23.8.07

Baco y el orfismo

Grecia fue el símbolo de la libertad de pensamiento y de acción. En sus costas fluyó la necesidad de que los dogmas religiosos y políticos no fueran seguidos ciegamente. La democracia ateniense, uno de los mayores milagros que de allí surgió, así como la aparición de la racionalidad, constituyeron los sólidos cimientos sobre los que edificar una sociedad radicalmente nueva. La fundación de una serie de instituciones libres y la independencia de juicio permitieron que triunfara la razón y la crítica sobre todo lo inherentemente humano.

En relación a la religión, los griegos creían en el politeísmo, pero los dioses no eran seres de divinidad inalcanzable, a los que hubiera que rezar o adorar en situación de absoluta e infinita inferioridad; antes al contrario, uno de los detalles más significativos de la relación entre humanos y dioses según los griegos era que éstos tan sólo eran "superiores" a aquellos en cantidad, no en cualidad: es decir, pese a la omnipresencia y el poder divino, el hombre y la mujer tenían la posibilidad de alcanzar a los dioses, y su vida debía ser un incentivo para tal proyecto. La ausencia de dogmas o textos sagrados que sirvieran de vehículo de expresión directa de los deseos divinos fueron los acicates intelectuales necesarios para el posterior desarrollo del racionalismo, es decir, la ciencia y la filosofía.

Pero esta independencia de pensamiento estaba fuertemente ligada a unas condiciones sociales y políticas muy concretas, en las que se promovía y estímulaba el saber y la crítica, la discusión y la libre investigación. En cuanto estas condiciones cambiaron o fueron suprimidas, algo que sucedió entre los siglos VII y VI antes de Cristo, el espíritu de felicidad y de dicha que reinaba en Grecia fue sustituido por una sensación de desesperación y angustia ante un mundo que parecía estar en decadencia. Fue entonces cuando surgió, paralelamente a la debacle sociopolítica que por entonces tuvo lugar, una nueva religión que parecía haber nacido de la nada: fue Baco (o Dioniso, entre muchos otros nombres) quien sistematizó dicha creencia religiosa, creencia que tuvo una impensanda notoriedad.

El culto a Baco llegó a Grecia procedente de Tracia, que estaba poblada por gentes bárbaras, a juicio de los mismos griegos. La verdad es que el culto sí parece poseer algunos elementos un tanto salvajes, como por ejemplo descuartizar animales vivos y luego comérselos en crudo, además de unas extrañas danzas de acento místico y extático que practicaban en grupos las mujeres, bailes recogidos por Eurípides en su obra Las bacantes. El éxito de la doctrina baconiana se debió a un declinar general del entusiasmo de vivir, o más bien, a la sensación de desaliento ante un mundo social y políticamente corrompido, producto de la pobreza que las invasiones dorias habrían causado, junto con una gran crisis económica que sentenció a clases sociales enteras. Este ambiente de inestabilidad supuso el caldo de cultivo ideal para que el baconismo, religión pesimista del porvenir, echara firmes raíces en la sociedad griega.

Pero hay otro motivo, quizá no menos relevante, vinculado a la moral y al estilo de vida griego. En efecto, la sociedad griega, que disfrutaba de una independencia intelectual enorme, insistía, sin embargo, en mantener una moral más bien estricta, ceñida a unos cánones de decencia y honestidad quizá demasiado rigurosos; el baconismo, por el contrario, proponía una existencia salvaje, pasional, desligada a imposiciones ni reglas morales. Así, en la Grecia antigua convivieron dos planos vitales casi antagónicos: por un lado, el ortodoxo griego, alejado del primitivismo y el descontrol, y por otro el baconismo, símbolo del desenfreno y la vuelta a una existencia más pura. A este último plano de vida contribuyó, significativamente, el descubrimiento de la cerveza y, posteriormente, del vino, brebajes que fueron empleados (en exceso, huelga decirlo) para alcanzar el estado de delirio tan propio de los seguidores de Baco (no en vano Baco es el dios del vino...). El baconismo era, en definitiva, un regreso a los orígenes salvajes de la humanidad; en palabras de B. Russell, el baconismo trató de "recuperar una intensidad de sentimiento que la prudencia [de los griegos ortodoxos] había destruido". Patrick Harpur, en su revolucionario y sorprendente libro El fuego secreto de los filósofos (Atalaya, 2006), del que resultará obligado hablar en una nota futura, afirma: "Nietzsche colocó a Apolo en un extremo del espectro psíquico; en el otro puso a Dioniso, dios del vino, de ritos nocturnos de éxtasis y abandono colectivo. Desde el punto de vista de Apolo, Dioniso es irracional, caótico, desenfrenado y turbio; desde la perspectiva de Dioniso, Apolo parece demasiado frío, desapasionado, intelectual rígido e individualista". Esta dicotomía tan marcada estuvo muy presente en la sociedad griega, en la que cada bando o facción consideraba inferior, infeliz o inhumana a la otra.

Si bien resulta deseable dar entrada en nuestra vida a esa embriaguez tan característica del culto de Dioniso, al menos de tanto en tanto, puesto que forma parte de nuestra naturaleza actuar y manifestarnos desde todas las perspectivas posibles (siempre que ellas, por supuesto, no supongan daño a terceros), es más razonable que se trate de una embriaguez mental o espiritual, y no una física, ya que una vida en la que predomine un coma etílico tan prolongado lo único que puede proporcionar es un estado físico deplorable y un futuro absolutamente similar al de las bestias, que se deleitan tan sólo con unas piezas de carne fresca. Es decir, viviendo así nos acercamos, en un sentido nada positivo ni provechoso, a nuestras camaradas las fieras.

Ésta opción, la de la embriaguez mental/espiritual, sin duda más sana y más placentera a la larga que la puramente física, es la que intentó establecer en la sociedad griega Orfeo, figura oscura, mitad real, mitad mítica, cuya doctrina propone que el ser humano está formado por un cuerpo y un alma. El cuerpo es tan sólo un recipiente temporal para el alma, un obstáculo, casi como una tumba. Hay que esperar a la muerte para que el alma, la parte fundamental del hombre (el contrario de lo que sostenía el poeta Homero, para quien el cuerpo era la sección humana esencial), deje atrás su constitución terrenal y entre a formar parte del reino divino, una vez alcanzada la purificación completa, lo que puede necesitar reencarnaciones en otros recipientes (humanos o no). Una buena forma de alcanzar esa purgación total es por medio de la abstención de tomar ciertos alimentos (carne, por ejemplo, en total contraste con sus homólogos baconianos) y mediante una serie de ritos de purificación.

