunque seguramente no sabríamos explicar cómo lo hacemos.

Bien, el caso es que los hombres tienden a la maldad. Entonces, el problema radica en saber de dónde proviene ese mal, es decir, cuál es su origen. Si llegamos a conocerlo quizá podamos actuar en consecuencia y erradicarlo, al menos en parte, de nuestras vidas, porque toda maldad es perniciosa, aunque esto lo matizaremos al final del presente apunte.

Ha habido, históricamente, dos posturas ante este problema, radicalmente diferentes. Una se relaciona con la posición teológica occidental, la cual ve al hombre como inherentemente malo. Dado que su maldad le es propia y nace en su seno, hay que coartarlo continuamente para evitar que la muestre y le dé salida. La solución para ello es el "contrato social", mediante el que los hombres se ponen de acuerdo en reprimir sus impulsos malvados, actuando todos juntos en pos del beneficio común de la civilización. De esto se deriva que todo aquel que se sitúe fuera de una sociedad, en un "estado de naturaleza", al no reprimir tales impulsos representaría el más puro salvajismo, como Thomas Hobbes describió a los indios americanos.

Podríamos resumir esta postura de la forma siguiente: la sociedad, y en concreto, la sociedad occidental, humaniza al hombre, y los sistemas políticos que de ella se derivan son los idóneos para mantener a raya la maldad. De ahí que otras sociedades, en las que las relaciones entre las personas tenían un carácter distinto y había otras formas de neutralizar el mal, fueran consideradas como deleznables, porque "estorbaban una existencia humana, adecuada e ilustrada". Y de ahí se comprende igualmente que no sintieran vergüenza los occidentales cuando, junto por otros motivos, decidieron reprimir, supuestamente "civilizándolas", otras culturas y sociedades. En algunos casos, hubo que recurrir al asesinato, pero ello no pareció demasiado importante ante la trascendencia de su gesta por el bien de la Humanidad.

Por otra parte, la postura opuesta en este tema, minoritaria y escasamente representada, sostiene que el hombre en la naturaleza, es decir, que carece de la cultura occidental, es el verdaderamente puro y bueno. Sería precisamente el hecho de estar incivilizado lo que provocaría la bondad, porque su contraria, la maldad, tan sólo aparece cuando existen estrechas relaciones entre los hombres y se les obliga a seguir unos compromisos para mantener a aquella, la maldad, precisamente entre barrotes. En definitiva, según esta visión "son la sociedad en sí misma o el contrato social, vistos como una degeneración, quienes se convierten en fuerza corruptora que desmoraliza al hombre".

Habría, por lo tanto, que suponer que debido a las condiciones en las que el hombre se ha visto forzado a existir, es decir, en sociedad y en contacto con otros semejantes, ha perdido su bondad, la cual existía, y existe aún, en ciertas sociedades "primitivas".

Es una cuestión personal abrazar una u otra postura, tanto da considerar que la sociedad humaniza y evita el mal como que corrompe y da salida a dicho mal. Y es indiferente porque seguramente el mal, sea cual sea su origen, late en nosotros vivamos en sociedad, en la naturaleza, rodeado de hombres y comprometidos con las leyes, o libres de toda imposición, entre las bestias y con la luz del Sol como único guía moral.

Recuerdo ahora muy especialmente unas reflexiones recogidas en una serie de televisión, 'Doctor en Alaska', referidas precisamente a este tema. Hacia el final del capítulo, el locutor radiofónico Chris Stevens medita acerca del bien y del mal: "En cada ser humano hay un lado oscuro; todos queremos ser Obi Wan Kenobi y en gran medida lo somos, pero también hay un Darth Vader dentro de nosotros. No se trata de que tengamos que elegir entre una cosa u otra porque estamos hablando de dialéctica, del bien y del mal que coexisten en nuestro interior. Podemos huir pero no escondernos. Seguid mi consejo, enfrentaos a la oscuridad, cara a cara y hacendarla. Como dice nuestro amigo Nietzsche, ser un ser humano ya es bastante complicado así que darle un buen abrazo a la oscuridad del alma y gritad el eterno sí".

Y, aún en otro capítulo, el locutor filósofo vuelve a la cuestión: "He hecho algo malo por lo salvaje, para recordar a la gente que ahí fuera existe el mal, en todos los rincones, y que podemos perderlo todo en un instante. Por eso, y porque, a veces, amigo, a veces, es necesario hacer algo malo para sentir que estás vivo".

