22.11.11

Filosofía, ciencia e ideología (y II)



(Primera Parte)

2) El neopositivismo. (también llamado empirismo o positivismo lógico)

Una de las escuelas que mayor auge, desarrollo y aceptación ha experimentado en el marco de la filosofía contemporánea es el neopositivismo o positivismo lógico. Se trata de una corriente fundamentalmente de origen anglosajón y austriaco, no en vano fue en la capital de este último país donde se generó el germen de tal nueva postura filosófica, y que cristalizaría en el llamado Círculo de Viena, englobando a las grandes figuras del mismo (M. Schlick, R. Carpap, O. Neurath, Tarski, etc.) y en el que, como miembros honoríficos, destacaron A. Einstein, B. Russell o L. Wittgenstein.

El neopositivismo, basándose en la primera obra magna de éste último, el Tractatus Logico-Philosophicus, partía de entender que los enunciados del lenguaje deben ser o analíticos o sintéticos, pero no ambas cosas a la vez (ver nuestra nota al respecto). En uno de carácter analítico se puede establecer su verdad recurriendo a la lógica o a la matemática, pero para los sintéticos (que brindan información nueva), cabe hallar un criterio que facilite establecer cuáles nos dicen algo auténticamente cierto del mundo experimentado o de la realidad. Ese criterio tomó el nombre de principio de verificación. Para que fuera factible emplear dicho principio, sin embargo, la filosofía debía seguir el método científico, pero la filosofía no es una ciencia, sino un método que se aplica a las ciencias particulares con el fin de eliminar oscuridades y expresiones que no contengan la necesaria relación con el mundo empírico. Como dijo Schlick, la filosofía era “aquella actividad mediante la cual se fija o se descubre el significado de los enunciados. La filosofía explica las proposiciones; las ciencias las verifican”; a fin de cuentas, afirmaba el neopositivismo, la filosofía carecía de campo propio de estudio, porque la realidad empírica la estudiaba la ciencia, y la parte no empírica de esa realidad (la metafísica) era un ámbito del que no podía obtenerse conocimiento objetivo ninguno. Las afirmaciones y proposiciones metafísicas se veían como meras pseudoproposiciones (ver texto); la intuición poco valor tenía; había que reemplazarla por la formalización. La idea, pues, era poner en claro el significado de palabras y enunciados, mostrando y eliminando los que carecen de significado. La filosofía se limitaba, por consiguiente, a explicar, dar cuenta de las proposiciones ya existentes.

De ahí la importancia del lenguaje en este tipo de filosofía: él es el principal objeto de estudio. Todo problema filosófico, de hecho, no es más que un problema sintáctico: puede ser un problema resuelto o irresuelto, mas no irresoluble. Como nos dice Jose Luis Abellán en su libro "Mito y Cultura", en el neopositivismo “desaparece la categoría de problema irresoluble, que alude, bien a un problema mal planteado (sintácticamente erróneo), bien a un misterio metafísico (del que nada sabemos y del que, por tanto, es inútil hablar)”.

Lo que puede verse es que el neopositivismo se convierte en una reflexión sobre la ciencia, en una filosofía de la ciencia, pero se hallan dispares opiniones dentro de la misma (por ejemplo, sobre cómo alcanzar la supuesta unidad de las ciencias, un axioma muy ansiosamente proclamado pero nunca logrado) y ciertos problemas relacionados con la verdad y el papel de la metafísica que han terminado por resurgir (es el caso de Carnap, como escribe Abellán, quien “se ha visto envuelto en problemas irresolubles para escapar a un solipsismo en el que parece irresolublemente apresado”), con lo que la fiabilidad o la confianza depositada en este sistema filosófico ha perdido, al parecer, algo de fuerza.

Sin embargo, socialmente no es así. El prestigio de la ciencia es enorme, y se incrementa a pasos agigantados. Un ejemplo muy actual y curioso del poder de la ciencia y del método científico es la cancelación de un curso de postgrado en la Universidad de Lleida, debido a la denuncia por parte de un grupo de bloggers defensores del pensamiento racional y opuesto a que su contenido, basado en temáticas y disciplinas científicamente muy cuestionables, tuviera un grado académico reconocido aun careciendo de todo rigor racional. ¿Debe permitirse que haya postgrados como tales? ¿Tiene potestad la ciencia (o la voz de la ciencia mediante sus intermediarios, sean o no directamente científicos) para acusar y señalar lo que debe (o no) enseñarse en las clases? ¿Es útil para la sociedad la existencia de este tipo de cursos, beneficia la pluralidad o no es más que negocio con un paupérrimo trasfondo cultural? Se trata de un debate muy interesante, sin duda...

