25.12.11

Mencio (Meng Ke)



Meng Ke (latinizado como Mencio) fue el primer filósofo chino relevante de la escuela de los Letrados. Nacido (al parecer) hacia el año 371 antes de Cristo y miembro de la nobleza, amplió y sistematizó las enseñanzas confucianas, divulgándolas a través de sus numerosos viajes a otras cortes. Mencio llegó a ser miembro destacado de la Academia creada en el estado de Qi, en donde vivían los mejores eruditos de la región. Más tarde se dedicó por completo a la escritura, redactando su obra principal, el Mèngzei, compuesto por siete libros de sentencias, que posteriormente conformaría, junto con el Lúnyú de Confucio y otras dos obras, el cimiento de los llamados “cuatro libros” de la Escuela de los Letrados (la Rújia), escuela cuyos miembros más conspicuos fueron Confucio, Mencio y Xun Kuang.

Confucio había expresado la necesidad de ser benevolente (virtud suprema) y preferir siempre la rectitud al interés propio; en la época de Mencio, sin embargo, había quiénes se preguntaban por qué no podía beneficiarse uno, sacar provecho de algo si la ocasión lo permitía. Es decir, era urgente una legitimación moral, por así decir, de la recta acción confuciana, una razón que amparara y diese sustento al comportamiento deseable. Para responder a tal exigencia, Mencio elaboró su teoría de la bondad de la naturaleza humana. Se suponía que tal naturaleza se componía de un manojo de predisposiciones y deseos, destinados a satisfacer apetitos (básicamente, comida y sexo). Si un comportamiento natural se dirige a satisfacerlos, ¿por qué debemos alejarnos de ello y, en cambio, observar la benevolencia y rectitud, en principio tan lejos de nuestros apetitos?

Mencio afirmará que, como animales que en parte somos, poseemos en efecto tales apetitos, los cuales constituyen casi toda nuestra naturaleza humana; pero no toda. Esa pequeña distinción es lo que nos hace humanos, más allá de los atributos animales; empero, hay hombres que olvidan esa distinción, y se convierten en seres vulgares. Quienes, por el contrario, son conscientes de ella y la preservan, configuran los hombres superiores. Gracias al corazón, nos dice Mencio, a su juicio el órgano del pensamiento (y, por tanto, el más valioso), podemos pensar y decidir; quien no emplea ese órgano acaba rebajando su naturaleza a la meramente animal, pues los instintos gobernarán entonces nuestra conducta y no habrá diferencia ninguna entre ellos y nosotros.

Hay otros órganos en nuestro cuerpo, pero el corazón (sede del pensamiento, repetimos) es el más importante. Los grandes hombres lo saben, y le dan prioridad sobre los demás; el sabio cultivará todo su cuerpo, naturalmente, pero sobretodo aquel órgano más noble y precioso. El corazón, prosigue Mencio, contiene cuatro tendencias o emociones naturales que conducen, si nos las apropiamos, hacia la dignidad y la nobleza. Se trata de: 1) la compasión; 2) la vergüenza; 3) el respeto y la humildad; y 4) la distinción entre el bien y el mal. Cada una de estas tendencias genera, a su vez, las virtudes básicas de benevolencia (porque la compasión nos impulsa a ayudar a los demás), rectitud (porque la vergüenza nos insta a actuar correctamente), urbanidad (respetando y siendo humildes tendemos a cumplir con la reglas de etiqueta y de cortesía) y sabiduría (puesto que distinguir entre el bien y el mal es el primer paso hacia la sapiencia). Ésas cuatro tendencias o sentimientos son los cuatro pilares que sustentan la teoría de la bondad natural del ser humano de Mencio.

La compasión es la mayor virtud, ya que es el primer y espontáneo sentimiento que percibimos en nosotros ante una situación que pone en peligro a otros; luego podremos actuar o no para ayudar, eso dependerá de la altura moral de cada cual, pero la compasión la sentimos de forma inmediata, lo que evidencia que es propia de nuestro corazón, afirma Mencio.

No obstante, aquellos cuatro pilares, fundamentos de las cuatro virtudes, pueden acabar perdiéndose, destruirse, a causa de malas vivencias o experiencias desagradables o traumáticas en la vida, que marchitan y malogran los cuatro pilares hasta el punto en que el ser humano degenera hasta comportarse de igual modo que los animales sin corazón. La dureza de la vida es la responsable: “El hombre pierde su bondad de corazón del mismo modo como se abate a los árboles a hachazos. Si uno y otro día se el hiere, ¿cómo podrá conservar su belleza?”, escribe Mencio. Así pues, la pérdida de la bondad humana es consecuencia de la sociedad, y de la dura vida que nos ha tocado vivir.