Tanto la transmigración del alma como su purificación conforman el dogma principal de las comunidades órficas. Así se alcanzaba el entusiasmo, culmen del rito órfico en el que "la divinidad penetraba en la persona que le veneraba y entonces ésta se creía una con el dios" (Russell). Gracias a esta fusión tan especial, los órficos tomaban parte de la sapiencia divina, y se hacían ellos mismos, por momentos, seres divinos. Queda aquí, pues, muy clara la diferencia trascendental entre un movimiento, el baconiano, excesivamente bárbaro y mutilante (por su descontrol e incapacidad de sutilezas), y el orfismo, dotado de un componente filosófico/religioso que le permite ingresar en el ámbito de las doctrinas intelectuales de primer rango. Fue el orfismo, y no el baconismo, el sistema que influyó en los filósofos posteriores, como bien puede entenderse a tenor de sus características.

Pero si hay un detalle que impresiona es la aparente conexión del orfismo con ciertas creencias hindúes presentes en aquella época en el subcontinente (recordemos, siglo VI antes de Cristo). Porque, en efecto, el orfismo sostiene que la vida terrenal es sinónimo de pena y angustia, al estar los hombres ligados indefectiblemente a una enorme rueda vital que gira sin cesar en incontables vueltas, que simbolizan los infinitos nacimientos y muertes, las infinitas creaciones y destrucciones. Mediante la purificación del rito órfico, sin embargo, nos es dada la posibilidad de emanciparnos de dicha rueda gigantesca, liberándonos para siempre y llegando al éxtasis de la unión con la divinidad. Esto es sorprendentemente similar a la doctrina hindú del samsara, es decir, la cadena de muertes y resurrecciones que sólo termina cuando, tras innumerables transmigraciones, nuestras meritorias acciones en las vidas terrenales nos permitan un renacimiento más puro, bajo la figura de un dios o brahmán. La liberación (moksha) supone una huida de la vida en la Tierra, refugiarse en una existencia libre de frustraciones, o quizá, simplemente en una no-existencia.

Es evidente la ligazón entre estas dos corrientes espirituales y filosóficas, distantes miles de kilómetros pero muy cercanas en su idiosincrasia intelectual. Burnet (citado en Russell) ya hizo mención de este notable nexo en común, pero afirmó que no puede haber habido contacto ninguno. ¿Y por qué no? Cierto que las distancias son grandes, y no parece plausible un intercambio de ideas entre dos regiones tal alejadas, pero aún resulta más improbable, a mi juicio, que dos visiones tan específicas acerca de la naturaleza humana y sus características, que ese ligero pero persistente poso pesimista, esa rueda infinita e incansable presente en el hinduismo y en el orfismo no sea más que una coincidencia, una idea contingente y casual. Tal vez los lazos entre Occidente y Oriente estén más apretados de lo que pensemos, y sus influencias sean mucho mayores de lo que queremos ver.

17.8.07

Popper y el fundamento científico

¿Cuál es el procedimiento mediante el cual la ciencia consigue obtener conocimiento de la naturaleza? ¿Es este método muy diferente del que se emplea en las ciencias sociales, o guarda alguna similitud de base con él? ¿Qué alcance tiene dicho procedimiento y qué tipo de veredicto podemos establecer en relación a la verdad que nos ofrece?

Éstas son algunas de las preguntas que Karl Popper pretender responder en uno de los ensayos que componen su libro "El mito del marco común" (Paidós, colección Surcos, nº 8, 2005), el titulado "Modelos, instrumentos y verdad". Se trata de cuestiones muy interesantes y de las que Popper era un gran conocedor, no en vano fue uno de los mejores filósofos de la ciencia que dio el siglo XX. Hay un aspecto que me parece realmente importante del ensayo citado, y es el relacionado con la elucidación de cuál es el método de la ciencia.

Empecemos por la definición de ciencia y su método. Para Popper, según la postura tradicional, postura aceptada por todos los científicos como el pilar fundamental de su profesión, la ciencia parte de la observación, que produce datos, hechos o mediciones, los cuales, correlacionados o conectados de alguna manera, sirven para llegar a una generalización, que posteriormente dará lugar a las teorías científicas. Estas teorías aspiran a ser una descripción lo más correcta posible de la realidad, y sólo se modifican cuando ulteriores observaciones no encajan con ellas.

Popper arguye que este método científico no es, en absoluto, el que se sigue en las ciencias naturales. Por el contrario, la ciencia parte, no de observaciones, sino de problemas. "Un problema prometedor, un problema que sea significativo dentro de la actual situación problemática, dominada a su vez por nuestras teorías" constituye la materia prima a partir de la cual la ciencia empieza a funcionar por sí misma, y no la observación embobada de la realidad. La lección sintetizada de Popper es la siguiente: la ciencia siempre empieza y termina con problemas.

¿De dónde surgen los problemas, es decir, cuándo o cómo toman forma en nuestra vida? Para Popper, los problemas aparecen en el momento en que nuestro conocimiento se ve en dificultades, quizá porque no responde a las expectativas o porque son incompletos. Así nacen los problemas, situaciones que permiten aproximarnos con nueva perspectiva al saber que hasta entonces era rigurosamente aceptado.

Popper ilustra su postura con la teoría de la gravedad de Newton. Isaac Newton no elaboró su nueva teoría simplemente porque observara hechos y dedujera de ellos que cabía modificar la concepción física del mundo. Si Newton concebió su teoría fue porque cabía resolver problemas que las leyes de Kepler y las de Galileo ocasionaban. Si no conocemos las circunstancias y los problemas existentes previamente a la teoría de Newton, ésta, para Popper, carece de todo sentido, porque no podemos comprenderla cabalmente. Dicha teoría, como muchas otras, nacen con el objetivo final de brindar una descripción más acorde a la realidad que su predecesora, y ello sólo tiene significado si entendemos que los problemas son previos a las teorías.