Volviendo a nuestro tema, Abellán se pregunta por el significado social que el predominio neopositivista posee en nuestra cultura. ¿Podemos (¿o debemos?) limitar nuestra atención al mundo de los símbolos, de los signos, de la formalización lógica o la representación sintáctica? ¿Es ése todo nuestro mundo, puede la filosofía reducirse a la explicar o clarificar enunciados, o posee una hondura muy otra, que no puede nunca dejar de lado la entraña social y el sentido humano? Escribe Abellán: “La ‘situación significativa’ sólo puede entenderse de un modo completo en un contexto social como relación comunicativa entre hombres. En otro caso el lenguaje tiende a independizarse del pensamiento convirtiéndose en una zona autónoma regida por leyes propias que hacen del lenguaje formalizado algo ajeno al lenguaje de la convivencia normal”. En este punto no podemos más que estar completamente de acuerdo.

Otra objeción, tal vez aún más relevante que la anterior, es la ausencia en el empirismo lógico de ideología social. Al equiparar la filosofía al estudio del lenguaje, se la despoja de toda misión en el análisis de los problemas sociales urgentes y que precisan de atención reflexiva y crítica. Los filósofos ya no son “buscadores de la sabiduría”, amigos del saber, sino técnicos especializados en tareas lógicas específicas y complejas que, en sus facultades y departamentos, se encierran y “huyen” de la realidad para centrarse en sus análisis sintácticos abstractos alejados por completo del trajín y el devenir social.

Casi es innecesario añadir a quién beneficia tal actitud, y el cariz ideológico que asume a pesar, o mejor dicho, precisamente por su falta de ideología. Con claridad nos lo perfila Abellán: “La falta de ideología de la filosofía la convierte en auténtica defensora del orden social establecido. La filosofía se ha integrado dentro del orden burgués y los filósofos son indirectos defensores del capitalismo, no sólo en cuanto no hacen nada para variar las estructuras sociales, sino en cuanto reciben dinero del capital y son, por ello, en alguna medida, sus asalariados”. Son ellos, por tanto, quienes tratan de evitar la crítica, el juicio fiero, a la sociedad burguesa, aun siendo quienes más deberían instigar a que tal crítica hiciese mella y fuera el caldo de cultivo para el cambio y la mejora social.

3) El marxismo.

Como ya hemos visto en una serie anterior de notas los postulados e ideas básicas de la doctrina marxista, no las repetiremos aquí. Sí, por el contrario, dejaremos rápida constancia de que, si hay alguna filosofía o corriente filosófica (ya dijimos, y si no lo hacemos ahora, que el marxismo, aunque la incluya como sustento fundamental, es mucho más que una filosofía: sus referencias políticas y sociales son absolutamente insoslayables...) con un profundo desarrollo ideológico, probablemente no haya otra mejor que el marxismo.

El marxismo es, sin duda, una ideología, cuyo propósito es el de acabar con otra, la ideología dominante, en este caso el liderazgo social de la burguesía. El marxismo, nos decía Abellán hace cuarenta años, “constituye una auténtica ideología social de nuestro tiempo; y aún la más adecuada a los problemas que la sociedad industrial nos plantea”. Eso sí, concede Abellán, los grandes líderes marxistas (Lenin, Stalin, Mao-Tse-Tung, Trotski) han sido de todo punto incapaces de equiparar el marxismo, ponerlo al día, en relación con la evolución occidental de su modo de vida. El desarrollo intelectual marxista ha fracasado, ya que esos mismos líderes han dejado al margen puntos importantes de la perspectiva marxista, o han acabado corrompidos por el poder político, con consecuencias nefastas para el proletariado y las gentes más necesitadas de protección y libertad, sujetos a los que, de inicio, se dirigían las proclamas marxistas.

El marxismo, así, ha perdido su credibilidad, su función, y hasta su finalidad, al haber unido los cargos políticos corruptos, traicionando una revolución (para usar el título de la obra de Trotski) que aspiraba a la erradicación de toda jerarquía, con la ideología y ha terminado por convertirse en una organización estratificada y monolítica, casi “una iglesia secularizada”, según Abellán, precisamente aquello que trataba por todos los medios de eludir.

La diferencia básica del marxismo respecto al neopositivismo es que aquel constituye una ideología marcadamente social, pero cuyo contenido es discutible, a veces hasta muy discutible, desde la óptica científica. Para ejemplo de ello, de ideas marxistas carentes de fundamento (y hasta de sentido) empírico y racional, cita Abellán la creencia de que un cambio de las estructuras socio-económicas modificaría “la actitud entera del hombre ante la sociedad, y la de que el triunfo del proletariado produciría como consecuencia inmediata la sociedad sin clases”, hechos que “obedecen a una visión mística de la dialéctica social” y en absoluto aplicables a esa misma realidad social.

