Una aproximación sencilla al interés humano por la historia del pensamiento, la ética y la metafísica
23.11.09
El nacimiento de la filosofía, según Giorgio Colli
Es lugar común en la tradición presentar el origen de la filosofía como producto de un cambio en el pensamiento humano, que abandona la perspectiva mítica del mundo para abrirse paso en la corriente de la razón. Suele concederse a los filósofos presocráticos la primacía en este menester revolucionario, pero dado que éstos aún exhiben ligeros retazos de mitología engarzada en sus elucubraciones y reflexiones racionales, han sido las figuras de Platón, y posteriormente su discípulo Aristóteles, quienes han protagonizado para la historia la germinación definitiva del pensamiento en base a la razón, es decir, la filosofía. Éstos son los rostros de la verdadera sabiduría, se nos dice, y no los comediantes homéricos o los poetas. Con la razón nace la sabiduría; la filosofía, “el amor a la sabiduría”, marca, pues, el inicio del interés humano por el conocimiento, por la verdad y el bien.
Giogio Colli, uno de los más notables filósofos (por así decir) “librepensadores”, estaría (sólo en parte) de acuerdo con esto siempre que atendiéramos, y comprendiéramos, qué significa el mismo vocablo “filosofía”. Su librito (apenas un centenar de páginas) “El nacimiento de la filosofía” cabría incluirlo en el temario de todo aprendiz de filósofo, o de instructor de la filosofía, quizá no tanto por su contenido, sino porque invita a leer al revés la historia de las ideas, y con ello, brinda una nueva vuelta de tuerca a la noción de filosofía. No estamos en condiciones de afirmar o rebatir a Colli; pero su propuesta es tan atractiva que no nos resistimos a recogerla y darle difusión. Aquí realizaremos un comentario sencillo de algunas de sus tesis principales.
Casi a mitad de su obra, Colli menciona unas palabras de Heráclito, una especie de acertijo, cuyo significado vendría a ser que si bien los sentidos, y lo que transmiten, no son condenables, sí lo sería nuestro intento de convertir esa experiencia sensorial en algo estable, en algo externo a nosotros; al tratar de fijarla, la falsificamos: conocida es su expresión: “no se puede entrar dos veces en el mismo río”, que señala como lo único existente la sensación instantánea, sin que detrás haya nada objetivo. Paralelamente, otro tema esencial en Heráclito es el “pathos” de lo oculto, como señala Colli: concebir el fundamento último del mundo como algo insondable. Podemos designar a los dioses de la forma como queramos, como símbolos, pero siempre atendiendo a que tal denominación es inadecuada, precisamente por el carácter oculto de los mismos (“a la naturaleza primordial le gusta ocultarse”, dice Heráclito). Todo esto se dirige hacia una concepción del “alma, lo oculto, la unidad, la sabiduría, como lo que no vemos ni cogemos, pero llevamos dentro”. Colli acaba sosteniendo que toda la sabiduría de Heráclito puede entenderse como un “tejido de enigmas que aluden a una naturaleza divina insondable”; la sensación de corporeidad del mundo, su multiplicidad, es mera ilusión, una trama de enigmas, un tapiz de contrarios que sólo llega a su solución con el logro de la unidad, el dios, que abarca “día noche, guerra paz, invierno verano...”
Pero si el origen de la sabiduría griega parte de una experiencia mistérica, enigmática y mística, ¿cómo pudo pasarse del sustrato religioso a un pensamiento racional y discursivo? Es la misma pregunta que podríamos hacernos en relación a la Edad Media, cuando confluyeron, en los mismos protagonistas principales, las distintas percepciones de la una idéntica realidad: mágica y racional, oculta y manifiesta, intangible y material. Para Colli la solución en la antiguedad vino de la mano de la dialéctica, entendida en su sentido primordial, como el arte de la discusión. El desafío de un hombre a otro, que requiere de éste que le rebata con relación a un saber, dicho o afirmación cualquiera. Tras la discusión se alcanza un nuevo conocimiento, producto bien de la refutación de la tesis del interrogador, bien su confirmación al no poder el adversario hacerle frente argumentativamente. Aquí no son necesarios jueces que decidan quién gana; es la misma naturaleza de la discusión la que proporciona el veredicto. Como nos ha enseñado Aristóteles y menciona Colli, “demostrar una determinada proposición es hallar un concepto (universal) tal que, aplicado a los dos términos de la misma, de forma que partiendo de esa conexión pueda deducirse (demostrarse) la proposición”. Toda discusión sería, pues, “la búsqueda de universales cada vez más abstractos”.
