11.9.07

Patrick Harpur: "El fuego secreto de los filósofos"

De tanto en tanto surge un libro capaz de explotar nuestras concepciones e ideas más establecidas, de hacer pedazos el sistema de pensamiento y de creencias en el que habíamos basado parte de nuestra vida. Para algunos, y no son pocos, la obra de Harpur que traemos hoy a estas notas de filosofía peripatética es uno de esos valiosos libros.

"El fuego secreto de los filósofos" (Atalanta, 2006) nace con el fin de hacernos ver lo parca y parcial que es nuestra visión del mundo actual, su perspectiva tan cerrada y dogmática. Estamos construyendo una sociedad en la que se valoran como nunca el saber "literal", la apariencia y el esqueleto de la realidad. Ésta es, nada menos, la conclusión a la que se llega tras la lectura del libro de Harpur. Se refiere Harpur, por supuesto, a la visión que es consecuencia del racionalismo y el conocimiento científico, movimientos intelectuales que han dominado y maniatado la imaginación y la expresividad puramente humana, brotada de aquélla. No es una postura realmente novedosa; las críticas (justas algunas, muchas exageradas) a la ciencia y a los científicos vienen de lejos (de hecho, desde la misma aparición de la ciencia), y desde todos los ámbitos posibles (incluso hemos hecho en estos lares algunos juicios al respecto, por ejemplo aquí, y también aquí).

Pero Harpur se diferencia de las demás pullas a la ciencia en que edifica un soberbio sistema intelectual en el que confluyen y flotan las creencias, los mitos y las leyendas de las diferentes culturas humanas, todo lo cual no es sino una forma que tenemos los hombres de familiarizarnos e intentar comprender el mundo. Más aún, somos nosotros quienes dando vida a ese corpus de creencias y perspectivas mentales otorgamos al universo su propia idiosincrasia. Las mitologías, sorprendentemente similares en sus patrones básicos a lo largo y ancho del planeta, nos llevan a suponer que existen un tapiz común que la gente percibe como la "realidad", una estructura mental añeja a nuestro inconsciente colectivo. Y esta realidad, inherentemente humana, nos permite contemplar al mundo, al kosmos incluso, como un lugar familiar, con el que logramos un contacto íntimo y personal.

Lamentablemente, el desarrollo de la Revolución científica y su conocimiento domeñado y adscrito a una contemplación excesivamente blanda y superficial de la realidad habría arruinado
esta perspectiva tan hermosa y admirable (un ejemplo de ello lo podríamos encontrar en Spinoza, filósofo del siglo XVII, un racionalista arquetípico, quien dividía las fuentes del conocimiento en imaginación, razón e intuición, aunque consideraba que sólo las dos últimas eran el conocimiento que nuestro intelecto podía garantizar; la imaginación, por lo tanto, murió por el camino). La solución, huelga comentarla, es un cierto "regreso" a ese paraíso perdido, un retroceso que, en cierta forma, es un avance. Como el libro de Harpur es tan apabullante desde el punto de vista intelectual, y es además misceláneo y enorme en contenido, me centraré tan sólo en un único capítulo, para comentar algunos pasajes y hacer mi propia crítica a sus ideas. El capítulo es el 19, el titulado "El cosmos y el universo". Sin embargo, estas críticas serán superficiales y esquemáticas; tan sólo rozaran la textura de la hipótesis central de Harpur, porque un espacio tan corto como éste no permite mayores profundidades.

Primeramente, no comparto, o por lo menos no completamente, la preferencia de Harpur por el kosmos medieval en perjuicio del revelado por la ciencia a partir de la revolución copernicana. Pese a que el primero era un mundo repleto de seres extraños y suntuosos, de dioses, de poderes y fuerzas sobrenaturales, ambiente sin duda evocador y mágico, carecía de la facultad de ser un universo en el que el hombre pudiera verse a sí mismo reflejado, porque él era un ser inferior, imperfecto y constreñido a los designios divinos y a las órdenes eclesiásticas. Para Harpur, sin embargo, este kosmos era "luminoso, inmenso pero concreto, finito, imaginable y hermoso como una enorme catedral". Por el contrario, el descubierto tras Copérnico era, tan sólo, "matemático, abstracto, inimaginable y oscuro". Del anterior, lleno de luces, se había pasado a un universo en el que "la jerarquía sagrada fue arrastrada por los fríos vientos del espacio secular".

En mi opinión, ese kosmos que tanto alaba Harpur es un mundo en el que destaca por encima de todo la esclavitud intelectual a la que se vio sometido el hombre cuando dominó, a lo largo de los siglos, las concepciones aristotélicas (y, posteriormente, cristianas), que iluminaron más bien poco la posición del hombre en el universo y que fueron, por su dogmatismo y férrea censura ante las evidencias en contra, un lastre cultural abobinable. No puedo mostrarme partidario de un kosmos en el que no se permite una libre investigación, en la que los hechos (reflejen estos, o no, el orden último del universo) son silenciados por constuituir una amenanza para las Escrituras, y en el que se maniataron a pensadores revolucionarios. Así, es de hecho el universo revelado por Copérnico y sus seguidores (imperfecto y falto aún de consistencia, qué duda cabe) el que parece mucho más acorde con el espíritu de libertad y de humanismo que el Renacimiento nos legó.

