El propósito del Círculo de Viena,
núcleo y germen del positivismo lógico (un movimiento filosófico desarrollado
entre 1920 y 1940, en sus años de mayor esplendor), fue el de definir el
conocimiento, estableciendo criterios que permitieran discernir entre lo que
era auténtico saber de lo que no. Esto era una pretensión para nada novedosa;
muchos habían seguido el mismo fin anteriormente; pero sí lo fue el método que
siguieron: analizar lógicamente el lenguaje, portador, al parecer, del
conocimiento auténtico.
Los positivistas entendían que
cualquier cosa que afirmemos, si tiene contenido cognoscitivo, debe decirnos
algo sobre la “realidad”, cómo es, ya sea la externa o la interna al propio
sujeto. Para hacerlo, hay que recurrir al lenguaje. Hay, en efecto, que plasmar
en un enunciado dicha afirmación. Por lo tanto, el problema epistemológico
inicial (qué es el conocimiento) se reducía a un problema lógico/lingüístico
(caracterizar el lenguaje enunciativo, que nos revele la realidad).
Había, pues, que buscar y hallar
cuándo una oración enunciativa era portadora de significado y cuándo ello no
ocurría. Los positivistas acudieron entonces a Ludwig Wittgenstein, quien en su
Tractatus Logico-Philosophicus
proporcionaba tesis acerca de la significatividad.
En particular, ellos recogieron dos: 1) el enunciado, para ser significativo,
debe reflejar la estructura de un hecho; y 2) comparando el enunciado con la
realidad se puede dilucidar, presumían los positivistas, si aquel representa un
hecho, si es verdadero o es falso.
Armado con estas nociones
preliminares, Rudolf Carnap escribió un artículo en 1932 ya clásico, titulado
“La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”. En
este artículo Carnap prosiguió el anhelo positivista de discriminar entre
enunciados (o, en general, lenguaje) significativo del no significativo. Y
advirtió que no podemos basarnos, para ello, en criterios lingüísticos al uso,
toda vez que muchos enunciados semejan ser significativos cuando, en realidad,
no lo son. Hay que construir, pues, una teoría lógico-lingüística tal que
permita diferenciar entre proposiciones
(es decir, enunciados con significado)
de las pseudo-proposiciones
(entidades lingüísticas que parecen
enunciados, pero que realmente no tienen sentido).
Decía Carnap que la lengua es,
básicamente, un grupo de palabras (léxico) y unas reglas para combinarlas
(sintaxis). Una entidad lingüística será un enunciado con significado cuando se
empleen términos significativos y las reglas correctas adecuadas para su
combinación. En caso contrario, estaremos una entidad asignificativa.
Una palabra tiene significado,
afirmaba Carnap, cuando designaba un concepto. Bien, pero ¿cuándo sucede esto?
Hay que fijarse, decía aquel, en la sintaxis de la palabra. Hay que entender
bajo qué condiciones una proposición es verdadera o falsa. En casos más
complejos (que suelen ser prácticamente todos), sólo se puede atribuir
significado a un concepto cuando conocemos su definición partiendo de términos
más de otros conceptos más simples. Nos dice Eduardo de Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid,
1999): “Es la suma de estos conceptos simples la que proporciona el significado
del concepto complejo que, sólo a su través, está en conexión con la realidad”.
Quizá en un alarde de cierta
arrogancia o presunción, Carnap y otros positivistas lógicos de la época
establecieron que todo concepto es significativo si: A) se puede contrastar
directamente con la realidad (al ser lo suficientemente simple); o, B) lo es de
forma indirecta procediendo a descomponerlo en conceptos más sencillos. Por
tanto, lo que proporciona significado a los términos lingüísticos es su
conexión, sea directa o sea por definición, con la realidad. Todos aquellos
otros términos que no se puedan relacionar con la experiencia son vanos,
fútiles o simplemente, no portan el menor significado. Por consiguiente, una
palabra tendrá significado cuando posea una relación con la realidad
extralingüística, una relación que únicamente la epistemología, a la que se
suma la lógica, pueden delinear.