Mencio defendió siempre con Confucio el evitar dar pábulo al contagio del provecho e interés. El deber, la benevolencia y la rectitud, han de ser cumplidos; no importa si las consecuencias que de esa acción se derivan son buenas o malas para mí; lo que cuenta es el ser acatar nuestra obligación. De hecho, para Mencio el valor del deber es mayor aún que el de la propia vida, y no vacila al afirmar que, si tuviera que elegir entre ambas, escogería sin dudarlo la rectitud. Ese ánimo de espíritu, esa moralidad convertida en una luminosidad natural procedente del interior (del corazón), alegra al hombre, afirma nuestro filósofo, porque él se “deleita en el camino” (moral, se entiende), y no atiende a la meta de ese camino. Su moral, por tanto, es deontológica (como lo llegaría a ser la de Inmanuel Kant).

Mencio no se limitó a mejorar y sistematizar el confucianismo; también criticó a otras doctrinas de pensamiento (como el Taoísmo de Lao-Tsé, que veremos en otra nota futura), entre ellas las ideas de Mo Di, a quien ya conocimos anteriormente. Mencio critica a Lao-Tsé porque ensalza el egoísmo (es “la escuela del cada cual para sí”, afirma), y a Mo Di porque ensalza el amor universal (por lo que “no se reconoce a ningún soberano, ni a nuestro padre, a nuestro hijo”, sino que los amamos a todos por igual). Amar a todos igual es no amar a nadie en especial; la benevolencia posee gradaciones: no se puede amar igual a un desconocido que a nuestro padre. Las dos virtudes básicas del confucianismo, la benevolencia y la rectitud, instan a amar más a nuestros propios familiares (ancianos, hermanos, hijos, etc.), a los vecinos y, después, a los extranjeros. Además, la doctrina del amor de Mo Di era utilitarista: es decir, miraba el beneficio reportado el pueblo por un amor universal (mayor estabilidad, cooperación, etc.), y no le importaba que se tratase de un sentimiento impuesto con ese fin social positivo, extremo intolerable para Mencio, que veía el amor como un sentimiento que brota naturalmente desde nuestro interior, nunca forzado por razones de provecho o conveniencia.

Esta misma oposición entre una postura utilitarista y deontológica se repite entre Mo Di y Mencio en relación con la cuestión política. El Estado, afirmaba Mo Di, existe por convención, porque es útil organizarlo para favorecer el bienestar general de la población; Mencio, por el contrario, proclamará que el Estado existe porque debe existir. Así lo quiere el Cielo. Sin más. Por otro lado, un gobernante debe ser un líder moral, paradigma y fuente perpetua de las virtudes de benevolencia y rectitud; si un soberano carece de estos atributos no es el rey por definición, sino un tirano que ha usurpado el poder en beneficio propio. En este caso, asegura Mencio, la rebelión en contra suya está totalmente justificada, pues es un rey falso; más aún, puede matársele y ello no implica cometer el asesinato de un rey, puesto que no lo es en absoluto... a todo caso, se mata a un farsante, lo que al parecer es menos grave a ojos de Mencio... Un rey honesto educa moralmente a su población, pero para tal menester se precisa tenerlo bien alimentado y vestido; ésa debe ser, asegura Mencio, la primera tarea del gobernante: proveer al pueblo de las condiciones materiales suficientes para su bienestar.

Mencionemos, por último, el tema de la “Gran Energía Vital”. La moral del ser humano no es más que derivación, a su escala particular, de una moral universal, propia del Universo en su totalidad. El saber moral humano, la benevolencia y la rectitud, nos conducen, pues, al saber del Cielo; lo que nos convierte, si logramos aquel saber, en ciudadanos del Cosmos, auténticos cosmopolitas. El sabio que ha alcanzado la perfecta benevolencia no sólo entiende el Universo, sino que se identifica con él; descubre que todas las cosas están en su corazón, que todo el Cosmos pervive allí. Ese momento de armonía entre nosotros y el Universo produce una “Gran Energía Vital” (el llamado ), una especie de fluido que se propaga desde todas las cosas o se desplaza hacia ellas, y que reside tanto en nosotros como en la totalidad del Cosmos. El sabio verdadero es capaz de aprehender esa Energía y domeñarla, pero es una Energía que surge sólo tras una vida de sapiencia y virtud; nadie puede forzar su venida, ni obligarla a brotar.

