31.12.15

Carnap y su filosofía del lenguaje (I)




El propósito del Círculo de Viena, núcleo y germen del positivismo lógico (un movimiento filosófico desarrollado entre 1920 y 1940, en sus años de mayor esplendor), fue el de definir el conocimiento, estableciendo criterios que permitieran discernir entre lo que era auténtico saber de lo que no. Esto era una pretensión para nada novedosa; muchos habían seguido el mismo fin anteriormente; pero sí lo fue el método que siguieron: analizar lógicamente el lenguaje, portador, al parecer, del conocimiento auténtico.

Los positivistas entendían que cualquier cosa que afirmemos, si tiene contenido cognoscitivo, debe decirnos algo sobre la “realidad”, cómo es, ya sea la externa o la interna al propio sujeto. Para hacerlo, hay que recurrir al lenguaje. Hay, en efecto, que plasmar en un enunciado dicha afirmación. Por lo tanto, el problema epistemológico inicial (qué es el conocimiento) se reducía a un problema lógico/lingüístico (caracterizar el lenguaje enunciativo, que nos revele la realidad).

Había, pues, que buscar y hallar cuándo una oración enunciativa era portadora de significado y cuándo ello no ocurría. Los positivistas acudieron entonces a Ludwig Wittgenstein, quien en su Tractatus Logico-Philosophicus proporcionaba tesis acerca de la significatividad. En particular, ellos recogieron dos: 1) el enunciado, para ser significativo, debe reflejar la estructura de un hecho; y 2) comparando el enunciado con la realidad se puede dilucidar, presumían los positivistas, si aquel representa un hecho, si es verdadero o es falso.

Armado con estas nociones preliminares, Rudolf Carnap escribió un artículo en 1932 ya clásico, titulado “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”. En este artículo Carnap prosiguió el anhelo positivista de discriminar entre enunciados (o, en general, lenguaje) significativo del no significativo. Y advirtió que no podemos basarnos, para ello, en criterios lingüísticos al uso, toda vez que muchos enunciados semejan ser significativos cuando, en realidad, no lo son. Hay que construir, pues, una teoría lógico-lingüística tal que permita diferenciar entre proposiciones (es decir, enunciados con significado) de las pseudo-proposiciones (entidades lingüísticas que parecen enunciados, pero que realmente no tienen sentido).

Decía Carnap que la lengua es, básicamente, un grupo de palabras (léxico) y unas reglas para combinarlas (sintaxis). Una entidad lingüística será un enunciado con significado cuando se empleen términos significativos y las reglas correctas adecuadas para su combinación. En caso contrario, estaremos una entidad asignificativa.

Una palabra tiene significado, afirmaba Carnap, cuando designaba un concepto. Bien, pero ¿cuándo sucede esto? Hay que fijarse, decía aquel, en la sintaxis de la palabra. Hay que entender bajo qué condiciones una proposición es verdadera o falsa. En casos más complejos (que suelen ser prácticamente todos), sólo se puede atribuir significado a un concepto cuando conocemos su definición partiendo de términos más de otros conceptos más simples. Nos dice Eduardo de Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999): “Es la suma de estos conceptos simples la que proporciona el significado del concepto complejo que, sólo a su través, está en conexión con la realidad”.

Quizá en un alarde de cierta arrogancia o presunción, Carnap y otros positivistas lógicos de la época establecieron que todo concepto es significativo si: A) se puede contrastar directamente con la realidad (al ser lo suficientemente simple); o, B) lo es de forma indirecta procediendo a descomponerlo en conceptos más sencillos. Por tanto, lo que proporciona significado a los términos lingüísticos es su conexión, sea directa o sea por definición, con la realidad. Todos aquellos otros términos que no se puedan relacionar con la experiencia son vanos, fútiles o simplemente, no portan el menor significado. Por consiguiente, una palabra tendrá significado cuando posea una relación con la realidad extralingüística, una relación que únicamente la epistemología, a la que se suma la lógica, pueden delinear.

Bien. Atendamos ahora a los motivos sintácticos por los que un enunciado puede estar vacío de significación. En efecto, si se emplean errónea o inadecuadamente las reglas de combinación entre los términos la oración resultante puede ser gramatical, porque siguen esquemas formales correctos, pero sin sentido; por otro lado, también hay una sintaxis lógica, la cual establece cuáles combinaciones categoriales se permiten y cuáles no. Esto es lo que pretendía Carnap: explicar y demostrar por qué los enunciados típicos de la metafísica, la gran enemiga de los positivistas lógicos, son asignificativos. Y el por qué obedece a los errores categoriales que incluyen. Como ejemplo de esto, Carnap empleó términos de la obra ¿Qué es la metafísica?, de Martin Heidegger, revelando que había enunciados en los que se incluían términos que llevaban a “transgresiones categoriales”, abocando finalmente a combinaciones de términos carentes de significado como “la angustia revela la Nada”, etc.

