Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
16.12.17
Esquema de la Filosofía Occidental
Un fantástico resumen de la historia de la filosofía occidental desde los lejanos presocráticos hasta la actualidad.
Recoge las distintas épocas (con sus siglos), la preocupación principal de cada una de ellas, los periodos/escuelas que las representan, así los principales miembros de las mismas.
Aunque, desde luego, haya matices y líneas de tiempo no siempre coincidentes, es un modo rápido y sencillo de ubicar temporal y temáticamente a cada uno de los grandes pensadores occidentales.
31.12.15
Diálogos de Platón (I): ‘Apología'
Hay tres
diálogos platónicos en los que se trata el juicio y la condena de Sócrates, el
maestro del gran filósofo ateniense: se trata de la “Apología”, que no es
exactamente un diálogo sino una autodefensa por parte de Sócrates ante sus
acusadores, el ‘Critón’ y el ‘Eutifrón’. En esta ocasión vamos a analizar
someramente el contenido de la primera.
Sabido es
que Sócrates era un personaje incómodo para el gobierno de Atenas. Según la
acusación que promovió el poeta Meleto, “hacía buena la causa mala, introducía
nuevos dioses en la ciudad y corrompía a los jóvenes con sus ardides”. El
orador Licón y Ánito, un político influyente de la época, se asociaron para
sumarse a la acusación.
Como no
podían imputar delito político ninguno a Sócrates, desviaron la acusación hacia
la impiedad, que era una acusación muy grave. Por lo que respecta a mancillar
la juventud, se basaron en la idea de que les apartaba de la vida “burguesa”,
la vida correcta, y les movía a entrar en el camino de una filosofía
equivocada, no rentable económicamente, como sí lo era, en cambio, la de los
sofistas, que recibían dinero a cambio de sus enseñanzas (se dice que el hijo
de Ánito se sintió atraído por la ‘doctrina’ de Sócrates y, pese a los deseos
de su padre de que siguiera los negocios familiares, el retoño acabó
apartándose de la actividad empresarial, lo que enfureció al padre). Tampoco se
trataba de una filosofía institucionalizada (como sí lo era la escuela
pitagórica, o lo serían posteriormente la Academia de su alumno Platón o el
Liceo de Aristóteles), sino algo callejera, verbal, dialéctica y poco
provechosa.
Pero las
razones del temor contra Sócrates poco tenían que ver con esto. Las verdaderas
motivaciones eran muy otras: “Si Sócrates pudo ser considerado peligroso para
la ciudad, lo fue especialmente por su uso del elenchós, “refutación”. Su sabiduría era crítica. Un personaje que
dedicaba la mayor parte de su tiempo a refutar a los demás resultaba
evidentemente incómodo. El elenchós puede resultar un juego intelectual
fascinante, pero si lo practican los jóvenes que son el futuro de Atenas
constituye una amenaza. Quien ironiza con la tradición e inocula ese hábito a
los futuros ciudadanos resulta de entrada alguien sospechoso” (Ramón Alcoberro,
Sócrates, ‘Colección Aprender a
Pensar’, RBA, Barcelona, 2015).
La
acusación, en parte, vio a Sócrates como un sofista. Obviamente, no lo era; de
hecho, si había un oponente, un adversario a la sofística en Atenas capaz de
plantarle cara, ése era Sócrates. A éste, sin embargo, se le veía dialogar y
conversar con los sofistas, se le veía en contacto con ellos, por lo que hubo
gente que los relacionó; como Sócrates trataba una multitud de temas, era
plausible que también tratara de inculcar a los jóvenes las acusaciones que
sobre él se cernían. Las gentes que no supieran diferenciar la actividad
sofística de la socrática no estaban, pues, en disposición de juzgarle
rectamente aunque, sin embargo, tuvieron que depositar su voto, y lo hicieron
siguiendo estos prejuicios.
Como
señala Carlos García Gual en su Introducción
a la edición de la “Apología” recogida en la edición de Gredos, “a pesar de
todas las circunstancias desfavorables, era difícil que se consiguiera la
culpabilidad [de Sócrates], y casi imposible la imposición de la pena de
muerte”. ¿Qué sucedió, pues, para que el maestro de Platón terminara finalmente
condenado a beber la cicuta?
Tras
escuchar a los acusadores y al acusado, se efectuaba una primera votación. Acto
seguido, la acusación volvía a hablar para justificar la pena, a lo que
respondía el acusado con una contraproposición. El tribunal estaba obligado a
escoger una u otra, de modo que el acusado sólo podía proponer una pena menor que la emitida por la acusación,
pero debía actuar con prudencia, pues si pedía una pena muy inferior podía dar
a entender que se burlaba de la acusación y del juicio, con el resultado de que
el tribunal se ofendiera y aceptara la acusación mayor.