El objetivo último de las enseñanzas de Mencio es, por lo tanto, nuestro propio perfeccionamiento a través de la rectitud y benevolencia, y la observancia del deber en la sociedad para con los demás, así como de la definitiva unión del ser humano con la totalidad del Cielo. Aspiraciones nada baladíes y que convertirían a Mencio, sin duda, en uno de los más importantes filósofos de la antigua China.

(Fuente principal: China, de Jesús Mosterín, Alianza Editorial, Madrid, 2007)

18.12.11

La cima filosófica

"La filosofía es un elevado puerto alpino: a ella sólo conduce un sendero abrupto que discurre sobre puntiagudos guijarros y punzantes espinas; es solitario y se vuelve cada vez más desolado a medida que se acerca a la cumbre. El que lo sigue no debe temer el espanto, sino que debe dejarlo todo tras de sí y abrir su camino con perseverancia en la fría nieve. A menudo está al borde del abismo y dirige la mirada hacia el verde valle, allá en la hondonada: le sobrecoge entonces una terrible sensación de vértigo; pero debe sobreponerse aunque tenga que fijar con la propia sangre las suelas a las rocas. A cambio, verá pronto el mundo por debajo de sí, verá cómo desaparecen las tierras pantanosas y los desiertos de arena, cómo quedan allanadas sus irregularidades, dejan de llegar hasta arriba sus desacordes y se revela su redondez. Él permanece siempre expuesto al aire puro y frío de la altura y ve ya el sol cuando abajo reina todavía la oscuridad..."

Arthur Schopenhauer, El legado manuscrito, I, 14, citado en Rüdiger Safranski, "Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía", Tusquets, 2011.

11.12.11

"Meditaciones Metafísicas", de René Descartes (V)



5) Meditación Quinta: “De la esencia de las cosas materiales y otra vez de la existencia de Dios”

René Descartes, pese a los insistentes razonamientos ofrecidos en la Tercera Meditación sobre la cuestión de Dios y su realidad, parece sospechar que aún es posible desarrollar y matizarla más. Para ello elaborará una versión, una interpretación personal del argumento ontológico, debido a San Anselmo de Canterbury en el siglo XI.

Antes, sin embargo, retoma el asunto epistemológico de diferenciar ideas claras y distintas de las confusas. Descartes afirma que una de las primeras es la noción de “extensión”: todo objeto es extenso, y de él es posible enumerar “partes” y atribuirle, nos dice Descartes, “magnitudes, figuras, situaciones y movimientos” a cada una. Esto, afirma el filósofo francés, es tan claro y su verdad tan manifiesta a la mente (al menos a la suya...) que no le parece estar aprendiendo nada nuevo, sino que “más bien me acuerdo de algo que ya sabía antes; es decir, percibo cosas que estaban ya en mí espíritu, aunque aún no hubiese parado mientes en ellas”. Además, nos asegura, hay ideas de ciertas cosas de las que es imposible pensar que son pura nada o mera invención, pese a que en primer momento no guarden relación alguna con objetos del mundo sensible, sino que “deben” tener naturaleza verdadera e inmutable.

Descartes emplea el ejemplo de un triángulo. Su idea me viene a la cabeza con facilidad, pero podría no existir ningún triángulo más allá de mi mente. Ahora bien, la figura posee una cierta forma o “esencia” inmutable y eterna, que no puedo haberla inventado yo, ni tampoco a sus propiedades particulares, propiedades que le son propias y que lo configuran como tal, porque reconocemos enseguida un triángulo cuando lo imaginamos, pero no así sus propiedades (no todos sabemos, por ejemplo, que los tres ángulos de un triángulo valen lo mismo que dos ángulos rectos, y otros atributos similares). Sus propiedades, pues, le son propias, son integrantes de la esencia del triángulo.

Ahora pasa Descartes a Dios y al argumento ontológico. Aceptamos que hay propiedades claras y distintas en los objetos (sean reales o no), que podemos captar, como acabamos de ver. En Dios, por su parte, hay al menos una que es consustancial, propia a la idea misma de Dios: es la de perfección. Dios es un ser (es El ser) perfecto. También ésa es una idea clara y distinta. Imaginar a un Dios imperfecto es un sinsentido; no sería Dios, naturalmente. Descartes continúa afirmando la inevitable ligazón entre el concepto de un ser perfecto y su efectiva existencia, porque ¿cómo puedo imaginar un dios, con la propiedad clara y distinta de la perfección, pero que sin embargo no exista? Si separamos ambos atributos, la esencia y la existencia divina, es como si separásemos...