Esto podría ser muy plausible o, al menos, digno de análisis. Que, a veces, se emplee ese léxico vacío de significado (o con significado confuso, o poco clarificado) debería hacer pensar que se necesita, tal vez, una metafísica menos oscura, menos profunda, porque esa profundidad lo que esconde, como decía Emilio Lledó, “con su ropaje críptico, [es] la más absoluta vaciedad”. Pero de ahí a afirmar, como hicieron Carnap y sus colegas positivistas, que la entera metafísica estaba desprovista de significado, hay un trecho demasiado grande. Cometieron, aquellos, el error de la arrogancia, del engreimiento propio de quienes se creen en condiciones de establecer qué es significativo y qué no. Ellos, los positivistas lógicos, aseguraban que los enunciados metafísicos (así, en general) se limitaban a explotar los errores categoriales, violando la sintaxis lógica, o que empleaban términos sin significado sin ninguna relación con la realidad (pero, ¿qué realidad?; y, también, ¿hasta qué punto se puede determinar la significatividad?). Concluyeron, entonces, que esos enunciados son meramente descriptivos o bien que no guardan relación ninguna con la realidad, y por consiguiente carecen de todo sentido.

En resumen, los enunciados asignificativos son los de la metafísica, según Carnap; la ética y la estética, por su parte, elaboran y emplean enunciados con significado emotivo. ¿Y cuáles son los enunciados significativos? Pues los científicos, ya sean analíticos (lógicos o matemáticos) o sintéticos (verdaderos o falsos en función de si coinciden con la realidad).

El principio de verificabilidad, según lo siguieron los positivistas lógicos, debe mostrar o exhibir la conexión, más o menos directa, que exista entre el lenguaje significativo y la realidad. [Ahora bien pensemos, entre paréntesis, lo siguiente: ¿cómo es posible esto? Según decía Juan Arnau en su Manual de filosofía portátil (Siruela, Madrid, 2014), el Tractatus de Wittgenstein, pieza clave y base del positivismo del Círculo de Viena, como mencionamos, partía de un supuesto incomprobable: que hay una correspondencia entre el lenguaje y la realidad. Pero, ¿nos es dado conocer si existe tal correspondencia? El único modo posible de hacerla tangible, decía Arana, consiste en “salirse”, bien del lenguaje, bien de la realidad, y poder ver desde fuera si las dos cosas encajan. Y ello, obviamente, no nos es posible. Por tanto, ¿podemos estar seguros de que somos capaces de determinar dicha conexión lenguaje significativo-realidad? ¿O se trata de (otra) presunción más?]


Los positivistas, sin embargo, se dieron cuenta de que el principio de verificabilidad era en exceso riguroso, incluso para enunciados de la ciencia natural. Para mantenerse dentro de su propio criterio para distinguir entre ciencia y lo que no es, Carnap sustituyó el principio de verificabilidad por el de “comprobabilidad”. Con dicho principio ya no se pretendía que, conociendo el significado de un enunciado, se conociera igualmente cómo dicho enunciado se ligaba con la experiencia; lo que se precisaba, sin más, era que ese enunciado dispusiera de un “contenido fáctico”, que permitiera esa conexión con lo empírico, empleando recursos lógicos que remitían a un lenguaje particular. Todo enunciado, ahora, sería significativo si era posible “traducirlo” a ese lenguaje particular, empirista.

¿Qué es el mal? Agustín de Hipona: “la privación del bien”

“Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y colocado en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo que agrada más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas. Pues Dios omnipotente, como confiesan los mismos infieles, «universal Señor de todas las cosas», siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiese sacar bien del mismo mal.

Pues ¿qué otra cosa es el mal, sino la privación del bien? Del mismo modo que, en los cuerpos de los animales, el estar enfermos o heridos no es otra cosa que estar privados de la salud -y por esto, al aplicarles un remedio, no se intenta que los males existentes en aquellos cuerpos, es decir, las enfermedades y heridas se trasladen a otra parte, sino destruirlas, ya que ellas no son substancia, sino alteraciones de la carne, que, siendo substancia y, por tanto, algo bueno, recibe estos males, esto es, privaciones del bien que llamamos salud-, así también todos los defectos de las almas son privaciones de bienes naturales, y estos defectos cuando son curados, no se trasladan a otros lugares, sino que, no pudiendo subsistir con aquella salud, desaparecen en absoluto”.

San Agustín, Enquiridión, Capítulo 11. (recogido en C. Fernández, Los filósofos medievales, 2 vols., BAC, Madrid, 1979, vol. 1, p. 445-446).

10.3.15

Francisco Giner de los Ríos (III): Pedagogía



-Pedagogía.

Como estamos viendo en la pequeña serie paralela referida a la Institución Libre de Enseñanza (ILE), Francisco Giner de los Ríos puso en práctica su visión pedagógica dentro de ella al aunar los postulados propios del krausismo con la innovación que suponía el positivismo. El ánimo que seguía Giner y sus colegas era, como ya dijimos, transformar la vida y la cultura españolas. Había que “sacarla del armario”, hacerla confraternizar y modernizarse con las corrientes europeas, enriquecerla y ponerla al día. ¿Cómo? Mediante la educación, una educación completa del hombre por el hombre, partiendo siempre de sus propias capacidades.

1)     Principios educativos.

