9.10.11

"Meditaciones metafísicas" (I), de René Descartes



Con esta nota iniciamos una escueta sinopsis argumental de la que, seguramente, es la obra de mayor calado filosófico del francés René Descartes, sus Meditaciones Metafísicas, de 1641. En seis pequeñas entregas (una por cada Meditación), recorreremos la problemática cartesiana y su búsqueda de la verdad. El Discurso del Método es su libro sin duda más conocido, y contiene muchas páginas impagables, pero posee un estilo que casi podríamos denominar "divulgativo", mucho más accesible al público en general que a los “profesionales” de la filosofía (un alivio para muchos lectores de ésta última, sin duda, aterrados a veces ante la enmarañada, prolija y probablemente innecesaria retórica a que nos tiene acostumbrados la disciplina...); las Meditaciones, por el contrario, constituyen una reflexión más genuinamente filosófica, más elaborada y profunda (prueba de ello es su primera publicación en latín, la lengua con que los intelectuales solían presentar sus obras al mundo académico), y por ello, tal vez, algo más compleja. Pero Descartes tenía la gran virtud de escribir con sencillez aún sus textos profesionales, le gustaba hacerlos asequibles, por lo que con un poco de esfuerzo es posible una buena comprensión general de los mismos.

En las Meditaciones Descartes tratará de alcanzar, y sentar definitivamente, las bases seguras y sólidas de las ciencias y la filosofía, bases que parten de la demostración de la innegable (según él) existencia de ciertos entes o principios (como Dios o el pensamiento [el cogito]), que permiten el desarrollo seguro de aquellas disciplinas. Es decir, Descartes quiere eliminar todo rasgo de inseguridad, de incertidumbre, que imposibilita el saber genuino y certero. Descartes quiere un saber indiscutible, absoluto, total. No es, por supuesto, tarea sencilla, pero en todo caso, nos dice, habrá que recurrir a la razón, pues su empleo es el único procedimiento válido que permite alcanzar algún fundamento verdadero, tanto para nuestros ejercicios intelectuales como para nuestra vida diaria y en común (por ello puede hacerse de las mismas Meditaciones, como se advierte en la Carta inicial, una lectura "práctica": la luz de la razón nos lleva a la armonía y respeto entre las distintas religiones y filosofías, porque permite alcanzar unos puntos comunes con los que ponernos de acuerdo frente a temas fundamentales aun bajo posturas radicalmente distintas). Descartes aboga, pues, por la concordia interdisciplinar, por usar la razón desde todo ámbito en beneficio de la paz, en un tiempo en el que las guerras de religión habían causado, y seguían haciéndolo, grandes estragos.

Avancemos, ya, hacia el contenido de las distintas Meditaciones.

1) Meditación primera: “De las cosas que pueden ponerse en duda”.

Como hemos dicho, Descartes busca la verdad irrefutable, la verdad de la que no es posible dudar. Busca, pues, un conocimiento sin duda, sin incertidumbre, algo que los hombres puedan señalar (metafóricamente...) y convenir en que es existente, real y verdadero, sean cuales sean las condiciones sociales, materiales o culturales de esos hombres: una realidad, por tanto, ajena a prejuicios, consideraciones provincianas o chauvinismos absurdos. Hay, por tanto, que diferenciar lo que es verdaderamente real, de lo que no. Para lograrlo, hay que dudar de todo, hasta que aparezca, como fundamento del mundo indiscutible, ese elemento o componente del que no sea posible sospechar su irrealidad. Nuestras ideas más queridas no sirven, ni valen nada, si no arriban a la cúspide de lo verdadero. Habrá que rechazarlas, si es preciso, sin ningún miramiento. Ya lo señala Descartes:


"Hoy, pues, que muy a propósito para este objeto he libertado a mi espíritu de toda clase de cuidados, me aplicaré con seriedad y con libertad a destruir en general mis antiguas opiniones"
Si, ante algo que consideramos real y verdadero, sospechamos que existe una cierta inseguridad, por ligera y nimia que sea la duda, nos veremos obligados a desecharlo. Así de sencillo. Nada es auténtico si pende sobre ello la más mínima sombra de incertidumbre. Entonces, habrá que analizar que puede ser ese “algo auténtico”, que resista la embestida de la desconfianza.