2.3.07

Eubúlides de Mileto y sus argumentos erísticos

Eubúlides de Mileto (384-322 antes de Cristo) fue un socrático contemporáneo de Aristóteles, a quien consideraba su enemigo. Formó parte de los filósofos erísticos de Mégara, una ciudad griega emplazada al oeste de Atenas. Por erístico se entiende aquellos pensadores muy "amigos de las discusiones", capaces de discutir sin más hasta que la discusión se convierte, según el DRAE, "en vana disputa".

Eubúlides es recordado sobretodo por una serie de argumentos erísticos repletos de paradojas, y que intentan mostrar el hecho de no poder encontrar en la experiencia ningún predicado determinado ni ningún sujeto inmutable. Es decir, y en palabras de Jean Brun, "la predicación, que consiste en la aserción de un precepto general atribuido a un sujeto, no es posible; sólo queda el juicio: el Ser es, o el juicio de identidad: A es A."

Lo que de aquí se deduce es que la experiencia no es capaz de darnos el ser, sino que se limita al "ámbito de la diferencia, del movimiento, del devenir y de la pluralidad". Para apoyar tal suposición, Eubúlides ofrece argumentos que la defiendan, algunos muy graciosos, por ejemplo:

- El Mentiroso. Si un hombre que miente reconoce al mismo tiempo que miente, ¿miente en su declaración? Por una parte miente, porque que plantea una afirmación que sabe falsa; por otra parte no miente, porque declara que miente. En definitiva, el hombre es al unísono mentiroso y no mentiroso.

- El Encapuchado. - ¿Conoces a tu padre? - Sí. - ¿Conoces a este encapuchado? - No. - Sin embargo, es tu padre. Lo conoces y, al mismo tiempo, no lo conoces.

- Sorites. Dos granos de trigo no constituyen un montón, ni tampoco tres; así, ¿a partir de cuántos granos podremos hablar de montón?

- El Calvo. Si le arrancamos un cabello a un hombre que posee muchos, no por ello se convertirá en calvo, tampoco si le arrancamos dos o tres. Sin embargo, si continuamos haciéndolo llegará un momento en el que el hombre parecerá calvo. Entonces, ¿a partir de cuántos cabellos arrancados podemos afirmar que nos encontramos ante un hombre calvo?

- Electra. Electra sabe que su hermano es Orestes, pro cuando encuentra a Orestes, al que no conoce, ignora que el desconocido sea Orestes. Electra, pues, sabe y no sabe.

- El Cornudo. ¿Tienes lo que no has perdido? - Sí. - ¿Has perdido los cuernos? - No. Luego tienes cuernos.

La verdad es que estas afirmaciones no son más que sofismas, es decir, argumentos que parten de premisas verdaderas, pero que llegan a conclusiones que todo el mundo consideraría inadmisibles. No obstante, son argumentos que parecen seguir las reglas formales del razonamiento, por lo que no resulta sencillo descubrir dónde está el error o la falacia en ellas.

Este procedimiento de Eubúlides solía confundir bastante al interlocutor, haciéndole caer en contradicción en las discusiones filosóficas de la época. Eubúlides partía de que la verdad es el ser y el ser es la verdad. Como el no-ser no es, no existe, no tiene realidad. La verdad debería ser simple y poder expresarse dentro del "si" o "no".

Pero, sin embargo, cualquiera de dichos argumentos no pueden ser verdaderos porque entonces resultarían ser falsos también. Y, por el contrario, tampoco pueden ser falsos, porque entonces serían verdaderos al mismo tiempo. Si tal argumentos no pueden ser ni verdaderos ni falsos o, en otras palabras, si poseen ambas condiciones lógicas, entonces ¿a qué nos atenemos?

Bertrand Russell dijo en relación a la paradoja del Mentiroso que es solamente verídica si es mentirosa, y es mentirosa si es verídica. Él mismo defendió que tales expresiones son lógicamente inconsistentes, algo así como 'frases-falaces', de las que no cabe preguntarse acerca de si son verdaderas o falsas, lo mismo que en el caso de las preguntas o los ruegos. De este modo, los argumentos de Eubúlides se desechan no ya por incorrectos, sino incluso por inexistentes.

Aunque los argumentos de Eubúlides sean considerados erróneos en la actualidad, y la lógica haya podido esclarecer su aura falaz, lo cierto es que, a ojos de neófito, se trata de expresiones verdaderamente paradójicas y sorprendentes, que nos hacen valorar el ingenio de hombres que vivieron hace más de 2.300 años y con cuyas reflexiones aún nos es posible jugar y deleitarnos.