Recordemos que la ILE se nutrió en su esencia de las ideas y principios de los grandes pedagogos europeos (Rousseau, Fröbel, etc.). El propósito de Giner no fue otro que el que animaba también a estos intelectuales: formar hombres, pero no una clase especial de eruditos o de sabios; no, la intención era que esos hombres tuvieran capacidades prácticas, que fuera activos tanto como útiles, para la sociedad como para sí mismos.

Dos elementos confrontados son necesarios en esa labor: primero, como motor educativo, está el elemento utópico, que estimula y dota de energía al quehacer de aprendizaje, al confiar en el poder de la razón y del progreso humano; y, segundo, el elemento real, pues la utopía ‘debe’ realizarse, y cabe hacerlo en un tiempo, espacio y sociedad concretas, en unas circunstancias particulares.

La antropología krausista tiene por base “la formación del hombre armónico que desarrolla en plenitud todas su facultades físicas, psicológicas, estéticas, morales…: nada puede quedar fuera de la integración armónica de la personalidad” (Manuel Suances, Historia de la Filosofía Española Contemporánea, Síntesis, Madrid, 2010). Lo cual implica que la escuela no debe verse como algo exterior a la vida, sino que debe ser la vida misma. Es por ello por lo que amplió el contexto de la propia escuela, promoviendo el contacto con la naturaleza y la formación sociocultural (visitas a museos, pueblos, ciudades, etc.) así como la educación física y las manualidades. Ya aludimos, en la serie de la ILE, que en ésta no había una separación, una división clara entre primera, segunda enseñanza y enseñanza superior; esta fue una noción gineriana.

Como no podía ser de otro modo en una enseñanza integral que buscaba formar hombres (al contrario de lo que parece suceder en la actualidad), lo que realmente importaba era la educación, no la acumulación inútil de conocimientos, como tampoco la erudición. No hay que tratar de aprender de forma mecánica disciplinas, no hay que estructurar tanto el temario… Hay que diferenciar muy claramente entre educación e instrucción: ésta permite obtener información y conservar el conocimiento; aquella, formar personas que puedan desarrollar su personalidad. Por tanto, no es provechoso acumular saber sin más. Así lo expresa Giner: “Los hombres medio instruidos, pero no educados tienen su inteligencia y su corazón punto menos que salvajes” (Estudio sobre educación).

E incide Giner al respecto, afirmando que él está en contra de ese “sistema memorista, mecánico, dirigido a mostrar facultades inferiores, para las cuales se digna promulgar en solemne revelación académica la verdad, oficialmente averiguada y definida, librándonos de aquel trabajo de ir a buscarla por nosotros mismos, que Lessing reputaba el más característico rasgo de seres racionales” (Giner de los Ríos, op. cit). En efecto, un hombre realmente educado no es el que llena su cerebro de datos, de nombres, fechas, saberes, teorías… Lo que cuenta es la capacidad racional de crítica y de síntesis.

En la educación diferencia Giner tres partes o acciones: la acción educativa espontánea (ambiente), la acción estimulante (el educador) y la acción receptora (el aprendiz). Cabe lograr una armonía de los tres elementos para la educación exquisita, algo no sencillo pero que proporciona satisfacciones inigualables en caso de lograrse. Giner hizo una crítica a la pedagogía de su tiempo, lastrada por el principio de autoridad y ceñida a temas y metodologías tradicionales y desfasados. Como nos dice Manual Suances, “proponía el diálogo entre maestro y alumno en contacto real y afectivo; le parecía terrible la masificación de alumnos como sujetos pasivos de una enseñanza memorística en una lejanía intelectual y humana con el maestro. Promovió una mentalidad crítica y creadora contra la enseñanza acumulativa; incentivó la actividad activa del alumno y el saber integral frente a la cultura especializada. El maestro, en torno al cual gira la enseñanza, debe ser íntegro […]; todo lo demás es secundario: aulas, libros de texto, leyes, programas”.

2)     Criterios de enseñanza.

Los limitamos, siguiendo la obra de Manuel Suances que hemos citado, a tres: educación ética, educación aconfesional y método intuitivo.

a)      Educación ética.

Por descontado, si el ideal educativo es el de formar hombres íntegros, el propósito básico que guíe ese ideal debe ser desarrollar adecuadamente la conciencia individual, moral, de cada persona. Ése es el puntal básico: sin una conciencia ética, nada puede construirse. La razón no es un fin en sí misma, sino el medio adecuado, el más adecuado, de hecho, para lograr el desarrollo moral. Es por ello que, en Francisco Giner de los Ríos, era básica y prioritaria la libertad de conciencia. Si uno consigue esa plenitud moral, entonces no necesita ningún tipo de coacción, sea interna o externa, por lo que carecen de sentido las metodologías educativas tradicionales basadas en el recurso a la autoridad, al castigo, etc.

b)      Educación aconfesional.

Si vivimos en una sociedad donde prima la libertad religiosa, debe existir una neutralidad confesional, es decir, no debe haber, por parte del Estado, predilección por ninguna religión particular. Esta misma mentalidad guió a la ILE, que no fue un organismo laico, sino aconfesional. Para Giner y algunos de sus compañeros, la religión era fundamental, o por lo menos importante, pero no se trataba de una religión positiva, sino de una de corte natural. Esto influyó, desde luego, en los ataques que los adeptos a aquel tipo de religión tradicional llevaron a cabo contra la ILE, entre otros motivos.