Por otro lado, Harpur sostiene que heliocentrismo no nos ha acercado a la verdad al creer que la Tierra gira alrededor del Sol, ni tampoco ha cambiado nuestra perspectiva, porque "vivimos todavía en un universo geocéntrico en el que el sol sale, sube, se pone, en otras palabras, se mueve alrededor de nosotros". La primera afirmación es innecesaria, la segunda, errónea. Porque, en primer lugar, es evidente que sabemos mejor (que no más) cómo funciona la dinámica del Sistema Solar. Si nos atenemos al aspecto puramente mecánimo, y éste es el que Harpur desbroza aquí, o mucho me equivoco, entonces no hay comparación posible entre una postura y la otra: el heliocentrismo es correcto, el geocentrismo, no. En segundo lugar, por supuesto que el heliocentrismo ha modificado nuestra perspectiva; ¿cómo no iba a hacerlo, si supone una radical transformación del lugar del hombre del Cosmos? El que veamos al Sol salir por la mañana y moverse alrededor nuestro es únicamente, y esto es obvio para cualquiera, una cuestión de perspectiva, de punto de vista desde el cual miramos al cosmos.

Aunque Harpur parezca hacernos creer que los sabios medievales estaban tan acertados (o más aún) que los renacentistas en un tema tan simple como éste, lo cierto es que si bien desde la perspectiva de la imaginación y de la ponderación personal del kosmos y de lo que existe en él pueda ser verdad, desde la óptica de analizar un hecho físico no lo es. Pero para no hacer ya esta nota excesivamente latosa dejaremos aquí mis objecciones a la obra de Harpur. Tras ello, para concluir, unas palabras de lisonja.

Está claro que el cientifismo ha adoquinado nuestro camino del conocimiento, siempre incómodo, molesto y lleno de peligros, con la extraña sensación de una vía suave, sin baches, de saber absoluto, equilibrado y bien determinado por el método. Esto es un error; la ciencia es falsabilidad, un intento tras otro de superar el conocimiento ya establecido. Quien quiera darle el aura de infabilidad está, no ya haciendo un flaco favor a su sistema conceptual de la realidad, sino confundiendo a los demás. La ciencia abarca un ámbito, y es sensacionalmente eficaz en él, pero más allá carece por completo de competencias para determinar lo cierto y lo falso. Harpur nos recuerda que la visión 'literal' del mundo es una forma de autoengaño, de mutilación intelectual, porque puede haber otros dominios en los que la ciencia no tiene ninguna jurisdicción. Lo inteligente, lo cabal, lo que deberíamos hacer todos, es dar cabida en la mayor amplitud posible a un sistema de perpepción del mundo en el que poder fusionar tanto una aproximación científica como una aproximación imaginativa, metafórica y mitológica, no porque nos acerquen a la verdad (sea esto lo que sea y, de hecho, si es que existe), sino porque constituye uno de los pilares fundamentales con los que los humanos construimos el universo. Carecer de uno de los dos ámbitos es, como diría Ken Wilber, obligarse a abrazar una visión chata del mundo, incompleta, una totalidad zaherida y ultrajada.

Resumir aquí esta monumental obra es tarea estéril, hay que leerla y disfrutarla, porque a la novedosa, coherente y peculiar teoría de Harpur se une una no menos impactante prosa y una estructura que no presenta un orden esquemático y al uso, sino una alternancia de temas en la más pura tradición heterodoxa, yendo de una cuestión a otra casi por el placer y la intuición del momento de reflexión. Nos hallamos ante un libro que bien podría modificar, profundamente, algunos de los preceptos más básicos acerca de nuestra visión fundamental de la vida y la realidad, pero me temo que será un tesoro que llegará a pocos de nosotros, y lo que es peor aún, tal vez se tenga por un curioso y novedoso sistema de pensamiento (aunque, dicho sea de paso, vaya más allá del ámbito puramente filosófico), un raro ejemplo de modo de entender el mundo, y en ello se quede para muchos, es decir, en una simple rareza, externa y al margen de toda corriente de reflexión verdaderamente racional.

Por su frescura, por su innovadora originalidad, por su densidad y variedad, por su alcance intelectual, por la magia que destilan sus páginas, y por la sensación de estar ante una obra cuya esencia quizá esté destinada a remover conciencias y a despedazar sistemas de creencias, este libro de Patrick Harpur, con sus defectos, sus deficiencias y fallas (que los tiene), merece un hueco de honor en nuestra biblioteca, y merece también de relecturas constantes, para no perder de vista esa perspectiva cultural más amplia en la que engarzar ciencia e imaginación, racionalidad y creatividad, objetividad y ensoñación, con el único fin de hacernos más humanos y, así, abrazar todo lo que nos es propio.

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