Examinemos, en primer lugar, el mundo a nuestro alrededor. Percibo cosas, objetos, tengo experiencias de ese mundo exterior. Mis sentidos ofrecen información de lo que hay más allá de mí, pero ¿son infalibles, mis sentidos? ¿Proporcionan siempre certezas sin duda? No, en absoluto. Los sentidos fallan, yerran, nos dicen que una cosa posee ciertas características cuando no es así, en realidad (sólo hay que ver los espejismos, las equivocaciones en las percepciones, etc.). Mas, por otro lado, no es lícito creer tampoco que siempre nos engañan, pues hay interacciones entre ese mundo y nosotros que parecen evidentes por sí mismas (si me dejo caer por un precipicio, aunque tenga el convencimiento de que el mundo exterior no existe, es casi seguro que acabaré hecho papilla en el fondo del barranco...). Así pues, los sentidos enseñan en parte cómo es el mundo, pero a veces engañan. De modo que ellos no pueden ser el fundamento real, puesto que Descartes pretende un saber absoluto, cierto en todo caso y momento, y ello no es así por lo que respecta a la experiencia sensible:


"Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez"
Pero ¿y los sueños? Hay sueños muy vívidos, en los que se nos aparecen objetos, gentes y hechos casi idénticos a los que experimentamos cuando (suponemos...) estamos despiertos. Es, pues, verdaderamente difícil discriminar si estamos dormidos o no. Por ello, dado que los sentidos no colaboran para diferenciar un estado de otro (más aún, son ellos los “responsables” de tal confusión...), no pueden ser el fundamento de lo real, el proceso adecuado para acceder a la realidad irrefutable:


Veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo

Pensemos, ahora, en las ciencias. Hay algunas que, al tratar de asuntos de cierta complejidad, o porque consiste en el estudio de “cosas compuestas”, como la física, la astronomía o la medicina, pueden verse como inciertas; pero hay otras, sobretodo la matemática, que no analiza más que cosas simples y generales, sin preocuparse de si existen o no. Esta ciencia, la matemática, posee un conocimiento que parece cierto sea cual sea el estado en que me halle. En ambos mundos las matemáticas funcionan.


"Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no parece posible que verdades tan
patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna


¿Podrían ser las matemáticas el sustento del mundo real, la base de la realidad? Es curioso, pero Descartes (él mismo notable matemático) responde negativamente. Ahora nos hallamos en el confín más radical de la duda cartesiana. Las matemáticas no sirven en nuestro empeño por alcanzar el conocimiento indubitable pues, aunque sus operaciones y verdades permanezcan sea cual sea mi estado, ya duerme o esté despierto, bien podría suceder que Dios, el ser omnipotente por definición, quisiera por alguna razón que nos equivocásemos (“podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado...”). Desde luego, a un Dios tal ya no le correspondería el atributo de suprema bondad, consustancial al concepto universal de Dios; además, demostrar la existencia de Dios es, precisamente, uno de los temas que Descartes tratará en un par de Meditaciones posteriores. Por todo ello, el filósofo francés se vio en la necesidad de crear un ente igualmente poderoso, tanto como Dios, pero perverso y malicioso: el genio maligno. El genio maligno tiene una sola función: provocar la constante equivocación, hacer que en nuestros pasos diarios, ya sean domésticos o filosóficos, erremos sin cesar. Es más, también provoca nuestro yerro en el ámbito matemático, aquel que, a priori, esquivaba la duda causada por el sueño.