En consecuencia, había que enseñar religión, desde luego, pero no como si una de ellas fuera la cima del saber y la experiencia espiritual, sino como una visión del hombre común a todos ellos, que ha existido siempre en sus diversas manifestaciones. Una vez aceptado ese sustrato compartido interculturalmente, cada sujeto debe ser libre para escoger aquella confesión que le resulte más de su agrado. Francisco Giner de los Ríos es consciente del problema que supone que los creyentes se adhieran a una corriente o religión particular: sus concepciones suelen entrar en conflicto con la de otras religiones, y el resultado muchas veces, por desgracia, es la división o el conflicto. Por ello, Giner aboga por la religión natural, que es un espacio de mutuo respeto y tolerante con las formas religiosas alternativas.

c)      Método intuitivo.

Por último, el método intuitivo es el que, a juicio de Giner, mejor permite al alumno desarrollar su creatividad y su actividad intelectual. El educando debe ser un sujeto activo, en contacto con su maestro. Y los libros de texto, los manuales, los programas… no son tan valiosos, ni de lejos, con la palabra, el diálogo, la conversación. Ésa fue una de las características de la ILE, el predominio de lo oral sobre lo escrito, del fluir libre de las palabras. Giner fue considerado el “Sócrates español” porque “el alumno se descubre a sí mismo y sus valores justamente por la resonancia que tiene en él la figura del profesor y así, éste, es un instrumento del propio conocimiento, una partera en términos socráticos, que ayuda a alumbrar el conocimiento del otro, no a suplirlo” (Suances, op. cit.); “[…] fue Giner un hombre de tradición oral como los griegos y tenía tal respeto por la palabra que hablaba de ‘administrar el sacramento de la conversación’”.


Éste método intuitivo es pues, el modo activo por excelencia de aprendizaje, un método que, como nos enseña Giner de los Ríos, “rompiendo los moldes del espíritu sectario, exige del discípulo que piense y reflexiones por sí, en la medida de sus fuerzas, sin economizarlas con imprudente ahorro: que investigue, que arguya, que cuestione, que intente, que dude, que despliegue las alas del espíritu…” (Estudios sobre Educación).

Frege y su filosofía del lenguaje (y IV)


Si pretendemos, como hace Frege, diferenciar también en los enunciados el sentido y la referencia, hay que atender al principio de composicionalidad. En síntesis, lo que impone este principio es que el sentido y la referencia de cualquier expresión compleja serán función del sentido y la referencia de las expresiones que la componen (en los enunciados más simples se reduce al sentido y referencia del nombre y del predicado).

Si en un enunciado cambiamos una expresión por otra que posea la misma referencia no cambiará, sin embargo, el valor de verdad de aquel. El valor de verdad es la referencia de la oración. Si la oración es verdadera, su referencia será lo verdadero; si falsa, lo falso. Los valores de verdad son los objetos a que se refieren las oraciones enunciativas.

Por tanto, y teniendo esto muy en cuenta, todas las oraciones verdaderas designan lo mismo, lo verdadero (y al revés, naturalmente: todas las falsas lo falso). Decía Frege que “en la referencia del enunciado, todo lo singular desaparece. Por tanto, para diferenciar un enunciado de otro con el mismo valor de verdad, hay que atender al sentido que corresponde a ese enunciado”.

Entonces, si cuando en un enunciado cambiamos una expresión por otra con idéntica referencia, y ya sabemos que ese cambio no modifica su valor de verdad, ¿qué es lo que cambia? Por supuesto, lo que se altera es el sentido, el pensamiento. Esto es lo que distingue una oración de otras. Una oración tendrá sentido siempre que esté bien construida tanto ella en conjunto como cada una de sus partes. ¿Puede haber enunciados con sentido, pero sin referencia? Sí, los puede haber, porque la predicación remite o se efectúa de un objeto (no de un nombre). Pero, si el objeto referido es inexistente entonces no hay predicación, y en tal caso no es posible darle valor de verdad al enunciado. Los enunciados que hablan de objetos de ficción, pues, tienen sentido, pero no referencia.

Bien, hasta aquí lo que atañe a los enunciados simples. ¿Qué hay de las oraciones compuestas? Si hacemos un doble análisis, lógico y gramatical, vemos que no coinciden, porque su finalidad es obviamente distinta; el primero trata de expresarse de modo que sea posible determinar la verdad o falsedad de un enunciado.

En las oraciones coordinadas, su referencia depende de la de las oraciones componentes, tal y como obliga el principio de composicionalidad. Por tanto, todo depende del valor de una función cuyos componentes son los valores de verdad de las oraciones que lo componen.

En las oraciones subordinadas, como era de esperar, el análisis lógico es más problemático. Particularmente, en las subordinadas sustantivas no pueden sustituirse éstas por otras con el mismo valor de verdad, como sucedía en las coordinadas; en este caso, en efecto, se requiere que tengan el mismo sentido, para conocer el valor de verdad de la oración completa.