Un resumen rápido de lo que para Popper es el método científico sería el siguiente;

1) Seleccionar un problema.
2) Tratar de resolverlo proponiendo una teoría como solución provisional.
3) Mediante la discusión crítica de nuestra teoría podemos mejorarla, eliminar algunos de sus errores o, si se tercia, cambiarla o desecharla por otras teorías que expliquen mejor los problemas.
4) Toda discusión crítica, incluso en los casos de teorías plenamente establecidas, tiene el provecho de sacar a la luz nuevos problemas, con lo que el proceso puede volver a empezar.

En definitiva: Ciencia = problemas-teorías-críticas-problemas.

Si nuestra teoría no es capaz de resolver los problemas que le planteamos, entonces hay que cambiar de teoría. Criticando y mejorando nuestra teoría vamos poco a poco aprendiendo sus entresijos, solucionando los problemas creados y formándonos mejor para afrontar otros nuevos que aún están por llegar.

A continuación analiza Popper en su ensayo la cuestión de la objetividad y la racionalidad de la ciencia, elementos ambos que se hayan imbuidos en la llamada discusión crítica de las teorías científicas. La objetividad es, para Popper, no considerar ninguna teoría científica como dogma, así como que toda teoría es, tan sólo, una tentativa de explicación, la cual debe estar permanentemente presta a ser criticada, desde todo frente y con toda intensidad, por los científicos. Esta discusión crítica se dirige hacia un objetivo claro: hallar en la teoría un defecto, un error cuando intenta explicar o dar solución a un problema. Al comparar dos teorías, la que aporte un mayor caudal explicativo de los hechos será la finalmente aceptada.

Ahora bien, la discusión científica, y el triunfo de una teoría sobre otra tras dicha discusión, no suele llevar a una conclusión definitiva, porque no hay forma de falsar categóricamente teoría alguna (el principio de falsacionismo [que sostiene la idea de que toda proposición científica tiene que ser ser susceptible de ser falsada] es, precisamente, una categoría epistemológica construida por Popper; quizá hablaremos más extensamente de ella en el futuro, pero de momento, un par de enlaces interesante, aquí y aquí). A la única conclusión que se puede llegar después de una discusión crítica es que la teoría elegida es la mejor de que se dispone.

Es dificil no estar de acuerdo con esto con Popper. Es importante, muy importante, de hecho, evitar la suposición de que aceptar una teoría es tenerla por plenamente establecida, hoy, mañana y siempre. El símbolo científico que representa lo que la ciencia nos ofrece no debería ser el conocimiento, el saber adquirido, sino el espíritu de cambio, la posibilidad de una sabiduría en constante mejora, la crítica incansable de teoría y posturas científicas. Su avance, para Popper, está integrado en el de los problemas que la integran y el de las teorías que tratan de explicarlos; así, una teoría aceptada por todos y rígidamente asentada en nuestro acervo común, la que nadie osa ya discutir, es una teoría muerta, inútil y peligrosa; porque puede derivar en un dogma, la larva de la intolerancia y el fanatismo.

Y, con esto, paso ya a mi crítica de la visión de Popper. La principal objección que se le puede achacar es, naturalmente, que la ciencia puede muy bien no empezar siempre con problemas. La simple observación puede, por sí misma, ser la desencadenante del proceso que nos sitúa en pos del conocimiento. Pero es que, además, existen multitud de otras tipologías de métodos de investigación que nos permiten adquirir conocimiento científico; cierto que el método hipotético-deductivo es el de mayor difusión y el más utilizado por los científicos (método que, no obstante, Popper rechaza como idiosincrásico de la ciencia, como hemos visto), mas no deben olvidarse otros procedimientos, que pueden ser utilizados combinadamente, como métodos lógico deductivos/inductivos, la analogía, el método histórico, el sintético y analítico, entre muchos otros.

Por otra parte, si toda ciencia parte de problemas quizá estemos dándole un énfasis excesivamente práctico al fundamento científico. Es verdad que Popper asume que un problema práctico puede dar origen a otro teórico, y con esto que su pragmática visión científica se enlaza con un esqueleto teórico, del cual se nutre aquella, como es evidente, pero la ciencia muchas veces parte o nace directamente de un conocimiento completamente teórico, puro, exento de ropajes experimentales. Los problemas científicos, tal vez, surgen más bien después de la curiosidad, el interés y la observación del mundo natural, no necesariamente con anterioridad a ellos.

Popper ha recibido críticas de distintos pensadores, entre los que se halla Thomas Kuhn, que en su "La estructura de las revoluciones científicas" sostiene que la visión de Popper acerca de cómo actúan (o deberían actuar) los científicos es errónea, pues en sólo contadas ocasiones son ellos mismos, es decir, los propios científicos, quienes llevan su teoría hasta el límite de su falsación. Más bien, parece ser que la proponen sin explorar hipotéticas condiciones inaceptables, o sin saber hasta un margen seguro si resuelve los problemas planteados. En esas condiciones, la discusión crítica no es posible, porque no hay, según Kuhn, un examen profundo del poder explicativo de las teorías en liza.

A mi juicio, y en síntesis, Popper traza una concepción de la ciencia abierta, no dogmática, cuyas teorías necesitan ser constantemente criticadas y replanteadas, además de entendidas como aproximaciones a la verdad, sólo temporalmente adecuadas y destinadas a ser superadas por otras nuevas, pues la evolución científica es inevitable y deseable. En esto es fácil coincidir. Por otro lado, la cuestión de si la ciencia parte de problemas o de observaciones es más discutible, puesto que tanto puede hacerlo desde un frente o desde otro, e incluso desde algunos más, como hemos visto.

Quizá un término medio, el que supone que tanto los problemas como las observaciones son la raíz de la ciencia, sea lo más adecuado para entender cómo surge ésta, una disciplina valiosa, que sustenta nuestro mundo occidental y nos ayuda en nuestra comprensión del mundo como ninguna otra forma de conocimiento.

21.7.07

Independencia y libertad

Cualquiera de nosotros necesita cierto grado de independencia: independencia de juicios, de personas, de sentimientos, e incluso de valores. No todos somos iguales, obviamente, y nuestras exigencias y deseos humanos difieren notablemente de unos a otros. De lo que se trata es, sin más, de que cada uno de nosotros se sienta, al menos hasta un mínimo grado, autodominado, libre ante temores, falsedades o vínculos. Es decir, la independencia (y la libertad asociada a ella) nacen de (o nos dirigen hacia) nuestra pretensión de ser nosotros mismos, de guiar nuestra existencia sobre el camino que elegimos porque, sencillamente, ése es el que queremos seguir. No se trata de recharzar consejos, ideas o apoyos de los demás, sino de tener en nuestras propias manos la decisión última.

