¿Tuvieron nuestros padres derecho a mentirnos acerca
de los Reyes Magos? Hoy, precisamente, millones de niños serán engañados cuando
reciban sus regalos, creyendo que fueron aquellos tres quienes se los trajeron
cuando, obviamente, no es el caso. ¿Puede y debe la verdad estar por encima de
todo? ¿Compensa, para el niño, creer en algo así, o es más bien algo que hacen
los adultos para ver en sus hijos la inocencia y la ingenuidad que ya han
perdido? Y, si es así, ¿están legitimados los padres para ello o deberíamos
sancionar su comportamiento?
Podemos partir de la noción del “beneficio” para el
niño. Es patente que, como a todos nos sucede, creer en los Reyes Magos (o en
Papá Noel o en otro sucedáneo similar) cuando somos unos críos nos llena de
emoción y de felicidad. Es verdaderamente mágico ese instante de llegar a casa,
abrir la puerta de la habitación y contemplar los regalos encima de la cama, o
dondequiera que los coloquen los mayores. Todo es una falsa, sí, pero para el
niño es muy emocionante y satisfactorio, y se siente dichoso por cuanto se han
acordado de él los tres Reyes y le han traído lo que él tanto deseaba (o algo
similar).
Recuerdo mi propia experiencia, año tras año, y no
puedo más que maravillarme por cómo vivía aquellos días previos, excitado y
ansioso; era tan deliciosa, aquella época, que constituía en parte un motivo de
bienestar especial para el resto del año. Quizá no es tan hondo el impacto hoy,
cuando se hacen regalos a los niños muy a menudo, pero en mis tiempos (hablo de
unos 25 años atrás) la Navidad constituía la fecha base para recibirlos, junto
con el cumpleaños. De modo que se trataba de días de especial emotividad. ¿Qué
pasó cuando descubrí que no eran los Reyes Magos quienes se bebían la leche ni
se zampaban las galletas, o que los pobres camellos no transportaban los
juguetes sino que, en realidad, habían sido comprados y pagados por aquellos
con quienes yo vivía? Tristeza y decepción, sí. También se esfumó la imagen de
que mis padres siempre me decían la verdad, pero mi confianza en ellos no
disminuyó, sino que no entendí los motivos de que actuaran de semejante manera
(quizá porque ya tenía diez o once años, creo recordar, cuando descubrí el
“fraude”; siempre fui muy ingenuo...).
Cada caso es único y particular, desde luego, pero
en el mío no tengo dudas: me compensó ampliamente la dicha navideña ante la
promesa de los regalos ansiados frente a aquel instante de amargura. Y, cuando
se destapó la verdad, no experimenté resentimiento ninguno hacia mis padres,
sino que quise intentar comprender por qué lo hicieron, como digo.
¿Es dañina una mentira como la de los Reyes Magos?
Lo es, en el sentido de que no deberíamos mentir a nuestros hijos. Hay quien
piensa que estamos en la obligación de no convencerlos de que hay cosas falsas
o absurdas. Según esta postura, aunque el niño sienta alegría ante una farsa
ello no es razón para inculcarle falsedad; también hay muchas creencias que
harían feliz a una persona si creyera en su realidad (por ejemplo, que es la
persona más hermosa o lista del mundo, que la muerte no existe, etc.).
Probablemente quienes creen así otorgan un valor muy alto a la racionalidad,
a la introducción en la vida de sus hijos de una “barrera” que separe lo que
tiene sentido de lo que no. La racionalidad no debe devaluarse, no debe
mezclarse o diluirse en el medio de lo fantástico, por lo que les dicen a sus
hijos la verdad a poco que ellos pregunten.
Quienes así piensan (por ejemplo, Louise Antony, en ¿Qué
diría Sócrates hoy?, Alexander George [rev.], Temas de Hoy, Madrid, 2008),
sostienen que no es necesario que los niños crean en Papá Noel (o los Reyes
Magos), para experimentar alegría; también pueden sentirla, dice ella, gracias
a simular que existe Papá Noel, como disfrutan la simulación de que la gallina
Caponata o Superman existen. Pero, entonces, se trata de engaños de grado,
porque todos ellos no existen, y no veo qué mejora hay en que crean
simulaciones de engaños y no los engaños, directamente. Para mí, la gallina Capotana
existía, no como un simulacro... sino como la verdadera gallina Caponata. Puede
parecer absurdo, que yo mismo tuviera como real algo así, pero cuando uno es
niño aún no tiene desarrolladas sus facultades plenas para discernir ambos
reinos, el de la existencia efectiva y el de la irrealidad. Precisamente por
ello, de igual modo, o de hecho con más propiedad aún, existían para mí
Superman y los Reyes Magos. Todos iban dentro del mismo paquete, del mismo
círculo existencial, por así decir.
