Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
27.2.13
Jaime Balmes (I)
El pensamiento filosófico español del siglo XIX abraza dos direcciones bien diferenciadas: por un lado, la tradicionalista, que viene ilustrada por el escolástica y, por otro lado, la liberal, más receptiva con las nuevas corrientes filosóficas europeas. Si hay un pensador que, de algún modo, adopta ambas, ése es Jaime Balmes, pues poseyó una formación escolástica convencional que, sin embargo, compaginó con su adscripción a la escuela catalana del sentido común. De hecho, Balmes es considerado hoy como el más eminente restaurador de la primera, y el miembro de mayor relevancia de la segunda. A. Guy le ha juzgado como “el mejor filósofo del siglo XIX español”, aunque en su tiempo fue criticado, por los liberales, que le veían como el más tradicionalista de los escolásticos, y, por éstos, que le consideraban un progresista heterodoxo.
Nacido en 1810 en Vic (Barcelona), estudió en la Universidad de Cervera, doctorándose en teología y derecho canónigo. Leyó y analizó en profundidad la Summa de Santo Tomás y las Disputaciones Metafísicas de Francisco Suárez, y viaja por Europa para contactar con importantes escritores católicos, discutiendo con ellos (y con el futuro León XIII, el «papa social»), sobre cuestiones sociales y de tolerancia. Vivirá sus últimos años en Madrid, propugnando un acercamiento político entre liberales y tradicionalistas, donde escribirá sus obras más importantes, entre las cuales sobresalen El criterio (1845), los cuatro volúmenes de su Filosofía fundamental (1846), y su obra de mayor impronta apologética, El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1842-1844), donde defiende la unidad católica de España y su influencia (para bien) en la evolución de la humanidad. Será nombrado miembro de la Real Academia Española, aunque morirá prematuramente en su ciudad natal, a causa de una tuberculosis pulmonar, a los 38 años.
Se le suele llamar a Jaime Balmes el “doctor humanus”, a causa de su profundo humanismo, pues trata de estudiar el hombre en todos sus aspectos e integrarlos en un mosaico armonioso del que forman parte “el conocimiento, el ser, la conducta moral social y política y, también, la dimensión trascendente que aborda la religión”. Veremos, a continuación, todos estos temas.
1. Conocimiento
El conocimiento, para Balmes, es el principal problema filosófico, pues se trata de la única herramienta para abordar la realidad. Su ideal es llegar a la verdad: “la verdad es la realidad de las cosas”, decía. El pensar es inútil si su fin no es alcanzar la verdad. De hecho, lo básico en la vida humana es dilucidar el tema de la certeza. Y éste tema, una teoría de la certeza, será la mayor aportación de Balmes a la filosofía.
La cuestión radica en saber por qué motivo las representaciones subjetivas poseen una correspondencia con la realidad extramental. La certeza es un hecho indiscutible; Balmes lo considera un axioma del que partir en su reflexión, sin el cual no podríamos dar ni un paso en la ciencia o en la vida. De la certeza diferencia Balmes su existencia (un hecho, como hemos dicho), su fundamento (esto sí discutible filosóficamente) y sus modos (que permancen ocultos). “La filosofía consistirá en volver a hallar al final aquello de lo que partimos (la certeza de un hecho), pero de una manera razonada, sistematizada”.
Balmes es consciente de la limitación del conocimiento humano. Dado que el espíritu conoce a través de sus ideas (pues no puede salir fuera de sí mismo), lo primordial es clarificar el ámbito de éstas. Balmes realiza una primera distinción entre verdades reales (factuales, concretas y contingentes) y las ideales (lógicas, universales y necesarias). Ambos órdenes son insuficientes por sí mismos; se precisa una conexión entre estos dos ámbitos de saber (factual e ideal), la conciencia o sentido interno (equiparable al sentido común, en este caso). En consecuencia, para analizar la realidad se requieren distintos ámbitos o facultades que, lejos de poder tratarse por separado, sólo logran conformarse y adquirir sentido cuando son advertidas en su conjunto.