Que necesitemos y busquemos (o debamos hacerlo) la verdadera independencia ante el mundo y los demás no significa, por supuesto, que sea deseable una independencia absoluta. Es más, dicha independencia absoluta es, en sí misma, imposible de alcanzar. Así lo entiende Karl Jaspers cuando escribe que: "En el pensamiento dependemos de la intuición, que tiene que sernos dada; en la vida dependemos de otros, ayudando a los cuales y siendo ayudados por ellos es únicamente posible nuestra vida.". Por lo tanto, nos resulta inalcanzable una completa autonomía completa de pensamiento o acción. Esto se debe a que cada uno de nosotros se supedita al otro, a otro igual, puesto que con él alcanzamos la plenitud como ser humanos. Lo que esto significa es que la independencia total, que quizá anhele algún ermitaño solitario o un ser aberrante, no existe. Y si no existe, lógicamente, es inalcanzable.

Luego todo ser humano debe abrirse a otros iguales, pues de lo contrario no es él mismo, no es nada, en realidad. Por muy solitarios que seamos, por mucha emancipación de los otros que creamos tener, los necesitamos. Aunque fuera tan sólo uno, otro ser humano, con quien viviéramos toda la existencia, ése ser es el que nos daría nuestro propio designio como personas. Solos, en efecto, verdaderamente solos, no somos nada.

No obstante, maticemos. Porque aunque sepamos que no podemos llegar a una independencia absoluta, tal circunstancia no debe eximirnos, en absoluto, de no tratar de disfrutar de la mayor independencia posible.
Esto viene a cuento porque un superficial, aunque quizá algo eclético, vistazo a la sociedad en que vivimos nos insinúa una, tal vez, excesiva dependencia de los demás, de sus opiniones, de sus valoraciones, juicios y decisiones. Quiero decir que en bastantes ocasiones tendemos a dejarnos llevar por otros, y si aspiramos a un control, por endeble que sea, de nuestra propia existencia, es más bien lo contrario aquello que debemos buscar con ahínco. Por lo tanto, no renunciemos a los demás, pero también, y sobretodo, no renunciemos a nosotros mismos, a ser los actores principales de nuestra vida. No dejemos, en suma, que otros vivan por nosotros.

Esto no implica, según ya se advierte, que sea beneficioso un ermitañismo radical, que renunciemos a las gentes o nos evadamos de la realidad, en absoluto. Como humanos, nos es tan precioso el apoyo mútuo entre iguales que desechar éste convertiría a nuestra existencia en una completa falta de sentido. Pero todos debemos reconocer que una independencia y una libertad de que nos separe, siquiera mínimamente, en juicios y acciones de estos iguales es, no sólo deseable, sino imprescindible. Porque, de esta manera, estamos en disposición de cimentar nuestra vida sin sometimientos ni docilidades.

Tal independencia, ¿ante quién o qué cabe esgrimirla? En nuestra vida diaria, y en materia de pensamiento, podríamos solicitarla ante dogmas religiosos, ante afirmaciones políticas, inclinaciones periodísticas, o ante las enseñanazas obligatorias, por mencionar sólo unos pocos ejemplos. Y, sin embargo, lo deseable sería que nuestra independencia fuera mucho más allá, o mucho más acá, si se quiere, porque cabría expandirla de modo que alcanzara todas y cada una de nuestras decisiones y determinaciones, en nuestro día a día, y desde que llegamos a cierta edad, a partir de la cual nuestra personalidad puede verse muy influida por otras. Me explico con un ejemplo prosaico, tomado de mi (no tan lejana) adolescencia.

Cuando tenía quince años, yo y un grupo de amigos solíamos ir, como muchos otros, en bicicleta, al cine, paseando por la calle o echando piropos a las chicas. Eran cosas típicas de la pubertad, todas ellas realizadas porque se trataba de actividades que nos gustaban. Si a alguien no hubiese disfrutado pedaleando (porque no sabía, porque le cansaba demasiado, porque...), sencillamente, no hubiese venido con nosotros. Le hubiéramos visto en otros ámbitos y haciendo otras cosas, con nosotros, pero no montado sobre una bici serpenteando entre coches por la ciudad a nuestro lado. El caso es que había un lugar al que todos nosotros, sin excepción, odiábamos: un lugar llamado discoteca. Con el tiempo, y tras el paso de los meses, nuestra determinación de no ir jamás a ese antro creció: sabíamos lo que era, qué nos podía ofrecer y cuánto significaba para otros juntarse allí, pero a nosotros todo ello no nos importaba. Pese a tener sólo quince años, ya había una evidente independencia ante los demás, una marcada determinación.

Sin embargo, esa independencia acabó quebrándose, y al fin, todos y cada uno de mis amigos, excepto yo mismo y otro compañero, que nos mantuvimos firmes e impertérritos, soltaron cuerda y terminaron yendo, y además gustosamente, a un lugar otrora aborrecido. ¿Qué sucedió? Hay muchas explicaciones posibles: cambio de gustos, dirán muchos, es la más razonable. Es obvio que en la pubertad uno ve tantos estímulos a su alrededor que es dificil no sentirse atraído por alguno de ellos en un momento dado, aunque tan sólo unos minutos antes ese estímulo no producía en tí el menor efecto. Y, no obstante, sigo creyendo, una década después, que lo que "falló" fue la carencia de la capacidad de la propia decisión. Quizá sea debido a otras causas, quién sabe, pero mi percepción es que, en una palabra, mis amigos se dejaron arrastrar, fueron engullidos por el gusto y la decisión de la mayoría. ¿Por qué no caí yo en tales redes? Ni lo sabía entonces ni ahora. En todo caso, mi decisión, inapelable, fue tomada; si para bien o para mal, ni lo sé ni me importa.

