Hay tres
diálogos platónicos en los que se trata el juicio y la condena de Sócrates, el
maestro del gran filósofo ateniense: se trata de la “Apología”, que no es
exactamente un diálogo sino una autodefensa por parte de Sócrates ante sus
acusadores, el ‘Critón’ y el ‘Eutifrón’. En esta ocasión vamos a analizar
someramente el contenido de la primera.
Sabido es
que Sócrates era un personaje incómodo para el gobierno de Atenas. Según la
acusación que promovió el poeta Meleto, “hacía buena la causa mala, introducía
nuevos dioses en la ciudad y corrompía a los jóvenes con sus ardides”. El
orador Licón y Ánito, un político influyente de la época, se asociaron para
sumarse a la acusación.
Como no
podían imputar delito político ninguno a Sócrates, desviaron la acusación hacia
la impiedad, que era una acusación muy grave. Por lo que respecta a mancillar
la juventud, se basaron en la idea de que les apartaba de la vida “burguesa”,
la vida correcta, y les movía a entrar en el camino de una filosofía
equivocada, no rentable económicamente, como sí lo era, en cambio, la de los
sofistas, que recibían dinero a cambio de sus enseñanzas (se dice que el hijo
de Ánito se sintió atraído por la ‘doctrina’ de Sócrates y, pese a los deseos
de su padre de que siguiera los negocios familiares, el retoño acabó
apartándose de la actividad empresarial, lo que enfureció al padre). Tampoco se
trataba de una filosofía institucionalizada (como sí lo era la escuela
pitagórica, o lo serían posteriormente la Academia de su alumno Platón o el
Liceo de Aristóteles), sino algo callejera, verbal, dialéctica y poco
provechosa.
Pero las
razones del temor contra Sócrates poco tenían que ver con esto. Las verdaderas
motivaciones eran muy otras: “Si Sócrates pudo ser considerado peligroso para
la ciudad, lo fue especialmente por su uso del elenchós, “refutación”. Su sabiduría era crítica. Un personaje que
dedicaba la mayor parte de su tiempo a refutar a los demás resultaba
evidentemente incómodo. El elenchós puede resultar un juego intelectual
fascinante, pero si lo practican los jóvenes que son el futuro de Atenas
constituye una amenaza. Quien ironiza con la tradición e inocula ese hábito a
los futuros ciudadanos resulta de entrada alguien sospechoso” (Ramón Alcoberro,
Sócrates, ‘Colección Aprender a
Pensar’, RBA, Barcelona, 2015).
La
acusación, en parte, vio a Sócrates como un sofista. Obviamente, no lo era; de
hecho, si había un oponente, un adversario a la sofística en Atenas capaz de
plantarle cara, ése era Sócrates. A éste, sin embargo, se le veía dialogar y
conversar con los sofistas, se le veía en contacto con ellos, por lo que hubo
gente que los relacionó; como Sócrates trataba una multitud de temas, era
plausible que también tratara de inculcar a los jóvenes las acusaciones que
sobre él se cernían. Las gentes que no supieran diferenciar la actividad
sofística de la socrática no estaban, pues, en disposición de juzgarle
rectamente aunque, sin embargo, tuvieron que depositar su voto, y lo hicieron
siguiendo estos prejuicios.
Como
señala Carlos García Gual en su Introducción
a la edición de la “Apología” recogida en la edición de Gredos, “a pesar de
todas las circunstancias desfavorables, era difícil que se consiguiera la
culpabilidad [de Sócrates], y casi imposible la imposición de la pena de
muerte”. ¿Qué sucedió, pues, para que el maestro de Platón terminara finalmente
condenado a beber la cicuta?
Tras
escuchar a los acusadores y al acusado, se efectuaba una primera votación. Acto
seguido, la acusación volvía a hablar para justificar la pena, a lo que
respondía el acusado con una contraproposición. El tribunal estaba obligado a
escoger una u otra, de modo que el acusado sólo podía proponer una pena menor que la emitida por la acusación,
pero debía actuar con prudencia, pues si pedía una pena muy inferior podía dar
a entender que se burlaba de la acusación y del juicio, con el resultado de que
el tribunal se ofendiera y aceptara la acusación mayor.
Esto fue
exactamente lo que sucedió en el caso de Sócrates. A la propuesta de Meleto de
la pena de muerte, muy pocos de los jueces y los acusadores hubieran estado de
acuerdo en condiciones normales, y menos aún si la contrapropuesta de Sócrates
hubiese sido, digamos, ‘razonable’; si él hubiera cedido, muchos votos resultarían
negativos y, con ello, hubiese salvado la vida. Pero, para que tal extremo se
verificara, Sócrates tenía que autoinculparse; es decir, que propusiera una
pena contra sí mismo, reconociendo, pues, su papel nocivo en la sociedad,
renunciando a su labora pasada y adoptando una actitud suplicante. A esto
Sócrates no estaba dispuesto de ningún modo, por descontado, de modo que el
tribunal se vería obligado a elegir su pena de muerte.