“la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte el valle”

La existencia es un atributo que forma parte de la misma perfección de Dios. O, como escribe Jesús M. Díaz Álvarez, “la definición esencial de Dios contiene en sí misma, como una de sus perfecciones, la existencia”. En definitiva, la existencia de Dios va unida a su concepto igual como a la naturaleza del triángulo rectángulo va unido el que la suma de sus ángulos valga dos rectos. Así de simple y contundente.

Descartes se hará una autocrítica (una refutación al argumento ontológico original...) al suponer que aunque yo puedo concebir a un Dios dotado de existencia, de ello “no se sigue que Dios exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente”. Mas, si alguien piensa así, (es decir, que una cosa es pensar la existencia de algo y otra muy distinta que ese algo exista...) Descartes le responderá lo siguiente : lo imposible es, precisamente, “el hecho de no poder concebir, a Dios, sin la existencia”, pues “se sigue que la existencia es inseparable de Él, y, por tanto, que verdaderamente existe”.

No se trata de ninguna imposición forzada, añade Descartes: es la necesidad de la cosa misma la que determina a mi mente para que piense así. Si bien puedo imaginar una montaña sin un valle a sus pies, ¿cómo imaginar la suma perfección divina sin dar entrada al atributo de la existencia? No hay, nos dice Descartes, ninguna posibilidad; si reconocemos que la existencia es una perfección, hay que concluir que “ese ese ser primero y supremo existe verdaderamente”. Por tanto, afirma Descartes que, en relación con la idea de Dios, no somos libres de imaginarlo como deseemos, al contrario que sucede con las otras entidades; “yo no soy libre”, escribe, “de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas”. Y esto se debe a que...



“aparte Dios, ninguna otra cosa puedo concebir a cuya esencia pertenezca necesariamente la existencia. En segundo lugar, porque me es imposible concebir dos o más dioses de la misma naturaleza, y, dado que haya uno que exista ahora, veo con claridad que es necesario que haya existido antes desde toda la eternidad, y que exista eternamente en el futuro. Y, por último, porque conozco en Dios muchas otras cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada”

Descartes insistirá en la importancia de que la idea que tenemos de Dios es clara y distinta en grado absoluto, y de que gracias a ella disponemos de un modo de conocer las cosas: “¿Hay algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia, y que, por tanto, existe?... La certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente”.



“Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco, tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infinidad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo”

Por consiguiente, Descartes vuelve al mismo punto ya alcanzado en la Meditación Tercera: Dios existe y es bueno y no desea engañarme; la idea del genio maligno, en cambio, muere, de modo que podemos olvidarnos de él y a partir de ahora confiar sólo en la divinidad, real y bondadosa. Además, tenemos el instrumento perfecto de conocimiento: las ideas claras y distintas son la raíz del saber verdadero, acreditado ahora gracias a la confirmación de un Dios bueno que existe.

Lo que necesitamos ahora es alcanzar un conocimiento, robusto y contundente, del mundo exterior, si es que hay tal posibilidad. Sabemos que nuestra mente existe, que Dios existe y que es bueno, y que sólo podemos confiar en las ideas que percibimos como claras y distintas. ¿Nos permitirá, todo ello, saber con certeza la efectiva realidad del mundo exterior, su esencia, o sólo nos será posible determinar que, por más aparente que sea, tal mundo no es más que una vana e ingenua ilusión? ¿Es real el mundo allende nuestra mente, en definitiva?

Ésa será la última gran pregunta de René Descartes en sus Meditaciones Metafísicas.

7.12.11

El idealismo objetivo, según Dilthey

"El tercer tiopo de comportamiento epistemológico-metódico es completamente distinto de los otros dos [el naturalismo y el idealismo de la libertad]. Puede encontrarse del mismo modo en Heráclito que en la Stoa, en Giordano Bruno que en Spinizoa y en Shafterbury, en Schelling, Hegel, Schopenhauer y Scheleirmacher, pues se funda en la concepción de la vida de estos pensadores. Llamamos a un comportamiento contemplativo , expectante, estético o artístico cuando el sujeto descansa en él, por decirlo así, del trabajo del conocimiento científico y de la actividad que transcurre en el contexto de nuestras necesidades, de los fines que así se originan y de su realización externa.. En esta conducta contemplativa se amplía nuestra vida afectiva, en la cual se experimentan personalmente, por lo pronto, la riqueza de la vida, el valor y la felicidad de la existencia, hasta una especie de simpatía universal. En virtud de esta ampliación de nosotros mismos en la simpatía universal, llenamos y vivificamos la realidad entera mediante los valores que sentimos, la actividad en que desplegamos nuestras energías vitales, las ideas supremas de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Los estados de ánimo que la realidad provoca en nosotros, los volvemos a encontrar en ella. Y en el grado en que extendemos nuestro sentimiento de la vida a la simpatía con el universo y experimentamos nuestra afinidad con todos los fenómenos de lo real, se aumenta la alegría de vivir y se acrecienta la conciencia de la propia energía..."