Esto fue
exactamente lo que sucedió en el caso de Sócrates. A la propuesta de Meleto de
la pena de muerte, muy pocos de los jueces y los acusadores hubieran estado de
acuerdo en condiciones normales, y menos aún si la contrapropuesta de Sócrates
hubiese sido, digamos, ‘razonable’; si él hubiera cedido, muchos votos resultarían
negativos y, con ello, hubiese salvado la vida. Pero, para que tal extremo se
verificara, Sócrates tenía que autoinculparse; es decir, que propusiera una
pena contra sí mismo, reconociendo, pues, su papel nocivo en la sociedad,
renunciando a su labora pasada y adoptando una actitud suplicante. A esto
Sócrates no estaba dispuesto de ningún modo, por descontado, de modo que el
tribunal se vería obligado a elegir su pena de muerte.
Sócrates, según Platón, afirmó lo siguiente: “Así pues,
propone para mí este hombre [su acusador, Meleto] la pena de muerte. Bien, y yo
qué os propondré a mi vez, atenienses? ¿Hay alguna duda de que propondré lo que
merezco? ¿Qué es eso entonces?... Algo bueno, atenienses, si hay que proponer
en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí.
Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que necesita tener
ocio para exhortaros a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses,
que el ser alimentado en el Pritaneo”.
El
Pritaneo era parecido a los ayuntamientos actuales, locales en los que las
personas distinguidas de la ciudad disfrutaban de la comida a cargo del Estado.
Se trataba de un honor especial, que muy pocos merecían. Al proponer Sócrates
una deferencia tan ilustre (siendo un hombre pobre, según su misma confesión),
causó el enojo del tribunal.
Pero
Sócrates explica, a continuación, explica el por qué de semejante
contrapropuesta: “Persuadido, como estoy, de que no hago dalia a nadie, me
hallo muy lejos de hacerme dalia a mí mismo, de decir contra mí que soy
merecedor de algún daño y de proponer para mí algo semejante. ¿Por qué temor
iba a hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto Meleto y que yo afirmo que no sé
si es un bien o un mal? ¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con certeza
que es un mal y proponerlo para mí?”. Sócrates lanza la opción de pagar una
multa como compensación, y sigue reiterando su defensa: “Si, por otra parte,
digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones
cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis
oído dialogar cuando me examinaba a mi mismo y a otros, y si digo que una vida
sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin
embargo, la verdad es así como yo digo, atenienses, pero no es fácil
convenceros. Además. no estoy acostumbrado a considerarme merecedor de ningún
castigo. Ciertamente, si tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera
en condiciones de pagar; el dinero no sería ningún daño. Pero la verdad es que
no lo tengo, a no ser que quisierais aceptar lo que yo podría pagar. Quizá
podría pagaros una mina
de
plata. Propongo, por tanto, esa cantidad”. Esto se trataba de otra burla, para
un tribunal de la capital ateniense. Lo cual volvió a desmerecer a Sócrates a
los ojos de aquel.
Tras estas palabras, se llevó a cabo la decisión y votación
final. El tribunal, por tanto condena a muerte a Sócrates. Casi ochenta jueces
que, en la anterior criba, había votado en contra de su muerte rectifican y se
suman a la propuesta, ofendidos por las palabras del maestro. Meleto, Licón y
Ánito salen vencedores, y Sócrates es obligado a beber el veneno de la cicuta.
Por tanto, lo que pretendían los detractores de Sócrates
era verlo mancillado; o bien tenía que humillarse y aceptar que las acusaciones
estaban fundadas y, con su retractación, reconocer su influjo pernicioso en la
sociedad, o bien proponer una pena nula para mí mismo, con lo cual, como bien
sabían aquellos, Sócrates quedaba condenado a la pena de muerte. Si hubiera
cedido, se hubiera salvado pero, al mismo
tiempo, habría hecho pedazos la imagen de rectitud moral y acción que tanto le
caracterizaba. Si consentía, entonces sus discípulos verían en él a un
embustero, alguien que no permanecía fiel a sus principios, un mero embaucador.
