31.12.15

Diálogos de Platón (I): ‘Apología'


Hay tres diálogos platónicos en los que se trata el juicio y la condena de Sócrates, el maestro del gran filósofo ateniense: se trata de la “Apología”, que no es exactamente un diálogo sino una autodefensa por parte de Sócrates ante sus acusadores, el ‘Critón’ y el ‘Eutifrón’. En esta ocasión vamos a analizar someramente el contenido de la primera.

Sabido es que Sócrates era un personaje incómodo para el gobierno de Atenas. Según la acusación que promovió el poeta Meleto, “hacía buena la causa mala, introducía nuevos dioses en la ciudad y corrompía a los jóvenes con sus ardides”. El orador Licón y Ánito, un político influyente de la época, se asociaron para sumarse a la acusación.

Como no podían imputar delito político ninguno a Sócrates, desviaron la acusación hacia la impiedad, que era una acusación muy grave. Por lo que respecta a mancillar la juventud, se basaron en la idea de que les apartaba de la vida “burguesa”, la vida correcta, y les movía a entrar en el camino de una filosofía equivocada, no rentable económicamente, como sí lo era, en cambio, la de los sofistas, que recibían dinero a cambio de sus enseñanzas (se dice que el hijo de Ánito se sintió atraído por la ‘doctrina’ de Sócrates y, pese a los deseos de su padre de que siguiera los negocios familiares, el retoño acabó apartándose de la actividad empresarial, lo que enfureció al padre). Tampoco se trataba de una filosofía institucionalizada (como sí lo era la escuela pitagórica, o lo serían posteriormente la Academia de su alumno Platón o el Liceo de Aristóteles), sino algo callejera, verbal, dialéctica y poco provechosa.

Pero las razones del temor contra Sócrates poco tenían que ver con esto. Las verdaderas motivaciones eran muy otras: “Si Sócrates pudo ser considerado peligroso para la ciudad, lo fue especialmente por su uso del elenchós, “refutación”. Su sabiduría era crítica. Un personaje que dedicaba la mayor parte de su tiempo a refutar a los demás resultaba evidentemente incómodo. El elenchós puede resultar un juego intelectual fascinante, pero si lo practican los jóvenes que son el futuro de Atenas constituye una amenaza. Quien ironiza con la tradición e inocula ese hábito a los futuros ciudadanos resulta de entrada alguien sospechoso” (Ramón Alcoberro, Sócrates, ‘Colección Aprender a Pensar’, RBA, Barcelona, 2015).

La acusación, en parte, vio a Sócrates como un sofista. Obviamente, no lo era; de hecho, si había un oponente, un adversario a la sofística en Atenas capaz de plantarle cara, ése era Sócrates. A éste, sin embargo, se le veía dialogar y conversar con los sofistas, se le veía en contacto con ellos, por lo que hubo gente que los relacionó; como Sócrates trataba una multitud de temas, era plausible que también tratara de inculcar a los jóvenes las acusaciones que sobre él se cernían. Las gentes que no supieran diferenciar la actividad sofística de la socrática no estaban, pues, en disposición de juzgarle rectamente aunque, sin embargo, tuvieron que depositar su voto, y lo hicieron siguiendo estos prejuicios.

Como señala Carlos García Gual en su Introducción a la edición de la “Apología” recogida en la edición de Gredos, “a pesar de todas las circunstancias desfavorables, era difícil que se consiguiera la culpabilidad [de Sócrates], y casi imposible la imposición de la pena de muerte”. ¿Qué sucedió, pues, para que el maestro de Platón terminara finalmente condenado a beber la cicuta?

Tras escuchar a los acusadores y al acusado, se efectuaba una primera votación. Acto seguido, la acusación volvía a hablar para justificar la pena, a lo que respondía el acusado con una contraproposición. El tribunal estaba obligado a escoger una u otra, de modo que el acusado sólo podía proponer una pena menor que la emitida por la acusación, pero debía actuar con prudencia, pues si pedía una pena muy inferior podía dar a entender que se burlaba de la acusación y del juicio, con el resultado de que el tribunal se ofendiera y aceptara la acusación mayor.

Esto fue exactamente lo que sucedió en el caso de Sócrates. A la propuesta de Meleto de la pena de muerte, muy pocos de los jueces y los acusadores hubieran estado de acuerdo en condiciones normales, y menos aún si la contrapropuesta de Sócrates hubiese sido, digamos, ‘razonable’; si él hubiera cedido, muchos votos resultarían negativos y, con ello, hubiese salvado la vida. Pero, para que tal extremo se verificara, Sócrates tenía que autoinculparse; es decir, que propusiera una pena contra sí mismo, reconociendo, pues, su papel nocivo en la sociedad, renunciando a su labora pasada y adoptando una actitud suplicante. A esto Sócrates no estaba dispuesto de ningún modo, por descontado, de modo que el tribunal se vería obligado a elegir su pena de muerte.

Sócrates, según Platón, afirmó lo siguiente: “Así pues, propone para mí este hombre [su acusador, Meleto] la pena de muerte. Bien, y yo qué os propondré a mi vez, atenienses? ¿Hay alguna duda de que propondré lo que merezco? ¿Qué es eso entonces?... Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que necesita tener ocio para exhortaros a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el Pritaneo”.

El Pritaneo era parecido a los ayuntamientos actuales, locales en los que las personas distinguidas de la ciudad disfrutaban de la comida a cargo del Estado. Se trataba de un honor especial, que muy pocos merecían. Al proponer Sócrates una deferencia tan ilustre (siendo un hombre pobre, según su misma confesión), causó el enojo del tribunal.

Pero Sócrates explica, a continuación, explica el por qué de semejante contrapropuesta: “Persuadido, como estoy, de que no hago dalia a nadie, me hallo muy lejos de hacerme dalia a mí mismo, de decir contra mí que soy merecedor de algún daño y de proponer para mí algo semejante. ¿Por qué temor iba a hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto Meleto y que yo afirmo que no sé si es un bien o un mal? ¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con certeza que es un mal y proponerlo para mí?”. Sócrates lanza la opción de pagar una multa como compensación, y sigue reiterando su defensa: “Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mi mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin embargo, la verdad es así como yo digo, atenienses, pero no es fácil convenceros. Además. no estoy acostumbrado a considerarme merecedor de ningún castigo. Ciertamente, si tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera en condiciones de pagar; el dinero no sería ningún daño. Pero la verdad es que no lo tengo, a no ser que quisierais aceptar lo que yo podría pagar. Quizá podría pagaros una mina
de plata. Propongo, por tanto, esa cantidad”. Esto se trataba de otra burla, para un tribunal de la capital ateniense. Lo cual volvió a desmerecer a Sócrates a los ojos de aquel.

Tras estas palabras, se llevó a cabo la decisión y votación final. El tribunal, por tanto condena a muerte a Sócrates. Casi ochenta jueces que, en la anterior criba, había votado en contra de su muerte rectifican y se suman a la propuesta, ofendidos por las palabras del maestro. Meleto, Licón y Ánito salen vencedores, y Sócrates es obligado a beber el veneno de la cicuta.