Así pues, supondré que hay [...] cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin
ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo
todo eso

Nos hallamos, pues, en el umbral de la desazón más absoluta. El genio maligno ha destruido todo lo que podíamos suponer que existía, nuestras opiniones y juicios sobre lo que es cierto o falso, bueno o malo. El límite entre la verdad y la mentira se difumina, y no hay asidero al que aferrarse. Pero Descartes no pierde la esperanza. Debe haber algo estable, sólido, indestructible, sobre lo que construir un conocimiento humano perdurable.

Y ésa es, precisamente, la tarea que se propone René Descartes en sus próximas Meditaciones.

3.10.11

El hombre mimético

"Hay todavía en el hombre algunas fuerzas de resistencia. Habla en contra del pesimismo social el hecho de que, a pesar de los asaltos constantes por parte de los esquemas colectivos, el espíritu de la humanidad aún permanezca vivo, si bien no el individuo como miembro de los grupos sociales, por lo menos en el individuo aislado. pero el influjo de las condiciones existentes sobre la vida del hombre promedio es tal que el tipo servil, sometido, se ha convertido en el tipo predominante en una escala arrolladora. Desde sus primeros ensayos, se le inculca al individuo la idea de que existe un solo camino para arreglárselas con el mundo: el de abandonar su esperanza de una realización máxima de sí mismo. El éxito puede ser logrado sólo mediante la imitación. Responde continuamente a todo lo que advierte en torno de sí, no sólo conscientemente, sino con todo su ser, rivalizando con los rasgos y comportamientos representados por todas esas entidades colectivas en que se ve enredado: su grupo de juegos, sus compañeros de clase, su equipo deportivo y todos los demás grupos que, según hemos expuesto, obligan a un conformismo más estricto, a un sometimiento más radical que la que hubiera podido exigir un padre o un maestro del siglo XIX. En la medida en que se torna eco de su medio ambiente, repitiéndolo, imitándolo, adaptándose a todos los grupos poderosos a los que al fin de cuentas pertenece, transformándose de un ser humano en miembro de organizaciones, sacrificando sus posibilidades en aras de la disposición de complacer a tales organizaciones y de conquista influencia en ellas, es como logra sobrevivir. es una supervivencia lograda mediante el más antiguo de los recursos biológicos de la supervivencia: el mimetismo."

Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental

5.8.11

Personalismo y espíritu

"Los espiritualismos modernos dividen el mundo y el hombre en dos series independientes, la material y la espiritual. Tan pronto aceptan como un hecho bruto la independencia de las dos series (paralelismo psicofisiológico), abandonando la materia a sus fatalidades, a condición de reservarse el derecho de legislar absolutamente en el reino del espíritu: la unión de los dos mundos queda entonces inexplicada; tan pronto niegan toda realidad al mundo material, hasta hacer de él sólo una apariencia del espíritu: la importancia de esta apariencia cobra entonces un carácter de paradoja.

Este esquema será roto desde el comienzo por el realismo personalista.

La persona inmersa en la naturaleza. El hombre, así como es espíritu, es también un cuerpo. Totalmente «cuerpo» y totalmente «espíritu». De sus instintos más primarios, comer, reproducirse, hace delicadas artes: la cocina, el arte de amar. Pero un dolor de cabeza detiene al gran filósofo, y san Juan de la Cruz, en sus éxtasis, vomitaba. Mis humores y mis ideas son modelados por el clima, la geografía, mi situación en la superficie de la tierra, mis herencias, y más allá, acaso, por el flujo masivo de los rayos cósmicos. A estas influencias se les añaden todavía las determinaciones psicológicas y colectivas posteriores. No hay en mí nada que no esté mezclado con tierra y con sangre. Algunas investigaciones han mostrado que las grandes religiones cambian por los mismos itinerarios que las grandes epidemias. ¿Por qué ofenderse por ello? Los pastores también tienen piernas, que son guiadas por los declives del terreno."