Un sofista, en definitiva. Sócrates tenía que ser consecuente con su historia,
y dar ejemplo. Y eso no fue un sacrificio, sino la consecuencia por su amor por
el bien y la rectitud moral. Como él mismo afirmó, según Platón (el cual,
probablemente, idealizó las palabras y la figura de su maestro en sus
Diálogos): “Debo obedecer a la ley y hacer mi defensa”.
Y esa
obediencia a las leyes estaba por encima de todo, incluso de su propia vida. Es
con su ejemplo, con su obstinada defensa de la legalidad, de una legalidad que
le inculpa injustamente, como Sócrates ilustra la recta actitud. Acatar la ley
antes de salvar su misma existencia, en una Atenas que empezaba a ser pasto de
la corrupción, la desidia y las difamaciones, era como salvar la pureza en
medio de la pobredrumbre. Con ese gesto, Sócrates anunciaba a la ciudad que la
política noble y las leyes que establecía eran posibles y acatables; no porque
acertaran en sancionar correctamente (“el sistema judicial ateniense era
rudimentario y podía dar lugar a grandes injusticias”, García Gual, op. cit.), sino porque los hombres, él,
Sócrates, la tomaban como el mayor bien.
La muerte
de Sócrates tuvo un profundo impacto en sus seguidores, fundamentalmente en
Platón, quien sufrió una crisis por esta causa tanto en lo que atañe a lo
intelectual como a lo humano. La valoración que hizo Platón de la democracia y
de la política estuvo íntimamente ligada al curso del juicio a su maestro.
Sócrates anteponía la interrogación cualquier dogmatismo, era un hombre sabio
al ser consciente de su ignorancia y era un hombre justo, pues dialogaba en
busca de la verdad sin creerse en posesión de la misma. Platón aprenderá del
proceso contra su maestro que sólo las leyes justas pueden hacer justos a los
hombres. Y, con esto en mente y como base ineludible, elaboró buena parte de su
monumental filosofía posterior.
La filosofía, necesaria, según Hegel
“En este sentido es especialmente
necesario que se haga del filosofar un asunto serio... Tal parece como si fuese
precisamente la carencia de conocimientos y de estudio lo privativo de la
filosofía y como si ésta terminase donde aquéllos comienzan. Se le considera
con frecuencia como un saber formal, carente de contenido, y falta mucho para
acabar de comprender que... las otras ciencias, por mucho que intenten razonar
sin el auxilio de la filosofía, jamás llegarán a poseer, sin ésta, vida,
espíritu ni verdad. (Werke, t.
II, p. 53 s.)
EI desprecio del genio y de las
grandes dotes naturales, la creencia de que la fantasía sólo suministra al
filósofo las flores de la elocuencia, de que la razón no hace otra cosa que
urdir fábulas al modo como los periodistas urden mentiras, o bien, suponiendo
que estas invenciones se salgan de la vil realidad, quimeras, sueños,
chifladuras teosóficas...; no sabe uno qué admirar más, si la barbarie con que
se aplaude la ausencia de genio o la vulgaridad de los conceptos con que esto
se expone. Si llamamos barbarie al desprecio de las grandes dotes naturales, no
nos referimos a aquella barbarie natural que queda del lado de acá de la
cultura, pues esta barbarie honra al genio como algo divinos y lo reverencia
como a una luz que rompe las tinieblas de su conciencia; nos referimos, por el
contrario, a la barbarie de la cultura, a esa tosquedad convencional,
fabricada, que se crea una frontera absoluta... y que es allí donde se
manifiesta como conocimiento, entendimiento”. (Werke, t. XVI p. 129 s.)
Georg F.W. Hegel, textos recopilados
por Ernst Bloch, en: Sujeto-objeto. El
pensamiento de Hegel, (F.C.E., México 1982, p.112-113).
La filosofía del lenguaje de Bertrand Russell (I)
En esta nota (en tres partes) vamos a desarrollar someramente la
filosofía del lenguaje del inglés Bertrand Russell, una figura muy apreciada y
conocida dentro del mundo de la filosofía y las letras. Prodigioso escritor (no
en vano recibió el Premio Nobel de Literatura) tanto como ímprobo ensayista,
Russell fue muy famoso en su tiempo. Antes, sin embargo, de ocuparnos de su filosofía
analítica (de la que fue uno de sus fundadores), daremos unas pinceladas
biográficas.