Por tanto, lo que pretendían los detractores de Sócrates era verlo mancillado; o bien tenía que humillarse y aceptar que las acusaciones estaban fundadas y, con su retractación, reconocer su influjo pernicioso en la sociedad, o bien proponer una pena nula para mí mismo, con lo cual, como bien sabían aquellos, Sócrates quedaba condenado a la pena de muerte. Si hubiera cedido, se hubiera salvado pero, al mismo tiempo, habría hecho pedazos la imagen de rectitud moral y acción que tanto le caracterizaba. Si consentía, entonces sus discípulos verían en él a un embustero, alguien que no permanecía fiel a sus principios, un mero embaucador. Un sofista, en definitiva. Sócrates tenía que ser consecuente con su historia, y dar ejemplo. Y eso no fue un sacrificio, sino la consecuencia por su amor por el bien y la rectitud moral. Como él mismo afirmó, según Platón (el cual, probablemente, idealizó las palabras y la figura de su maestro en sus Diálogos): “Debo obedecer a la ley y hacer mi defensa”.

Y esa obediencia a las leyes estaba por encima de todo, incluso de su propia vida. Es con su ejemplo, con su obstinada defensa de la legalidad, de una legalidad que le inculpa injustamente, como Sócrates ilustra la recta actitud. Acatar la ley antes de salvar su misma existencia, en una Atenas que empezaba a ser pasto de la corrupción, la desidia y las difamaciones, era como salvar la pureza en medio de la pobredrumbre. Con ese gesto, Sócrates anunciaba a la ciudad que la política noble y las leyes que establecía eran posibles y acatables; no porque acertaran en sancionar correctamente (“el sistema judicial ateniense era rudimentario y podía dar lugar a grandes injusticias”, García Gual, op. cit.), sino porque los hombres, él, Sócrates, la tomaban como el mayor bien.

La muerte de Sócrates tuvo un profundo impacto en sus seguidores, fundamentalmente en Platón, quien sufrió una crisis por esta causa tanto en lo que atañe a lo intelectual como a lo humano. La valoración que hizo Platón de la democracia y de la política estuvo íntimamente ligada al curso del juicio a su maestro. Sócrates anteponía la interrogación cualquier dogmatismo, era un hombre sabio al ser consciente de su ignorancia y era un hombre justo, pues dialogaba en busca de la verdad sin creerse en posesión de la misma. Platón aprenderá del proceso contra su maestro que sólo las leyes justas pueden hacer justos a los hombres. Y, con esto en mente y como base ineludible, elaboró buena parte de su monumental filosofía posterior.

La filosofía, necesaria, según Hegel


“En este sentido es especialmente necesario que se haga del filosofar un asunto serio... Tal parece como si fuese precisamente la carencia de conocimientos y de estudio lo privativo de la filosofía y como si ésta terminase donde aquéllos comienzan. Se le considera con frecuencia como un saber formal, carente de contenido, y falta mucho para acabar de comprender que... las otras ciencias, por mucho que intenten razonar sin el auxilio de la filosofía, jamás llegarán a poseer, sin ésta, vida, espíritu ni verdad. (Werke, t. II, p. 53 s.)


EI desprecio del genio y de las grandes dotes naturales, la creencia de que la fantasía sólo suministra al filósofo las flores de la elocuencia, de que la razón no hace otra cosa que urdir fábulas al modo como los periodistas urden mentiras, o bien, suponiendo que estas invenciones se salgan de la vil realidad, quimeras, sueños, chifladuras teosóficas...; no sabe uno qué admirar más, si la barbarie con que se aplaude la ausencia de genio o la vulgaridad de los conceptos con que esto se expone. Si llamamos barbarie al desprecio de las grandes dotes naturales, no nos referimos a aquella barbarie natural que queda del lado de acá de la cultura, pues esta barbarie honra al genio como algo divinos y lo reverencia como a una luz que rompe las tinieblas de su conciencia; nos referimos, por el contrario, a la barbarie de la cultura, a esa tosquedad convencional, fabricada, que se crea una frontera absoluta... y que es allí donde se manifiesta como conocimiento, entendimiento”. (Werke, t. XVI p. 129 s.)


Georg F.W. Hegel, textos recopilados por Ernst Bloch, en: Sujeto-objeto. El pensamiento de Hegel, (F.C.E., México 1982, p.112-113).

La filosofía del lenguaje de Bertrand Russell (I)


En esta nota (en tres partes) vamos a desarrollar someramente la filosofía del lenguaje del inglés Bertrand Russell, una figura muy apreciada y conocida dentro del mundo de la filosofía y las letras. Prodigioso escritor (no en vano recibió el Premio Nobel de Literatura) tanto como ímprobo ensayista, Russell fue muy famoso en su tiempo. Antes, sin embargo, de ocuparnos de su filosofía analítica (de la que fue uno de sus fundadores), daremos unas pinceladas biográficas.

Nació en 1872 en el seno de una familia de la aristocracia política, estudió Matemáticas en Cambridge y pronto se interesó por la filosofía, acercándose a posturas idealistas a las que, sin embargo, contrapuso el conocimiento científico como el mejor posible y, pese a que su modo de pensamiento fue variando a lo largo de su vida, siempre se mantuvo fiel a la ciencia, el pluralismo y el antipsicologismo. Tras el rechazo de su idealismo primerizo, abrazó un realismo platónico radical, y enunció el logicismo, es decir, la doctrina según la cual la totalidad de la matemática pura es derivable deductivamente de principios lógicos (algo a lo que, de forma similar, llegó Frege). Esto fue la base de su imponente obra (escrita en colaboración con A. N. Whitehead) Principia Mathematica (1910-1913).

Russell, en 1916, fue destituido de Cambridge por motivos políticos, y tuvo que sobrevivir escribiendo y dando conferencias. Los textos estrictamente filosóficos (no los ensayos divulgativos) que Russell escribió a partir de 1919 han tenido una influencia menor que los previos a esa fecha, en parte porque fue mayor la influencia en el pensamiento que el positivismo lógico y la filosofía del lenguaje común, a los que Russell concedía que respetaran la lógica y la ciencia, como es menester, pero a los que criticaba su agnosticismo metafísico. Eso sí, por la filosofía del lenguaje común no albergaba el menor entusiasmo; al contrario, era claramente hostil, y acusaba a sus seguidores de evitar entender el mundo, la tarea a la que la filosofía se había dedicado durante tantos siglos. De 1938 a 1944 vivió en Estados Unidos, donde escribió su popular Historia de la Filosofía Occidental, tiempo en el que su atención filosófica se centraba a la epistemología. Las últimas décadas de Russell fueron de gran carga y entusiasmo político y social. Murió casi centenario, a los 98 años.

Filosofía del lenguaje

La noción de Russell de la filosofía parte de un hecho importante: por sí mismos, los análisis lingüísticos no tienen valor, carecen de utilidad si no están orientados a resolver problemas lógicos o filosóficos sustantivos. También conviene recordar que nuestro personaje no elaboró lo que puede llamarse una filosofía propia del lenguaje (como sí hizo Wittgenstein, por ejemplo); pero sí partió de la idea (como su colega alemán) de que por medio del análisis de la estructura del lenguaje podemos conocer la de la realidad. Se puede decir que Russell mantuvo dos tesis básicas en este campo: el realismo semántico y el principio de aprendizaje por familiaridad.