Y ahora, saliendo de la digresión, volvamos a Jaspers. Recordemos que la independencia total es imposible; si el hombre quiere aproximarse a ella en la posible medida no debe, en ningún caso, abandonar el mundo a sus semejantes, porque "ser independiente del mundo significa una relación peculiar con el mundo: estar en él y a la vez no estar en él, estando en él a la vez que fuera de él". Así lo ratifican las enseñanzas brindadas por los grandes pensadores, como Aristipo, Pablo, Lao Tsé, y los textos del Bhagavad-gita, que menciona Jaspers en su obra. Lo que todos ellos sugieren, en definitiva, es que una independencia sin vinculación alguna al mundo o a las personas que lo integran no tiene ninguna viabilidad. Necesitamos del mundo, de sus moradores, tanto como de la independencia. Como decía mil líneas atrás, gracias a los primeros llegamos a la segunda. Si alguien lograse un estado de independencia absoluta quizá no debería ser llamado, en propiedad, verdaderamente humano.

Por otra parte, la libertad absoluta es un término, de suyo, ambiguo, porque si llegásemos a poseer dicha libertad, consideraríamos "nuestra ideas como dogmas, sometiéndonos a ellos", con lo cual perderíamos toda libertad e independencia. Y, sin embargo, cuán deseable es tenerse a uno mismo por independiente, qué alegría sentimos al comprobar que actuamos y decidimos sin ligazones, sin que nadie ni nada nos sugestione o influya. Jaspers proporciona algunas directrices para tratar de alcanzar una independencia lo más alta posible en el terreno de la filosofía (aunque, en todo caso, no hay que tomarlas como rutas canónicas, sino como sendas posibles, pues de lo contrario nos veríamos liberados de la propia libertad, recordémoslo...). Tales directrices, ligeramente retocadas, podrían servir igualmente bien para nuestra vida diaria. Son éstas:


1) "No inscribirse en ninguna escuela, no tener ninguna verdad enunciable en cuanto tal por sí sola y única exclusivamente, hacerse señor de los propios pensamientos".

2) "No amontonar riquezas" culturales en vida, sino ahondar la propia cultura como movimiento.

3) "Pugnar por la verdad y la humanidad en una comunidad sin concesiones".

4) "Hacerse capaz de aprender a apropiarse todo lo pasado, de oír a los contemporáneos y de llegar a estar en franquía para todas las posibilidades".

5) "Y en cada caso y en cuanto soy este individuo sumirme en la propia historicidad, en esta procedencia, en esto que he hecho, tomando sobre mí lo que fui, llegué a ser y se me deparará".

6) "No cesar de progresar, a través de la propia historicidad, en el sentido de la humanidad en su intensidad y, con ello, del cosmopolitismo".

Es la opinión de Jaspers, tan criticable como cualquiera; pero parece razonable, en cualquier caso, que debamos seguir algunas de ellas si aspiramos a la independencia (a todo tipo de ella) en un grado verdaderamente humano. De lo contrario podemos observar a la independencia como con miopía, borrosa, como alterada en su propia esencia. Quien así procede (quizá, sin saberlo), está mirando las cosas sin formar en realidad parte de ellas, está inmerso en el devenir pero carece de mando, poder o decisión (y por lo tanto, de independencia y libertad verdaderas). En palabras de Jaspers, "se vive sin prevenciones, no se quiere hacer o ser nada especial. Se hace lo que se pide o lo que parece conveniente. El patetismo es ridículo [...]. No hay horizonte, ni lejanía, ni pasado, ni futuro que acojan esta vida que ya no espera nada, que sólo vive aquí y ahora".

Es decir, modernizando los términos (y acoplándonos a mi propio esquema del tema), una independencia fútil y apurada de fuerza conlleva una vida simple de decisión inconsciente, de disfrute trivial y carente de horizonte para el mañana. Ésa es la vida, precisamente, cuya independencia es más frágil, más fácilmente quebrable, más sencillamente manipulable y despedazable. Tal vez la solución, una de las (¿muchas?) posibles, sea trabajar para que nuestra libertad e independencia estén más allá de la historia y el ahora, de las modas y de las opiniones de conocidos. Pero si, por el contrario, aquéllas se unen a dichas modas, a las influencias de los demás y a lo que "se lleve", al sí o no irreflexivo, a una existencia que parece impelida por una fuerza no propia, como quizá le sucediera a mi amigo hace más de una década, entonces nuestro ser, nuestro propia vida individual, está amenazada.

Podemos tomar decisiones a la ligera, podemos actuar siguiendo a la instantánea intuición del momento, dejar que la espontaniedad nos diriga, y sin embargo, aunque parezcan modos de actuar muy poco razonados, conservamos sin duda aún las riendas de nuestra existencia. La conclusión a la que podemos llegar, directa y clara, tras todo este largo fárrago, es que nuestras acciones y decisiones, los actos que nos hacen como somos a cada momento, no deben dejarse en manos de otros, porque entonces, sencillamente, dejamos de ser nosotros mismos.

6.7.07

¿Qué nos impulsa a filosofar?

A todos nos gusta filosofar, aunque lo hagamos de forma ocasional y poco intensa. De hecho, filosofamos a diario, casi sin darnos cuenta; la filosofía, pese a que a veces no la percibamos, o no percibamos que la empleamos, está presente en nuestras vidas de manera muy real. No en vano, es una de las llaves más preciadas que tenemos, si sabemos cómo utilizarla, para abrir puertas a soluciones que nos hacen más humanos y felices (sea esto último, la felicidad, lo que cada cual quiera), si bien esas soluciones no las aporta la propia filosofía, sino nuestro propio recorrer a lo largo de la vida. Ella sólo muestra, si acaso, el camino, la dirección, y nada más.

Todo esto es de sobra conocido: sabemos que la filosofía es importante (o, en caso contrario, debería serlo), que dota de sentido a nuestras búsquedas intelectuales y proporciona pautas útiles para entender y afrontar, casi a la manera de una psicología muy especial, los grandes problemas que hemos padecido y las grandes preguntas que nos hemos hecho desde siempre. Ahora bien, ¿por qué filosofamos, cuál es la razón de que la especie humana sienta la necesidad de filosofar, de dónde procede el estímulo que nos lleva hasta ella?

En las próximas líneas me ayudaré de las extraordinarias palabras de Karl Jaspers, vertidas en su obra (absolutamente ineludible y de una enorme relevancia intelectual) "La filosofía, desde el punto de vista de la existencia", para intentar responder, de alguna forma, a estas cuestiones.

Al preguntarnos de dónde nace el ansia o la necesidad de filosofar, los diferentes pensadores, aquellos que sintieron en ellos mismos dicha necesidad, han llegado a distintas conclusiones a lo largo de los siglos. Esto nos indica que puede haber un origen no unitario en el deseo de filosofar, es decir, que filosofamos por varios motivos. ¿Cuáles son?