(Recomiendo enormemente una página en especial, El topo lógico, en la que se debate este tema en profundidad, con claridad y ofreciendo una alternativa a la respuesta "negativa" de B. Russell.)

17.2.07

Ortega y Gasset: verdad científica y verdad filosófica

Entrevimos que la verdad científica, la verdad física posee la admirable calidad de ser exacta, pero es incompleta y penúltima. No se basta a sí misma. Su objeto es parcial, es sólo un trozo del mundo y además parte de muchos supuestos que da sin más por buenos; por tanto, no se apoya en sí misma, no tiene en sí misma su fundamento y su raíz, no es la verdad radical. Por ello postula, exige integrarse en otras verdades no físicas ni científicas que sean completas y verdaderamente últimas. Donde acaba la física no acaba el problema; el hombre que hay detrás del científico necesita una verdad integral, y, quiera o no, por la constitución misma de su vida, se forma una concepción enteriza del Universo. Vemos aquí en clara contraposición dos tipos de verdad: la científica y la filosófica. Aquélla es exacta pero insuficiente, ésta es suficiente pero inexacta. Y resulta que ésta, la inexacta, es una verdad más radical que aquélla – por tanto, y sin duda, una verdad de más alto rango, no sólo porque su tema sea más amplio, sino aún como modo de conocimiento; en suma, que la verdad inexacta filosófica es una verdad más verdadera.

Pero esto no debía extrañar. La tendencia irreflexiva y vulgar a considerar la exactitud como un atributo que afecta a los quilates de la verdad carece por completo no sólo de justificación, sino hasta de sentido. La exactitud no puede existir cuando se habla de objetos cuantitativos, o como Descartes dice, de “
quod recipit magis et minus”. Por tanto, de lo que se cuenta y se mide. No es, pues, en rigor, un atributo de la verdad como tal, sino de ciertas, determinadas cosas que hay en el Universo; en definitiva, sólo de cantidad y luego, con valor aproximado, de la materia. Una verdad puede ser muy exacta y ser, no obstante, muy poco verdad. Por ejemplo, casi todas las leyes físicas tienen una expresión exacta, pero como están obtenidas por un cálculo meramente estadístico, es decir, por cálculo de probabilidades, tienen un valor sólo probable. Se da el caso curioso – y el tema merecería ser tratado a parte, porque es candente y gravísimo– de que conforme la física se va haciendo más exacta se le va convirtiendo entre las manos a los físicos en un sistema de meras probabilidades; por tanto, de verdades de segunda clase, de casi-verdades. La consecuencia de esto es uno de los motivos que llevan a los físicos actuales, gigantes creadores de un novísimo panorama cósmico, a ocuparse de la filosofía, a asentar su verdad gremial en una más completa verdad vital.

(J. Ortega y Gasset, "¿Qué es la filosofía?", ed. póstuma, 1957)

10.2.07

Anaxágoras, el "nous" y su materialidad

El filósofo jónico Anaxágoras, en su concepción del mundo sensible, siguió el concepto de un kosmos formado a partir de una masa originaria con infinidad de elementos y partículas mezcladas. De acuerdo con Parménides, esas partículas, indestructibles, se mezclan posteriormente para formar los objetos y se separan cuando éstos se destruyen. Anaxágoras, sin embargo, no está de acuerdo con que las cuatro unidades últimas sean los cuatro elementos de Empédocles (tierra, aire, agua y fuego), y cree que aquello que tenga partes cualitativamente similares al todo es último y no derivado de ninguna cosa. Así, para Anaxágoras los elementos de Empédocles son mezclas formadas por muchas partículas cualitativamente diferentes (Copleston).

En el inicio, pues, todas las cosas estaban confusas y fundidas unas en otras. En la masa no hay vacíos, nada destaca o se manifiesta en ella (C. Ramnoux). Entonces, ¿qué es lo que da forma a las cosas que contemplamos al mundo sensible? Para Empédocles la causa y el movimiento del universo era la acción alternante de dos fuerzas, el Amor y la Discordia. Para Anaxágoras, en cambio, el responsable es el nous, la Mente o Inteligencia. Gracias al nous se inicia el movimiento diferenciador del universo; lo cálido se separa de lo frío, lo luminoso de lo oscuro, lo pesado de lo ligero, etc. La inteligencia es, pues, la que genera la discriminación de las cosas, la que separa los opuestos, la que permite existencia de cosas concretas. Es definitiva, el nous es el principio y causa del movimiento original, una realidad inteligente, la más pura y ligera.