La primera, el realismo semántico, implica que el significado de una expresión es la entidad a la cual sustituye. Russell defendió un realismo radical en sus inicios, aceptando que todo a lo que puede hacerse referencia es un término que tiene ser (aunque no necesariamente existencia), extremo que moderó más tarde.

La segunda tesis señala que para aprender el significado de una expresión se debe conocer la entidad a que ésta sustituye, por lo que queda clara la vinculación entre lingüística y realidad; es preciso tener un cierto conocimiento de la realidad para poder captar el significado de una expresión.

En coherencia con su atomismo lógico, Russell postulaba que la realidad se podía descompone en elementos últimos, a su vez no descomponibles, elementos no físicos sino lógicos, los cuales no pueden analizarse mediante el pensamiento. Estos brindarían los auténticos significados de las expresiones nominales puras; los significados restantes (es decir, los compuestos) se ensamblarían a partir de ellos.

Forma lógica

La finalidad de la filosofía debía ser analizar teóricamente las preposiciones en sus constituyentes. Russell tenía mucho interés en esto, por motivos lógicos (porque, suponía él, dicho análisis ayudaría a esclarecer problemas de fundamentación formal) y filosóficos (había, sospechaba nuestro pensador, sistemas filosóficos basados en análisis lógico-gramaticales defectuosos, como por ejemplo la ontología leibniziana). Y advertía del ‘peligro’ de que su lógica no llevara a una nueva (y falsa) metafísica. Para evitarlo, había que analizar correctamente la estructura lógica del lenguaje.

Bertrand Russell vio que el lenguaje ordinario es deficiente, por dos motivos: porque no sirve para expresar de modo preciso el pensamiento y porque, y aún más importante, es engañoso, ya que mueve a cometer errores y oculta su estructura real. Estas carencias son léxicas (porque se trata de un lenguaje vago, ambiguo y confundente), pero también semánticas, y por ello más graves: éstas conducen a los errores filosóficos de bulto, que permiten sustentar sistemas equivocados (como el monismo, nos dice Russell) y nos inducen a errores categoriales, etc.

Por todo ello, repetimos, la tarea básica de la filosofía es analizar el lenguaje para desvelar su estructura (lógica, se entiende). Es decir, mostrar cómo el lenguaje se “corresponde” con la realidad, por medio del análisis de la forma lógica del enunciado. ¿En qué consiste ésta? ‘Simplemente’, es la estructura formal de las relaciones entre sus componentes. El procedimiento para llegar a la forma lógica de un enunciado es descomponerlo en sus elementos, sustituyendo éstos por variables (individuales o predicativas). Se obtiene así un esquema enunciativo en lenguaje lógico.

Pero, para ello, hay que saber qué es un componente genuino de un enunciado (o una proposición). Russell dividió éstos en atómicos (no descomponibles) y moleculares. Las primeras se diferencian porque representan “hechos atómicos”, es decir, hechos que no es posible analizar lógicamente, y porque son los elementos propios con los que se conforman las proposiciones moleculares. Una proposición atómica estaría formada por uno o más argumentos y un predicado que les aplica, caracterización que es muy similar a la que sostenía Frege, excepto porque Russell no acepta que cualquier expresión nominal sea un nombre en sentido lógico, con la consecuencia de que para él muchos enunciados son complejos mientras que para Frege son simples. 

Roger Bacon (y II)


-El Opus Maius (1267)

Dividida en siete partes, la obra magna de Roger Bacon contiene análisis y reflexiones sobre temas diversos, no sólo filosóficos; como se puede imaginar viniendo de una figura tan interesada en aspectos científicos, la ciencia también tiene su cabida en ella.

En la Primera Parte (seguimos aquí a Frederick Copleston en su estudio de esta obra, recogido en el segundo volumen de su Historia de la Filosofía, págs. 429-432, Ariel, Barcelona), sin embargo, se trata la cuestión de la ignorancia y la verdad. Según Bacon, que fracasemos en la búsqueda de la verdad obedece a cuatro causas, a saber: someterse a una autoridad inmerecida (como lo eran, según Bacon, Alejandro de Hales y Alberto Magno, como hemos dicho más arriba), la influencia de los hábitos, los chauvinismos populares y el exhibir un conocimiento aparente para ocultar la ignorancia. A veces se mezclan todas ellas, como cuando se reconoce como verdadero algo que dijo Aristóteles y se expresa como muestra de conocimiento propio que sólo enmascara la ignorancia. Sin embargo, Aristóteles fue corregido por Avicena, y éste lo fue a su vez por Averroes, con lo cual, nadie está exento, por talentoso que fuere, de ser superado en algún momento.

La Segunda Parte no es novedosa en principio: Bacon recalca que la verdad, toda verdad, se halla en las Sagradas Escrituras. Ahora bien, para entender éstas se requiere de la filosofía y del derecho canónico. Ni la razón ni la filosofía (que se basa en aquella) deben ser condenadas, pues la razón es de Dios. La filosofía se propone acercar al hombre al conocimiento y ponerlo al servicio de Dios, y la moral es la cumbre de la filosofía. Bacon reconoce que el paganismo, su moral y sus ciencias especulativas era inadecuadas y burdas, y que sólo gracias al cristianismo encontraron el complemento y la guía. No obstante, fueron los filósofos paganos los que ayudaron a redescubrir la filosofía, una vez superada la época de depravación humana. La filosofía les fue revelada a los Patriarcas, pero en los tiempos oscuros casi se perdió. Los paganos, al menos en parte, colaboraron en su restitución, el más importante de los cuales fue Aristóteles. Lo que propone Bacon es reconocer que hay que emplear la sabiduría pagana de modo inteligente, es decir, “sin condenarla y rechazarla con ignorancia, pero también sin adherirnos servilmente a tal o cual pensador particular” (Copleston, op. cit).. Toda verdad es útil, no sólo la teológica, porque en última instancia toda verdad, sea de la clase que sea, conduce a Dios.

La cuestión del lenguaje se abarca en la Tercera Parte, donde Bacon hace hincapié en el estudio científico de las lenguas, dado que para interpretar y traducir con corrección las Sagradas Escrituras es vital un óptimo conocimiento del hebreo y el griego. Además, esto permite corregir los manuscritos, y es muy valioso contar con buenas traducciones de las obras clásicas.

Para la Cuarta Parte Bacon estudia las matemáticas, que son algo así como la puerta de entrada a todas las demás ciencias. Las matemáticas se aprenden con más facilidad que otras disciplinas científicas, y sin su correcto manejo no podemos afrontar con garantías la astronomía, pero tampoco la lógica y la gramática, que en parte dependen de la matemática. Es más, incluso la propia teología se puede ver afianzada gracias a ella, porque ayuda en problemas cronológicos de la Escrituras, en físicos (el tamaño de la Tierra en relación con el Universo, por ejemplo). A continuación, Bacon ofrece reflexiones sobre la luz, la forma esférica terrestre, eclipses y mareas, además de menciones acerca de geografía y la astrología. Ésta última, nos dice, revela con razón que los movimientos de los cuerpos celestes “afectan a los acontecimientos terrestres y humanos, e incluso producen disposiciones naturales en los seres humanos, pero no destruyen el libre albedrío” (Copleston).