Nació en 1872 en el seno de una familia de la aristocracia política,
estudió Matemáticas en Cambridge y pronto se interesó por la filosofía,
acercándose a posturas idealistas a las que, sin embargo, contrapuso el
conocimiento científico como el mejor posible y, pese a que su modo de
pensamiento fue variando a lo largo de su vida, siempre se mantuvo fiel a la
ciencia, el pluralismo y el antipsicologismo. Tras el rechazo de su idealismo
primerizo, abrazó un realismo platónico radical, y enunció el logicismo, es decir, la doctrina según
la cual la totalidad de la matemática pura es derivable deductivamente de
principios lógicos (algo a lo que, de forma similar, llegó Frege). Esto fue la
base de su imponente obra (escrita en colaboración con A. N. Whitehead) Principia Mathematica (1910-1913).
Russell, en 1916, fue destituido de Cambridge por motivos políticos, y
tuvo que sobrevivir escribiendo y dando conferencias. Los textos estrictamente
filosóficos (no los ensayos divulgativos) que Russell escribió a partir de 1919
han tenido una influencia menor que los previos a esa fecha, en parte porque
fue mayor la influencia en el pensamiento que el positivismo lógico y la filosofía
del lenguaje común, a los que Russell concedía que respetaran la lógica y la
ciencia, como es menester, pero a los que criticaba su agnosticismo metafísico.
Eso sí, por la filosofía del lenguaje común no albergaba el menor entusiasmo;
al contrario, era claramente hostil, y acusaba a sus seguidores de evitar
entender el mundo, la tarea a la que la filosofía se había dedicado durante
tantos siglos. De 1938 a 1944 vivió en Estados Unidos, donde escribió su
popular Historia de la Filosofía
Occidental, tiempo en el que su atención filosófica se centraba a la
epistemología. Las últimas décadas de Russell fueron de gran carga y entusiasmo
político y social. Murió casi centenario, a los 98 años.
Filosofía del lenguaje
La noción de Russell de la filosofía parte de un hecho importante: por
sí mismos, los análisis lingüísticos no tienen valor, carecen de utilidad si no
están orientados a resolver problemas lógicos o filosóficos sustantivos.
También conviene recordar que nuestro personaje no elaboró lo que puede llamarse
una filosofía propia del lenguaje (como sí hizo Wittgenstein, por ejemplo);
pero sí partió de la idea (como su colega alemán) de que por medio del análisis
de la estructura del lenguaje podemos conocer la de la realidad. Se puede decir
que Russell mantuvo dos tesis básicas en este campo: el realismo semántico y el principio
de aprendizaje por familiaridad.
La primera, el realismo semántico, implica que el significado de una
expresión es la entidad a la cual
sustituye. Russell defendió un realismo radical en sus inicios, aceptando que
todo a lo que puede hacerse referencia es un término que tiene ser (aunque no
necesariamente existencia), extremo que moderó más tarde.
La segunda tesis señala que para aprender el significado de una
expresión se debe conocer la entidad a que ésta sustituye, por lo que queda
clara la vinculación entre lingüística y realidad; es preciso tener un cierto
conocimiento de la realidad para poder captar el significado de una expresión.
En coherencia con su atomismo lógico, Russell postulaba que la realidad
se podía descompone en elementos últimos, a su vez no descomponibles, elementos
no físicos sino lógicos, los cuales no pueden analizarse mediante el
pensamiento. Estos brindarían los auténticos significados de las expresiones
nominales puras; los significados restantes (es decir, los compuestos) se
ensamblarían a partir de ellos.
Forma lógica
La finalidad de la filosofía debía ser analizar teóricamente las
preposiciones en sus constituyentes. Russell tenía mucho interés en esto, por
motivos lógicos (porque, suponía él, dicho análisis ayudaría a esclarecer
problemas de fundamentación formal) y filosóficos (había, sospechaba nuestro
pensador, sistemas filosóficos basados en análisis lógico-gramaticales
defectuosos, como por ejemplo la ontología leibniziana). Y advertía del
‘peligro’ de que su lógica no llevara a una nueva (y falsa) metafísica. Para
evitarlo, había que analizar correctamente la estructura lógica del lenguaje.
Bertrand Russell vio que el lenguaje ordinario es deficiente, por dos
motivos: porque no sirve para expresar de modo preciso el pensamiento y porque,
y aún más importante, es engañoso, ya que mueve a cometer errores y oculta su
estructura real. Estas carencias son léxicas (porque se trata de un lenguaje vago,
ambiguo y confundente), pero también semánticas, y por ello más graves: éstas
conducen a los errores filosóficos de bulto, que permiten sustentar sistemas
equivocados (como el monismo, nos dice Russell) y nos inducen a errores
categoriales, etc.