Sin embargo, aunque cada cosa esté repleta de todas las demás, en porciones insignificantes o, bien, en una fracción significativa (es precisamente la abundancia o proporción mayor de ciertas partículas las que nos hacen denominar así a un objeto; un trozo de madera está formado mayoritariamente por madera, pero también contiene infinidad de otras partículas, como tierra, agua, etc.), sólo el nous no está mezclado con nada, aunque pueda formar parte de una mezcla. El nous habita en todas partes, tanto en los animales como en el hombre, tanto en la masa indiferenciada como en las demás cosas, pero en efecto, no se mezcla con ella; está en ellas, pero siempre fuera de ellas (Ramnoux). Todo es, por lo que respecta a la materia, grande y pequeño: es grande porque la materia puede dividirse en múltiples partes (en infinitas partes, de hecho), y es pequeña porque puede formar un todo mayor por agregación (Mas). El nous, a su vez, también es la más grande y la más pequeña de las cosas, porque está en todo, aunque no pueda mezclarse, o hacerse hacerse mayor o menor.

Pese a suponerlo como una inteligencia diferenciadora, el nous también está presente “en cualquier cosa, en la rodeante masa”; afirma después el filósofo que ocupa un lugar en el espacio, por lo que algunos, como Burnet, han sugerido que Anaxágoras, si bien dota de pureza al nous, pureza de la que carecen las demás cosas, no le concede el grado de ser inmaterial e incorpóreo. Es decir, Anaxágoras sostiene una visión del mundo materialista, algo que puede hacernos comprender por qué ilustres pensadores le recriminaron en su día esa forma de entender el universo. El nous pone en marcha el torbellino o movimiento rotatorio, cierto, pero lo que sucede con posterioridad es obra del propio torbellino, no de la inteligencia. Aristóteles comenta en su Metafísica que Anaxágoras, “siempre que no sabe explicar por qué algo sucede, introduce [al nous] a la fuerza, pero en los demás casos atribuye la causa a lo que sea, antes que a la Mente”. Por su parte, Platón se queja de que no le suponga bondad alguna al nous, eliminando cualquier rasgo ético; tal vez entendía que una inteligencia tal debía actuar siempre en pos del mayor interés por el bien del mundo.

Hay que tener en cuenta, no obstante, que en la época de Anaxágoras no había, por parte de los pensadores, una concepción inmaterial del espíritu; esto es algo que llegaría más adelante. Que Anaxágoras conciba el nous como ocupando un volumen no implica que lo tuviese como algo material; en opinión de Copleston, todo lo más que puede decirse es que, en su concepción de lo espiritual, Anaxágoras “no consiguió comprender del todo la radical diferencia que hay entre lo corpóreo y el espíritu”. Parece, pues, que todo se reduce a que Anaxágoras no entendió la diferencia entre el espíritu y la materia a la que da forma o pone en movimiento.

Más allá de esta inseguridad acerca de la concepción definitiva que tuviese Anaxágoras del nous, quizá cabría plantearse si la “radical separación entre lo corpóreo y el espíritu” que comenta Copleston, de la que carecía Anaxágoras, es o no tan radical. Porque aunque en la historia de la filosofía occidental podamos hallar multitud de teorías y concepciones acerca de la separación entre mente-cuerpo, este dualismo tan primordial no es universal: cabe citar, por ejemplo, algunas de las doctrinas hindúes o chinas, en las que se concibe al ser humano como entidad integral y no separada en esas dos partes.

De ahí que la idea del nous de Anaxágoras pueda ser interpretada de varias maneras: podemos entenderla como un ente puramente material, si bien más puro que las demás materias y que no participa más que en la génesis de su separación; podemos verlo como un ser que pone en marcha la maquinaria de lo existente, y que separa asimismo las cosas y ‘vive’ en ellas, no mezclado con nada; o podemos, en el caso de que, atreviéndonos, hagamos una interpretación a partir de las filosofías orientales, entender el nous como una especie de realidad constitutiva de todo, mente y materia, que otorga al mundo una unidad: el nous, entonces, sería la causa de la diferenciación del mundo sensible, el “torbellino” que impulsa el movimiento, jugando además un papel en la esencia misma de las cosas (aunque habría que matizar bastante más esta definición, claro está)

Sea cual sea la interpretación que del nous y su materialidad hagamos, resulta interesante constatar que el universo revelado por la ciencia a partir de Isaac Newton ha tenido mucho más en común con la visión de Anaxágoras que con la propuesta de Platón o su discípulo Aristóteles. Pese a las críticas vertidas por éstos hacia el filósofo jonio, nuestro cosmos físico ha resultado ser un lugar en el que no hay bondad ni eticidad alguna, como sugirió Anaxágoras: sólo indiferencia ante las volubles e insignificantes pasiones y tragedias humanas.

