5.1.15

Los magos o la verdad


¿Tuvieron nuestros padres derecho a mentirnos acerca de los Reyes Magos? Hoy, precisamente, millones de niños serán engañados cuando reciban sus regalos, creyendo que fueron aquellos tres quienes se los trajeron cuando, obviamente, no es el caso. ¿Puede y debe la verdad estar por encima de todo? ¿Compensa, para el niño, creer en algo así, o es más bien algo que hacen los adultos para ver en sus hijos la inocencia y la ingenuidad que ya han perdido? Y, si es así, ¿están legitimados los padres para ello o deberíamos sancionar su comportamiento?

Podemos partir de la noción del “beneficio” para el niño. Es patente que, como a todos nos sucede, creer en los Reyes Magos (o en Papá Noel o en otro sucedáneo similar) cuando somos unos críos nos llena de emoción y de felicidad. Es verdaderamente mágico ese instante de llegar a casa, abrir la puerta de la habitación y contemplar los regalos encima de la cama, o dondequiera que los coloquen los mayores. Todo es una falsa, sí, pero para el niño es muy emocionante y satisfactorio, y se siente dichoso por cuanto se han acordado de él los tres Reyes y le han traído lo que él tanto deseaba (o algo similar).

Recuerdo mi propia experiencia, año tras año, y no puedo más que maravillarme por cómo vivía aquellos días previos, excitado y ansioso; era tan deliciosa, aquella época, que constituía en parte un motivo de bienestar especial para el resto del año. Quizá no es tan hondo el impacto hoy, cuando se hacen regalos a los niños muy a menudo, pero en mis tiempos (hablo de unos 25 años atrás) la Navidad constituía la fecha base para recibirlos, junto con el cumpleaños. De modo que se trataba de días de especial emotividad. ¿Qué pasó cuando descubrí que no eran los Reyes Magos quienes se bebían la leche ni se zampaban las galletas, o que los pobres camellos no transportaban los juguetes sino que, en realidad, habían sido comprados y pagados por aquellos con quienes yo vivía? Tristeza y decepción, sí. También se esfumó la imagen de que mis padres siempre me decían la verdad, pero mi confianza en ellos no disminuyó, sino que no entendí los motivos de que actuaran de semejante manera (quizá porque ya tenía diez o once años, creo recordar, cuando descubrí el “fraude”; siempre fui muy ingenuo...).

Cada caso es único y particular, desde luego, pero en el mío no tengo dudas: me compensó ampliamente la dicha navideña ante la promesa de los regalos ansiados frente a aquel instante de amargura. Y, cuando se destapó la verdad, no experimenté resentimiento ninguno hacia mis padres, sino que quise intentar comprender por qué lo hicieron, como digo.

¿Es dañina una mentira como la de los Reyes Magos? Lo es, en el sentido de que no deberíamos mentir a nuestros hijos. Hay quien piensa que estamos en la obligación de no convencerlos de que hay cosas falsas o absurdas. Según esta postura, aunque el niño sienta alegría ante una farsa ello no es razón para inculcarle falsedad; también hay muchas creencias que harían feliz a una persona si creyera en su realidad (por ejemplo, que es la persona más hermosa o lista del mundo, que la muerte no existe, etc.). Probablemente quienes creen así otorgan un valor muy alto a la racionalidad, a la introducción en la vida de sus hijos de una “barrera” que separe lo que tiene sentido de lo que no. La racionalidad no debe devaluarse, no debe mezclarse o diluirse en el medio de lo fantástico, por lo que les dicen a sus hijos la verdad a poco que ellos pregunten.

Quienes así piensan (por ejemplo, Louise Antony, en ¿Qué diría Sócrates hoy?, Alexander George [rev.], Temas de Hoy, Madrid, 2008), sostienen que no es necesario que los niños crean en Papá Noel (o los Reyes Magos), para experimentar alegría; también pueden sentirla, dice ella, gracias a simular que existe Papá Noel, como disfrutan la simulación de que la gallina Caponata o Superman existen. Pero, entonces, se trata de engaños de grado, porque todos ellos no existen, y no veo qué mejora hay en que crean simulaciones de engaños y no los engaños, directamente. Para mí, la gallina Capotana existía, no como un simulacro... sino como la verdadera gallina Caponata. Puede parecer absurdo, que yo mismo tuviera como real algo así, pero cuando uno es niño aún no tiene desarrolladas sus facultades plenas para discernir ambos reinos, el de la existencia efectiva y el de la irrealidad. Precisamente por ello, de igual modo, o de hecho con más propiedad aún, existían para mí Superman y los Reyes Magos. Todos iban dentro del mismo paquete, del mismo círculo existencial, por así decir.