Por todo ello, repetimos, la tarea básica de la filosofía es analizar
el lenguaje para desvelar su estructura (lógica, se entiende). Es decir,
mostrar cómo el lenguaje se “corresponde” con la realidad, por medio del
análisis de la forma lógica del
enunciado. ¿En qué consiste ésta? ‘Simplemente’, es la estructura formal de las
relaciones entre sus componentes. El procedimiento para llegar a la forma
lógica de un enunciado es descomponerlo en sus elementos, sustituyendo éstos
por variables (individuales o predicativas). Se obtiene así un esquema
enunciativo en lenguaje lógico.
Pero, para ello, hay que saber qué es un componente genuino de un
enunciado (o una proposición). Russell dividió éstos en atómicos (no
descomponibles) y moleculares. Las primeras se diferencian porque representan
“hechos atómicos”, es decir, hechos que no es posible analizar lógicamente, y
porque son los elementos propios con los que se conforman las proposiciones
moleculares. Una proposición atómica estaría formada por uno o más argumentos y
un predicado que les aplica, caracterización que es muy similar a la que
sostenía Frege, excepto porque Russell no acepta que cualquier expresión
nominal sea un nombre en sentido lógico, con la consecuencia de que para él
muchos enunciados son complejos mientras que para Frege son simples.
Roger Bacon (y II)
-El Opus Maius (1267)
Dividida en siete
partes, la obra magna de Roger Bacon contiene análisis y reflexiones sobre temas
diversos, no sólo filosóficos; como se puede imaginar viniendo de una figura
tan interesada en aspectos científicos, la ciencia también tiene su cabida en
ella.
En la Primera Parte (seguimos aquí a Frederick
Copleston en su estudio de esta obra, recogido en el segundo volumen de su Historia de la Filosofía, págs. 429-432,
Ariel, Barcelona), sin embargo, se trata la cuestión de la ignorancia y la
verdad. Según Bacon, que fracasemos en la búsqueda de la verdad obedece a
cuatro causas, a saber: someterse a una autoridad inmerecida (como lo eran,
según Bacon, Alejandro de Hales y Alberto Magno, como hemos dicho más arriba),
la influencia de los hábitos, los chauvinismos populares y el exhibir un
conocimiento aparente para ocultar la ignorancia. A veces se mezclan todas
ellas, como cuando se reconoce como verdadero algo que dijo Aristóteles y se
expresa como muestra de conocimiento propio que sólo enmascara la ignorancia.
Sin embargo, Aristóteles fue corregido por Avicena, y éste lo fue a su vez por
Averroes, con lo cual, nadie está exento, por talentoso que fuere, de ser
superado en algún momento.
La Segunda Parte no es novedosa en
principio: Bacon recalca que la verdad, toda verdad, se halla en las Sagradas
Escrituras. Ahora bien, para entender éstas se requiere de la filosofía y del
derecho canónico. Ni la razón ni la filosofía (que se basa en aquella) deben
ser condenadas, pues la razón es de Dios. La filosofía se propone acercar al
hombre al conocimiento y ponerlo al servicio de Dios, y la moral es la cumbre
de la filosofía. Bacon reconoce que el paganismo, su moral y sus ciencias
especulativas era inadecuadas y burdas, y que sólo gracias al cristianismo
encontraron el complemento y la guía. No obstante, fueron los filósofos paganos
los que ayudaron a redescubrir la filosofía, una vez superada la época de
depravación humana. La filosofía les fue revelada a los Patriarcas, pero en los
tiempos oscuros casi se perdió. Los paganos, al menos en parte, colaboraron en
su restitución, el más importante de los cuales fue Aristóteles. Lo que propone
Bacon es reconocer que hay que emplear la sabiduría pagana de modo inteligente,
es decir, “sin condenarla y rechazarla con ignorancia, pero también sin
adherirnos servilmente a tal o cual pensador particular” (Copleston, op. cit)..
Toda verdad es útil, no sólo la teológica, porque en última instancia toda
verdad, sea de la clase que sea, conduce a Dios.
La cuestión del
lenguaje se abarca en la Tercera Parte,
donde Bacon hace hincapié en el estudio científico de las lenguas, dado que
para interpretar y traducir con corrección las Sagradas Escrituras es vital un
óptimo conocimiento del hebreo y el griego. Además, esto permite corregir los
manuscritos, y es muy valioso contar con buenas traducciones de las obras
clásicas.