(Nota: los nombres entre paréntesis corresponden a los autores de las Historia de la Filosofía consultadas)

30.1.07

Steven Weinberg, la teoría final y la filosofía inútil

En el libro del premio Nobel de Física Steven Weinberg El sueño de una teoría final hay un curioso y extraño capítulo dedicado a la filosofía y la forma en que esta puede ayudar o perjudicar la búsqueda científica de esa teoría final. Para formarnos una idea de esto hay que entender previamente, claro está, lo que supone una teoría de tales características. ¿Qué es, pues, una teoría final?

El hallazgo de una teoría final implicaría descubrir las leyes fundamentales de la naturaleza, lo que mueve todo el Cosmos, desde el movimiento de las galaxias hasta la formación de copos de nieve; a partir de esta teoría o conjunto de leyes definitivas sobre el Universo podrían deducirse todas las demás (de ámbito físico, biológico, químico, etc.). Como todo fenómeno de la naturaleza puede ser explicado mediante principios científicos, y éste a su vez por otros principios más básicos, y así sucesivamente, la idea es poder alcanzar el núcleo primordial, el grupo de leyes fundamentales que rigen el Cosmos.

Si llegaremos o no hasta tal límite del saber es algo que, de momento, desconocemos. Pero Weinberg, en su capítulo centrado en la Filosofía (que reza "Contra la filosofía", en un tono tal vez no demasiado conciliador), critica a ésta duramente al no haber realizado ninguna aportación en este sentido; es más, se centra en las adversas consecuencias que ha tenido para la ciencia y su desarrollo el que muchos científicos se adhirieran a dos corrientes de pensamiento filosófico como son el positivismo y el relativismo. Se queja también de que no conoce a ningún físico que haya reconocido, en los últimos 50 años, haber recibido alguna ayuda por parte de filósofos. Y también asegura que "incluso allí donde las doctrinas filosóficas han sido útiles a los científicos en el pasado, se han perpetuado durante demasiado tiempo y al final han supuesto una molestia incluso mayor que la utilidad que tuvieron en su día".

A continuación Weinberg describe las doctrinas o visiones filosóficas que han significado un lastre para el pensar científico: por ejemplo el mecanicismo, y la forma en que esta perspectiva filosófica desarrollada por René Descartes influyó en Isaac Newton. También critica Weinberg la metafísica, y la manía de Immanuel Kant de que por medio de la razón pura podían alcanzarse saberes sobre el espacio y el tiempo, los cuales no son sino estructuras preexistentes en las mentes que permiten relacionar objetos y sucesos. Y luego aparece la epistemología, por medio del positivismo: toda ciencia debe contrastar sus teorías frente a la observación y todo punto o elemento concreto de estas teorías debe estar relacionado con magnitudes observables (bastamente, sólo lo observable y analizable por la experiencia existe). Esta perspectiva del positivismo ha sido ampliamente superada por los hallazgos científicos, pero algunos de estos mismos científicos, según Weinberg, fueron reacios a aceptar su fracaso. Y ello fue debido al poso filosófico que poseían dichos científicos, que les nubló ante la realidad científica y les impidió hacerse cargo de su derrota.

A mi juicio Weinberg se equivoca en varios aspectos. En primer lugar, cabe preguntarse si la filosofía tiene por qué hacer cualquier aportación a una teoría física, habida cuenta de que en la actualidad la filosofía no se ocupa ya de los problemas científicos. Es como querer obligar a la filosofía a que halle una salida o una contribución para la que no está destinada; resultaría igualmente absurdo que los filosófos recriminaran a la ciencia no dar la explicación del sentido ético del mundo, o no aportar en absoluto ninguna idea acerca de por qué existe el universo, o cuál es el motivo de que las leyes naturales sean como son y no de otra manera (por cierto, acerca de esto hablaré en una nota futura).