Prosigue Bacon estudiando cuestiones científicas en la Quinta Parte del Opus Maius, esta vez referida a la óptica: cómo se estructura la visión, la visión, los fenómenos de refracción y reflexión, etc. Pero lo más interesante de esta parte es la sugerencia del Doctor Mirabilis, de que “podría elevarse espejos en lugares altos para que pudieran observarse los trazados y los movimientos de un campamento enemigo, y que, valiéndonos de la refracción, podríamos hacer que las cosas pequeñas parecieran grandes y que objetos distantes parecieran próximos” (Copleston). De este modo, aunque no parece haber pruebas de que lo construyera en efecto, Roger Bacon tuvo en mente la idea del telescopio.

La Sexta Parte está orientada hacia la ciencia experimental. Mediante la razón nos podemos acercar a una conclusión verdadera, pero se precisa de la experiencia para la confirmación de la misma. Hay muchas creencias que se refutan por la experiencia, de la cual hay dos clases: en una primera empleamos los sentidos corporales, instrumentos o testimonios, y sirve para todo tipo de propósitos: prolongar la vida, fabricar sustancias nuevas, etc.; en la segunda, la experiencia de cosas espirituales, a través de la gracia, nos lleva a la verdad, hasta alcanzar el estado místico.

Como colofón al Opus Maius, su Séptima Parte está centrada en la filosofía moral, superior a las anteriores actividades en tanto se vincula con las acciones por las que somos buenos o malos y da enseñanzas a los hombres para sus relaciones con Dios y sus prójimos. Bacon analiza la moralidad cívica y la personal, recogiendo los fundamentos para aceptar la religión cristiana. Todo cristiano asume la revelación, pero al tratar con no cristianos es preciso recurrir a la razón, pues no se puede apelar sin más a la autoridad para convencerles.

-Final

Como nos ilustra Copleston, Bacon “a pesar de su respeto por Aristóteles, no es infrecuente que le interprete torcidamente e incluso que le atribuya doctrinas que ciertamente nunca sostuvo”. Dada su insistencia y “devoción” por la ciencia experimental, en el avance de la astronomía por medio de las matemáticas y en las aplicaciones prácticas de las investigaciones científicas, y por su amplitud de intereses y profundidad de estudios, a Bacon se le puede considerar como “un heraldo de los tiempos futuros... puso el dedo en muchos puntos débiles de la ciencia de su tiempo, así como de la moral y de la vida eclesiástica contemporáneas”; tenía, añade Copleston, “la conveniente agilidad intelectual para ver la posibilidad de su desarrollo y aplicación [de sus teorías científicas], y tuvo una vigorosa intuición del método científico, de la combinación de deducción e inducción”.

Sin embargo, hay quienes opinan que se exagera a veces esta personalidad científica de Roger Bacon. Por ejemplo, G. Sinkler, en su artículo sobre Bacon para el Diccionario Akal de Filosofía, señala que “no debe pensarse, sin embargo, que Roger Bacon fuera un buen matemático o un buen científico natural. Aparentemente, nunca estableció un solo teorema o demostración matemática, tampoco se le puede considerar un buen árbitro en temas de astronomía y tuvo una elevada consideración de la alquimia, pues creía que los metales básicos podían ser transmutados en oro y plata”.

En todo caso, nos valemos para finalizar de Nicolás Abbagnano, que en su Historia de la Filosofía sintetiza y resume el modo de pensar y experimentar del Doctor Mirabilis. Reproducimos una extensa cita, porque no se podría expresar mejor: “Así, el experimentalismo de Bacon, de acuerdo con el espíritu agustiniano, del que está completamente impregnado y dominado, concluye en el misticismo. La conclusión arroja luz sobre las premisas. El experimento baconiano está todavía cargado con el carácter mágico y religioso de las investigaciones de los alquimistas y de los magos. Bacon lo ha vuelto a llevar al agustinismo y lo ha interpretado a la luz de la doctrina de la iluminación divina. Pero con ello ha confirmado su carácter místico y religioso, porque le ha reconocido un fundamento trascendente, la revelación directa de Dios. Y, sin embargo, no es posible dejar de reconocer en esta extraña figura de fraile franciscano, alquimista y místico, experimentador y teólogo, el carácter de un precursor de la ciencia moderna. En primer lugar, por el valor que ha dado a la investigación experimental; en segundo lugar, porque ha reconocido que la disciplina de la investigación, su lógica interna, son las matemáticas. Todo el poder de la lógica depende de las matemáticas… Solamente en las matemáticas hay la demostración verdadera y poderosa y solamente en ellas se puede llegar a la verdad plena sin error y a la certeza exenta de duda. Solamente por medio de las matemáticas pueden las otras ciencias constituirse y hacerse ciertas. Son éstas las tesis fundamentales sobre las cuales ha nacido y se ha desarrollado, desde Galileo en adelante, la investigación científica moderna”.

Carnap y su filosofía del lenguaje (y III): extensión e intensión


Para comprender las nociones de extensión e intensión, básicas en Carnap, debemos previamente atender a un hecho de relevancia. Si consideramos un enunciado del tipo “Juan es humano” podemos reelaborarlo para que describa la propiedad o la clase en él contenida; en otras palabras: su contenido significativo puede remitir a éstas si escribimos: “Juan tiene la propiedad de ser humano” o “Juan se engloba en la clase de los humanos”.

Hasta ahí, bien. Pero hay que examinar las condiciones de identidad entre las propiedades y las clases, pues no son iguales. En las segundas se da la coextensionalidad. Esto significa que dos clases son iguales cuando en ellas se dan los mismos individuos (son iguales cuando son equivalentes). Pero para que haya identidad de propiedades es necesario un requisito adicional: el de la equivalencia lógica. Lo que esta equivalencia establece es que las propiedades idénticas no se pueden imaginar de modo independiente. Es decir, ambas tienen que estar formadas, por fuerza, por los mismos individuos. Así, los predicados “humano” y “bípedo sin plumas” generan las mismas clases de equivalencia, son coextensionales, pues lo que se pueda afirmar (con verdad) de uno de los elementos que compongan el primer predicado se puede afirmar igualmente de elementos en el segundo; sin embargo, los predicados “humano” y “animal racionales” conservan, además, una equivalencia lógica, son lógicamente equivalentes, pues expresan exactamente la misma propiedad (pues no hay animal racional alguno que no sea, por fuerza, humano, sostiene Carnap).

Y es aquí donde Carnap hizo uso de sus nociones de extensión e intensión. Y las aplicó a los predicados. ¿Qué es la extensión de un predicado? La clase que le corresponde. Por tanto, dos predicados compartirán la misma extensión si y sólo si son equivalentes. Y, ¿la intensión de un predicado? La propiedad que le corresponde, desde luego. Dos predicados compartirán la misma intensión si y sólo si poseen equivalencia lógica. La extensión del predicado “humano” será la clase de los seres humanos, y su intensión la conformará la propiedad de ser humano.

Hay predicados que tienen más de un argumento, conectando dos o más expresiones individuales. En estos casos, dichos predicados no expresan propiedades, sino relaciones; ambos, sin embargo, son para Carnap ‘conceptos’, que para él son algo objetivo presente en la naturaleza y que el lenguaje logra trasmitir. Los conceptos tienen extensión (son aplicables a individuos).

Por otro lado, la extensión de un enunciado es su valor de verdad, y esto se debe a que los enunciados que sean equivalentes tienen una propiedad en común: precisamente, la de poseer un mismo valor de verdad. Un enunciado será, por tanto, una expresión predicativa, sin argumentos, equivalente a cualquier otro enunciado, siempre que ambos posean el mismo valor de verdad.