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La conclusión a la que llega Abellán después de examinar estas tres corrientes de pensamiento: existencialismo, neopositivismo y marxismo (y que nosotros, aquí, apenas hemos delimitado; es posible que hagamos un análisis más detallado de la diversidad de posturas filosóficas contemporáneas en una serie futura de notas) es clara: hay necesidad de ciencia y de ideología, aunque ambas parezcan contradictorias o incompatibles. Porque, “sin ciencia, careceríamos del necesario sentido de seguridad y de previsión en nuestros conocimientos”; pero, sin ideología, “faltaría la orientación precisa, el plan a seguir, y la conducta humana quedaría falta de sentido”. Y la actividad que debe permitir la coexistencia, sin autodestrucción, de esa visión completa tal del mundo y del hombre asentada en la ciencia y en la ideología, no es otra que la filosofía. Ella, nos dice Abellán, “tiene la función de orientar los acontecimientos mundiales y dar sentido a la vida de los hombres”. Pero, en esa función, debe velar por los intereses de la clase media, no de la burguesía, ni la de las elites intelecuales, para “crear una sociedad de trabajadores, en comunidad de derechos y deberes”. De lo contrario, la filosofía degenerará en un quehacer de especialistas dedicados a tareas que en nada afectan al hombre social, en cuyas “cátedras y seminarios, imitarán las sutilezas escolásticas de los monjes medievales”.

¿Hemos llegado a ese extremo? ¿Está más cerca hoy la filosofía de las personas, de lo que les importa y que confiere sentido a sus vidas, o ha perdido terreno engalanándose con estudios fútiles de filosofía del lenguaje que no conducen a la liberación humana, ni a su avance como entidades racionales y emocionales que viven en común y a las que, por tanto, les espera un destino igualmente colectivo y unitario?

Ni la ciencia ni la ideología proporcionan, por sí mismas, el espectro de exigencias en cualquier concepción acabada y diversa del hombre que se haga. La función de la filosofía está en unir ambos extremos, ambos cabos apartados, mediante un nudo fuerte y duradero, y en examinar la realidad social, emocional y cultural del ser humano con el propósito de lograr, o al menos de facilitar, su vida en este planeta. Una tarea compleja, desde luego, pero necesaria y, creemos, posible para esa forma de pensamiento y acción que entiende (o puede entender) cuál es el papel y las necesidades del hombre, y que, por suerte, aletea mucho más alto de lo que la mera ciencia o la simple ideología puede alcanzar.

15.11.11

¿Sinsentido metafísico?

"Probablemente la mayoría de los errores lógicos cometidos cuando se confeccionan pseudoproposiciones se basa en las deficiencias lógicas que infectan, en nuestro lenguaje, el uso de la palabra ser [...]. La primera deficiencia reside en la ambivalencia de la palabra «ser». Ésta se utiliza a veces como cópula que antecede a y se relaciona con un predicado («yo soy el autor de este estudio»), mientras que en otras designa existencia («yo soy»). Este error resulta agravado por el hecho de que los metafísicos carecen con frecuencia de una idea clara de esta ambivalencia. El segundo error reside en la forma que adquiere el verbo en su segunda significación, es decir, la de existencia. Esta forma verbal muestra ficticiamente un predicado donde no existe. Desde hace bastante tiempo se sabe efectivamente que la existencia no es una propiedad (véase la refutación de Kant a la prueba ontológica de la existencia de Dios). Pero a este respecto sólo la lógica moderna es totalmente consecuente: introduce el signo de existencia en una fórmula sintáctica tal que no puede ser referido como un predicado a signos de objeto, sino sólo a un predicado [...]. Desde la Antigüedad, la mayor parte de los metafísicos se dejó seducir por la forma verbal -y con ello predicativa- de la palabra ser, y en consecuencia formaron pseudoproposiciones, por ejemplo, «yo soy», «dios es»."

Rudolf Carnap, en A.J. Ayer, El positivismo lógico, Fondo de Cultura Económica, México, 1965.

10.11.11

Gracias a todos!!



Hace un par de días el contador del blog llegó a 150.000 visitas, desde julio de 2009. Y ello pese a que ha estado casi todo ese tiempo sin actualizarse...

Muchas gracias a todos por vuestras visitas, lecturas y comentarios!!

1.11.11

"Meditaciones Metafísicas" (III), de René Descartes



(Entregas anteriores)

3) Meditación Tercera: “De Dios, que existe

La tercera Meditación es una de las más extensas, y también de las más importantes. El propósito de Descartes es derrotar la hipótesis del genio maligno mediante la proposición de la necesaria existencia de Dios.