Acerca del positivismo y el relativismo, la queja de Weinberg acerca de la nefasta influencia que estas posturas filosóficas han llegado a tener en los científicos me parece, cuando menos, una forma de excusar a los propios científicos de sus errores conceptuales y, de paso, echar la culpa a los filósofos de las mútuos influjos que tanto ciencia como filosofía han abrazado desde el origen de las mismas. También podría un filósofo quejarse de la aciaga consecuencia en su ámbito del punto de vista tan acérrimamente racionalista y analítico que la ciencia ha legado a la filosofía actual; este punto de vista, el dualismo, y el marcado acento en la existencia de un mundo físico como únicas realidades han hecho, si cabe, un mal mucho mayor a la filosofía que el producido por ésta al saber científico.

Quizá lo que molesta a Weinberg es que la filosofía parece estancarse. No avanza como la ciencia, que acumula y acumula nuevos saberes, a veces derribando completamente lo que hasta entonces se creía. La filosofía, por su parte, no se supera a sí misma (sí en cuanto al saber sobre la naturaleza, pero esto ya forma parte de la ciencia), porque aunque sepamos mucho más hoy del Universo de lo que sabía Aristóteles, lo cierto es que estamos más o menos a un nivel semejante en cuanto a sus discusiones éticas en Ética a Nicómaco. La filosófía no evoluciona, sino que es un camino recorrido de continuo pero que no ofrece saberes absolutos, irrefutables, acerca de nada. Esto, que para muchos puede ser entendido como algo grandioso, para los científicos es un fiasco, una evidencia del fracaso de la filosofía.

Weinberg continúa comentando las opiniones de los relativistas, los cuales atacan a la ciencia y a su presunta seguridad en la objetividad del conocimiento científico. Cree que sus puntos de vista no llegarán a ninguna parte porque se encuadran, según él, dentro de lo que podría llamarse "el odio a occidente": criticar lo científico porque forma parte de nuestra cultura, en un tiempo en que todo lo occidental, como algo positivo, es puesto en duda . Yo creo que no tiene nada que ver; el relativista sostiene que la realidad es algo más complejo y profundo que el resultado de la acción de las leyes naturales (que a su vez, nadie duda de eso, poseen su propia complejidad y profundidad) y desdeña ciertas concepciones científicas por presumir éstas de objetividad, y a los científicos por creer que dichas concepciones son lo único existente y que están en la raíz misma de la existencia. No guarda relación con ningún 'odio a Occidente'; más bien de lo que se trata es de hacer ver que la ciencia es sólo una de entre diversas posibilidades cognoscitivas, que aunque describa estupendamente el mundo físico ello no implica que describa todo el mundo, y que hay otras formas de aproximarse a la revelación de la verdad, entre otros presupuestos.

Esto lo tenían claro los grandes pensadores de todos los tiempos (filósofos y científicos), pero parece ser que Steven Weinberg prefiere encapsular la sabiduría dentro del ámbito científico. No hay nada raro en ello, se ha venido haciendo desde hace siglos, pero hay que relativizar la importancia del conocimiento científico y dar cabida, en nuestra concepción del mundo, a otras disciplinas, tanto recluidas en la parcela racional, como aquellas que no siguen ese camino, porque todas juntas permiten observar y percibir el Cosmos de un modo más amplio y completo. Y esto es porque el Cosmos es mucho más que materia, mucho más que comuniones de átomos obedeciendo leyes naturales. Esto de por sí ya es maravilloso, ya responde a algunas de nuestras preguntas y nos estimula hacia el saber; pero no despreciemos a, por ejemplo, la filosofía simplemente porque no responde a lo que nosotros preguntamos. Situemos cada disciplina en su perímetro, no le exijamos más de lo que puede ofrecer y, sobretodo, avancemos integrando y aceptando toda aportación, por singular que sea, en esta búsqueda común del conocimiento.

Steven Weinberg ha escrito un libro soberbio sobre física. Lástima que no haya sido capaz de coronarlo con un respeto y una admiración hacia aquella forma de pensar que, de hecho, hizo nacer a la misma física y a toda reflexión racional de lo existente: la bien hallada Filosofía.

27.1.07

Culturas distintas; mundos diferentes

Uno de los mayores privilegios que uno siente cuando aprende (y sobretodo, si es algo que te gusta y motiva)es que, de una u otra forma, ese aprendizaje va cambiando poco a poco tu perspectiva; a medida que profundizas, te das cuenta de aquello que antes ignorabas, o lo que creías obvio o intrascendente pero que luego se revela capital. En fin, tu visión del mundo se transforma. Captas matices, descubres uniones ocultas, y confirmas (o desmientes) tus ideas preconcebidas.