La intensión de un enunciado, por su lado, exigió un análisis más detallado. Para Carnap, una proposición no es una mera entidad lingüística, sino extralingüística. Aunque puede ser captada por el lenguaje es, al mismo tiempo, independiente de éste. Se trata de una entidad objetiva, según Carnap, pues es independiente de mentes o procesos mentales. Pero todo eso plantea problemas, desde luego.

Por ejemplo, ¿qué relación guardan las proposiciones con los hechos? Para nuestro filósofo, hay más una relación de identidad que de correspondencia, en el caso de las proposiciones verdaderas. Éstas serían hechos, y no simplemente algo que se corresponde con los hechos. No, son los hechos mismos.

Por lo que respecta al tratamiento de las proposiciones falsas, Carnap mostró que era necesario el análisis de su estructura para dar con la solución. Lo que dijo fue que esas proposiciones eran “intensiones complejas”, dado que las podemos entender como la suma de las intensiones de las expresiones que las componen. La propia naturaleza de las reglas semánticas permite elaborar enunciados que poseen como intensión una proposición falsa, por medio de unas combinaciones semánticas particulares; se las puede considerar, según recoge Eduardo de Bustos (Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999, obra que, nuevamente, son sirve para la totalidad de la presente serie sobre Carnap), “como un resultado secundario de su propia [de las reglas de la lengua] capacidad combinatoria, como una consecuencia de la sobredeterminación de la lógica respecto a la realidad”.

Por su parte, la intensión de dos expresiones nominales, siendo ambas lógicamente equivalentes, debe consistir en aquello que comparten, es decir, la expresión de un mismo concepto individual.

Resumimos, a continuación, un cuadro con las distintas combinaciones y particularidades respecto a la extensión y la intensión (tomado de de Bustos, op. cit.):

                                    Expresiones                 Expresiones                 Expresiones 
individuales                 predicativas                 enunciativas

Extensión              Individuos                       Clases                          Valores de verdad
Intensión               Conceptos                      Predicados                  Proposiciones

                                    individuales

La noción de “conexión necesaria” de Hume


“Cuando miramos los objetos externos en nuestro entorno y examinamos la acción de la causas, nunca somos capaces de descubrir de una sola vez poder o conexión necesaria algunos, ninguna cualidad que ligue el efecto a la causa y haga a uno consecuencia indefectible de la otra. Sólo encontramos que, de hecho, el uno sigue realmente a la otra. Al impulso de una bola de billar acompaña el movimiento de la segunda. Esto es todo lo que aparece a los sentidos externos. La mente no tiene sentimiento o impresión interna alguna de esta sucesión de objetos. Por consiguiente, en cualquier caso determinado de causa y efecto, no hay nada que pueda sugerir la idea de poder o conexión necesaria. [...].


Parece entonces que esta idea de conexión necesaria entre sucesos surge del acaecimiento de varios casos similares de constante conjunción de dichos sucesos. Esta idea no puede ser sugerida por uno solo de estos casos examinados desde todas las posiciones y perspectivas posibles. Pero en una serie de casos no hay nada distinto de cualquiera de los casos individuales que se suponen exactamente iguales, salvo que, tras la repetición de casos similares, la mente es conducida por hábito a tener la expectativa, al aparecer un suceso, de su acompañante usual, y a creer que existirá. Por tanto, esta conexión que sentimos en la mente, esta transición de la representación de un objeto a su acompañante habitual, es el sentimiento o impresión a partir del cual formamos la idea de poder o de conexión necesaria. No hay más en esta cuestión. Examínese el asunto desde cualquier perspectiva. Nunca encontraremos otro origen para esa idea. Esta es la única diferencia entre un caso, del que jamás podremos recibir la idea de conexión, y varios casos semejantes que la sugieren. La primera vez que un hombre vio la comunicación de movimientos por medio del impulso, por ejemplo, como en el choque de dos bolas de billar, no pudo declarar que un acontecimiento estaba conectado con el otro, sino tan sólo conjuntado con él. Tras haber observado varios casos de la misma índole los declara conexionados. ¿Qué cambio ha ocurrido para dar lugar a esta nueva idea de conexión? Exclusivamente que ahora siente que estos acontecimientos están conectados en su aparición del otro. Por tanto, cuando decimos que un objeto está conectado con otro, sólo queremos decir que han adquirido una conexión en nuestro pensamiento imaginación y fácilmente puede predecir la existencia del uno por la y originan esta inferencia por la que cada uno se convierte en prueba del otro, conclusión algo extraordinaria, pero que parece estar fundada con suficiente evidencia”.


David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, Sección VII, parte I, parte II (Alianza, Madrid 1994, 8ª ed., p. 91, 99-100).

Roger Bacon (I)


-Introducción

Con la llegada del siglo XIII hubo un incremento notable en el interés por el estudio de la naturaleza. Desde el siglo previo, con la Escuela de Chartres (Francia), se había considerado a la naturaleza como parte del ciclo creador divino, pero su investigación recayó, más que en los filósofos, en los magos, alquimistas y doctores de lo oculto. Sin embargo, gracias a la filosofía árabe y su difusión de la cultura (matemáticas, astronomía, óptica, física, medicina…), el análisis de la ciencia clásica llegó a los filósofos occidentales. Por otro lado, el aristotelismo se convirtió en una justificación de aquellas ciencias y de las investigaciones experimentales en que se basaban, rompiéndose el carácter ocultista y devolviendo la ciencia a su lugar en el saber general de la cultura.

Así, el aristotélico san Alberto Magno se ocupó de problemas científicos, y los propios agustinianos dedicaron esfuerzos y mucho tiempo en los campos de investigación de cariz científico que se les abrían. En particular, y dentro de los agustinianos, fueron los franciscanos de la Escuela de Oxford quienes brindaron, ya en el mencionado siglo XIII, la más nutrida y variada aportación a los estudios experimentales y científicos. El primero de ellos, más notable, fue Roberto Grosseteste, a quien es fácil definir como el iniciador del nuevo naturalismo en aquella universidad.

Es menester reconocer, sin embargo, que el proceder científico y experimental de esos tiempos aún no era “puro”, toda vez que seguía fuertemente impregnado de elementos teológicos, místicos y mágicos. Pero resulta interesante desde la óptica filosófica porque abrió una línea nueva de investigación y, por su misma metodología, plantearon interrogantes sobre lo que nos estaba dado conocer respecto al mundo natural, etc., así como porque esta nueva valoración de los estudios científicos permitió generar una brecha en la antigua noción del mundo aristotélica que había dominado la cultura medieval.

Si el exponente más conspicuo del experimentalismo científico de la primera mitad del siglo XIII fue Grosseteste, en la segunda descuella con luz propia Roger Bacon, discípulo de aquél.

-Vida y obras

Hay mucha incertidumbre respecto a las fechas del nacimiento y muerte de Roger Bacon. Parece sólo seguro que vino al mundo entre los años 1210 y 1214, cerca de la localidad inglesa de Ilchester, y que la de su muerte se sitúa por lo menos en 1292, cuando compuso su obra Compendio de los estudios teológicos. Pero no se supo más de él a partir de ese año, por lo que desconocemos si vivió aún posteriormente.