E. Mounier, El personalismo, Eudeba, 1980.

30.6.11

El embrión "cultural"

"Tal vez la cesura más importante en el curso vital sea el nacimiento, el tránsito de una vida aprovisionada y protegida en el claustro materno a la existencia como un ser expuesto. Todos los mamíferos superiores tienen unos tiempos de embarazo que se alargan proporcionalmente al diferente grado específico de evolución. Según esta «ley» el hombre debería tener un tiempo de embarazo de veintiuno a veintidós meses, cuando es bien sabido que ese período es de sólo nueve meses. Y otra observación en este mismo sentido. Para casi todos los animales el fin del tiempo del embarazo coincide con el final de la maduración de las facultades necesarias para una vida autónoma; la rapidez de la maduración, que aún se prolonga, disminuye después de modo muy notable. La maduración de la organización neuromuscular del niño prosigue, no obstante, a un ritmo sostenido durante aproximadamente un año más. De ahí que Portmann haya calificado el primer año de vida humana como «el año extrauterino del embrión». La importancia de tal anomalía está en que de ese modo la marca sociocultural del lactante se prolonga a lo largo del estadio de su inmadurez «embrional» a la vez que se ahonda de forma proporcionada. «En el tiempo que va del mes noveno al undécimo del primer año ... se forman simultáneamente tres rasgos importantes de la existencia humana: el empleo de instrumentos, el lenguaje y la posición erguida» [...]. «En todos esos esfuerzos colaboran en la forma más íntima unas disposiciones hereditarias y el impulso a la imitación del entorno. En ningún otro mamífero superior es posible nada parecido, ya que esa decisiva fase plástica de su organización neuromuscular la viven todos en el seno materno, en el que lejos de todo contacto con el mundo exterior se construye una vigorosa organización instintiva» (Portmann)."

G. Haeffner, Antropología filosófica, Herder, 1986.

28.6.11

El sino determinista

"Se puede decir que, si el postulado del determinismo es válido, entonces el futuro se podrá explicar en términos del pasado; y esto significa que, si uno conociese lo suficiente del pasado, sería capaz de predecir el futuro. Pero en ese caso, lo que acontecerá en el futuro, ya está decidido. ¿Y cómo se puede decir entonces que yo soy libre? Lo que va a pasar va a pasar, y nada de lo que yo haga podrá impedirlo. Si el determinismo está en lo cierto, yo soy el prisionero sin remedio del hado.

Pero, ¿qué se quiere decir al decir que el curso futuro de los acontecimientos está ya decidido? Si lo que se quiere decir es que alguna persona lo ha ordenado, entonces la proposición es falsa. Pero si lo único que se quiere decir es que, en principio, es posible deducirlo de una serie de hechos particulares del pasado, juntamente con las adecuadas leyes generales, entonces, aunque esto sea verdad, ello no implica, en último término, que yo sea el prisionero del hado, sin remedio. Ni siquiera implica que mis acciones no introduzcan ninguna diferencia respecto del futuro, porque ellas son causas, tanto como efectos; de manera que, si fuesen distintas, sus consecuencias serían también distintas. Lo que implica es que mi comportamiento puede ser predicho; pero decir que mi comportamiento puede ser predicho no es decir que yo esté actuando bajo constricción. En realidad es verdad que yo no puedo escapar a mi destino si se entiende que esto no significa sino que haré lo que haré. Pero esto es una tautología, exactamente lo mismo que es una tautología que va a pasar lo que va pasar. Y tautologías como éstas no prueban absolutamente nada acerca de la libertad de la voluntad."


A. J. Ayer, Ensayos filosóficos, Planeta-Agostini, 1986.

23.6.11

Visión anarquista

"Nosotros, revolucionarios-anarquistas, defensores de la educación del pueblo entero, de la emancipación y del desenvolvimiento más vasto de la vida social, y por consiguiente enemigos del Estado y de toda estatización, en oposición a todos los metafísicos, positivistas y a todos los adoradores sabios o profanos de la diosa Ciencia, afirmamos que la vida natural y social precede siempre al pensamiento que no es más que una de sus funciones, pero nunca su resultado; que se desarrolla de su propia profundidad inagotable por una serie de hechos diferentes y no de reflejos abstractos y que estos últimos, producidos siempre por ella, pero no lo contrario, indican sólo, como los postes kilométricos, su dirección y las diferentes fases de un desenvolvimiento propio e independiente.