En Antropología, el estudio de la cultura y diversidad humanas en el tiempo y el espacio, se menciona muchas veces un evento festivo que algunas tribus del Pacífico Oriental emplean como medida de intercambio de recursos. Es el potlach. Pues bien, un potlach consiste fundamentalmente en la distribución, por parte de los miembros de una comunidad, de alimentos, utensilios, mantas, etc. A cambio, esa tribu aumenta su prestigio, su reputación. Claro que es una costumbre india, por lo que quizá nos resultará extraño eso de regalar alimentos y otros objetos de valor a gente desconocida (o a miembros de otras familias). ¿Por qué harían algo así los tlingit, los salish y otras tribus similares?

Según la teoría económica clásica, el motivo del lucro es universal, pues está presente en toda sociedad y en todo tiempo. Sin embargo, el comportamiento de los indios norteamericanos revela una actitud completamente opuesta. A ojos de ciertos investigadores occidentales, esto se interpretaba como un comportamiento derrochador: las tribus ofrecen regalos para ser más prestigiosas, incluso si ello supone una disminución de su bienestar material. Pero esta forma de ver las cosas parte desde la perspectiva occidental; y cualquiera debería saber que analizar el mundo y la humanidad a partir de ella tiene como resultado una visión miope de la realidad.

Ahora bien, ¿cómo entonces debemos percibir el potlach? Según la perspectiva actual, el potlach y costumbres semejantes son adaptaciones culturales a los periodos alternativos de abundancia y escasez locales. Es decir, las tribus que han tenido un buen año y se convierten, durante un tiempo, en ricos ofrecen la parte sobrante de su subsistencia a quienes son pobres. Quizá al año siguiente cambien las tornas, y los ricos sean pobres y los pobres ricos: se trata de un mecanismo de compensación social, por decirlo así. Lo extraordinario de todo ello es que las tribus indias adquieren prestigio al compartir con los demás, pero no por afán de lucro o para ser bien vistas por otras, sino sobretodo para evitar la estratificación social (o sea, que haya ricos y pobres estables).

Aquí es donde entra en juego la comparación con occidente, con nuestra sociedad capitalista. ¿Qué hacemos nosotros cuando tenemos "excedente" de recursos económicos? No es que se deseable que los compartamos, los distribuyamos entre la gente pobre, etc., porque ello es inviable en un mundo como el nuestro, tan arraigado y necesitado a los valores materiales; más bien, lo horrible es que tendemos a hacer ostentación de nuestra riqueza, a restreguar a nuestro vecino el coche nuevo que acabamos de comprarnos, los trajes y halajas de nuestra mujer, el colegio caro al que acuden nuestros hijos y, en general, todo aquello que nos impulsa por encima de los demás.

En resumen, las tribus que emplean el potlach no lo hacen con ánimo de arrogancia o suficiencia ante los necesitados, sino que prefieren renunciar a sus excedentes antes de servirse de ellos para agrandar la distancia social que media entre ellos y sus vecinos.

Es esa mentalidad la que ofrece un buen ejemplo de lo que significa vivir en armonía con tu alrededor. La verdadera solidaridad, lo que mueve hacia la alianza entre personas. Más allá de la ingenuidad que supone creer que ello es viable y posible en occidente, porque nuestros esquemas mentales se hallan arraigados a la idea de que lo nuestro es nuestro y de nadie más, lo pasmoso es la sensación de distancia mental que media entre las costumbres de esas tribus (que algunos, graciosamente, interpretan como primitivas), y nuestra forma de vivir.

Nos consideramos progresistas y evolucionados cuando, más bien, aún estamos en la primera casilla del juego de la vida: pasmoso es también lo que aún nos resta por aprender de un puñado de gentes con tocados de colores y plumas en la cabeza, que sienten la existencia no como competición, no como una jungla llena de fieras dispuestas a destrozarte, sino como un paraje que, si bien no lo es, puede ser más idílico y grato por poco que hagamos nosotros. Gentes de tradiciones casi milenarias, que aportan sabiduría y humanidad en un mundo de sangre, locura y avaricia. El mundo en el que vivimos y donde, al parecer, queremos vivir.