Más adelante señala Colli que el enigma aparece como “el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica”. Porque enigma lo designan las fuentes como “próblema”, pero en el lenguaje dialéctico el término está presente como desafío; así pues, el enigma es el germen de la dialéctica, enigma casi siempre presentado de forma contradictoria (como la misma esencia de la dialéctica). Misticismo, agonismo, dialéctica, racionalismo... todas estas expresiones no fueron algo antitético en la antigua Grecia, sino que serían fases sucesivas de un mismo fenómeno.
También hace referencia Colli a la elaboración, por parte de generaciones de dialécticos, “de un sistema de la razón, de un logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral”, y del que la discusión escrita (como sucede con las obras de Platón) no sería más que un sustituto de escaso valor. Colli se pregunta si ese edificio del logos contiene un contenido doctrinal de la razón (más allá de la formación conceptual y la de normas reguladoras del discurso), y la respuesta para él es negativa, porque en el planteamiento subyace un interés “destructivo”. Y este interés ya existía en el origen de la misma dialéctica: si el interrogado adopta una tesis, el interrogador (si es eficaz en su cometido) la destruirá; pero si escoge la antitética, lo hará igualmente; si la victoria cae del lado del interrogado es por mera inoperancia dialéctica de su contrincante. Las consecuencias son devastadoras, como señala Colli: “cualquier juicio puede refutarse”. Por ello, toda doctrina o “proposición científica estará igualmente expuesta a la destrucción”.
Tras Heráclito, la figura de Parménides, envuelta ya en el remolino dialéctico, hace frente a un nuevo “próblema”, el de decidir entre el ser y el no-ser. Parménides manda optar por la primera elección, porque en caso de elegir la otra nos veríamos ahogados por el nihilismo de la dialéctica, la encerrona devastadora de un “no” eterno, a todo y a todos. El “es” salvaguarda, según Colli, la naturaleza metafísica del mundo. Pero en Zenón de Elea, discípulo de Parménides, hay una reorientación dialéctica. Aunque suele decirse que el uso que Zenón hace de la dialéctica está encaminado a defender a su maestro de los pluralistas, que rechazan el monismo total de Parménides, lo cierto es que dicho uso se dirige, por el contrario, a rechazar la senda del “es” y transitar por su opuesta, la misma que su maestro prohibió seguir. Zenón desata la argumentación dialéctica en una orgía extrema, generalizando la dialéctica demoledora a todo ámbito, objeto o concepto. La dialéctica, nos dice Colli, “dejó de ser una teoría agonística para convertirse en una teoría general del ‘logos’”.
Se llega, pues, a la circunstancia en que todo aquello que es expresado y que remite a objetos, sensibles o abstractos, existe y no existe al mismo tiempo, “y que además se demuestra que es posible y al mismo tiempo imposible”. En definitiva, la dialéctica conlleva la destrucción de la realidad de cualquier objeto. Para Colli, “Zenón se dio cuenta de que no se podía bloquear el desarrollo de la dialéctica y de la razón, pues descienden de la esfera del enigma”; trató, por el contrario, de potenciar hasta lo radical el dinamismo de la dialéctica, hasta su extremo absoluto, alcanzando el nihilismo total. Quiso hacer ver, en definitiva, que el mundo a nuestro alrededor no es más que mera apariencia, el pálido reflejo del mundo divino, y nada más. Pensadores posteriores a Zenón, e incluso el mismo Aristóteles dieron por superadas las aporías de Zenón (que vimos en una nota anterior), pero ninguno consiguió demostrarlo.
Si aún aguardamos la refutación (verdadera, irrevocable, categórica) de las tesis zenonianas, esto quizá signifique, señala Colli, que el suyo sería el logos racional por antonomasia, “el punto extremo de la racionalidad griega”. La razón de la Grecia antigua era vista como un “discurso” sobre algo, un logos que habla de alguna otra cosa; Colli sostiene que ese “algo” constituye “el fondo religioso, la experiencia de exaltación mística, lo que la razón tiende a expresar de algún modo, gracias a la mediación del enigma”. Después el logos perdió esa función alusiva, y se juzgó al discurso como autónomo en sí mismo, como espejo de un objeto independiente. Pero en sus orígenes la razón nació como un complemento, pues su raíz estaba en algo más allá de ella, algo que el mismo discurso, el logos, no podía revelar, sino tan sólo señalarlo. En lugar de edificar una formulación nueva del logos, que suscribiera una “autonomía propia de la razón, se mantuvieron las normas del logos primitivo, que había sido sólo un medio... y que de auténtico que era pasó a ser... un logos espurio”.