De acuerdo con esa convicción nosotros no sólo no tenemos la intención o el menor deseo de imponer a nuestro pueblo o a cualquier otro pueblo tal o cual ideal de organización social, leído en los libros o inventado por nosotros mismos, sino que, convencidos de que las masas del pueblo llevan en sí mismas, en sus instintos más o menos desarrollados por la historia, en sus necesidades cotidianas y en sus aspiraciones conscientes o inconscientes, todos los elementos de su organización normal del porvenir, buscamos ese ideal en el seno mismo del pueblo; y como todo poder estatista, todo gobierno debe por su esencia misma y por su situación al margen del pueblo y sobre él, aspirar inevitablemente a subordinarlo a una organización y a fines que le son extraños, nos declaramos enemigos de todo poder gubernamental y estatista, enemigos de toda organización estatista en general y consideramos que el pueblo no podrá ser feliz y libre más que cuando, organizándose de abajo a arriba por medio de asociaciones independientes y absolutamente libres y al margen de toda tutela oficial, pero no al margen de las influencias diferentes e igualmente libres de hombres y de partidos, cree él mismo su propia vida".


M. A. Bakunin, Estatismo y anarquismo, Orbis, 1984.

23.11.09

El nacimiento de la filosofía, según Giorgio Colli



Es lugar común en la tradición presentar el origen de la filosofía como producto de un cambio en el pensamiento humano, que abandona la perspectiva mítica del mundo para abrirse paso en la corriente de la razón. Suele concederse a los filósofos presocráticos la primacía en este menester revolucionario, pero dado que éstos aún exhiben ligeros retazos de mitología engarzada en sus elucubraciones y reflexiones racionales, han sido las figuras de Platón, y posteriormente su discípulo Aristóteles, quienes han protagonizado para la historia la germinación definitiva del pensamiento en base a la razón, es decir, la filosofía. Éstos son los rostros de la verdadera sabiduría, se nos dice, y no los comediantes homéricos o los poetas. Con la razón nace la sabiduría; la filosofía, “el amor a la sabiduría”, marca, pues, el inicio del interés humano por el conocimiento, por la verdad y el bien.

Giogio Colli, uno de los más notables filósofos (por así decir) “librepensadores”, estaría (sólo en parte) de acuerdo con esto siempre que atendiéramos, y comprendiéramos, qué significa el mismo vocablo “filosofía”. Su librito (apenas un centenar de páginas) “El nacimiento de la filosofía” cabría incluirlo en el temario de todo aprendiz de filósofo, o de instructor de la filosofía, quizá no tanto por su contenido, sino porque invita a leer al revés la historia de las ideas, y con ello, brinda una nueva vuelta de tuerca a la noción de filosofía. No estamos en condiciones de afirmar o rebatir a Colli; pero su propuesta es tan atractiva que no nos resistimos a recogerla y darle difusión. Aquí realizaremos un comentario sencillo de algunas de sus tesis principales.