Una vez sabemos que hay algo ajeno a la duda radical (el cogito, el que yo piense, luego exista) y que somos entes pensantes, hecho que nos define como humanos, el paso siguiente en el razonamiento cartesiano sería dar cuenta del mundo exterior, es decir dar pruebas de su efectiva existencia, así como de la verdad de los saberes a los que podemos aspirar (como, por ejemplo, el conocimiento matemático). El cogito es indubitable; de acuerdo. Pero yo no puedo pretender, en este nivel cognoscitivo, que lo existente sea la verdad de mis ideas acerca del mundo: mis ideas pueden ser falsas; existentes son sin duda, pero verdaderas, es algo que hay de demostrar. Que el mundo exterior es real también habrá que justificarlo (objeto de la sexta y última Meditación); es poco lo que, hasta ahora, hemos avanzado a este respecto, como dice Descartes: “no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”.

No sólo se trata del reino físico, material; también los otros, los demás hombres, pueden ser mera entelequia, una jugarreta del genio maligno. No estamos, por ahora, más que en disposición de decir: yo soy real, como ser que piensa. Pero lo demás, habrá que justificarlo. Mas si hay un genio maligno no podremos hacerlo, ya que la misión de éste, como hemos dicho, es la de confundir y engañarnos. Para que haya algo real más allá de mí mismo la hipótesis del genio maligno debe ser erradicada, y ello sólo será posible postulando la existencia de un Dios benefactor, que haga el bien y quiera el bienestar de los hombres. Pero, ¿cómo llevar a cabo la demostración de este Dios bueno?

Iniciamos el camino para ello considerando aquello en que, de momento, podemos confiar sin duda: nuestro yo pensante. Tenemos ideas, muchas ideas. Algunas representan cosas mundanas, otras hechos familiares, unas más conceptos abstractos, etc. (no está Descartes, por el momento, en disposición de saber que son ciertas; sólo que las tenemos, que poseen un contenido).

No todas son iguales, pues. Una de sus características más importantes es que, precisamente su heterogeneidad, señala la presencia de, por decirlo de alguna manera, varios grados o escalas de perfección. Algunas ideas son más acabadas, más llenas, más perfectas que otras: “En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes”. Mas hay, todavía, otra idea que supera a éstas, que de hecho supera a todas, una idea que transmite más perfección que la de cualquier substancia finita: es, por supuesto, la idea de Dios. Podemos conceder que la idea de un ser así, infinito, supremo, omnisciente y todopoderoso, debe ser más perfecta que la de una substancia limitada, como la del hombre.

Bien. La idea de Dios posee más perfección que cualquier otra. Aceptado esto, Descartes afirma a continuación que toda idea debe tener una causa. Aún más, que la causa debe estar en proporción al grado de perfección que posea su efecto. Oigamos a Descartes:


“Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma? Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.”

Como es lógico, mi mente puede ser la causa de ciertas ideas (por ejemplo, la idea de perro, de una silla, un planeta, un ángel o una persona); sin embargo, como la causa debe ser siempre del mismo nivel (o aún mayor) que el efecto producido, si pudiese hallar una idea de la cual yo no fuera su causa, entonces tendría que concluir que existe “algo” más allá de mí que la ha introducido en mi mente. Por tanto, con ello, ya demostraría la existencia de entidades allende la mía propia. ¿Qué idea podría ser ésa? Es, claro, la idea de Dios. Y, ¿en qué consiste la idea de Dios? En la representación de un ser “supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas”. Ahora bien, ¿soy yo el responsable de esa idea? No, nos dice Descartes con firmeza. Si atendemos a lo que hemos dicho un instante atrás, la causa debe ser de la misma categoría que el efecto. Mas yo soy una causa (una mente) finita; ¿cómo puedo concebir un efecto (un Dios) infinito? Lo finito sólo alcanza a representarse lo finito; lo infinito está más allá de sus posibilidades. De modo que la idea de Dios no puede ser producto de mí mismo; Dios debe, pues, existir, y debe ser él el responsable de que yo posea tal idea. Descartes lo expresa de este modo:


“Eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.”

A continuación Descartes se hace, a modo de crítica, algunas objeciones, encaminadas a discutir que nuestras ideas de perfección (o de infinitud) sean causadas por Dios. Una arguye que tales ideas podrían ser generadas a partir de la idea opuesta: es decir, que concibo la infinitud porque soy finito. Descartes cree que sucede justo lo contrario: como tengo la idea de infinitud me veo a mí mismo como finito, es la idea de infinitud la que me da la experiencia de mi finitud. En otra, por ejemplo, presupone que si tenemos tal idea de Dios es porque, en esencia, el hombre es como un “dios potencial”; lo que supongo a Dios (perfección, infinitud, bondad absoluta...) son atributos presentes en mí, a la espera de ser desarrollados, de ser actualizados. Si puedo ser perfecto, es posible que por ello conciba la perfección, no porque Dios exista, sino porque en tal estado, ya podría producir la idea misma. Descartes rechaza tal opción, puesto que hay un contraste esencial entre yo, que soy potencialmente infinito (puedo serlo), y Dios (o la idea de Dios) que ya lo es, en acto, es una realidad perfecta sin necesidad de actualización ninguna.