Para ir terminando con esta breve y algo difícil aproximación a la filosofía del lenguaje de Gottlob Frege, añadamos algunas notas finales. Como nos dice Eduardo Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999), “la teoría semántica de Frege es uno de los más claros exponentes de las relaciones que unen a la lógica, la filosofía del lenguaje y la ontología. En ella, se nos presenta una gran separación o división, que distingue a las entidades en dos clases, que ya vimos: función y objeto; y dentro de ellos, hallamos distintos elementos. En el primero: conceptos, funciones monarias (es decir, lo verdadero o lo falso), etc.; en el segundo: valores de verdad, objetos abstractos, etc.

Algunos de estos objetos son objetivos, según Frege, y otros, en cambio, son subjetivos. Por ejemplo, entendiendo que la representación es la imagen que la mente se construye de un objeto (una silla, pongamos por caso), dicha representación de objetos y  conceptos es subjetiva, y lo es porque para llegar a ella se parte de la experiencia, la memoria o la percepción de cada uno de nosotros.

Por otro lado, el sentido, el modo como nos referimos a los objetos, es objetivo. Y, ¿por qué? Porque, nos dice Frege, pueden compartirlo muchos otros. Es lo que se llama intersubjetividad. En palabras de nuestro autor: el sentido “puede ser propiedad común de muchos y, por tanto, no es parte o modo de la mente individual” (Sin embargo, podríamos preguntarnos si la intersubjetividad es garantía de objetividad; una ilusión, una alucinación podría bien ser experimentada por muchas mentes, podría convertirse en un fenómeno intersubjetivo y, en cambio, carecer de total objetividad…). Sin embargo, hay que reconocer que desde la perspectiva semántica no hay referencia directa al objeto; todo lo más a lo que puede llegarse es a un saber parcial, incompleto e intersubjetivo de la naturaleza.

El pensamiento, sigue Frege, es el medio intersubjetivo por el cual llegamos a la verdad o a la falsedad. Pero cabe diferenciar entre el acto de pensar y el pensamiento mismo, que es el contenido de aquel.

Son muy diversas las valoraciones que se han ido haciendo de la teoría de Frege, de su ontología. Hay quienes lo vieron como nominalista, como platónico, seguidor de Kant (o crítico de él), realista, racionalista, etc. Parece que, al menos, se puede concebir a Frege como realista kantiano, así como platónico: realista, toda vez que consideraba real un mundo exterior independiente al pensamiento; kantiano, también, pues aceptaba la objetividad del conocimiento; y platónico, porque admitía la existencia de objetos abstractos. Por el mismo motivo se le puede considerar idealista.

La honradez intelectual y su espíritu crítico para con su propio trabajo están fuera de toda duda. Cuando ultimaba el segundo volumen de sus Leyes básicas de la aritmética, Bertrand Russell, que había estado analizado muy interesado su trabajo, le escribió en 1902 que había cometido una obvia contradicción (después se llamaría a esto la paradoja de Russell); Frege admitió el error, y su respuesta del 22 de junio escribió: “su descubrimiento de la contradicción [paradoja] me produjo la mayor sorpresa, incluso, yo diría, la mayor consternación, porque ha hecho tambalear los cimientos sobre los que yo intentaba construir la aritmética. [...] Tengo que reflexionar nuevamente sobre la cuestión. Es una cuestión muy seria desde que, con la pérdida de mi Regla V, parece desvanecerse no sólo la fundamentación de mi aritmética, sino también la única fundamentación posible de la aritmética. [...] El segundo volumen de mis Grundgesetze está próximo a aparecer. No cabe duda de que tendré que añadir un apéndice en donde su descubrimiento se tenga en cuenta”.


Lo que esto provocaría, finalmente, sería el fracaso del programa logicista de Frege. Sin embargo, sus investigaciones han constituido el punto de partida de la lógica moderna y como señala Eduardo Bustos, “su aportación esencial en este campo reside en haber situado los problemas ontológicos fuera del ámbito especulativo de los grandes sistemas metafísicos y haberlos ligado a la resolución de problemas concretos en el ámbito de la lógica y la semántica.

Heidegger, Nietzsche y la muerte de Dios


"Nietzsche consignó por vez primera la frase «Dios ha muerto» en el tercer libro de la obra La ciencia jocunda [La gaya ciencia], publicada en 1882. Con esa obra empieza el camino de Nietzsche hacia la elaboración de su postura metafísica fundamental. Entre esa obra y el vano esfuerzo por configurar la obra principal proyectada se publicó Así habló Zarathustra. La obra principal proyectada no se terminó nunca. Provisionalmente debía llevar el título de  La voluntad de poder y se le dio el subtítulo de «Ensayo de una subversión de todos los valores».

Ya de joven, Nietzsche había acariciado la idea de la muerte de un dios y de la extinción de los dioses. En unos apuntes de la época de la elaboración de su primera obra El nacimiento de la tragedia, escribe Nietzsche (1870): «Creo en la sentencia germánica primitiva: todos los dioses tienen que morir». En su juventud, Hegel menciona, al final del tratado Fe y saber (1802) el «sentimiento en que se funda la religión de los tiempos modernos -el sentimiento: Dios mismo ha muerto...». La frase de Hegel tiene un sentido diferente de la de Nietzsche. Sin embargo, hay entre ambas una relación esencial que se esconde en la esencia de toda metafísica. Al mismo orden de cosas pertenece, aunque por motivos opuestos, la frase de Pascal, tomada de Plutarco: «Le gran Pan est mort» (Pensées, 695).