Sócrates, según Platón, afirmó lo siguiente: “Así pues,
propone para mí este hombre [su acusador, Meleto] la pena de muerte. Bien, y yo
qué os propondré a mi vez, atenienses? ¿Hay alguna duda de que propondré lo que
merezco? ¿Qué es eso entonces?... Algo bueno, atenienses, si hay que proponer
en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí.
Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que necesita tener
ocio para exhortaros a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses,
que el ser alimentado en el Pritaneo”.
El
Pritaneo era parecido a los ayuntamientos actuales, locales en los que las
personas distinguidas de la ciudad disfrutaban de la comida a cargo del Estado.
Se trataba de un honor especial, que muy pocos merecían. Al proponer Sócrates
una deferencia tan ilustre (siendo un hombre pobre, según su misma confesión),
causó el enojo del tribunal.
Pero
Sócrates explica, a continuación, explica el por qué de semejante
contrapropuesta: “Persuadido, como estoy, de que no hago dalia a nadie, me
hallo muy lejos de hacerme dalia a mí mismo, de decir contra mí que soy
merecedor de algún daño y de proponer para mí algo semejante. ¿Por qué temor
iba a hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto Meleto y que yo afirmo que no sé
si es un bien o un mal? ¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con certeza
que es un mal y proponerlo para mí?”. Sócrates lanza la opción de pagar una
multa como compensación, y sigue reiterando su defensa: “Si, por otra parte,
digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones
cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis
oído dialogar cuando me examinaba a mi mismo y a otros, y si digo que una vida
sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin
embargo, la verdad es así como yo digo, atenienses, pero no es fácil
convenceros. Además. no estoy acostumbrado a considerarme merecedor de ningún
castigo. Ciertamente, si tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera
en condiciones de pagar; el dinero no sería ningún daño. Pero la verdad es que
no lo tengo, a no ser que quisierais aceptar lo que yo podría pagar. Quizá
podría pagaros una mina
de
plata. Propongo, por tanto, esa cantidad”. Esto se trataba de otra burla, para
un tribunal de la capital ateniense. Lo cual volvió a desmerecer a Sócrates a
los ojos de aquel.
Tras estas palabras, se llevó a cabo la decisión y votación
final. El tribunal, por tanto condena a muerte a Sócrates. Casi ochenta jueces
que, en la anterior criba, había votado en contra de su muerte rectifican y se
suman a la propuesta, ofendidos por las palabras del maestro. Meleto, Licón y
Ánito salen vencedores, y Sócrates es obligado a beber el veneno de la cicuta.
Por tanto, lo que pretendían los detractores de Sócrates
era verlo mancillado; o bien tenía que humillarse y aceptar que las acusaciones
estaban fundadas y, con su retractación, reconocer su influjo pernicioso en la
sociedad, o bien proponer una pena nula para mí mismo, con lo cual, como bien
sabían aquellos, Sócrates quedaba condenado a la pena de muerte. Si hubiera
cedido, se hubiera salvado pero, al mismo
tiempo, habría hecho pedazos la imagen de rectitud moral y acción que tanto le
caracterizaba. Si consentía, entonces sus discípulos verían en él a un
embustero, alguien que no permanecía fiel a sus principios, un mero embaucador.
Un sofista, en definitiva. Sócrates tenía que ser consecuente con su historia,
y dar ejemplo. Y eso no fue un sacrificio, sino la consecuencia por su amor por
el bien y la rectitud moral. Como él mismo afirmó, según Platón (el cual,
probablemente, idealizó las palabras y la figura de su maestro en sus
Diálogos): “Debo obedecer a la ley y hacer mi defensa”.
Y esa
obediencia a las leyes estaba por encima de todo, incluso de su propia vida. Es
con su ejemplo, con su obstinada defensa de la legalidad, de una legalidad que
le inculpa injustamente, como Sócrates ilustra la recta actitud. Acatar la ley
antes de salvar su misma existencia, en una Atenas que empezaba a ser pasto de
la corrupción, la desidia y las difamaciones, era como salvar la pureza en
medio de la pobredrumbre. Con ese gesto, Sócrates anunciaba a la ciudad que la
política noble y las leyes que establecía eran posibles y acatables; no porque
acertaran en sancionar correctamente (“el sistema judicial ateniense era
rudimentario y podía dar lugar a grandes injusticias”, García Gual, op. cit.), sino porque los hombres, él,
Sócrates, la tomaban como el mayor bien.
La muerte
de Sócrates tuvo un profundo impacto en sus seguidores, fundamentalmente en
Platón, quien sufrió una crisis por esta causa tanto en lo que atañe a lo
intelectual como a lo humano. La valoración que hizo Platón de la democracia y
de la política estuvo íntimamente ligada al curso del juicio a su maestro.
Sócrates anteponía la interrogación cualquier dogmatismo, era un hombre sabio
al ser consciente de su ignorancia y era un hombre justo, pues dialogaba en
busca de la verdad sin creerse en posesión de la misma. Platón aprenderá del
proceso contra su maestro que sólo las leyes justas pueden hacer justos a los
hombres. Y, con esto en mente y como base ineludible, elaboró buena parte de su
monumental filosofía posterior.