Antes de adentrarse en la siguiente Meditación, y no contento aún, Descartes propone todavía otra precisión más para la demostración, irrefutable, última, de la verdadera existencia de Dios. Y, para ello, conecta su existencia con la nuestra. O sea, ¿puedo yo existir, ser real, aún si Dios no existe? O, en otras palabras: ¿es Dios quien me da la venia de la existencia? Si fuera así, su realidad sería incontrovertible, dado que es claro que existo (porque pienso, como ya sabemos).

Pues bien. Supongamos que Dios no existe. ¿Soy yo mismo el responsable de mi existir? Obviamente, no. Sería un dios por derecho (lo cual no soy, por mi finitud y limitaciones); además, ¿por qué me habría hecho finito, pudiendo hacerme como el Dios verdadero? Entonces, ¿son mis padres o una causa similar los responsables? Tampoco, nos dice Descartes. Yo soy un ser finito con la idea de Dios como infinitud; para que mis padres hubiesen podido transmitirme la idea de la máxima perfección divina (siendo, ellos mismos, causas menos perfectas que Dios mismo), en tal caso sería necesario que existieran otras causas más perfectas a ellos, y retrotrayéndose hacia la última de ellas, ya perfecta, llegaríamos al productor de la idea generada en esos entes o causas secundarias, por medio de las cuales está en mí. Ésa causa final, última y perfecta, no puede ser otra más que Dios:


“Toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección.”

Descartes llega, pues, a un momento de especial entusiasmo: el genio maligno parece haber sido derrotado; no hay un dios perverso y cruel que nos engañe, sino un Dios bueno, según todos los indicios. De este modo, Descartes dilata el contexto de la certeza, de la realidad y la verdad, más allá de nosotros mismos, del cogito que nos da entidad humana. Sabemos, en definitiva, que somos un ente que piensa (existimos en ese acto), y que Dios también existe. Son tres grandes verdades: somos, pensamos, y hay un Dios bueno.

Con ello, buena parte de la tarea fundamental cartesiana en esta obra está perfilada. Las restantes tres Meditaciones (que respectivamente analizarán, a grandes rasgos, las cuestiones de lo verdadero y lo falso, la esencia de lo materia y la existencia del mundo físico, además de una última cavilación y prueba de la existencia de Dios) tendrán objetivos todavía importantes, pero el grueso de la argumentación ya ha sido planteado, conformando el núcleo básico del racionalismo cartesiano.

28.10.11

Nietzsche, "Humano, demasiado humano"



Excelente documental sobre la vida y el pensamiento de Friedrich Nietzsche, producido por la BBC inglesa. Aunque extenso (una hora y media), resulta muy ameno y completo.

Por cierto, el canal de YouTube en el que está alojado, FilosofíaenCostaRica, contiene asimismo muchos otros programas y documentale sobre nuestra materia. Bien merece un vistazo.

24.10.11

Al-Farabí (y II)



(Primera Parte)

Respecto a la naturaleza del hombre, si bien es cierto que el alma (las hay de tres clases: vegetativa, propia de las plantas; sensitiva, acorde con el espíritu animal; y por último la racional, propia del hombre) está presente en todos los seres vivos, la nuestra alcanza el grado mayor, y abarca las dos restantes. Disponemos, además, de cinco sentidos externos, los que todos conocemos, y los internos, que corresponden a la imaginación, el sensorio común, y la memoria.

El corazón es responsable de dirigir los procesos físicos del cuerpo. Cuando el cuerpo recibe cierta cantidad de calor, el corazón genera un fluido que lo atraviesa, controlando el cerebro y los músculos. El entendimiento agente, para al-Farabí una especie de creador de formas, une el cuerpo, cuando esté está preparado, al alma. Y, también, separa a ésta de aquel, cuando llega el momento. Eso sí, las almas de los depravados seguirían unidas a la materia, y acabarán como ella, sin posibilidad de vida eterna ninguna.

Al-Farabí elabora un detallado análisis del concepto de “entendimiento”; es bastante complejo, por lo que nos limitaremos a su mera mención, sin detenernos a analizar sus términos. Primero diferencia los sentidos prefilosóficos del mismo, esto es, como inteligencia y como razón. A continuación, entre el entendimiento especulativo (que separa lo verdadero de lo falso) del práctico (que hace lo propio con el bien y el mal); ya en el orden gnosológico diferencia cuatro tipos: el entendimiento en potencia, la facultad que permite recibir cualesquiera formas; entendimiento en acto, la ejecución de dichas formas en virtud de los inteligibles; en el entendimiento adquirido las formas separadas e inteligibles, ya perfeccionadas, se constituyen en formas de nuestro conocimiento. Aquella perfección es posible por obra del entendimiento agente, mediante la abstracción de las formas sensibles. Pero éste no es Dios, nos dice al-Farabí, sino una inteligencia, residente en la última de las esferas celestes...