El texto completo de la pieza número 125 aparece en la obra La ciencia jocunda. La pieza lleva como título El frenético, y dice así:

El frenético. - ¿No oísteis hablar de aquel loco que en la mañana radiante encendió una linterna, se fue al mercado y no cesaba de gritar: «¡Busco a Dios ! ¡Busco a Dios !»? Y como allí se juntaban muchos que no creían en Dios, él provocó grandes carcajadas. ¿Se habrá perdido?, decía uno.  ¿Se ha escapado como un niño?, decía otro. ¿O estará escondido? ¿Le hacemos miedo? ¿Se embarcó?, ¿emigró?, gritaban mezclando sus risas. El loco saltó en medio de ellos y los atravesó con la mirada. «A dónde fue Dios? -exclamó-, voy a decíroslo. Nosotros lo hemos matado -¡vosotros y yo ! ¡Todos nosotros somos sus asesinos ! Pero, ¿cómo lo hicimos? ¿Cómo pudimos sorber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando soltamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Nos alejamos de todos los soles? ¿Nos caemos incesantemente? ¿Y hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Acaso existe todavía un arriba y un abajo? ¿No vamos como a través de una nada infinita? ¿No nos empaña el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene continuamente noche y más noche? ¿No tenemos que encender linternas en las mañanas? ¿No oímos aún nada del ruido de los sepultureros que enterraron a Dios? ¿No olemos todavía nada de la descomposición divina?- ¡También se descomponen los dioses! ¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaríamos, nosotros, los peores de todos los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que hasta ahora poseyera el mundo, se ha desangrado bajo nuestros cuchillos -¿quién borrará de nosotros esta sangre? ¿Con qué agua podríamos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados, tendremos que inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de esta hazaña? ¿Acaso no será preciso que lleguemos a ser  dioses para parecer dignos de ella? Jamás hubo hazaña más grande -¡y quien nazca después de nosotros pertenece, a causa de esta hazaña, a una historia superior a toda la historia anterior !» - Entonces guardó silencio el loco y miró de nuevo a sus oyentes: también ellos guardaban silencio y lo miraban extrañados. Por último, él tiró su linterna al suelo haciéndola pedazos y apagándola. «Vengo demasiado pronto, dijo entonces, todavía no ha llegado la hora. Este enorme acontecimiento está en camino aún y vaga -todavía no ha penetrado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, las hazañas necesitan tiempo, aun después de haberse hecho, para ser vistas y oídas. Esta hazaña está más lejos de ellos que las estrellas más distantes -y, no obstante, ¡son ellos quienes las hicieron!». Se refiere todavía que el loco penetró ese mismo día en distintas iglesias y se puso a cantar en ellas su Requiem aeternam deo. Habiéndole hecho salir e interrogado, se limitó a contestar siempre: «¿Qué son pues aún esas iglesias, si ya no son fosas y tumbas de Dios?».

Cuatro años después (1886), Nietzsche añadió a los cuatro libros de La ciencia jocunda  un quinto libro titulado: «Nosotros los impávidos». La primera pieza de ese libro (Aforismo 343) lleva el título de: «El más grande de los acontecimientos modernos -que «Dios ha muerto», que la creencia en el Dios cristiano se ha convertido en incredulidad- ya comenzó a proyectar sus primeras sombras sobre Europa».

De esta frase se desprende claramente  que la frase de Nietzsche sobre la muerte de Dios alude al Dios cristiano. Pero no es menos cierto, y hay que tenerlo presente de antemano, que el nombre de Dios y el Dios cristiano se emplean en el pensamiento de Nietzsche para designar el mundo sobrenatural. Dios es el nombre para el dominio de las ideas y los ideales. Este dominio de lo sobrenatural se considera desde Platón -mejor dicho: desde la última época griega y desde la interpretación cristiana de la filosofía platónica- como el verdadero mundo, el mundo real propiamente dicho. A diferencia del él, el mundo sensible es sólo el de esta vida, el variable y, por consiguiente el aparente, el irreal. El mundo de esta vida es el Valle de Lágrimas, a diferencia del Monte de la Bienaventuranza Eterna en la otra vida. Si, como todavía hace Kant, denominamos físico el mundo sensible en su más amplia acepción, el mundo suprasensible es el mundo metafísico.

La frase «Dios ha muerto» significa: el mundo suprasensible carece de fuerza operante. No dispensa vida. La metafísica, es decir, para Nietzsche, la filosofía occidental entendida como platonismo, se acabó. Nietzsche entiende su propia filosofía como movimiento contrario a la metafísica, es decir, para él, contra el platonismo".

Martin Heidegger, Sendas perdidas, Losada, Buenos Aires, 1960.