21.12.06

Pitágoras: números y música de las esferas

(Pitágoras merece mucho más espacio y dedicación del que le ofrezco a continuación. Esto es sólo un breve esquema a vuelapluma de algunas ideas y concepciones de su filosofía que me parecen atractivas; en un futuro volveré a él con mayor profundidad y analizaré, dentro de mis posibilidades, su pensamiento filosófico)

Todos sabemos algo de Pitágoras: la mayoría de nosotros lo reconoce por su famoso teorema, que nos hacían aprender en clase de primaria como método para mejorar (o iniciar, y en algunos casos, para aborrecer) nuestras matemáticas. Pitágoras no forma parte de los milesios, como Tales o Anaximadro, sino que vivió en Italia gran parte de su vida; tras la destrucción de Mileto, Italia fue la cuna de grandes pensadores, de casi todos los presocráticos posteriores a los milesios, de hecho. Pitágoras vivió en el siglo VI antes de Cristo.

Una visión de la filosofía de Pitágoras comienza y acaba en los números: "los números son la medida de todas las cosas", decía él. El orden cósmico, es decir, la totalidad, estaba basado en ciertas relaciones numéricas. A algunos números les atribuían un significado especial, una particular relevancia dentro de esas relaciones. Por ejemplo, el tetrakto, el número 10: era llamado el número divino, porque consistía en la suma de los cuatro primeros enteros (1+2+3+4). El 4 era símbolo de justicia, y el 6 y 28, iguales a la suma de sus divisores (6=1+2+3, por ejemplo), eran considerados números "perfectos".

Esto puede parecer pura charlatanería numerológica (aunque sea charlatanería de hace 2.500 años y vislumbrada por uno de los genios más importantes de la antigüedad), pero tuvo un gran apoyo gracias a su relación con la música; en efecto, el propio Pitágoras halló que la música está basada en los números. En síntesis, descubrió que las longitudes de las cuerdas que producen tonos armónicos guardan entre ellas razones numéricas simples: la octava, por ejemplo, corresponde a la razón 2:1 (que quiere decir que una nota aguda da dos vibraciones en el tiempo en que una grave da una sola).

Lo que Pitágoras y, posteriormente sus seguidores, los pitagóricos, hicieron fue crear, edificar toda una cosmología basada en los números y en la música. Idearon que el Cosmos estaba compuesto de nueve capas o esferas cada una de las cuales correspondía a un astro (Tierra, Luna, Sol, los cinco planetas hasta entonces conocidos y la esfera de las estrellas fijas), más otra esfera añadida, la "anti-Tierra", necesaria para cuadrar las cuentas y dar sentido al 'tetrakto', aunque esta esfera era puramente inventada. Además, cada una de las esferas emitía su propia música, su particular tonalidad (de ahí parte la idea de la "música de las esferas"), a medida que giraban alrededor de la Tierra.

Es un hecho a destacar que, pese a todas las carencias y los errores conceptuales que tienen las ideas pitagóricas, al menos guardan una singular conexión con el saber en nuestro tiempo: y es que Pitágoras y sus seguidores creían que el mundo físico era una manifestación del orden matemático que subyace en él; los números juegan un papel en el Cosmos, un papel quizá fundamental. Hoy en día, la moderna física matemática opina lo mismo. Debe haber, en efecto, al menos algún tipo de orden racional, describible en números, en la urdimbre del espacio para que nuestras teorías físicas, en ese mismo plano físico, funcionen tan bien.

Así pues, Pitágoras abrió el camino a una interpretación, al alimón, tanto racional como mística (entendiendo aquí por místico una relación inefable y compleja de ciertos números con la realidad de nuestro mundo) del Cosmos. Cierto que su concepción de esferas y la música adherida a ellas no responde a lo que sabemos hoy sobre los movimientos planetarios y su propia existencia (por ejemplo, hay muchos más astros en el sistema solar de lo que él creía, y por tanto el 'tetrakto' no se puede aplicar en absoluto), pero parece ser que algún poso residual permanece en nuestra visión moderna del mundo, más allá de esferas y notas armónicas: nos sentimos atraídos por esa idea, esa conexión espacio-musical del universo, hay algo en ello que nos agrada
(personalmente, el viaje final en la película '2001, una odisea en el espacio' me recuerda vagamente a Pitágoras... no sé si porque estoy saturado de filosofía, o porque intuyo que algo debía saber la pareja Kubrick-Clarke al respecto).

Quien sabe si Pitágoras, que floreció en Italia hacia el 523 antes de Cristo, intuyó tal vez más acerca del Cosmos de lo que estamos hoy dispuestos a aceptar.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...