Casi a mitad de su obra, Colli menciona unas palabras de Heráclito, una especie de acertijo, cuyo significado vendría a ser que si bien los sentidos, y lo que transmiten, no son condenables, sí lo sería nuestro intento de convertir esa experiencia sensorial en algo estable, en algo externo a nosotros; al tratar de fijarla, la falsificamos: conocida es su expresión: “no se puede entrar dos veces en el mismo río”, que señala como lo único existente la sensación instantánea, sin que detrás haya nada objetivo. Paralelamente, otro tema esencial en Heráclito es el “pathos” de lo oculto, como señala Colli: concebir el fundamento último del mundo como algo insondable. Podemos designar a los dioses de la forma como queramos, como símbolos, pero siempre atendiendo a que tal denominación es inadecuada, precisamente por el carácter oculto de los mismos (“a la naturaleza primordial le gusta ocultarse”, dice Heráclito). Todo esto se dirige hacia una concepción del “alma, lo oculto, la unidad, la sabiduría, como lo que no vemos ni cogemos, pero llevamos dentro”. Colli acaba sosteniendo que toda la sabiduría de Heráclito puede entenderse como un “tejido de enigmas que aluden a una naturaleza divina insondable”; la sensación de corporeidad del mundo, su multiplicidad, es mera ilusión, una trama de enigmas, un tapiz de contrarios que sólo llega a su solución con el logro de la unidad, el dios, que abarca “día noche, guerra paz, invierno verano...”

Pero si el origen de la sabiduría griega parte de una experiencia mistérica, enigmática y mística, ¿cómo pudo pasarse del sustrato religioso a un pensamiento racional y discursivo? Es la misma pregunta que podríamos hacernos en relación a la Edad Media, cuando confluyeron, en los mismos protagonistas principales, las distintas percepciones de la una idéntica realidad: mágica y racional, oculta y manifiesta, intangible y material. Para Colli la solución en la antiguedad vino de la mano de la dialéctica, entendida en su sentido primordial, como el arte de la discusión. El desafío de un hombre a otro, que requiere de éste que le rebata con relación a un saber, dicho o afirmación cualquiera. Tras la discusión se alcanza un nuevo conocimiento, producto bien de la refutación de la tesis del interrogador, bien su confirmación al no poder el adversario hacerle frente argumentativamente. Aquí no son necesarios jueces que decidan quién gana; es la misma naturaleza de la discusión la que proporciona el veredicto. Como nos ha enseñado Aristóteles y menciona Colli, “demostrar una determinada proposición es hallar un concepto (universal) tal que, aplicado a los dos términos de la misma, de forma que partiendo de esa conexión pueda deducirse (demostrarse) la proposición”. Toda discusión sería, pues, “la búsqueda de universales cada vez más abstractos”.

Más adelante señala Colli que el enigma aparece como “el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica”. Porque enigma lo designan las fuentes como “próblema”, pero en el lenguaje dialéctico el término está presente como desafío; así pues, el enigma es el germen de la dialéctica, enigma casi siempre presentado de forma contradictoria (como la misma esencia de la dialéctica). Misticismo, agonismo, dialéctica, racionalismo... todas estas expresiones no fueron algo antitético en la antigua Grecia, sino que serían fases sucesivas de un mismo fenómeno.

También hace referencia Colli a la elaboración, por parte de generaciones de dialécticos, “de un sistema de la razón, de un logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral”, y del que la discusión escrita (como sucede con las obras de Platón) no sería más que un sustituto de escaso valor. Colli se pregunta si ese edificio del logos contiene un contenido doctrinal de la razón (más allá de la formación conceptual y la de normas reguladoras del discurso), y la respuesta para él es negativa, porque en el planteamiento subyace un interés “destructivo”. Y este interés ya existía en el origen de la misma dialéctica: si el interrogado adopta una tesis, el interrogador (si es eficaz en su cometido) la destruirá; pero si escoge la antitética, lo hará igualmente; si la victoria cae del lado del interrogado es por mera inoperancia dialéctica de su contrincante. Las consecuencias son devastadoras, como señala Colli: “cualquier juicio puede refutarse”. Por ello, toda doctrina o “proposición científica estará igualmente expuesta a la destrucción”.