Uno de ellos podría ser el asombro, como pensaba Platón: "El espectáculo de la bóveda celeste nos ha dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Igualmente, Aristóteles sostenía que "la admiración es la que mueve a los hombres a filosofar". El hecho de asombrarse se relaciona en cierto modo, aunque no siempre, con la ignorancia: si bien podemos admirar algo comprendiéndolo a fondo, el sustrato del asombro parte del no saber. Sin embargo, ese asombro impele a conocer, a adquirir un conocimiento que sea satisfactorio en sí mismo, no emplado para otros fines. Las respuestas que obtenemos del conocimiento de qué es el mundo y de dónde surge no son útiles, pero sí valiosas en sí mismas, puesto que constituyen el puro saber.

Otro de los motivos por los que puede surgir la filosofía es la duda. Una vez conocemos lo existente, o quizá seguramente como consecuencia de ello, llega la situación de incertidumbre, el momento en que se reflexiona hasta dónde penetra en la realidad nuestro saber. En palabras de Jaspers, "las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son [posiblemente, añado yo] engañosas o, en todo caso, no concordantes con lo que existe fuera de mí, independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto". Al iniciar la reflexión filosófica aprehendemos la duda, y forma ya parte de nosotros mismos. Esa duda, que debe ser radical, puesto que es la "fuente del exámen crítico de todo pensamiento", constituye el cimiento a partir del cual logramos "conquistar el terreno de la certeza".

Podemos considerar, asimismo, que el origen de la filosofía radica en el cerciorarse de "la propia debilidad e impotencia" (Epicuro). Es decir, nuestro filosofar arranca cuando experimentamos el fracaso, identificado como nuestra ineptitud ante las situaciones límites, a las que nos enfrentamos con escaso o nulo éxito (por ejemplo, la muerte, el padecimiento, la pena, la desconfianza ante el mundo, etc.). Nuestra sociedad actual, en bastantes aspectos deshumanizada y carente de valores, podría ser considerada, para algunos, como una de esas situaciones límite: es en este ambiente de desazón y desespero, en el que parece flotar una arraigada insatisfacción, donde brota la necesidad de una reflexión intelectual, un intento racional por "salir del estado de turbación en que parece estar sumida nuestra civilización". Estas últimas palabras de Jaspers, con más de medio siglo de vida, siguen hoy vigentes, quizá más que nunca.

Para Jaspers, estos tres motivos o causas del impulso por el filosofar se hallan integradas en una razón aún mayor, la de la necesidad humana de comunicación. Podríamos vivir en soledad completa, sin precisar de otros, si cada uno de nosotros tuviese la absoluta seguridad en nuestras convicciones y nuestro ser; ello, sin embargo, obviamente, no es posible, de modo que necesitamos una comunicación "de existencia a existencia", porque sólo en la comunicación se "realiza cualquier otra verdad, en ella sólo soy yo mismo, no limitándome a vivir, sino henchiendo de plenitud la vida".

De esta forma, podemos encontrar en el asombro, la duda y la conciencia de nuestra limitación humana ante el mundo una razón para filosofar, a la vez que puede surgir por la voluntad de comunicación, de compartir nuestras verdades o buscar otras nuevas. En último término, por lo tanto, y siguiendo a Jaspers, "toda filosofía impulsa la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, porque su esencia está en la coparticipación, y ésa es indisoluble del ser verdad".

Esto nos lleva, para ir finalizando, a que la filosofía no es más que una búsqueda de la comunicación, un intento por abrir vías de conexión entre personas, desafiando la comunicación vacía y afanándose por encontrar la auténtica, la que sin duda experimentamos cuando nos lanzamos al intercambio de verdades personales, al ofrecimiento recíproco de sabiduría y a la manifestación de nuestro ser, haciendo partícipes de él a los demás.

En síntesis, al filosofar estamos penetrando en nuestra propia sustancia intelectual, haciendo uso de un don que pocas (o ninguna, en realidad) especies biológicas disponen, y lo que es aún más relevante, cuando damos salida a nuestra vena filosófica (pese a que sea, quizá, peripatética) estamos comunicando con la mayor hondura posible lo que somos, lo que nos importa y qué esperamos del prójimo. En una palabra, es filosofando cuando, también, nos convertimos en verdaderos seres humanos.

26.6.07

Máquinas y hombres

En uno de los ensayos que componen el volumen "Los próximos cincuenta años" (J. Brockman, editor, Kairós, 2004), Rodney Brooks, director del Laboratorio de Inteligencia Artificial en el MIT (EE.UU.), ofrece una pincelada futurista acerca de cómo influirá en nosotros, los seres humanos, la aplicación de cierta y novedosa tecnología a la biología. Esta tecnología es, por supuesto, la ingeniería genética. Hay algunas frases que me gustaría comentar, porque no tienen desperdicio y suponen, quizá, la antesala de lo que está por llegar, si se confirman los augurios del desarrollo tecnológico.

Brooks inicia su ensayo repasando algunas revoluciones en el pensamiento moderno (Galileo, Darwin, etc.), y sostiene que estamos a punto de enfrentarnos a otra, fundamentalmente por el hecho de que nos hallamos en un punto en el que empezamos a reconocernos como máquinas biológicas, como sistemas vivos producto de un sinfín de interacciones moleculares, susceptibles de ser 'mejorados' tecnológicamente, como lo hemos hecho hasta ahora con las máquinas convencionales. Para Brooks, "la tecnología de nuestros cuerpos y de nuestra industria se generalizará como si ambas fueran la misma cosa", porque, en efecto, lo serán. El fin, ya iniciado, es convertir a la biología molecular en una ingeniería aplicable a nuestro cuerpo, de modo que el saber acumulado acerca de su funcionamiento pueda ser utilizado para eliminar partes dañadas o ineficientes o insertar otras nuevas o útiles.

Ejemplos de éxitos en este sentido son muchos y variados, algunos ya los tenemos entre nosotros y otros están al llegar: marcapasos o caderas protésicas, corazones artificiales, dispositivos para mejorar la escucha (insertados en el caracol del oído, que estimulan las neuronas y permiten 'oir'), implantes visuales de próxima aplicación (los cuales facilitarán la visión para quienes sufran degeneración macular de la retina), prótesis de acero y silicio para ejercitar la musculatura, proyectos para redirigir señales neuronales en pacientes de Parkinson, etc.