Wilhelm Dilthey, Teoría de las concepciones del mundo. Traducción de J. Marías, Revista de Occidente, 1974.

30.11.11

Plotino (I): introducción



El neoplatonismo constituye un conjunto de escuelas doctrinales basadas en una reinterpretación, bañada en caracteres religiosos, de Platón. El iniciador de esta corriente, según se afirma, fue Ammonio Saccas (siglo II), quien añadió detalles neopitagóricos y de Filón de Alejandría, aunque otros autores incluyeron ideas aristotélicas y estoicas y, como hemos dicho, diversas influencias religiosas, tanto las emergentes cristianas como las de procedencia oriental. El neoplatonismo quería redescubrir las verdades últimas de la filosofía mediante un proceso de introspección que interpreta la teoría platónica de las formas y su idea de Bien a partir de la perspectiva religiosa. De este modo, hay una equivalencia entre el Bien (o el Uno) con Dios; y el conocimiento ideal, que es el conocimiento, la aprehensión de las formas eternas, es el conocimiento directo de Dios, puesto que ellas son como los “arquetipos” de la mente divina. Sin embargo, para nosotros este saber no es viable, puesto que Dios es lo Absoluto y no posee ninguna concreción diferenciada; Él es incognoscible e inefable.

El platonismo avanzó mucho en los cinco siglos que separan la vida de Platón del siglo III. En aquella época helenística, en la que se abrazaba el eclecticismo sin precisar grandes sutilezas, no es de extrañar que los neoplatónicos afirmaran que tanto Platón como Aristóteles decían lo mismo, sólo que bajo ropajes distintos: una buena interpretación podía descifrar, aclarar las diferencias para iluminar los puntos comunes.

El más conspicuo representante del neoplatonismo, por realizar la síntesis fundamental del sistema, fue Plotino (205-270), fundador de la última escuela filosófica pagana de la antigüedad, y que nació en Licópolis, en el Egipto helenizado. Sabemos algo de su existencia personal gracias a la obra Vida de Plotino, escrita por su alumno Porfirio. Entró en la Escuela de Alejandría a los veintiocho años, donde estuvo más de una década como discípulo de Ammonio Saccas. Se alistó en el ejército del emperador Gordiano III que lucharía contra Persia, aunque lo que quería era aprender más del mazdeísmo y la cultura persa. La expedición militar fue un fracaso, marchó por Antioquía y, al fin, se instaló en Roma, donde residió hasta que le llegó la muerte, ocurrida en el año 270 en total soledad, excepto por la presencia del médico alejandrino Eustaquio, que fue discípulo suyo.

En la escuela de Amonio encontró por fin un ambiente propicio, un grupo unido en el que dominaba la reflexión filosófica orientada al perfeccionamiento interior y la elevación del espíritu. Tanto debió gustarle que, más tarde, Plotino quiso poner en práctica una comunidad similar pero a mucha mayor escala, una ciudad de filósofos, un monasterio pagano gigantesco cuyos miembros seguirían las leyes de Platón, despreciando sus cuerpos y ansiando la unión con la divinidad, ciudad que sería llamada Platonópolis. Convenció incluso Plotino al emperador Galieno en un primer momento para llevarla a cabo, pero los cortesanos no quisieron que el proyecto pasara de mera idea a la realidad. Interesantísimo sería saber qué hubiese sucedido en una ciudad así, regida por ideas platónicas de ascesis y purificación...