Tras Heráclito, la figura de Parménides, envuelta ya en el remolino dialéctico, hace frente a un nuevo “próblema”, el de decidir entre el ser y el no-ser. Parménides manda optar por la primera elección, porque en caso de elegir la otra nos veríamos ahogados por el nihilismo de la dialéctica, la encerrona devastadora de un “no” eterno, a todo y a todos. El “es” salvaguarda, según Colli, la naturaleza metafísica del mundo. Pero en Zenón de Elea, discípulo de Parménides, hay una reorientación dialéctica. Aunque suele decirse que el uso que Zenón hace de la dialéctica está encaminado a defender a su maestro de los pluralistas, que rechazan el monismo total de Parménides, lo cierto es que dicho uso se dirige, por el contrario, a rechazar la senda del “es” y transitar por su opuesta, la misma que su maestro prohibió seguir. Zenón desata la argumentación dialéctica en una orgía extrema, generalizando la dialéctica demoledora a todo ámbito, objeto o concepto. La dialéctica, nos dice Colli, “dejó de ser una teoría agonística para convertirse en una teoría general del ‘logos’”.



Se llega, pues, a la circunstancia en que todo aquello que es expresado y que remite a objetos, sensibles o abstractos, existe y no existe al mismo tiempo, “y que además se demuestra que es posible y al mismo tiempo imposible”. En definitiva, la dialéctica conlleva la destrucción de la realidad de cualquier objeto. Para Colli, “Zenón se dio cuenta de que no se podía bloquear el desarrollo de la dialéctica y de la razón, pues descienden de la esfera del enigma”; trató, por el contrario, de potenciar hasta lo radical el dinamismo de la dialéctica, hasta su extremo absoluto, alcanzando el nihilismo total. Quiso hacer ver, en definitiva, que el mundo a nuestro alrededor no es más que mera apariencia, el pálido reflejo del mundo divino, y nada más. Pensadores posteriores a Zenón, e incluso el mismo Aristóteles dieron por superadas las aporías de Zenón (que vimos en una nota anterior), pero ninguno consiguió demostrarlo.

Si aún aguardamos la refutación (verdadera, irrevocable, categórica) de las tesis zenonianas, esto quizá signifique, señala Colli, que el suyo sería el logos racional por antonomasia, “el punto extremo de la racionalidad griega”. La razón de la Grecia antigua era vista como un “discurso” sobre algo, un logos que habla de alguna otra cosa; Colli sostiene que ese “algo” constituye “el fondo religioso, la experiencia de exaltación mística, lo que la razón tiende a expresar de algún modo, gracias a la mediación del enigma”. Después el logos perdió esa función alusiva, y se juzgó al discurso como autónomo en sí mismo, como espejo de un objeto independiente. Pero en sus orígenes la razón nació como un complemento, pues su raíz estaba en algo más allá de ella, algo que el mismo discurso, el logos, no podía revelar, sino tan sólo señalarlo. En lugar de edificar una formulación nueva del logos, que suscribiera una “autonomía propia de la razón, se mantuvieron las normas del logos primitivo, que había sido sólo un medio... y que de auténtico que era pasó a ser... un logos espurio”.

Gorgias, el escéptico radical (ver apunte correspondiente), con sus tres tesis principales (“nada existe”, “si existiera sería incognoscible”, “y, en caso de no serlo, no podría comunicarse a los demás”) declara abiertamente la dominación definitiva del nihilismo, poner todo en duda, hasta la misma naturaleza divina. “Gorgias”, nos dice Colli, “es el sabio que declara acabada la era de los sabios”. Con Gorgias, además, acontece un cambio en las condiciones en que se desenvuelven las discusiones: hasta entonces eran algo privado, destinado a cierta clase social o grupo específico (puramente esotérico, pues, dada su condición de saber limitado a un círculo restringido); a partir del siglo V antes de Cristo, sin embargo, se abrió el campo del aislamiento dialéctico, y pasó de ejercerse en un ambiente reservada a uno amplio, populoso y menos exclusivo: lo dialéctico abandona lo ‘secreto’ y entra en lo público. Con ello, la dialéctica inicia su adulteración, ya que en lugar de mentes en liza tenemos un grupo nutrido e inexperto que escucha, sin participar. La discusión termina, se inicia el sermón.

