“Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y
colocado en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo que
agrada más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas.
Pues Dios omnipotente, como confiesan los mismos infieles, «universal Señor de
todas las cosas», siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que
existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso
que pudiese sacar bien del mismo mal.
Pues ¿qué otra cosa es el mal, sino la privación del bien?
Del mismo modo que, en los cuerpos de los animales, el estar enfermos o heridos
no es otra cosa que estar privados de la salud -y por esto, al aplicarles un
remedio, no se intenta que los males existentes en aquellos cuerpos, es decir,
las enfermedades y heridas se trasladen a otra parte, sino destruirlas, ya que
ellas no son substancia, sino alteraciones de la carne, que, siendo substancia
y, por tanto, algo bueno, recibe estos males, esto es, privaciones del bien que
llamamos salud-, así también todos los defectos de las almas son privaciones de
bienes naturales, y estos defectos cuando son curados, no se trasladan a otros
lugares, sino que, no pudiendo subsistir con aquella salud, desaparecen en
absoluto”.
San Agustín, Enquiridión, Capítulo 11. (recogido
en C. Fernández, Los filósofos medievales,
2 vols., BAC, Madrid, 1979, vol. 1, p. 445-446).
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