Al principio Plotino repetía lo que aprendía de su maestro (sin escribirlo, porque en la escuela existía la prohibición de difundir en papel sus enseñanzas), pero más tarde comenzó a redactarlas, añadiendo detalles de su propia cosecha. Pronto, Plotino superaría con mucho a Amonio, fundando su propia escuela, en la que enseñaría a personalidades de la aristocracia y a las que influiría con sus ideas. Sus enseñanzas no se vieron libres, sin embargo, de controversia: sus discípulos le adoraban, pero había platónicos de Atenas que le acusaban de plagiar sin más las doctrinas de Numenio (sobre las que se habían basado las de Amonio). En todo caso, lo que parece claro es que, en Plotino, no hay una mera recopilación y renovación del platonismo, sino, como señala Ferrater Mora, “una síntesis, una renovación y una recapitulación de la historia entera de la filosofía griega”. Porfirio, quien recogió sus doctrinas y escribió su biografía, como hemos dicho, las reunió temáticamente en seis bloques de nueve textos monográficos cada uno, motivo por el que son conocidas como Enéadas (en griego “nueve” es “ennéa”). Antes de la primera Enéada, centrada en la moral, aparece la biografía de Plotino, a cargo de Porfirio; las dos siguientes Enéadas se dedican a temas físicos (el mundo sensible, meteorología, el tiempo o la cosmología); la cuarta analiza el alma; la quinta, la Inteligencia del Mundo y las ideas; por último la sexta, la más compleja, estudia los géneros del ente, el ser y el Uno-Bien.

Platón, obviamente, es fundamental para Plotino. Pero no se limita a aceptarlo, sin más: de hecho, trata de mejorarlo, (aunque se juzgue a sí mismo como mero expositor del pensamiento de aquel) eliminando algunas de las inconsistencias que presentaban en conjunto los diálogos platónicos. Por otro lado, en la filosofía de Plotino se detectan dos pretensiones primordiales: primero, quiere establecer cómo es la realidad, y cómo se relaciona la aparente multiplicidad del mundo sensible con la unidad que se halla detrás de las apariencias; y, segundo, ve en la filosofía un conocimiento para la salvación. Como señala Salvador Mas, “si Platón fundó la Academia para poder formar en la filosofía a aquellos hombres que deberían haber renovado el Estado, y Aristóteles el Liceo para organizar de modo sistemático la investigación y el saber, y Epicuro el Jardín para ofrecer al hombre la paz y la tranquilidad del alma, Plotino quería enseñar al hombrea desligarse de este mundo terreno para reunirse con lo divino y contemplarlo en una unión mística y trascendente”.

La filosofía de Plotino a veces es cargante, y en extremo metafísica para alcanzar una plena comprensión de su pensamiento a estos niveles. Sin embargo, señalemos ahora algunas cuestiones básicas para, en dos posteriores notas, detallarlas algo más e intentar su compresión. En primer lugar, existe una clara distinción entre el ser inteligible y el sensible, entre el cuerpo y el alma (lo que convendría llamar dualismo ontológico estricto); pero al mismo tiempo, como hemos dicho, se quiere superar dicho dualismo, mediante el alegato a un único principio supremo. Es el viejo problema de lo Uno y lo Múltiple. Plotino responde que ese primer principio, visto al modo platónico como Bien y como Uno, se genera a sí mismo y, con ese acto, se producen a su vez todas las demás cosas del mundo sensible.

Por otro lado, el Bien-Uno no procede de nada, y siempre permanece fijo, mientras que las cosas vuelven a a él. Lo corpóreo nos es conocido, por supuesto; lo incorpóreo se estructura en una jerarquía determinada por tres elementos distintos (las tres hipóstasis), que la configuran: el Uno-Bien, la Inteligencia y el Alma. Las tres hipóstasis se ligan en una relación “emanación”: la segunda deriva de la primera y la tercera de la segunda. En cada una de ellas cabe diferenciar entre la actividad del ente y la que se deriva de él: la primera es propia al ente; la segunda, expulsada, brota del ente y fluye hacia su entorno, como cabe distinguir el calor inmanente al fuego y otra el calor que él libera.

La actividad producida por el ser es necesaria, porque lo que es perfecto siempre engendra algo, nos dice Plotino. Pero esta creación no conlleva pérdida ninguna, pues su actividad es como un río alimentado por una fuente imperecedera; eso sí, lo que se genera siempre será menos perfecto que lo generante, como los círculos concéntricos que se producen al lanzar una piedra en un estanque son cada vez más débiles a medida que se alejan del centro productor. El mundo sensible no constituye un principio subsistente por sí mismo, sino que se deduce del mundo suprasensible; por tanto, procede de la última de las tres hipóstasis.

Tales consideraciones ontológicas están completamente impregnadas de preocupaciones éticas: Plotino cree que es posible desligarse del mundo sensible, adentrándonos en su interior y adquirir conciencia de su verdadero ser, su alma. No obstante, como el Alma procede del Espíritu y éste del Uno, no es imposible un retorno, una reintegración del hombre en el Uno. Esta unión con el Bien-Uno-Dios (llámese como se quiera...) será la fuente de felicidad última, y total para el hombre.