La retórica hace así su aparición, mancillando la dialéctica previa. Pese a su carácter oral, desaparece la contienda; ya no se encaran, se contradicen y ‘luchan’ en pos de un triunfo dialéctico, sino que ahora lo que prevalece es un discurso retórico en el que el orador trata de convencer, subyugando a la plebe que le escucha. Ya no sólo entra en juego la fuerza dialéctica, sino también un componente emocional, la seducción de los oyentes. “En la dialéctica se luchaba por la sabiduría; en la retórica se lucha por una sabiduría dirigida al poder”. El contenido de la dialéctica retorna al mundo individual, de lo humano, sus pasiones e intereses.

Un postrer elemento que configura la decadencia de la sabiduría antigua lo constituye la “gradual generalización de la escritura en sentido literario”; en la discusión dialéctica las abstracciones y las propias palabras del logos se aprehenden, se captan gracias a la misma participación en la discusión, pero en la oralidad esa interioridad se desvanece. Platón, indica Colli, creó el diálogo como literatura, en la que su narrativa recorría los distintos contenidos de las discusiones, a un público indiferenciado: es el mismo Platón quien nombra a ese nuevo género literario como “filosofía”, que posteriormente definiría los textos escritos acerca de temas abstractos, racionales, políticos y morales.

Gracias a Platón es posible, hoy, apreciar las cualidades del pensamiento griego antiguo, y señalar su importancia mucho más allá que como “una mera anticipación balbuciente”, consideración a lo que deberíamos ceñirnos de ignorar la sabiduría de tal pensamiento. En efecto, “Platón llama a su literatura ‘filosofía’ para contraponerla a la ‘sofía’ anterior”. Platón define las épocas anteriores (Heráclito, Parménides, etc.) como la era de los “sabios”, mientras que, humildemente, se define a sí mismo como un “filósofo”, esto es, como el “amante de la sabiduría” (pero que aún no la posee, al contrario que los citados).

Platón manifiesta que la sabiduría transmitida por la escritura será siempre no-verdadera, aparente; ningún escrito puede transmitir un arte, o un saber último. Aunque describan pensamientos no habrá nunca forma de aclarar su significado, puesto que siempre seguirán expresando lo mismo. En otro lugar, afirma Colli: “Platón niega en términos generales la posibilidad de expresar un sentimiento serio”; si esto es cierto, todo lo que de Platón conocemos (es decir, sus textos escritos), puede que tampoco sea nada serio... Es más, si la escritura tiene este valor para Platón (“si alguien pone por escrito lo que es fruto de sus reflexiones... es cierto que los mortales le han quitado el juicioSéptima Carta), entonces, como se pregunta Colli, “¿sería también toda la filosofía posterior... algo no serio?

Finalmente, Colli señala “así nació la filosofía, criatura demasiado compleja y mediata como para contener dentro de sí nuevas posibilidades de vida ascendente. Las extinguió la escritura... lo que nos interesaba sugerir es que lo que precede a la filosofía, el tronco para el que la tradición usa el nombre de “sabiduría” y del que sale ese vástago pronto atrofiado, es para nosotros... más vital que la propia filosofía”.

Atinado o equivocado, tendencioso o ponderado, creador de un disparate filosófico o de una nueva manera de entender la racionalidad, lo que no cabe discutir a Giorgio Colli es su valentía, un atrevimiento rayano en la insolencia, que le permite examinar cuestiones ordinarias a la luz de un enfoque renovador. El resultado es una manera distinta de tratar la filosofía, el conocimiento y los valores que subyacen en esta disciplina milenaria, cuyo significado Colli ha retratado polémica y controvertidamente. A los treinta años de su muerte, rendimos este pequeño homenaje a un pensador a contracorriente, que nadó en aguas turbulentas para bien de la filosofía, sea ésta sabiduría o un simple amor hacia ella, como una lejana tierra prometida que podemos ver, pero a la que, por muchos esfuerzos que hagamos, nunca podemos llegar.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...