¿De qué criterios disponemos para distinguir la verdad? Balmes los reduce a tres: conciencia (sentido interno), evidencia e instinto intelectual (sentido común).
-Conciencia
La conciencia, nos dice Balmes en su Filosofía Fundamental, “engloba todas las sensaciones, percepciones, sentimientos, voliciones, fenómenos... que se hacen conscientes en la mente [...] El “yo pienso” es un criterio básico, que implica tanto la existencia del sujeto pensante como del contenido subjetivo. Toda vivencia de conciencia es un hecho innegable, corresponda o no a una realidad extramental”.
Aunque es obvio el trasfondo cartesiano de estas palabras, Balmes se aparta de esa doctrina porque, sin embargo, “Descartes da un paso ilegítimo al pasar del parecer al ser, con lo cual no sale de la inmanencia de la conciencia”. Para aquél, la conciencia es imprescindible para conocer, pero con ella no es suficiente; porque, si a ella nos limitamos, entonces “sólo hay hechos de conciencia sin principios universales, con lo cual no se puede llegar a la ciencia ni a la verdad universal, o se cae en la ilusión de creer salir de la conciencia estando encerrado en ella”.
-Evidencia
El mundo de la conciencia es una verdad real, pero contingente, particular, por lo que carecen de valor científico y objetivo. Si se quiere que se eleve sobre la subjetividad, se requiere el concurso de la racionalidad y la lógica, un criterio de evidencia. Se alcanza así el orden de verdad “ideal”, una verdad necesaria y universal tal que su opuesto resulta inconcebible por contradictorio. La evidencia de esta verdad ideal puede ser inmediata, si se entienden los términos por sí mismos, o mediata, si la logramos por razonamiento.
-Sentido común
¿Cabe aplicar las verdades ideales a cosas o hechos? Sí, nos dice Balmes, pero empleando el sentido común (o instinto intelectual). Éste sería una especie de “punto de encuentro en la conciencia por el que se pasa de las representaciones subjetivas (“me parece que es así”) a la realidad extramental (“realmente es así”) [...] El sentido común daría un valor objetivo tanto a nuestras ideas como a nuestras sensaciones”.
Sólo con el sentido común podría satisfacerse las necesidades científicas y vitales, pues esto no lo consiguen ni los fenómenos de la conciencia ni tampoco la mera logicidad. Consistiría, aquel, en “un impulso finalista que recoge lo que no filtran aquellos modos de conocimiento. Emana de la necesidad de enlazar el objeto con la idea, que fuerza a creer que lo que parece que es de tal o cual manera es, en efecto, de esa misma manera. Y esto es así porque resulta imposible explicar cómo damos objetividad a las ideas; es, más bien, un hecho de conciencia, una necesidad.”
Por todo ello, aunque después se demuestre que las ideas son objetivas, ya antes se nos presenta “una aprioridad, o sea, un dinamismo intelectual, un instinto intelectual. Éste nos hace objetivar el propio objeto representado”. Casi sería como una ‘inspiración’, que es útil y certero tanto en temas teóricos como prácticos. Es el elemento que da “realidad a los contenidos de las ideas y a las sensaciones externas, pues la objetividad de las mismas es tan sólo ideal o fenoménica, respectivamente”. El sentido común, según Balmes, sería “el ascenso a ciertas verdades que no nos constan por evidencia ni por conciencia.
Jaime Balmes aclarará, como punto a tener muy en cuenta, que estos tres criterios para obtener la verdad no pueden analizarse separadamente, pues nuestras facultades actúan siempre juntas. “El hombre es un microcosmos cuyos elementos actúan siempre en armonía; separarlos es enfrentarlos unos a otros en perjuicio del conjunto”.
[Fuente principal: Historia de la filosofía española contemporánea, Síntesis, Madrid, 2010 (las citas sin mención corresponden a este texto)]
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