De todas estas interesantes cuestiones hablaremos en las dos siguientes notas de esta serie.

28.11.11

Meditaciones Metafísicas (IV), de René Descartes



4) Meditación Cuarta: “De lo verdadero, y de lo falso”

Según dijimos, y como paso previo al análisis de la existencia real, o ficticia, del mundo exterior, Descartes se planteará la cuestión del por qué los seres humanos se equivocan, por qué motivo yerran y se apartan de la verdad.

Sabemos ya que Descartes busca esa verdad de forma incansable. Por ello le extraña que, existiendo Dios y siendo, por definición, bueno y ajeno a toda voluntad de perjuicio hacia nosotros, nos haya permitido que nos equivoquemos de continuo. Además, poseemos una cierta capacidad propia para juzgar, para dilucidar entre el bien y el mal, lo correcto y lo erróneo. Entonces, ¿por qué permite Dios que me equivoque? Si me hubiera creado de otro modo podría siempre hacer las cosas correctamente; como es obvio que no somos como tales seres infalibles, hay que preguntarse el motivo.



“Si todo lo que tengo lo recibo de Dios, y si Él no me ha dado la facultad de errar, parece que nunca debo engañarme. Y en verdad, cuando no pienso más que en Dios, no descubro en mí causa alguna de error o falsedad; mas volviendo luego sobre mí, la experiencia me enseña que estoy sujeto a infinidad de errores”.
Bien. Busquemos dicho motivo. Para ello, Descartes comienza afirmando que él, y todos nosotros, somos seres anclados en un término medio entre la divinidad y la nada. Es decir, hay una parte divina en nuestro interior que nos empuja hacia la perfección. Eso por un lado. Pero, por otro, hay otra parte que está cerca de la nada, de la inexistencia, del vacío (término que hubiese escandalizo a Descartes, dado su horror vacui), responsable de mis fallos, de mis errores. Si yo fuera Dios, naturalmente jamás me equivocaría; si yo fuese una piedra, que carece de capacidad de pensar, la cuestión ni siquiera se plantearía. Pero como estoy entre Uno y otra, entre la perfección y la nada, yerro. Dios me ha brindado la facultad de distinguir entre el acierto y el error, pero es una facultad de poder limitado; de ahí que me equivoque. No siempre atino porque mi capacidad no es infinita, como en Dios. Por lo tanto, Dios no quiere mi engaño (era una sensación que sobrevolaba hasta ahora en la Cuarta Meditación, y que había puesto en tela de juicio lo logrado en la anterior, esto es, la inexistencia del genio maligno, y la existencia, consiguientemente, de un Dios bueno): tan sólo me dota de una facultad de alcance restringido.



“Y advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada [...] me veo expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar que yerre. De ese modo, entiendo que el error, en cuanto tal, no es nada real que dependa de Dios, sino sólo una privación o defecto [...], sino que yerro porque el poder que Dios me ha dado para discernir la verdad no es en mí infinito”.
Sin embargo, esta explicación no convence del todo a Descartes. Errar es, según él, “la falta de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer”. Descartes cree que el ser humano, al poseer una facultad ofrecida por Dios, ha de participar de su “perfección” de algún modo. Pero de inmediato reconoce que es una osadía por su parte creer que está en condiciones de comprender por qué Dios hace unas cosas de una manera y otras no, y deja a un lado la cuestión:



“...sabiendo bien que mi naturaleza es débil y limitada en extremo, y que, por el contrario, la de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, nada me cuesta reconocer que Dios puede hacer infinidad de cosas cuyas causas sobrepasan el alcance de mi espíritu. [...] No me parece que se pueda, sin temeridad, investigar los impenetrables fines de Dios”.
Por ello reorienta su argumentación en torno a dos causas principales, que según él, son las que generan errores en nosotros: la facultad de conocer y la de elegir. En otras palabras, mi entendimiento y mi voluntad. El entendimiento, por un lado, sirve para llegar a ideas claras y distintas de mis ideas acerca de las cosas (no de las cosas en sí mismas, pues aún no podemos decir nada de ellas; recordemos que esto será posible, sólo, en la Meditación Sexta); por el suyo, la voluntad me permite discernir si tales ideas son ciertas, o falsas. El entendimiento es una facultad bastante limitada: ya que conocemos sólo unas pocas cosas fehacientemente, mientras la gran mayoría permanece ignorada. La voluntad, sin embargo, es una capacidad casi sin límites, la más perfecta de que disponemos; de hecho, es ella la que nos hace saber que guardamos con Dios una cierta semejanza, pues aunque en Éste sea incomparablemente mayor, tanto en Él como en nosotros posee un mismo efecto formal: “consiste sólo en afirmar o negar lo que propone el entendimiento, obrando sin constreñirnos por ninguna fuerza exterior”.