A Bacon le llamaron sus contemporáneos Doctor Mirabilis, (el ‘doctor admirable’). Hizo sus estudios en Oxford, donde tuvo como maestro, según hemos dicho, a Roberto Grosseteste. Fue también a París, permaneciendo desde 1244 a 1250, aproximadamente. La admiración que profesaba a Grosseteste en Oxford tuvo su paralelo en París, donde encontró a un tal Pedro Peregrino (nombre dado, al parecer, porque participó en una cruzada) o Pierre de Maricourt, que estimuló a Bacon para que atendiera a la ciencia experimental e hiciese sus preguntas a la naturaleza misma, en lugar que conformarse con responderlas a priori obviando el recurso fundamental de la experiencia. Bacon exaltó la figura de Pierre, diciendo de él que es “maestro del arte experimental, el único entre los latinos capaz de entender los más difíciles resultados de esta ciencia” (Opus tertium, 13). Parece que se debe a Bacon la expresión, aparecida por vez primera en su obra, de «ciencia experimental», como referida a un conjunto de saberes que no atañen a la filosofía ni a la teología.

Este juicio tan favorable a su maestro francés no estuvo acompañado por un trato semejante a otros colegas. Sintió poco apego por los profesores de París (anotó que la Summa de Alejandro de Hales pesaba más que un caballo, pero que era poco valiosa…), y criticó a los teólogos porque, dijo, se introducen en la filosofía sabiendo más bien poco acerca de las ciencias, y porque han sido muy considerados con Alejandro de Hales o con Alberto Magno sin merecerlo realmente éstos (juicio éste último, seguramente, injusto). Sí que admiró a Aristóteles, pero renegaba de las deficientes (a su juicio) traducciones latinas. Hubiera querido, afirmó, poder quemarlas… No obstante, fue uno de los primeros en el Occidente cristiano en poder leer y posteriormente comentar las obras del Estagirita sobre filosofía natural, física y metafísica,  que habían sido recientemente recuperadas.

Bacon se convirtió en maestro de Teología, antes de regresar a Oxford hacia 1252. Ingresó en la orden de los franciscanos por esta época, y en Oxford prosiguió como maestro hasta 1257, cuando se vio obligado a dejar la enseñanza pública por provocar sospechas en sus superiores. El Papa Clemente IV fue protector suyo, y llegó a pedirle que le enviara su obra principal (el Opus Maius, del que hablaremos enseguida). Sin embargo, sus opiniones no fueron muy bien vistas en círculos tradicionalistas, por lo que fue perseguido en varias ocasiones y, finalmente, en 1278 se le obligó a ser enclaustrado. Su doctrina fue condenada por el general de la orden de los franciscanos, Jerónimo de Ascoli. Desconocemos cuánto tiempo estuvo cautivo Bacon, pero lo último que se sabe de él, como hemos dicho, se remonta a 1292. Parece probable que no viviera mucho más, dado que en esa época ya debía ser octogenario.

Las obras fundamentales de Roger Bacon son tres: el Opus Maius, el Opus Minus y el Opus tertium. De ellas, sólo la primera se completó, y es muy posible que fuera enviada al Papa Clemente IV. Las dos restantes se han conservado como simples esbozos. El Opus Maius (1267) es una especie de enciclopedia compuesto de siete partes, que analiza temas diversos: las causas de los errores, las relaciones entre filosofía y la teología, el lenguaje, las matemáticas, la teoría de la perspectiva, el conocimiento experimental y la ética. En ella, sostiene Bacon que para entender la Biblia es indispensable estudiar el hebreo y el griego; también nos dice que la clave de todas las ciencias es el estudio de las matemáticas (que comprende geometría, astronomía y astrología). Junto con la experimentación, son las herramientas básicas para comprender el mundo natural, pero también son instrumentos para la propia teología, a quien puede servir la propia filosofía en la tarea de conversión de los infieles.

Por su parte, el Opus minus es un complemento del Maius y contiene una exposición sobre la alquimia, además de más aportaciones nuevas acerca de la teología y su vinculación con la ciencia y la filosofía. Por último, el Opus tertium, hace un resumen de las dos obras previas y añade nuevas disquisiciones.

Bacon quería compilar y elaborar un plan gigantesco de enciclopedia de las ciencias. Las ciencias filosóficas comprenden, según él, tres partes o grupos: las matemáticas, la física y la moral. La gramática y la lógica, sin embargo, son a juicio partes ‘accidentales’ de la filosofía. Hizo estudios de temáticas muy diversas, pero sobretodo las que atañen a la física (la óptica, en concreto), la astronomía, las matemáticas, la historia natural y la gramática hebrea y griega. Pero Bacon se ocupó asimismo de problemas de ingeniería y construcción e imaginó, en su De mirabilipotestate artis et naturae, constructos y artefactos mecánicos singulares y maravillosos que profetizaba estaban por llegar o que, en algunos casos, él mismo había podido construir.

Como escribe Nicolás Abbagnano (Historia de la Filosofía, Vol. 1. Ed. Hora, Barcelona, 1994), “la posición de Bacon en todas sus obras es la de una resuelta libertad espiritual. Está convencido de que la verdad no se revela sino a los hombres que la buscan; de que las investigaciones deben sumarse e integrarse una con otra y que, en resumen, la verdad es obra del tiempo”. Por tal motivo, si bien admite el valor extraordinario de la obra de Aristóteles, sostiene que éste aún no ha logrado penetrar del todo en los secretos del mundo natural. Al igual que “los sabios de hoy ignoran muchas verdades que serán familiares a los estudiantes más noveles de los tiempos futuros” (Ibid.,II, 13), Aristóteles tampoco logró obtener la última palabra. Cabe, por tanto, proseguir la búsqueda y el estudio.

Antes de analizar sucintamente el Opus Maius de Bacon, introduzcamos algunas precisiones más sobre su intención y pensamiento. Es sabido que resulta básico en Bacon su insistencia en la experiencia para descubrir el motor que mueve a la naturaleza; sin embargo, nos dice Ferrater Mora (Diccionario de Filosofía, Ariel, Barcelona, 1994) que “la intención principal [de las obras de Bacon es ofrecer] una propuesta de reorganización de la sociedad a base de colocar como fundamento de ella la sabiduría cristiana”. Todo giraría, pues, en torno a ese ideal. Por otro lado, a veces se suele afirmar que la filosofía de Roger Bacon es decididamente antiescolástica; extremo que no es exacto en absoluto. Se trata, más bien, de un giro dentro de ella. La fe es ‘superior’ porque nuestras almas no logran un conocimiento completo por sí mismas, ni suficiente ni exacto. Gracias a la influencia del entendimiento agente, eliminamos una excesiva fe en la autoridad humana. De aquí que “aprender por la propia experiencia no es negar la fe, sino todo lo contrario: destruir el velo que se interpone entre lo que el alma, auxiliada por la gracia divina, es capaz de hacer y lo que efectivamente hace bajo la superstición de las autoridades” (Ferrater Mora, op. cit.).