Anthony arriesga la hipótesis de que, cuando mentimos a los niños respecto a estos temas, no lo hacemos en pro de su alegría, sino en la nuestra. Porque somos nosotros, los adultos o los padres, quienes disfrutamos de que nuestros retoños sean tan inocentes y candorosos que se crean cualquier cosa que se les diga. Esta tesis me parece incorrecta; si bien es cierto que sentimos placer cuando vemos a los niños contentos y dichosos, no es así porque ellos creen lo que nosotros les decimos sin sospechar, sino porque, en mi opinión, con su alegría y felicidad volvemos a ser nosotros niños, volvemos a revivir, a través de ellos, aquel mundo mágico que ya no existe de ninguna manera. No es que utilicemos a nuestros propios hijos en beneficio egoísta para recuperar esas sensaciones, sino que vemos bien engañarles, decirles una mentira, porque sabemos (o sospechamos, o queremos creer) que ellos saldrán ganando con esa experiencia. Creo que, si rememoramos lo que vivimos con cierto análisis, y si pudiéramos recordar con detalle lo que sentíamos, estaríamos tentados de perpetuar esa mentira para nuestros hijos. Muy probablemente, igual que nos pasó a nosotros, para ellos valdrá la pena.

Sospecho que una infancia librada del componente mágico, eximida de las experiencias placenteras que lo no-real proporciona, y aunque cuando toque conocer la verdad ésta produzca cierto desamparo momentáneo posterior, una infancia así, digo, sospecho que es quizá más fría, menos rica y menos provechosa para el niño. Se trata de vivencias que nos ayudan a crecer, o que al menos no dañan el proceso de crecimiento. No se puede contar toda la verdad, el niño o la niña ya tendrán tiempo, más adelante, de descubrir por sí mismos la terrible realidad del mundo que les rodea. Si contamos al niño toda la verdad, en efecto, también deberemos narrarle, si sus preguntas a ello nos llevan, todo el horror que existe: la malnutrición de los niños, el hambre, la violencia, la enfermedad, el asesinato, la muerte injusta, el dolor y el sufrimiento que infringimos a nuestros semejantes y a los animales, etc. ¿Vamos a hacerlo? ¿Llenaremos la existencia de nuestros hijos con esas desgracias o dejaremos que, con la edad, tomen conciencia de ello y lo descubran por sí mismos?

Fue triste saber que los Reyes Magos no eran más que un mito. Sí, desde luego, lo fue. Y, sobretodo, puede serlo aún más si, como sucede en algunos casos, tus compañeros de clase, despechados y enojados al conocerla, deciden hacértelo ver con crueldad, pero los años previos en los que dura ese hechizo tienen, me parece, un efecto enriquecedor. No guardo rencor ninguno a mis padres porque me mintieran por ello. Creo que hicieron lo correcto, y que la verdad, en cualquiera de sus formas, irá llegando a la vida del niño cuando tenga que llegar. No antepongo la racionalidad a la vida ilusionada, inocente y candorosa de un niño, así como tampoco antepongo ésta última a aquella cuando el niño ya es adulto. Todo tiene su tiempo. Y su maduración. Dejemos a los niños que fluyan en un mundo donde lo portentoso anida, aunque sea una mentira.

Lo importante es ser digno de su confianza, no en estos temas, sino en lo que de verdad importan. La verdad es relevante, desde luego, pero mucho más lo son el amor, el afecto, el cuidado y la educación que un niño y una niña necesitan para que, en el futuro, sean ciudadanos tolerantes, abiertos y críticos. Y, creer en los Reyes Magos cuando somos unos críos, no obstaculiza, en modo alguno, esta pretensión.

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