Bien. Atendamos ahora a los motivos
sintácticos por los que un enunciado puede estar vacío de significación. En
efecto, si se emplean errónea o inadecuadamente las reglas de combinación entre
los términos la oración resultante puede ser gramatical, porque siguen esquemas formales correctos, pero sin
sentido; por otro lado, también hay una sintaxis lógica, la cual establece cuáles combinaciones categoriales se
permiten y cuáles no. Esto es lo que pretendía Carnap: explicar y demostrar por
qué los enunciados típicos de la metafísica, la gran enemiga de los
positivistas lógicos, son asignificativos. Y el por qué obedece a los errores
categoriales que incluyen. Como ejemplo de esto, Carnap empleó términos de la
obra ¿Qué es la metafísica?, de
Martin Heidegger, revelando que había enunciados en los que se incluían
términos que llevaban a “transgresiones categoriales”, abocando finalmente a
combinaciones de términos carentes de significado como “la angustia revela la
Nada”, etc.
Esto podría ser muy plausible o, al
menos, digno de análisis. Que, a veces, se emplee ese léxico vacío de
significado (o con significado confuso, o poco clarificado) debería hacer
pensar que se necesita, tal vez, una metafísica menos oscura, menos profunda, porque esa profundidad lo que
esconde, como decía Emilio Lledó, “con
su ropaje críptico, [es] la más absoluta vaciedad”. Pero de ahí a afirmar, como
hicieron Carnap y sus colegas positivistas, que la entera metafísica estaba
desprovista de significado, hay un trecho demasiado grande. Cometieron,
aquellos, el error de la arrogancia, del engreimiento propio de quienes se
creen en condiciones de establecer qué es significativo y qué no. Ellos, los
positivistas lógicos, aseguraban que los enunciados metafísicos (así, en
general) se limitaban a explotar los errores categoriales, violando la sintaxis
lógica, o que empleaban términos sin significado sin ninguna relación con la
realidad (pero, ¿qué realidad?; y, también, ¿hasta qué punto se puede
determinar la significatividad?). Concluyeron, entonces, que esos enunciados
son meramente descriptivos o bien que no guardan relación ninguna con la
realidad, y por consiguiente carecen de todo sentido.
En resumen, los enunciados asignificativos son los de la metafísica, según Carnap; la ética y la estética, por su parte, elaboran y emplean enunciados con significado emotivo.
¿Y cuáles son los enunciados significativos? Pues los científicos, ya sean analíticos (lógicos
o matemáticos) o sintéticos (verdaderos o falsos en función de si coinciden con
la realidad).
El principio de verificabilidad,
según lo siguieron los positivistas lógicos, debe mostrar o exhibir la
conexión, más o menos directa, que exista entre el lenguaje significativo y la
realidad. [Ahora bien pensemos, entre paréntesis, lo siguiente: ¿cómo es
posible esto? Según decía Juan Arnau en su Manual
de filosofía portátil (Siruela, Madrid, 2014), el Tractatus de Wittgenstein, pieza clave y base del positivismo del
Círculo de Viena, como mencionamos, partía de un supuesto incomprobable: que
hay una correspondencia entre el lenguaje y la realidad. Pero, ¿nos es dado
conocer si existe tal correspondencia? El único modo posible de hacerla
tangible, decía Arana, consiste en “salirse”, bien del lenguaje, bien de la
realidad, y poder ver desde fuera si las dos cosas encajan. Y ello, obviamente,
no nos es posible. Por tanto, ¿podemos estar seguros de que somos capaces de
determinar dicha conexión lenguaje significativo-realidad? ¿O se trata de
(otra) presunción más?]
Los positivistas, sin embargo, se
dieron cuenta de que el principio de verificabilidad era en exceso riguroso,
incluso para enunciados de la ciencia natural. Para mantenerse dentro de su
propio criterio para distinguir entre ciencia y lo que no es, Carnap sustituyó
el principio de verificabilidad por el de “comprobabilidad”. Con dicho
principio ya no se pretendía que, conociendo el significado de un enunciado, se
conociera igualmente cómo dicho enunciado se ligaba con la experiencia; lo que
se precisaba, sin más, era que ese enunciado dispusiera de un “contenido
fáctico”, que permitiera esa conexión con lo empírico, empleando recursos
lógicos que remitían a un lenguaje particular. Todo enunciado, ahora, sería
significativo si era posible “traducirlo” a ese lenguaje particular, empirista.
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