Frege y su filosofía del lenguaje (III): sentido y referencia



Si queremos saber, nos dice Frege, qué relación guardan las categorías lingüísticas (saturadas y no saturadas) con la realidad, ello sólo nos es posible si atendemos a las nociones de sentido y referencia.

Tomemos un par de enunciados (llamados “de identidad”) como, por ejemplo, ‘a=a’ y ‘a=b’. En ellos, ‘a’ y ‘b’ (expresiones nominales) designan objetos y ‘=’ corresponde a una expresión funcional incompleta. El enunciado ‘a=a’ sería analítico, pues estaría vacío de información; el ‘a=b’, por su parte, sería sintético, pues porta alguna información. ‘A=a’ es un enunciado a priori, puesto que no necesitamos recurrir a la experiencia para determinarlo; ‘a=b’, sin embargo, es un enunciado a posteriori, pues puede resultar que sea tanto verdadero como falso. Esto es en términos epistemológicos, pero lo que Frege hizo fue tratar de diferenciar ambos tipos de enunciados desde la perspectiva lógico-semántica. Vista así, la expresión funcional ‘=’ ya no designa una relación entre objetos; tampoco se trata de una relación entre signos. Con Frege, un signo tiene dos dimensiones: primera, la realidad que simboliza, y segunda, la forma en que realiza esa simbolización. Es decir, el enunciado ‘a=b’ lo que afirma es que dos expresiones de diferente sentido (‘a’, por un lado, ‘b’ por el otro) refieren a un mismo objeto. Resumiendo, entonces: que los enunciados o relaciones de identidad, como el ejemplo ‘a=b’, liga sentidos de expresiones, a las cuales les corresponde una misma referencia.

Las expresiones nominales designan objetos definidos, y dos clases importantes de ese tipo de expresiones son los sintagmas nominales determinados y los nombres propios (aunque Frege clasifica a los primeros como “nombres propios, y a los segundo como “auténticos nombres propios”). El sentido de un nombre propio es fácilmente comprensible por cualquiera que entienda el lenguaje; comprendemos el significado inmediatamente, en el caso de una expresión nominal gramatical.

Por ejemplo, un hablante puede emplear la expresión nominal “el mediocentro del Valencia C.F.” con sentido, con independencia de si la referencia a la que se remite esa expresión existe, o si existe, sin llegar a conocerla. Por consiguiente, como nos dice Eduardo Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999), “el sentido es independiente de la referencia, y tiene que ver más con la forma en que está construida la expresión que con su relación con la realidad”.

Esta forma de ver las cosas, no está exenta de problemas. Lo ideal, nos decía Frege, es que a un signo le correspondiera un sentido, y a éste una referencia. Pero, en el lenguaje natural, a un signo no siempre le corresponde una referencia (aunque, por su parte, sí es cierto que a un signo con referencia le corresponde siempre un sentido, al menos). Por consiguiente, que un signo tenga sentido es condición necesaria, básica, pero no suficiente, para que posea igualmente una referencia.

En el signo, a sus dos componentes les corresponden dos relaciones semióticas. Los signos expresan su sentido y designan su referencia. Como afirmaba Frege, “cuando se emplean palabras de la manera habitual, aquello de lo que se quiere hablar es de su referencia. Pero puede ser también que se quiera hablar de las mismas palabras, o de su sentido”. Cabrá diferenciar, pues, un estilo ‘directo’, en el que las expresiones tienen su referencia normal (objetos, etc.), y una ‘indirecta’, en que se habla del sentido, o en el que la referencia es el sentido.

Las expresiones funcionales predicativas son las más importantes, y dan como valores los valores veritativos (lo verdadero y lo falso). Por ejemplo: si decimos “tiene la superficie roja”, esta expresión predicativa tiene como valor lo verdadero si se aplica al argumento “Marte”, pero lo tendría falso, por ejemplo, si se aplica a “la Luna”. Frege concibió las referencias de este tipo de expresiones como ‘conceptos’, es decir, funciones de un solo argumento que, aplicadas a expresiones nominales, determinan como valor la verdad o la falsedad. No hay que entender, por cierto, los conceptos como ‘objetos’; si acaso, serán una ‘extensión’ del concepto, pero no el concepto mismo.

Por medio de una expresión nominal no podemos referirnos a conceptos, pues tales expresiones sólo designan ‘objetos’, no conceptos. El concepto es la referencia de la expresión predicativa, pero no se puede indicar, señalar o referir como si se tratara de un objeto, pues no lo es en absoluto.

Esto por lo que atañe a la referencia. Pero, sobre el sentido, Frege no quiso “mojarse” y dilucidar el de las expresiones funcionales predicativas. Dado que, desde la óptica lógica, lo verdaderamente importante es la referencia (y esto es así porque, recordemos, sólo ella es clave relevante para determinar la verdad del enunciado), Frege decidió renunciar a emitir juicio alguno sobre aquel menester. De tal modo que su teoría de la identidad del concepto, irremediablemente, quedó inconclusa.


Francisco Giner de los Ríos (II): Antropología


-Antropología.