Otros avances, relacionados con la ingeniería genética, podrán ser útiles en la industria del petróleo, en la construcción de plásticos o baterías, en las fuentes de energías renovables o el reciclado, etc. Brooks aborda ahora un punto más peliagudo: "para el año 2025", dice, "también habremos adquirido suficiente control para poder aplicar estas tecnologías con confianza en nuestros propios cuerpos", es decir, no como simples añadidos, sino como elementos que formen parte integral de nuestra constitución. Quizás "seamos capaces de añadir capas de neuronas a nuestros cerebros adultos, elevando en algunos puntos nuestro coeficiente intelectual", augura Brooks.

La pregunta que debemos hacernos ahora es sencilla: ¿para qué diantres querrémos hacer eso?. Aunque ello mejore nuestra capacidad cerebral ayudándonos a recordar dónde están las llaves del coche cuando estemos seniles, o los rostros de personas queridas, no puedo entender cómo alguien tendrá deseo de ser más inteligente, sobretodo porque aún hoy no se dispone de un procedimiento que estime de forma precisa cuán inteligentes somos (los tests y similares son muy poco fiables, porque tienden a valorar sólo una parte muy concreta de nuestra inteligencia). Si la inteligencia es sólo una cuestión cuantitativa, si podemos hacerla mayor con sólo una adicción de neuronas (a modo del copiar-pegar de los ordenadores), ¿no estamos ridiculizando el mismo sentido de la inteligencia, no banalizamos su naturaleza?

Brooks continúa: "parece razonable asumir que para el año 2050 seremos capaces de seleccionar e intervenir no sólo el sexo del bebé en el momento de la concepción, sino también muchas de sus características físicas, mentales o de personalidad". O sea, que tener un bebé será lo mismo que ir a un restaurante: "Moreno, ojos azules, estatura media, inteligente, sumiso, y si pueden, de postre, que sea rico". Es sonrojante, la verdad. Comprendo que si se detectan anomalías graves o trastornos en el feto se pueda acudir a la genética para tratar de paliarlas o eliminarlas, pero decidir toda una serie de rasgos de tu progenie de forma tan frívola (tu hijo será lo que tú hayas querido que sea..., ¿no es esto una manera ridículamente barata de eliminar de un plumazo parte de su inherente libertad?) es, cuando menos, preocupante. No puedo ni imaginar los dilemas éticos (y hasta traumas metafísicos si se quiere) que esto podría ocasionar en un futuro.

Brooks afirma que "muchas de estas manipulaciones irán destinadas, a buen seguro, a prolongar la duración de la vida, pero muchas otras serán de carácter recreativo y relacionadas con el estilo de vida. La colección de tipos humanos se dilatará por caminos que hoy nos resultan inimaginables". Si se trata de cambiar de color de pelo como quien cambia de pintalabios no me parece mal. Pero si de lo que estamos hablando es de una criatura humana dotada de conciencia y sabedora de que ha sido creada al gusto de sus padres, por un motivo puramente "recreativo" (término espantoso), nos encontramos a las puertas de una sociedad que tiene visos de convertir la vida humana en una atracción de feria, en un concurso de "a ver quién crea el individuo más original". En un ambiente así, el valor de la vida de una persona, modulada por gustos y fruslerías mentales de unos bobos ricos y acomplejados, se vería seriamente amenazado.

De las aplicaciones prácticas que la ingeniería genética sea capaz de realizar para beneficio de nuestro sistema biológico no creo que quepa motivo de queja alguna: es la consecuencia de la evolución científica y técnica, y bien empleada, es valiosísima y debe potenciarse para que llegue a todas los países del planeta. Este es el lado bueno; el malo ya lo hemos comentado. Brooks concluye su ensayo con estas palabras: "se producirá una modificación de la visión que tenemos de nosotros mismos en cuanto especie; empezaremos a concebirnos como una parte más de la infraestructura de la industria".

Si los vaticinios de Brooks se cumplen no cabe duda que habrá una importante transformación en la forma en que nos vemos a nosotros mismos; de lo que no estoy tan seguro es si esa metamorfosis será el vehículo que nos llevará hacia una concepción de la vida humana más acorde a su valor intrínseco, como algo único y extraordinario valioso en sí mismo, un puto milagro, en palabras llanas; o si, por el contrario, entraremos en una fase de ocio reproductivo en la que la gestación de un ser humano tendrá más que ver con un programa televisivo que con la sensación, gozada desde tiempos inmemoriales, de ver a tu hijo nacer, crecer y hacerse por sí mismo a lo largo del tiempo.

13.6.07

Budismo; Primera Noble Verdad (I)

Hace unas semanas hicimos una pequeña introducción a la filosofía budista. Dijimos allí que el corpus de su saber descansaba en las Cuatro Nobles Verdades y apuntamos muy someramente cuáles eran. En lo que sigue haremos una inmersión más profunda en la Primera de ellas.

La Primera Noble Verdad contiene y condensa el carácter de la realidad, del mundo y del propio ser humano bajo la perspectiva budista, es decir, nos ofrece una pincelada de lo que piensa el budismo acerca de cómo es y en qué consiste lo existente. Según esto, la realidad posee tres características fundamentales (Trilaksana):

1) Primero, la naturaleza (o la realidad) es perecedera, fugaz, inconsistente. En una palabra, no hay nada eterno. Nosotros mismos, a cada instante de tiempo, dejamos de ser lo que éramos; a medida que el tiempo transcurre, los seres humanos cambiamos completamente, de forma que lo que somos ahora, emocional, física y mentalmente, desaparece a cada instante. En resumen, todo es Impermanencia (anitya).

2) Segundo, si efectivamente no existe nada eterno, si todo muda y cambia, si nada permanece siendo sí mismo, entonces debemos concluir que ni fuera ni dentro de nosotros hay algo que sea inmutable, algo que exista para siempre. Podría definirse como Insustancialidad (anātman).
Es un concepto algo dificil de entender, pero resulta fundamental porque es la principal enseñanza de todo el budismo: nuestro 'yo', según el budismo, no es más que una colección temporal de fenómenos pasajeros y dinámicos que se suceden ligados estrechamente los unos con los otros. Es de estos procesos de los que brota la consciencia y la idea posterior de individualidad. El alma o el espíritu, conceptos tan habituales y preclaros en occidente, no tienen ningún sentido para el budismo.
Nosotros existimos, sin duda, pero no hay nada en nosotros que perdure; hablamos de nuestro 'yo' para movernos en el mundo y operar en él de forma comprensible, pero es sólo una convención, una expresión, que en realidad no describe nada.