El saber humano sigue un sendero ascendente hacia la perfección: parte de las formas sensibles, ajenas a la materia, a las formas abstractas y los inteligibles puros. El responsable del paso que permite ir de unas a otros es el entendimiento agente, aunque nunca dijo al-Farabí cuál era exactamente el modo en que lo hacía posible.

El fin más glorioso de la vida humana es la unión con el entendimiento agente, que a su vez es el último escalón en el curso del saber. En esas condiciones, el alma santa recibe la ciencia de los ángeles, es decir, la profecía. Para completar el pensamiento de Aristóteles, desde el cual se basa al-Farabí, y al mismo tiempo poder justificar los principios del Islam referentes a la revelación en forma de profecía (que, añadía, se recibe tanto a través del sueño como, en casos capaces de concentración imaginativa especial, en estado de vigilia), recurrió a la doctrina de Platón del éxtasis intelectual.

Por lo que respecta a la moral, al-Farabí sostuvo que la voluntad de actuar es libre, porque el hombre tiene la opción de escoger, mas siempre dentro de ciertos límites, entre aquello que es posible, aunque su voluntad sea la de lograr algo imposible. Mediante la razón se descubre qué es viable en realidad, realizándose a partir de ello el acto de elección. Al comprender qué entra dentro de lo viable, el hombre ya puede llevarlo a cabo. Para obrar bien, pues, hay que conocer el mundo. Nuestros errores se producen a causa de ignorancia, límites mentales o por influencia de las pasiones. En todo caso, sólo podemos alcanzar un saber probable, nunca certero. Si bien no sea absoluto, el conocimiento que los hombres pueden llegar a realizar su fin particular, logrando la felicidad individual. No tratemos de ir más allá, nos sugiere al-Farabí, sobretodo en el ámbito práctico: quien quiera alcanzar esa sabiduría perfecta, fracasará.

Una de las cuestiones que al-Farabí trató con mayor originalidad fue la de las sociedades de su tiempo y la utopía, necesaria para superar aquéllas. En el mundo islámico desde antiguo se había analizado el tema de una sociedad justa universal, para todo hombre: la umma. Antes de llegar a ella, sin embargo, hay que dejar constancia de los males de las sociedades actuales. Seis tipos de ellas existen: 1) la sociedad de las necesidades: que tiene por fin satisfacer esas necesidades, las vitales básicas; 2) la sociedad de la riqueza, producto de la anterior, cuyos miembros no desean dinero para mantenerse, sino para adquirir nuevos bienes, sea cual sea los medios para conseguirlo; 3) la sociedad depravada, también consecuencia de la previa, en la que domina el gusto por el placer, el hedonismo desenfrenado, el gozo material; 4) la sociedad del honor, que persigue el honor y la gloria, la nobleza de espíritu (la menos mala, en opinión de al-Farabí); 5) la sociedad tiránica, en donde reina el poder por el poder, el dominio sobre el resto de los ciudadanos, que ejercerá sin remordimientos el tirano de turno (la más perniciosa, para al-Farabí); y 6) la sociedad demagógica, lideraba por la masa inculta, que persigue lo que cada uno prefiere en cada momento, de modo que cada líder es el propio individuo, pues no hay salvaguarda del orden ni la autoridad más allá de lo que interese a cada uno según su apetito.

El hombre vive en sociedad porque precisa satisfacer sus necesidades, y dentro de aquella disputan el control sobre los demás en función de sus aptitudes para la guerra y la devastación. Las condiciones de vida, las económicas, históricas y geográficas, fueron las responsables de que hubiese uno u otro tipo de sociedad. En ellas no se busca el bien común, sino bienes instrumentales, pero que se convierten en fines para dar salida a nuestras necesidades, sean perentorias o creadas. Aunque algunas de estas sociedad sean más tolerables que otras, ninguna realiza el ideal que debería ser la vida en común buscando el beneficio de todos, de la comunidad.

La sociedad ideal, nos dice al-Farabí, y la ciudad dominante en ella, debe estar organizada, estructurada y dirigida por la política, un saber éste que es producto del encuentro de la mente del ser humano con el entendimiento agente. A su vez, se trata de un saber procedente del mandato divino, que todo hombre debe conocer y respetar. De este modo, se trata de una ley universal, y por ello, la única capaz de mantener o reestablecer la paz social.

Puede ser un hecho normal, natural, que haya conflicto social, pero nunca recurrir a la fuerza. No obstante, suele ser igualmente habitual (aunque no por ello correcto) que los hombres pierdan el control y no den límite a sus propias potencias naturales, lo que deriva en permutar la razón por la fuerza; en esas circunstancias, sólo es posible reconfigurar el orden social mediante otra fuerza que, basada en la legislación, ponga cota a aquellos excesos.