Gorgias, el escéptico radical (ver apunte correspondiente), con sus tres tesis principales (“nada existe”, “si existiera sería incognoscible”, “y, en caso de no serlo, no podría comunicarse a los demás”) declara abiertamente la dominación definitiva del nihilismo, poner todo en duda, hasta la misma naturaleza divina. “Gorgias”, nos dice Colli, “es el sabio que declara acabada la era de los sabios”. Con Gorgias, además, acontece un cambio en las condiciones en que se desenvuelven las discusiones: hasta entonces eran algo privado, destinado a cierta clase social o grupo específico (puramente esotérico, pues, dada su condición de saber limitado a un círculo restringido); a partir del siglo V antes de Cristo, sin embargo, se abrió el campo del aislamiento dialéctico, y pasó de ejercerse en un ambiente reservada a uno amplio, populoso y menos exclusivo: lo dialéctico abandona lo ‘secreto’ y entra en lo público. Con ello, la dialéctica inicia su adulteración, ya que en lugar de mentes en liza tenemos un grupo nutrido e inexperto que escucha, sin participar. La discusión termina, se inicia el sermón.
La retórica hace así su aparición, mancillando la dialéctica previa. Pese a su carácter oral, desaparece la contienda; ya no se encaran, se contradicen y ‘luchan’ en pos de un triunfo dialéctico, sino que ahora lo que prevalece es un discurso retórico en el que el orador trata de convencer, subyugando a la plebe que le escucha. Ya no sólo entra en juego la fuerza dialéctica, sino también un componente emocional, la seducción de los oyentes. “En la dialéctica se luchaba por la sabiduría; en la retórica se lucha por una sabiduría dirigida al poder”. El contenido de la dialéctica retorna al mundo individual, de lo humano, sus pasiones e intereses.
Un postrer elemento que configura la decadencia de la sabiduría antigua lo constituye la “gradual generalización de la escritura en sentido literario”; en la discusión dialéctica las abstracciones y las propias palabras del logos se aprehenden, se captan gracias a la misma participación en la discusión, pero en la oralidad esa interioridad se desvanece. Platón, indica Colli, creó el diálogo como literatura, en la que su narrativa recorría los distintos contenidos de las discusiones, a un público indiferenciado: es el mismo Platón quien nombra a ese nuevo género literario como “filosofía”, que posteriormente definiría los textos escritos acerca de temas abstractos, racionales, políticos y morales.
Gracias a Platón es posible, hoy, apreciar las cualidades del pensamiento griego antiguo, y señalar su importancia mucho más allá que como “una mera anticipación balbuciente”, consideración a lo que deberíamos ceñirnos de ignorar la sabiduría de tal pensamiento. En efecto, “Platón llama a su literatura ‘filosofía’ para contraponerla a la ‘sofía’ anterior”. Platón define las épocas anteriores (Heráclito, Parménides, etc.) como la era de los “sabios”, mientras que, humildemente, se define a sí mismo como un “filósofo”, esto es, como el “amante de la sabiduría” (pero que aún no la posee, al contrario que los citados).
Platón manifiesta que la sabiduría transmitida por la escritura será siempre no-verdadera, aparente; ningún escrito puede transmitir un arte, o un saber último. Aunque describan pensamientos no habrá nunca forma de aclarar su significado, puesto que siempre seguirán expresando lo mismo. En otro lugar, afirma Colli: “Platón niega en términos generales la posibilidad de expresar un sentimiento serio”; si esto es cierto, todo lo que de Platón conocemos (es decir, sus textos escritos), puede que tampoco sea nada serio... Es más, si la escritura tiene este valor para Platón (“si alguien pone por escrito lo que es fruto de sus reflexiones... es cierto que los mortales le han quitado el juicio” Séptima Carta), entonces, como se pregunta Colli, “¿sería también toda la filosofía posterior... algo no serio?”
Finalmente, Colli señala “así nació la filosofía, criatura demasiado compleja y mediata como para contener dentro de sí nuevas posibilidades de vida ascendente. Las extinguió la escritura... lo que nos interesaba sugerir es que lo que precede a la filosofía, el tronco para el que la tradición usa el nombre de “sabiduría” y del que sale ese vástago pronto atrofiado, es para nosotros... más vital que la propia filosofía”.
Atinado o equivocado, tendencioso o ponderado, creador de un disparate filosófico o de una nueva manera de entender la racionalidad, lo que no cabe discutir a Giorgio Colli es su valentía, un atrevimiento rayano en la insolencia, que le permite examinar cuestiones ordinarias a la luz de un enfoque renovador. El resultado es una manera distinta de tratar la filosofía, el conocimiento y los valores que subyacen en esta disciplina milenaria, cuyo significado Colli ha retratado polémica y controvertidamente. A los treinta años de su muerte, rendimos este pequeño homenaje a un pensador a contracorriente, que nadó en aguas turbulentas para bien de la filosofía, sea ésta sabiduría o un simple amor hacia ella, como una lejana tierra prometida que podemos ver, pero a la que, por muchos esfuerzos que hagamos, nunca podemos llegar.
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