3) La última de las características es Dukkha, Insatisfactoriedad (o sufrimiento). Se entiende por Dukkha ser consciente de que si, en efecto, no hay nada que perdure y no existe ninguna entidad inmutable, entonces no hay cosa alguna que pueda satisfacernos plenamente. Es decir, tarde o temprano todo aquello que nos dé placer, felicidad o nos satisfaga dejará de hacerlo. El ser humano, en su condición de tal, ansía la felicidad o el placer completos (que supone, desde luego, el hecho de ser duraderos), pero como ello no puede darse en un mundo cambiante como este, entonces todo es insatisfactorio, todo es, en una palabra, sufrimiento.

La doctrina de las Cuatro Nobles Verdades se asienta todo ella en esta última idea, la del sufrimiento; este pesimismo inherente al budismo no deja al margen, sin embargo, que al mismo tiempo que se reconoce la presencia de un gran desencanto ante el mundo se inste a valorar enormemente la vida que nos es dada: porque el objetivo del budismo es, precisamente, evitar dicha insatisfactoriedad, dicho sufrimiento, alcanzado la liberación. Y si podemos llegar al estado de liberación es, de hecho, gracias a que nuestra forma de vida, nuestra existencia particular, es la ideal para conseguirlo. La vida, pues, es motivo de alegría: es viable la liberación, es factible abandonar la Rueda del Dharma, y lo podemos conseguir ahora y aquí.

El sufrimiento tiene varias caras, según el budismo: puede mostrarse como un sufrimiento doméstico, es decir, aquel que padecemos en nuestra vida diaria, y que se relaciona con el hecho de nacer, morir, sufrir enfermedades, hacerse viejo, sufrir amores y desdichas, etc. Quizá, por otra parte, esté unido al sufrimiento que es consecuencia del cambio constante, de la transformación que padecemos de continuo, porque todos aquellos sentimientos y sensaciones que gozamos se desvanecen y diluyen en el tiempo. O bien, por último, cabe entender el sufrimiento como la insatisfacción que producen los diferentes estados condicionados, es decir, la conciencia de ser nosotros una pluralidad de componentes de variada naturaleza y sustancia.

Estos estados condicionados son cinco, y constituyen la vertiente más filosófica y estimulante, desde el punto de vista racional, de esta Primera Noble Verdad del budismo. No obstante, será mejor detenernos y digerir lo dicho. Paso a paso conoceremos más acerca del budismo, quizá la no-religión más apasionante y coherente de cuantas han hechizado a la especie humana.

12.6.07

Budismo; Primera Noble Verdad (II)

Hemos dicho que, en el budismo, el sufrimiento procede de varios frentes: el, por así decir, doméstico, el que resulta de la constante transformación vital y el sufrimiento producto de esa sensación de desasosiego que producen los estados condicionados.

En efecto, como no existe un yo, una esencia personal que distinguir, un ātman, el budismo contempla al individuo tal un complejo cuerpo-mente compuesto por elementos psicofísicos interdependientes. Estos elementos son cinco, los cinco agregados y se denominan dharmas. Corresponden a la forma material, la sensación, la percepción, las composiciones mentales y la conciencia.

1º Agregado (forma y cuerpo): referido a toda la materia que forma lo existente, tanto lo que compone nuestro cuerpo como el mismo universo. Está constituido por los cuatro elementos (tierra, agua, viento y fuego), a partir de los cuales nuestro cuerpo toma su forma. De esos cuatro elementos parten veinticuatro cualidades materiales, entre las que cabe hallar los órganos sensitivos y los objetos sensoriales (que son, por ejemplo, el ojo y las formas visibles, el oído y los sonidos, la nariz y el olor, etc.). En consecuencia, este primer agregado comprende tanto el cuerpo material en sí como los medios de que disponemos para formarnos una imagen de él.

2º Agregado (sensaciones y sentimientos): puede entenderse como los datos que recibimos del mundo por medio de nuestro sentidos y de la mente. Consitutuyen las sensaciones, y son de seis clases: la visual, la auditiva, la olfativa, la gustativa, la táctil y la mental. Como tales, pueden resultarnos agradables, dolorosas o neutras.

3º Agregado (percepción y memoria): es el responsable del reconocimiento de los objetos psico-físicos y el archivado que realizamos de los datos recibidos. Se fundamenta, al igual que el agregado anterior, en la conexión con las seis facultades del mundo externo, que posteriormente transformamos en objetos reconocibles. Pero no sólo se trata de objetos físicos, porque también las ideas, los pensamientos son considerados como tales.

4º Agregado (estados mentales): son las actividades propiamente mentales, diferenciadas en unas cincuenta categorías que incluyen todo tipo de pensamientos, pero sólo los volitivos, es decir, los que forman parte de nuestra voluntad (así, las sensaciones y las percepciones no están dentro de esta categoría). Son la fabricación de la experiencia subjetiva que tenemos del objeto percibido.

5º Agregado (consciencia): supone la respuesta de la mente ante un saber del objeto que se torna consciente en nuestro ser. La conciencia muda a cada instante porque ante lo existente responde de diferente forma (rechazando lo doloroso, deseando lo agradable y manteniéndose indiferente ante lo neutro) y causa insatisfacción en el individuo al carecer de control frente a cómo serán percibidos los objetos.

Todos estos cinco agregados son altamente inestables, de modo que el corazón del ser no será ninguno de ellos ni podrá encontrarse allí; de hecho, el ser, el yo, no es más que una etiqueta con la que familiarizar la combinación de los cinco agregados del ser. Cuando estos cinco agregados psicofísicos actúan de forma interrelacionada surge la idea del yo. Pero también ellos son sufrimiento, porque son impermanentes y se modifican de continuo.

Sabemos ya en qué circunstancias aparece el sufrimiento (los tres frentes que comentábamos al inicio), pero ¿cuál es su origen, de dónde procede, cuál es la fuente de la que brota y que invade nuestras vidas? Con ello se relaciona la Segunda Noble Verdad... de la que hablaremos en un futuro apunte.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...