Una buena manera de captar la idea de antropología que animaba a Francisco Giner de los Ríos es sintetizarla mediante una sola palabra: optimismo. Su optimismo impactó de lleno con el ánimo contrario, el pesimismo, que llenaba la tradición católica. En efecto, ésta había hecho de la naturaleza humana, corrompida y plagada de maldad a partir del pecado original, algo ante lo que cabía luchar, reprimiendo los deseos y las pasiones. La única forma de conseguir esto, se decía, era promoviendo una pedagogía que tuviera el rigor necesario (es decir, que se caracterizara por amenazas, castigos y falta de libertad, lo que traducía en escasa creatividad, en uniformidad de pensamiento, etc.). Casi se podría decir que era una pedagogía hecha para cohibir, para reprimir. Y aunque tuvo, como es lógico, su parte positiva, estaba muy lejos del espíritu krausista, y mucho más del de Francisco Giner de los Ríos.

En efecto, leamos a Manual Sances (de quien, nuevamente, nos valemos para estas notas, gracias a su Historia de la Filosofía Española Contemporánea, Síntesis, Madrid, 2010), quien nos dice que…: “Giner concibió al hombre como un ser racional y libre, como una persona integral que busca el amor y la expansión y no tanto el placer o la gratificación, y como un ser radicalmente ético que busca realizar un proyecto de vida”. La razón y la libertad son dos de las virtudes básicas que construyen el espíritu humano, un espíritu abierto a otros hombres y a Dios; pero, no hay que olvidar la indudable individualidad de la persona que, no obstante, sólo en comunidad logra desarrollarse plenamente.

Ahora bien, no porque todos los hombres alcancen la madurez de su espíritu en contacto con los demás significa ello que todos seamos iguales. Por supuesto, todos poseemos una misma naturaleza, pero cada uno de nosotros es diferente. Así, Giner de los Ríos plantea que en esa doble perspectiva individual/colectiva que nos configura, si bien hay que aceptar la parte común como notable característica de todos (el hombre es especie, género, grupo…), es la otra parte, la individual, la que recoge la auténtica esencia. Serán la racionalidad, la libertad y la armonía del cuerpo y espíritu los tres elementos básicos que configurarán al hombre.

A)    Racionalidad.

Es muy obvia la influencia ilustrada en la fe en la razón que nutre el optimismo de Giner de los Ríos. La razón es imprescindible para llegar a la verdad, es decir, llegar a Dios, y lo logra a través del mundo y del comportamiento ético, y esto es posible porque ambas son manifestaciones de la esencia divina. El mal no existe, no tiene entidad ninguna; el mal es únicamente des-conocimiento, error. Toda acción inteligente es buena. Si no hay mal, si las acciones llamadas ‘malas’ son realmente un producto del desconocimiento, entonces no hay pecado y la maldad moral es inexistente. Por tanto, no hay que sentirse culpable. La ciencia y la bondad moral, que se pueden descubrir o despertar, mejoran el conocimiento y nuestro comportamiento ético.

B)    Libertad.

Totalmente básica y fundamental, la libertad en el hombre le permite crear, en ciencia, religión, etc. Sin esa libertad, el ser espiritual no sería posible; gracias a ella, nos parecemos a Dios. Cuando obramos libremente, sin coacciones, sin impedimentos, sin dejarnos arrastrar por influencias externas, realizamos plenamente nuestro ser.

C)    Armonía corporal y espiritual.

El hombre es visto como unión armónica entre cuerpo y espíritu. En cada una de las acciones, de los actos que emprendemos, a veces domina uno u otro, cuerpo y espíritu, y las propiedades de ambos nunca se dan puras. En el arte, según Giner de los Ríos, se da la plena actividad del espíritu. El arte no existe sólo allá donde hay algo bello, sino que toda forma de actividad espiritual está preñada de él, si ésta es armónica, completa, si se consigue aglutinar el ser, pensar y obrar en ella misma, en una misma actividad del ser. Dicha unidad es la clave del arte: hay que entender que todo está en todo, que todo dice relación a todo.


Por otro lado, Giner, consciente de los avances que la ciencia estaba proporcionando, admite que necesita incorporarlos a su antropología. Pero lo hará, como no podía ser menos, no abrazando simplemente la psicología científica, de corte positivista, de un modo insensato o incongruente con los postulados y la base del krausismo. Así es, en efecto, la metafísica no se debe desechar; al contrario, hay que seguir dándole la entrada necesaria en nuestra comprensión de la persona, pero combinándola con los nuevos saberes con que se iban nutriendo sus tiempos. Ello dará sus frutos, o cristalizará, en una nueva sociología con ropajes científico-positivistas. En este sentido Giner expone su concepto de “persona social”, que retoma lo que ya hemos visto: Giner “distingue entre individuo y persona, en cuanto, en todo hombre hay una doble referencia: la humanidad, en cuanto todo hombre es expresión de la naturaleza humana total y el individuo, en cuanto esa misma naturaleza se desarrolla de modo particular en cada uno de los hombres”. Habla, ahora Giner de los Ríos: “Tan cierto es que soy igual a todos como que de todos son distinto, sin que pueda confundir un término con otro. Sólo que es la dualidad en la unidad, siendo yo mismo singular y general, todo y parte, ser y sujeto”.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...