Para la Cuarta Parte Bacon estudia las
matemáticas, que son algo así como la puerta de entrada a todas las demás
ciencias. Las matemáticas se aprenden con más facilidad que otras disciplinas
científicas, y sin su correcto manejo no podemos afrontar con garantías la
astronomía, pero tampoco la lógica y la gramática, que en parte dependen de la
matemática. Es más, incluso la propia teología se puede ver afianzada gracias a
ella, porque ayuda en problemas cronológicos de la Escrituras, en físicos (el
tamaño de la Tierra en relación con el Universo, por ejemplo). A continuación,
Bacon ofrece reflexiones sobre la luz, la forma esférica terrestre, eclipses y
mareas, además de menciones acerca de geografía y la astrología. Ésta última,
nos dice, revela con razón que los movimientos de los cuerpos celestes “afectan
a los acontecimientos terrestres y humanos, e incluso producen disposiciones
naturales en los seres humanos, pero no destruyen el libre albedrío”
(Copleston).
Prosigue Bacon
estudiando cuestiones científicas en la Quinta
Parte del Opus Maius, esta vez referida a la óptica: cómo se estructura la
visión, la visión, los fenómenos de refracción y reflexión, etc. Pero lo más
interesante de esta parte es la sugerencia del Doctor Mirabilis, de que “podría
elevarse espejos en lugares altos para que pudieran observarse los trazados y
los movimientos de un campamento enemigo, y que, valiéndonos de la refracción,
podríamos hacer que las cosas pequeñas parecieran grandes y que objetos
distantes parecieran próximos” (Copleston). De este modo, aunque no parece
haber pruebas de que lo construyera en efecto, Roger Bacon tuvo en mente la
idea del telescopio.
La Sexta Parte está orientada hacia la
ciencia experimental. Mediante la razón nos podemos acercar a una conclusión
verdadera, pero se precisa de la experiencia para la confirmación de la misma.
Hay muchas creencias que se refutan por la experiencia, de la cual hay dos
clases: en una primera empleamos los sentidos corporales, instrumentos o
testimonios, y sirve para todo tipo de propósitos: prolongar la vida, fabricar
sustancias nuevas, etc.; en la segunda, la experiencia de cosas espirituales, a
través de la gracia, nos lleva a la verdad, hasta alcanzar el estado místico.
Como colofón al Opus Maius, su Séptima Parte está centrada en la filosofía moral, superior a las
anteriores actividades en tanto se vincula con las acciones por las que somos
buenos o malos y da enseñanzas a los hombres para sus relaciones con Dios y sus
prójimos. Bacon analiza la moralidad cívica y la personal, recogiendo los
fundamentos para aceptar la religión cristiana. Todo cristiano asume la
revelación, pero al tratar con no cristianos es preciso recurrir a la razón,
pues no se puede apelar sin más a la autoridad para convencerles.
-Final
Como nos ilustra
Copleston, Bacon “a pesar de su respeto por Aristóteles, no es infrecuente que
le interprete torcidamente e incluso que le atribuya doctrinas que ciertamente
nunca sostuvo”. Dada su insistencia y “devoción” por la ciencia experimental,
en el avance de la astronomía por medio de las matemáticas y en las
aplicaciones prácticas de las investigaciones científicas, y por su amplitud de
intereses y profundidad de estudios, a Bacon se le puede considerar como “un
heraldo de los tiempos futuros... puso el dedo en muchos puntos débiles de la
ciencia de su tiempo, así como de la moral y de la vida eclesiástica
contemporáneas”; tenía, añade Copleston, “la conveniente agilidad intelectual
para ver la posibilidad de su desarrollo y aplicación [de sus teorías científicas],
y tuvo una vigorosa intuición del método científico, de la combinación de
deducción e inducción”.
Sin embargo, hay
quienes opinan que se exagera a veces esta personalidad científica de Roger
Bacon. Por ejemplo, G. Sinkler, en su artículo sobre Bacon para el Diccionario Akal de Filosofía, señala
que “no debe pensarse, sin embargo, que Roger Bacon fuera un buen matemático o
un buen científico natural. Aparentemente, nunca estableció un solo teorema o
demostración matemática, tampoco se le puede considerar un buen árbitro en
temas de astronomía y tuvo una elevada consideración de la alquimia, pues creía
que los metales básicos podían ser transmutados en oro y plata”.