Ahora bien, el hombre no es propiedad de la sociedad, de la comunidad. Antes al contrario, la sociedad tiene como propósito único el de proporcionar las condiciones adecuadas para que el hombre realice sus potencialidades naturales y reine el bien que, en última instancia, es el que genera la felicidad de todos. Mas, para ello, como es obvio, todos los ciudadanos deben gozar de “salud ética”.

Ningún hombre, en la sociedad ideal, debe vivir ocioso, porque cada cual debe cumplir, y ha nacido para ello, una función propia y específica. La autoridad brota sólo del saber y del poder, pero para aplicar la autoridad con justeza se requiere de la sabiduría, y ésta únicamente se alcanza por medio de aprendizajes arduos, capaces de que actualizar las potencias del hombre, hasta que se funde en la unión final con el entendimiento agente.

La felicidad, la alegría y el bien de una sociedad son los fines que hay que perseguir, nos dice al-Farabí; pero, atención, alegría, felicidad y bien precisan no ser sólo individuales. Si así fuera, no habría bien ninguno en ella, o ese bien sería falso, porque la alegría y la felicidad han de ser comunes, cualquiera debe tener los medios para alcanzarlas. La sociedad es feliz si, y sólo si lo es cada uno de sus miembros. Toda otra finalidad que le supongamos a la sociedad es equivocada, y toda otra felicidad que no sea la de la plenitud de sus miembros, una falsedad.

En un ambiente tal, ninguno de sus miembros se siente inferior a otro; incluso el gobernante no es más que un modelo, una guía a imitar, pero no superior a los demás. Que él haya logrado la sabiduría es impulso para que los demás lo hagan; no para sentir envidia o celos hacia su capacidad. Por tanto, del mismo modo en que al unirse con el entendimiento agente se lograba la felicidad intelectualmente, al imitar la sabiduría del gobernante también es posible obtener la felicidad, ahora en el ámbito político-social.

-Obras conservadas de al-Farabí:

01. Ihsa al-Ulum (Catálogo de las ciencias)
02. Libro de las concordancias entre la filosofía de los dos sabios, el divino Platón y Aristóteles
03. Acerca de los fines de Aristóteles en todos los libros de la Metafísica
04. Compendio acerca de lo que conviene saber antes de aprender filosofía
05. Los problemas fundamentales
06. Las gemas de la Sabiduría
07. Respuestas a las cuestiones que se le preguntaran
08. Advertencias de Abu Nasr al-Farabi acerca de los juicios verdaderos y falsos en astrología
09. Libro sobre el gobierno de las ciudades
10. Compendio sobre las opiniones de los miembros de la Ciudad ideal
11. Libro de la advertencia sobre la salvación
12. Libro de la adquisición de la salvación
13. Compendio para probar la existencia de seres incorpóreos

(Fuente: Miguel Cruz Hernández, Historia del pensamiento islámico, vol. 1)

21.10.11

"Meditaciones Metafísicas" (II), de René Descartes



2) Meditación segunda: “De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo”.

Alcanzada la cima de la duda radical y la desazón que conlleva, Descartes, turbado, prosigue sin embargo su búsqueda de que haya algo que se pueda saber de cierto, aunque no sea más que nada haya de cierto en el mundo. Para ello, recuerda la inadecuación de los sentidos para lograrlo:

“Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino
quimeras de mi espíritu”
El genio maligno, como vimos en la anterior nota, nos hacía dudar de todo, de todo lo que los sentidos proporcionan, e incluso hasta de aquel proceso intelectivo en que consisten las operaciones matemáticas, la más prometedora fuente de saber cierto, como creíamos que era. En efecto, el genio maligno impide que tengamos convicción plena de todo: de nuestros cuerpos, de lo transmitido por los sentidos, del mundo exterior en su totalidad, y, como acabamos de decir, de la veracidad y adecuación de los productos mentales (ideas) que obtenemos de la actividad intelectual.

Ahora bien, pese a estas malignas acciones del genio, que me impiden incluso pensar algo cierto, es patente, sin embargo, que hay una sola cosa, nos dice Descartes, de la que yo puedo estar seguro: precisamente de eso, de que estoy pensando. Que todas las otras cosas alrededor y dentro de mí sean falsas no obsta, en absoluto, para que mientras yo piense en ellas, decida si son o no falsas (que pueden serlo, según sabemos), ese mismo pensar existe. Aunque llegue a la conclusión de que nada es real, esa misma conclusión ha sido generada por el acto de pensar; he pensado ese pensamiento; yo existo mientras pienso. Por tanto, al dudar de todo, incluso de que pueda dudar, estoy pensando, y ese pensamiento es real, auténtico, existente. Con ello llegamos al famoso “Pienso, luego existo” (en latín, cogito, ergo sum).