La experiencia es clave, por tanto, en una doble vertiente: internamente, como paso previo a la mística; externamente, como procedimiento de conocimiento de la realidad natural. Y, añade Bacon, este conocimiento es el único que puede ofrecer resultados positivos en nuestro estudio del mundo natural. En sus propias palabras, “la autoridad no da el saber, sino sólo la credulidad... el razonamiento no puede distinguir entre el sofisma y la demostración, a menos que efectúe la conclusión por medio de la experiencia... Hay dos modos de conocer: por argumento y por experimento; el argumento concluye y nos hace concluir la cuestión, pero no elimina la duda”. (Opus Maius). Pero, como nos recuerda Ferrater Mora, cabe diferenciar el concepto de ‘experiencia’ en Bacon y en la actualidad, pues son distintos: “…experimentar es para el maestro de Oxford poseer la técnica que permita utilizar las fuerzas de la Naturaleza. De ahí la imagen del universo concebido como un conjunto de fuerzas ocultas y mágicas, que el sabio debe estudiar y poder desencadenar voluntariamente” (Ferrater Mora, op cit.).

Carnap y su filosofía del lenguaje (II)


Posteriormente a las investigaciones de Carnap en el terreno de la sintaxis nuestro personaje viró en sus intereses hacia el campo de la semántica. Ya en 1934 Carnap había diferenciado entre dos modos de emplear o utilizar el lenguaje: material o formal. En el primer caso el lenguaje habla de la realidad y lo componen proposiciones de objeto (“Ferrari es un coche deportivo”, por ejemplo); en el segundo el lenguaje habla del propio lenguaje (“Ferrari es un nombre de coche deportivo”), analizando propiedades lingüísticas. Éste modo ‘formal’ es el propiamente filosófico, sostenía Carnap, toda vez que la filosofía, según él, se reducía a eso: a examinar la estructura lógica de las expresiones lingüísticas. Carnap, igualmente, creía que muchos de los problemas filosóficos eran resultado de mezclar o confundir los dos planos y que, clarificando el origen o la esencia de aquellos, muchos dejarían de serlo.

Pero esto era el ideal de Carnap. Pronto, sin embargo, empezó a comprender que para caracterizar bien los conceptos semánticos un mero análisis formal de los lenguajes era del todo insuficiente. Por suerte halló, en A. Tarski, a un aliado, al constatar que era viable aplicarles un método de definición parecido al que se empleaban en la sintaxis. Es decir, lo que Tarski había hecho era formular reglas que concretaban una condición necesaria y suficiente de la verdad de las expresiones lingüísticas. En efecto, poniendo el relación un lenguaje objeto y un metalenguaje era posible definir aquellas con precisión.

Entonces, ¿qué es un método preciso de análisis semántico? Es aquel que se desarrolla “en un lenguaje artificialmente definido que desempeña la función de un lenguaje objeto para el que se especifican, en un metalenguaje, los conceptos semánticos comunes; el metalenguaje habla, afirma cosas, del lenguaje objeto…”, tanto si éste es “una lengua natural como un lenguaje formal. La diferencia entre uno y otro… “ pueden reducirse en principio a que “las reglas que constituyen la lengua natural son generalizaciones que explican una realidad social… mientras que los sistemas formales son sistemas lingüísticos que pueden estar ideados con fines específicos” (Eduardo de Bustos, Filosofía del Lenguaje, UNED, Madrid, 1999). Por tanto, son sistemas más ‘libres’, pues no se ciñen a fines descriptivos o explicativos, sino que se constituyen con intención práctica, y las reglas que los componen se idean en función de esos fines.

Lo básico en el sistema que desarrolló Carnap es la “designación”. El análisis semántico es, según esto, el modo de determinar lo que ‘designan’ cada una de las categorías que pertenecen a un sistema lingüístico, y esto es importante sobretodo en los enunciados, toda vez que el significado de los componentes de una oración consiste en su contribución al significado global de ésta. “Como lo que una oración designa es su valor de verdad, el significado de las categorías lingüísticas está determinado por su aportación a la fijación del valor de verdad de la oración” (de Bustos, op. cit).

Carnap, para poder diferenciar entre verdades lógicas y fácticas (analíticas o necesarias las primeras, sintéticas o contingentes las segundas), empleó entre otras las nociones de “descripción de estado” y de “rango”, propuestas por Wittgenstein. La primera estaría formada por enunciados de una clase concreta de modo que cualquier enunciado atómico (ya sea éste o su negación) debe pertenecer a esa clase. Una descripción de estado lo que hace es describir un posible estado del universo, de los individuos y sus relaciones dentro de un sistema semántico.

Para un enunciado alfa, por ejemplo, puede suceder que alfa (si tiene forma atómica) esté en un conjunto ‘descripción de estado’ determinado, o bien no lo esté; si tiene forma molecular, por su parte, disponemos de un grupo de reglas que nos brindarán averiguar si alfa es satisfecho por aquella descripción de estado. Y, en general, pueden establecerse reglas que definen, para un operador lógico, si el enunciado molecular dentro del cual está es satisfecho o no por la descripción de estado particular que se haya escogido. Pues bien, el conjunto de todas las descripciones de estado que pueden satisfacer un enunciado alfa se llama “rango de alfa”.

Según Carnap, entonces, si tomamos la descripción de estado, el rango y ciertas reglas semánticas de designación, entonces estaremos en condiciones de disponer de una interpretación (es decir, dilucidar sus constantes individuales y predicativas y concretar el rango) de alfa. Sabiendo el significado de ese enunciado, sabremos las condiciones que lo hacen verdadero en relación con una particular descripción de estado.

El concepto de verdad lógica Carnap lo definió “como la verdad de un enunciado establecida únicamente en virtud de reglas semánticas, sin referencia a los hechos extralingüísticos”, es decir: “un enunciado alfa será lógicamente verdadero si y sólo si, dada cualquier descripción de estado, alfa es verdadero respecto a ella” (de Bustos, op. cit.).

Si un enunciado no es lógicamente verdadero ni falso, entonces es lógicamente indeterminado. Y lo es porque no se puede aclarar, por medios lógicos, su verdad o falsedad. Y entonces, ya no es un enunciado analítico o necesario, sino uno contingente o fáctico. En este tipo de enunciados siempre se dará una descripción de estado respecto de la cual serían verdaderos (o sea, que siempre podemos imaginar un conjunto de hechos en los cuales dichos enunciados tengan un carácter verdadero, y otro conjunto en el que no lo sean). Por eso mismo se trata de enunciados contingentes: porque respecto a algunos hechos posibles son verdaderos, pero respecto a otros, son falsos.


En la siguiente y última nota dedicada a Carnap exploraremos sus nociones de extensión e intensión.

La paradoja del mentiroso


“He aquí dos principios básicos de la lógica:
        
NC- El principio de no contradicción: Ningún enunciado es a la vez verdadero y falso.
TE- El principio del tercero excluso: Todo enunciado o es verdadero o es falso.

Consideremos ahora el siguiente enunciado:
                        (1) «El enunciado  (1) es falso»

Por TE, (1) o es verdadero o es falso. Supongamos que (1) es verdadero. Entonces (1) es falso, porque esto es lo que (1) dice.