En todo caso, nos valemos para finalizar de Nicolás Abbagnano, que en
su Historia de la Filosofía sintetiza
y resume el modo de pensar y experimentar del Doctor Mirabilis. Reproducimos una extensa cita, porque no se
podría expresar mejor: “Así, el experimentalismo de Bacon, de acuerdo con el
espíritu agustiniano, del que está completamente impregnado y dominado,
concluye en el misticismo. La conclusión arroja luz sobre las premisas. El
experimento baconiano está todavía cargado con el carácter mágico y religioso
de las investigaciones de los alquimistas y de los magos. Bacon lo ha vuelto a
llevar al agustinismo y lo ha interpretado a la luz de la doctrina de la
iluminación divina. Pero con ello ha confirmado su carácter místico y
religioso, porque le ha reconocido un fundamento trascendente, la revelación
directa de Dios. Y, sin embargo, no es posible dejar de reconocer en esta
extraña figura de fraile franciscano, alquimista y místico, experimentador y
teólogo, el carácter de un precursor de la ciencia moderna. En primer lugar,
por el valor que ha dado a la investigación experimental; en segundo lugar,
porque ha reconocido que la disciplina de la investigación, su lógica interna,
son las matemáticas. Todo el poder de la lógica depende de las matemáticas…
Solamente en las matemáticas hay la demostración verdadera y poderosa y
solamente en ellas se puede llegar a la verdad plena sin error y a la certeza
exenta de duda. Solamente por medio de las matemáticas pueden las otras
ciencias constituirse y hacerse ciertas. Son éstas las tesis fundamentales
sobre las cuales ha nacido y se ha desarrollado, desde Galileo en adelante, la
investigación científica moderna”.
Carnap y su filosofía del lenguaje (y III): extensión e intensión
Para comprender las nociones de extensión e intensión, básicas en Carnap, debemos previamente atender a un
hecho de relevancia. Si consideramos un enunciado del tipo “Juan es humano”
podemos reelaborarlo para que describa la propiedad o la clase en él contenida;
en otras palabras: su contenido significativo puede remitir a éstas si
escribimos: “Juan tiene la propiedad de ser humano” o “Juan se engloba en la
clase de los humanos”.
Hasta ahí, bien. Pero hay que
examinar las condiciones de identidad entre las propiedades y las clases, pues
no son iguales. En las segundas se da la coextensionalidad.
Esto significa que dos clases son iguales cuando en ellas se dan los mismos
individuos (son iguales cuando son equivalentes).
Pero para que haya identidad de propiedades es necesario un requisito
adicional: el de la equivalencia lógica.
Lo que esta equivalencia establece es que las propiedades idénticas no se
pueden imaginar de modo independiente. Es decir, ambas tienen que estar
formadas, por fuerza, por los mismos individuos. Así, los predicados “humano” y
“bípedo sin plumas” generan las mismas clases de equivalencia, son
coextensionales, pues lo que se pueda afirmar (con verdad) de uno de los
elementos que compongan el primer predicado se puede afirmar igualmente de
elementos en el segundo; sin embargo, los predicados “humano” y “animal
racionales” conservan, además, una equivalencia lógica, son lógicamente
equivalentes, pues expresan exactamente la misma propiedad (pues no hay animal
racional alguno que no sea, por fuerza, humano, sostiene Carnap).
Y es aquí donde Carnap hizo uso de
sus nociones de extensión e intensión. Y las aplicó a los
predicados. ¿Qué es la extensión de un predicado? La clase que le corresponde.
Por tanto, dos predicados compartirán la misma extensión si y sólo si son equivalentes.
Y, ¿la intensión de un predicado? La propiedad que le corresponde, desde luego.
Dos predicados compartirán la misma intensión si y sólo si poseen equivalencia
lógica. La extensión del predicado “humano” será la clase de los seres humanos,
y su intensión la conformará la propiedad de ser humano.
Hay predicados que tienen más de un
argumento, conectando dos o más expresiones individuales. En estos casos,
dichos predicados no expresan propiedades, sino relaciones; ambos, sin embargo,
son para Carnap ‘conceptos’, que para él son algo objetivo presente en la
naturaleza y que el lenguaje logra trasmitir. Los conceptos tienen extensión
(son aplicables a individuos).
Por otro lado, la extensión de un
enunciado es su valor de verdad, y esto se debe a que los enunciados que sean
equivalentes tienen una propiedad en común: precisamente, la de poseer un mismo
valor de verdad. Un enunciado será, por tanto, una expresión predicativa, sin
argumentos, equivalente a cualquier otro enunciado, siempre que ambos posean el
mismo valor de verdad.
La intensión de un enunciado, por su
lado, exigió un análisis más detallado. Para Carnap, una proposición no es una
mera entidad lingüística, sino extralingüística.