En este sentido, y teniendo en cuenta las características de ambas facultades, dirá Descartes que cometemos nuestros errores al darse un entusiasmo excesivo en la voluntad, cuando ésta afirma la verdad o falsedad de una idea que, sin embargo, no ostenta la validez, el visto bueno por parte del entendimiento, que no ha revelado tal idea como clara y distinta. Es decir, el error estriba en que...:



“Siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe”.
Descartes pone como ejemplo la verdad del cogito. Aquí la voluntad ha actuado correctamente, ya que la evidencia de la existencia del yo pensante es tan abrumadora (recordemos que se trataba de la idea clara y distinta por antonomasia, no se podía dudar ya de ella) que la voluntad no puede más que acabar aceptándola, sin que la forzara causa exterior alguna, sino simplemente porque se trata de un conocimiento cierto, según la argumentación cartesiana.

La conclusión a la que llegamos, de nuevo, es que Dios es bueno, que no quiere nuestra equivocación. Él nos entrega dos facultades que, si son correctamente empleadas, nos conducen a la verdad y al acierto. Si las utilizamos mal, erraremos, pero nada tendrá que ver Dios con ello. El error es producto del uso deficiente de capacidades humanas; pero es superable si frenamos a la voluntad, si la adecuamos a actuar, a afirmar o a negar, sólo cuando tiene ante ella ideas claras y distintas (por el momento, tan sólo las del yo pensante y la de Dios), las proporcionadas por el entendimiento, por la razón. Cualquier otra que no salve la criba nos abocará a la equivocación. Descartes lo sintetiza así:



“Si me abstengo de dar mi juicio acerca de una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y distinción, es evidente que hago muy bien, y que no estoy engañándome; pero si me decido a negarla o a afirmarla, entonces no uso como es debido mi libre arbitrio; y, si afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me engaño”.
Esta finitud del saber, que no podamos determinar la verdad en cualquier circunstancia, no debería ser, afirma Descartes, ningún motivo de queja; antes al contrario, le debemos estar agradecidos, por darnos las pocas perfecciones que hay en nosotros; tampoco es motivo de lamento que nos haya dado una voluntad más amplia que el entendimiento, ni que no nos haya creado con la capacidad de evitar el error en toda circunstancia; y esto último es así porque, sin embargo, poseemos el entendimiento y el libre albedrío, competencias que, manejadas con tacto, nos conducen hacia la verdad, en virtud de la gracia de Dios. Se trata de un instrumento de incalculable valor para nuestro destino:



“Siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas que el entendimiento le representa como claras y distintas, es imposible que me engañe, porque toda concepción clara y distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede tomar su origen de la nada, sino que debe necesariamente tener a Dios por autor”
Con ello Descartes puede respirar más tranquilo: además de salvaguardar la bondad de Dios, tenemos a nuestra disposición el mecanismo para alcanzar el conocimiento de la verdad. Para ello sólo cabe detener nuestra atención, nos dice, en todas las cosas que conciba perfectamente, separándolas de las otras que sólo concibamos de un modo confuso y oscuro.

El mundo exterior es una de esas ideas que, al parecer, permanecen como confusas y oscuras. Sin poder fiarnos de los sentidos, habrá de demostrar si existe efectivamente, o si se trata tan sólo de una ilusión. A ello Descartes dedicará, como hemos dicho, la última Meditación. Previamente, sin embargo, en la Meditación Quinta, retornará a la cuestión de Dios y, por si de su realidad cupiera aún alguna duda, presentará un enfoque distinto para su demostración. Y, junto a ello, realizará algunas matizaciones y precisiones acerca de la naturaleza del mundo material, según él la concibe.

25.11.11

Platón, por Fernando Savater



(Primera Parte)



(Segunda Parte)



(Tercera Parte)

Una entretenida forma de aprender, sucintamente, algunos aspectos básicos de los filósofos es esta serie de "La aventura del pensamiento", presentada por Fernando Savater. Aquí os presento los tres vídeos dedicados a Platón.

A continuación tenéis un enlace que enlista los distintos vídeos presentes en YouTube:

La aventura del pensamiento

Disfrutádlos.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...