Pero entonces (1) es a la vez verdadero y falso, contrariamente a lo que afirma NC. Por lo que la suposición de que (1) es verdadero lleva a una contradicción y ha de ser negada. Así que debemos suponer  que (1) es falso, pues lo que (1) dice es que (1) es falso. Pero entonces (1) es verdadero. Pero entonces (1) es a la vez falso y verdadero, contrariando el principio NC. Por lo que la suposición de que (1) es falso lleva a una contradicción y ha de ser negada. Pero ahora tenemos una contradicción. Puesto que, por TE, (1) o es verdadero o es falso; pero, según nuestro razonamiento, (1) no es ni verdadero ni falso."


John Perry y Michael Bratman, Puzzles and paradoxes, en Introduction to Philosophy. Classical and Contemporary Readings (Oxford University Press, Nueva York-Oxford 1986, p. 799).

Francisco Giner de los Ríos (y IV): filosofía de la historia y pensamiento religioso.


Filosofía de la historia

Francisco Giner de los Ríos, como estamos viendo, era un hombre práctico; estaba lejos de quererse limitar a un estudio o análisis meramente teórico o de los fundamentos: él, y la ILE, pretendían reformar y modernizar la vida española. Y, para entender mejor esa realidad, debía mirar hacia atrás, hacia su historia.

La idea que el hombre se va formando de Dios cambia a lo largo de la historia (y es coincidente con las distintas etapas de la evolución de la humanidad). En primer lugar está el fetichismo, después llegó el cristianismo y está por venir la época de la religión universal en que el hombre tomará mayor conciencia de Dios, de sí mismo y de sus semejantes. Pero este progreso se puede ver obstaculizado (o favorecido) por gobiernos, iglesias, etc.

Giner y los krausistas españoles tomaron una postura a medio camino, por lo que se refiere a la historia, entre tradicionalistas (que aman y se aferran a ella) y progresistas (que la niegan). Entendieron que la tradición es valiosa, y que en ella hay aspectos que hay cabe tener muy en cuenta,  pero no sienten apego por considerar que hay sólo una tradición propiamente española, y desde luego, no aceptan que ésa deba ser la católica romana, entre otros motivos, porque sostienen que ha sido ella misma, precisamente, la responsable del atraso y la decadencia de la sociedad de su tiempo.

En efecto, en la historia de España existe algo eterno y permanente junto a formas históricas particulares que cabe desechar y superar. Para Giner, la realidad histórica de nuestro país es ese mundo interior suyo, sus valores y toda la variedad de sus manifestaciones espirituales. El pasado español que ensalza Giner es el que persiste en su arte y su mística. Por lo que atañe al arte, Giner muestra un gran respeto y entusiasmo. El arte se identifica con el carácter perdurable de lo español. En referencia a la mística, en ella podemos encontrar a los auténticos maestros que exhiben cuál es la verdadera alma religiosa española, que no es otra que aquella que trata y logra de unirse a Dios en contemplación. Es ésta mística la que destila la genuina religiosidad de nuestro pueblo, afirma Giner, y no la dogmática católica-románica. Ésta, de hecho, puso en marcha una labor de vigilancia, amenaza y en ocasiones persecución contra los místicos.

El genio español, para Giner, profesa una religiosidad íntima, liberada de dogmas y que evita las leyes ajenas y externas; por tanto, lo que pretendía el fundador de la ILE era, sin más, un regreso al cristianismo puro y original, independiente de cualquier limitación o influencia eclesial. La idea, pues, era fundar una España de concordia entre todos los ciudadanos, cimentada sobre su misticismo, su arte y su paisaje, para unir a todos los españoles en una obra común, naturalista, laica y verdaderamente humana.

Acerca de la religión


En este ámbito, Francisco Giner de los Ríos se adscribe como seguidor de la religión natural, pues ésta viene garantizada por la razón, y para Giner, “el criterio o fuente de toda la verdad es el testimonio de la conciencia garantizada por la razón” (Manuel Suances, Historia de la Filosofía Española Contemporánea, Síntesis, Madrid, 2010). Cualquier religión positiva, por tanto, está al mismo nivel que las demás, lo que permite a cada persona adherirse a una u otra, incluso cambiar entre ellas, en función de la plausibilidad que le otorgue. El cristianismo, libre del autoritarismo excesivo y del dogmatismo inútil y perjudicial, merece un respeto y una valoración positivas, a juicio de Giner.

La religión se basará en una relación trascendente del hombre para con Dios, creador de aquel. Por tanto, no se trata tanto de un conjunto de prácticas como de una actitud, actitud que, a través de esa relación, impregna la vida toda del hombre, elevándola hacia lo trascendente. La religión da un sentido radical a la vida; por tanto, no se trata de algo denigrante, ni algo alienante, ni un infantilismo a superar. Antes al contrario, la religión es “una función permanente de la vida individual y social… es un modo personal de vivir y de obrar” (Giner de los Ríos, Resumen de la Filosofía del Derecho, Obras Completas, vol. XIV, p. 51).

Por tanto, si la religión es “una forma fundamental y total de la vida”, para su condición de posibilidad es imprescindible la libertad de conciencia, el ámbito en el que puede brotar la religiosidad, pues en un espacio donde se imponen creencias esto no es posible.

Partiendo de esta libertad de conciencia, Giner defienda las que son consecuencia de ella: la libertad en la educación religiosa, la elección o cambio de confesionalidad, de culto, de manifestación, etc. Por ello, en la ILE no había una confesionalidad particular, pero la religiosidad impregnaba la Institución. La religión, afirmará Giner, “extiende, por todas partes, la paz, la tolerancia, el amor solidario; despierta la unidad de todas las cosas y da a éstas, aun las más humildes, un valor trascendental (Estudios sobre Educación, O. C., vol. VII, p. 28).

Según ello, Estado y Religión deberían poder coexistir sin problemas, sin embargo, no es así. La libertad religiosa es básica para la unidad del hombre, mas en la sociedad del siglo XIX, en la que vivió Giner, la iglesia española estaba muy identificada, muy ligada al poder político, con el resultado de que no era libre, ella misma, para vivir y enseñar la libertad. Giner de los Ríos se vio obligado, como otros intelectuales liberales, a cortar con dicha Iglesia (a la cual, sin duda, le vinculaban estrechos lazos), precisamente por ello. Y la gran tragedia de la España religiosa, sostiene nuestro autor, es que el misticismo, máxima seña de ese espíritu religioso nuestro, con el que el krausismo conectaba tan íntimamente, haya sido perseguido y ahogado por el dogmatismo romano. Ese genio religioso, “fogón de libertad y creatividad, ha chocado con la estrechez del dogmatismo y el autoritarismo del catolicismo oficial” (Suances, op. cit.).

Por este motivo, Francisco Giner de los Ríos fue duro, muy duro, con la Iglesia Católica de su tiempo. Y lo fue con toda razón, pues a la sazón, por desgracia, esa institución había dejado al margen los principios que la animaban para arrimarse de tal modo al poder político que aquellos ya no fueron los pilares que la sustentaban, sino el afán de nutrirse y aumentar su influjo dogmático. Por ello, Giner incide en que “la religión no conoce partidos, y la política no entiende, esto es, no debe entender, de profesiones de fe ni de controversias dogmáticas”, en clara alusión al binomio Iglesia-Política imperante en sus años. También por ello Giner sentenciaría con contundencia: “los amigos del Catolicismo son enemigos de la libertad, y los amigos de la libertad son enemigos del Catolicismo” (Giner de los Ríos, O. C. Estudios jurídicos y políticos, vol. V, p. 296).