Anthony arriesga la hipótesis de que, cuando
mentimos a los niños respecto a estos temas, no lo hacemos en pro de su
alegría, sino en la nuestra. Porque somos nosotros, los adultos o los
padres, quienes disfrutamos de que nuestros retoños sean tan inocentes y
candorosos que se crean cualquier cosa que se les diga. Esta tesis me parece
incorrecta; si bien es cierto que sentimos placer cuando vemos a los niños
contentos y dichosos, no es así porque ellos creen lo que nosotros les decimos
sin sospechar, sino porque, en mi opinión, con su alegría y felicidad volvemos
a ser nosotros niños, volvemos a revivir, a través de ellos, aquel mundo
mágico que ya no existe de ninguna manera. No es que utilicemos a nuestros
propios hijos en beneficio egoísta para recuperar esas sensaciones, sino que
vemos bien engañarles, decirles una mentira, porque sabemos (o sospechamos, o
queremos creer) que ellos saldrán ganando con esa experiencia. Creo que, si
rememoramos lo que vivimos con cierto análisis, y si pudiéramos recordar con
detalle lo que sentíamos, estaríamos tentados de perpetuar esa mentira para
nuestros hijos. Muy probablemente, igual que nos pasó a nosotros, para ellos
valdrá la pena.
Sospecho que una infancia librada del componente
mágico, eximida de las experiencias placenteras que lo no-real
proporciona, y aunque cuando toque conocer la verdad ésta produzca cierto
desamparo momentáneo posterior, una infancia así, digo, sospecho que es quizá
más fría, menos rica y menos provechosa para el niño. Se trata de vivencias que
nos ayudan a crecer, o que al menos no dañan el proceso de crecimiento. No se
puede contar toda la verdad, el niño o la niña ya tendrán tiempo, más
adelante, de descubrir por sí mismos la terrible realidad del mundo que les
rodea. Si contamos al niño toda la verdad, en efecto, también deberemos
narrarle, si sus preguntas a ello nos llevan, todo el horror que existe: la
malnutrición de los niños, el hambre, la violencia, la enfermedad, el
asesinato, la muerte injusta, el dolor y el sufrimiento que infringimos a nuestros
semejantes y a los animales, etc. ¿Vamos a hacerlo? ¿Llenaremos la existencia
de nuestros hijos con esas desgracias o dejaremos que, con la edad, tomen
conciencia de ello y lo descubran por sí mismos?
Fue triste saber que los Reyes Magos no eran más que
un mito. Sí, desde luego, lo fue. Y, sobretodo, puede serlo aún más si, como
sucede en algunos casos, tus compañeros de clase, despechados y enojados al
conocerla, deciden hacértelo ver con crueldad, pero los años previos en los que
dura ese hechizo tienen, me parece, un efecto enriquecedor. No guardo rencor
ninguno a mis padres porque me mintieran por ello. Creo que hicieron lo
correcto, y que la verdad, en cualquiera de sus formas, irá llegando a la vida
del niño cuando tenga que llegar. No antepongo la racionalidad a la vida
ilusionada, inocente y candorosa de un niño, así como tampoco antepongo ésta
última a aquella cuando el niño ya es adulto. Todo tiene su tiempo. Y su
maduración. Dejemos a los niños que fluyan en un mundo donde lo portentoso
anida, aunque sea una mentira.
Lo importante es ser digno de su confianza, no en estos temas, sino en lo que de verdad importan. La verdad es relevante, desde luego, pero mucho más lo son el amor, el afecto, el cuidado y la educación que un niño y una niña necesitan para que, en el futuro, sean ciudadanos tolerantes, abiertos y críticos. Y, creer en los Reyes Magos cuando somos unos críos, no obstaculiza, en modo alguno, esta pretensión.
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