Aunque puede ser captada por el lenguaje es, al mismo tiempo, independiente de
éste. Se trata de una entidad objetiva,
según Carnap, pues es independiente de mentes o procesos mentales. Pero todo
eso plantea problemas, desde luego.
Por ejemplo, ¿qué relación guardan
las proposiciones con los hechos? Para nuestro filósofo, hay más una relación
de identidad que de correspondencia, en el caso de las proposiciones
verdaderas. Éstas serían hechos, y no simplemente algo que se corresponde con
los hechos. No, son los hechos mismos.
Por lo que respecta al tratamiento
de las proposiciones falsas, Carnap mostró que era necesario el análisis de su
estructura para dar con la solución. Lo que dijo fue que esas proposiciones
eran “intensiones complejas”, dado que las podemos entender como la suma de las
intensiones de las expresiones que las componen. La propia naturaleza de las
reglas semánticas permite elaborar enunciados que poseen como intensión una
proposición falsa, por medio de unas combinaciones semánticas particulares; se
las puede considerar, según recoge Eduardo de Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999, obra que, nuevamente,
son sirve para la totalidad de la presente serie sobre Carnap), “como un
resultado secundario de su propia [de las reglas de la lengua] capacidad
combinatoria, como una consecuencia de la sobredeterminación de la lógica
respecto a la realidad”.
Por su parte, la intensión de dos
expresiones nominales, siendo ambas lógicamente equivalentes, debe consistir en
aquello que comparten, es decir, la expresión de un mismo concepto individual.
Resumimos, a continuación, un cuadro
con las distintas combinaciones y particularidades respecto a la extensión y la intensión (tomado de de Bustos, op.
cit.):
Expresiones
Expresiones Expresiones
individuales predicativas enunciativas
Extensión Individuos Clases Valores de verdad
Intensión Conceptos Predicados Proposiciones
individuales
La noción de “conexión necesaria” de Hume
“Cuando miramos los objetos externos
en nuestro entorno y examinamos la acción de la causas, nunca somos capaces de
descubrir de una sola vez poder o conexión necesaria algunos, ninguna cualidad
que ligue el efecto a la causa y haga a uno consecuencia indefectible de la
otra. Sólo encontramos que, de hecho, el uno sigue realmente a la otra. Al
impulso de una bola de billar acompaña el movimiento de la segunda. Esto es
todo lo que aparece a los sentidos externos. La mente no tiene sentimiento o
impresión interna alguna de esta sucesión de objetos. Por consiguiente, en
cualquier caso determinado de causa y efecto, no hay nada que pueda sugerir la
idea de poder o conexión necesaria. [...].
Parece entonces que esta idea de
conexión necesaria entre sucesos surge del acaecimiento de varios casos
similares de constante conjunción de dichos sucesos. Esta idea no puede ser
sugerida por uno solo de estos casos examinados desde todas las posiciones y
perspectivas posibles. Pero en una serie de casos no hay nada distinto de
cualquiera de los casos individuales que se suponen exactamente iguales, salvo
que, tras la repetición de casos similares, la mente es conducida por hábito a
tener la expectativa, al aparecer un suceso, de su acompañante usual, y a creer
que existirá. Por tanto, esta conexión que sentimos en la mente, esta
transición de la representación de un objeto a su acompañante habitual, es el
sentimiento o impresión a partir del cual formamos la idea de poder o de
conexión necesaria. No hay más en esta cuestión. Examínese el asunto desde
cualquier perspectiva. Nunca encontraremos otro origen para esa idea. Esta es
la única diferencia entre un caso, del que jamás podremos recibir la idea de
conexión, y varios casos semejantes que la sugieren. La primera vez que un
hombre vio la comunicación de movimientos por medio del impulso, por ejemplo,
como en el choque de dos bolas de billar, no pudo declarar que un
acontecimiento estaba conectado con el otro, sino tan sólo conjuntado con él.
Tras haber observado varios casos de la misma índole los declara conexionados.
¿Qué cambio ha ocurrido para dar lugar a esta nueva idea de conexión?
Exclusivamente que ahora siente que estos acontecimientos están conectados en
su aparición del otro. Por tanto, cuando decimos que un objeto está conectado
con otro, sólo queremos decir que han adquirido una conexión en nuestro
pensamiento imaginación y fácilmente puede predecir la existencia del uno por
la y originan esta inferencia por la que cada uno se convierte en prueba del
otro, conclusión algo extraordinaria, pero que parece estar fundada con
suficiente evidencia”.
David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, Sección VII, parte I,
parte II (Alianza, Madrid 1994, 8ª ed., p. 91, 99-100).
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