"[...] Si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero
entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto
quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy
algo. De manera que preciso es concluir y dar como cosa cierta que esta
proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la
pronuncio o la concibo en mi espíritu.”

Así pues, con este saber superamos la desazón que pudiese causar el genio maligno: tenemos un conocimiento cierto de nosotros mismos... de hecho, en principio sólo de nosotros mismos, porque el del mundo exterior todavía no está demostrado. El siguiente paso es determinar qué somos nosotros, que nos define como humanos. Descartes rechaza considerarnos como animales racionales, no porque sea una definición falsa, sino porque su demostración es engorrosa y adolece de dificultades sobre qué es lo racional y lo animal. Opta, entonces, por entendernos como una combinación de cuerpo y alma. No obstante, por la hipótesis del genio maligno (incluso también por los sueños), ya sabemos que no podemos fiarnos de que poseemos nuestros atributos físicos; podían ser falsos, ser otros, podrían no existir. ¿Y el alma, algunos de sus atributos son indubitablemente ciertos? Dejando aparte los que se conectan, de un modo u otro, con el cuerpo (sentir, nutrirme, etc.), hay uno que parece cumplir ese requisito: el pensar. Aunque piense erróneamente, en virtud de la acción del genio maligno, estoy pensando; de modo que, por ello, existo. Es, pues, el pensamiento la facultad que me convierte en humano.



“Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente”

El pensamiento no engloba, tan sólo, aquellas actividades meramente intelectuales o, digamos, racionales. Es mucho más; cualquier acto que incluya pensamiento es real: así, imaginar, porque aunque imagine algo falso o inexistente, estoy imaginando (que se enlaza con el pensamiento: no podríamos imaginar sin pensar); y sentir, porque la capacidad sensitiva, pese a poder ser igualmente falsa, participa del pensamiento, del acto mismo de pensar.



“También es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda ocurrir que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que “pensar”

Y, en general, cualquier actividad de nuestra vida humana supone el cogito, precisa de él para llevarse a cabo; y en ese sentido, al contener todas ellas esa raíz de indubitable realidad, de irrefutable existencia, encierran su parte de verdad.

Finalmente, Descartes ofrece una demostración de que las cosas sensibles, que a veces se toman como más ciertas que las del propio pensamiento (por ejemplo, en el realismo ingenuo), son falibles, y para ello expone el famoso ejemplo del pedazo de cera. Ese pedazo de cera, nos comenta Descartes, aún posee la dulzura de la miel que contenía, algo del olor de las flores con que ha sido elaborado, su color, figura, su dureza, etc. Sin embargo, al acercarlo al fuego, pierde el saber, su olor ya no es el mismo, modifica su color, y cambia del todo su figura. ¿Podemos decir que allí está el mismo trozo de cera, aun sin contar tales alteraciones? Sí, hemos de confesarlo: es la misma cera. Pero, si es así, ¿qué es lo que entendíamos en el pedazo de cera como tal, qué le confería su ser, su esencia, por así decirlo? Naturalmente no era gracias a nuestros sentidos, puesto que todo ello ha cambiado y, aún así, sigue siendo la misma cera. Lo que queda, una vez suprimidos aquellos atributos volubles, es que se trataba de algo extenso, flexible y cambiante. Ésos son los únicos aspectos de la cera que nos es dado saber con seguridad, afirma Descartes, pero no se nos revelan, no percibimos el pedazo de cera gracias a la visión, el tacto o la actividad meramente imaginativa, sino que es posible en virtud de una “inspección del espíritu”. Las descubrimos, y sabemos de su existencia, por un acto intelectivo, por el pensamiento. Si conocemos los objetos sensibles no es, en definitiva, por los mismos medios sensibles, sino que sólo los conozco mediante el recurso al pensamiento, ya que cuando hacemos un juicio que abraza algo más allá que lo que proporcionan aquellas tres facultades básicas podemos estar totalmente equivocados. Y, concluye Descartes:

“Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo (no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a saber, que existo yo. Y lo que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que están fuera de mí. [...] Sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu”

Por tanto, hemos alcanzado dos verdades auténticamente ciertas, irrefutables, de las que no cabe dudar si no queremos caer en el sin sentido de un mundo y una existencia ininteligibles: la realidad del cogito, es decir, de mi pensamiento, y la de ese mismo pensar como núcleo, como identidad y base de la existencia humana. Se trata de dos puntos cardinales del cartesianismo y el racionalismo. Sin embargo, en la siguiente Meditación Descartes hará un sorprendente giro y dedicará una amplia reflexión a la cuestión de Dios, tema que había sido desatendido hasta entonces.

Veremos, pronto, la razón de dicho giro.

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