Para
comprender realmente a todo autor, el mejor modo es la lectura directa de sus
obras. Dicha lectura no siempre permite, por sí misma, alcanzar con éxito aquel
propósito, pero es innegable que si tenemos la pretensión de entender los problemas
tratados, los planteamientos y las posibles soluciones que un filósofo
presenta, examinar con atención sus escritos despeja mucho el camino. En el
caso de Platón, además, esta
propuesta es aún más atractiva, porque la frescura, la originalidad y la
amenidad de sus Diálogos nos incita con mayor entusiasmo a dejarnos llevar por
su pluma y adentrarnos en las conversaciones y las cuestiones que trata.
Aquí,
en esta serie que ahora empieza, vamos a analizar sucintamente todos y cada uno
de los diálogos del gran filósofo ateniense, aunque muy probablemente no
respetaremos el orden cronológico asumido e intercalaremos obras de diversas
etapas en el pensamiento de nuestro pensador. Sin embargo, estos resúmenes no
deben eximir, nunca, de la lectura directa que, repetimos, es el mejor
procedimiento para entender el pensamiento de cualquier filósofo.
Hay
que entender los diálogos platónicos como discursos
filosóficos en los que intervienen personajes
reales que, en la mayoría de los casos, no son filósofos. La filosofía, en
los diálogos, se trataba de manera desenfadada y antiacadémica, tan lejos de
cómo suele hacerse hoy, cuando a aquella se la separa de la vida y se la
convierte en una materia reseca y árida.
Lo
cierto es que, comparada con la tradición posterior, hemos tenido bastante
suerte con los Diálogos de Platón, pues no hay ninguno de ellos que se haya
perdido o, al menos, todas las menciones posteriores de otros escritores
remiten a una obra que conservamos. Los copistas bizantinos que nos legaron los
textos antiguos gracias a una muy loable labor, al parecer, lo hicieron con una
gran corrección y respeto. En Europa fue Marsilio Ficino quien llevó a cabo la
primera traducción, a finales del siglo XV.
En
cuanto al estilo de los Diálogos,
nos permitimos citar a Emilio Lledó, quien en su deliciosa y rica Introducción general a la obra platónica
(Diálogos, vol. 1, Biblioteca Clásica Gredos, 37, Madrid,
1981, de la que, por su valor y claridad, nos nutrimos aquí; todas las citas de
esta nota proceden de dicha Introducción,
si no se menciona lo contrario) nos dice: “El estilo de Platón se ha
considerado frecuentemente como una dificultad para alcanzar su filosofía. Este
planteamiento proviene de un típico prejuicio académico, según el cual toda
filosofía no podía ceder, para ser realmente filosofía, a la tentación de hacer
de la escritura filosófica una entidad suficiente como para alcanzar así un
valioso nivel de expresión y belleza. El supuesto rigor filosófico, el absurdo
mito de la profundidad, tenía necesariamente que enmarcarse con un lenguaje
confuso, enrevesado, que otorgase un cierto carácter misterioso a la
comunicación filosófica. La dificultad de esta filosofía disimulaba, con su
ropaje críptico, la más absoluta vaciedad […] Precisamente, como no hay
separación entre pensamiento y lenguaje, el espesor, la vivacidad, la riqueza del
lenguaje platónico son, entre otras, una prueba más del volumen, agilidad e
importancia de sus ideas. La escritura de Platón, tenia que concordar con la
atmósfera de belleza y humanidad que, a pesar de todas las contradicciones,
había circundado a las realizaciones del siglo V a. C. y que se prolongará en
buena parte del IV. Sería absolutamente anacrónico que una época que había
visto desarrollarse a Sófocles, Tucídides, Eurípides, Fidias , Pericles,
Sócrates , Gorgias, no se expresase, filosóficamente, como lo hizo Platón. La
belleza, claridad y exactitud de su lenguaje no eran otra cosa que la absoluta
identificación con la cultura y la vida real de su tiempo”.
También
existe otro obstáculo, se nos ha dicho, para que hubiera verdadera comunicación
filosófica entre Platón, como autor, y nosotros sus lectores, obstáculo que
consistía en elegir precisamente la forma dialogada para exponer sus ideas. Sin
embargo, quien así piensa incurre en un obvio anacronismo: ¿acaso habría otro
modo de hacerlo que no fuera el diálogo, toda vez que éste es la mejor forma de
“manifestar comunitariamente lo que pensaban y las cosas de las que hablaban? El diálogo
era la forma adecuada de la democracia”.
Era cuestión de hallar e iniciar un pensamiento compartido, una actividad
intelectual comunitaria, y éste se solía hallar en la calle o en el ágora. “La
estructura de la psyche griega, para
evitar la tragedia, necesita de los otros, se prolonga e identifica con la
comunidad… Esta comunidad, en el orden filosófico, la representó para Platón el
diálogo… La filosofía no puede arrancar si no es desde la raíz misma de la
comunidad y de sus problemas… El pensamiento es un esfuerzo, una tensión… se
pone a prueba, se enriquece y progresa. La
filosofía para Platón es el camino hacia
la filosofía… Una filosofía que nace discutida
nace ya humanizada y enriquecida por la solidaridad de la sociedad que refleja
y de la que se alimenta”.
También
recoge ideas similares Nicolás Abbagnano (Historia
de la Filosofía, vol. 1, Hora, Barcelona, 1994): “El diálogo era, pues,
para Platón el único medio para expresar y comunicar a los demás la vida de la
investigación filosófica. El diálogo reproduce la marcha misma de la
investigación que procede lentamente y con fatiga de etapa en etapa; y sobre
todo reproduce su carácter social y de comunidad, por cuya virtud la
investigación asocia y hace solidarios los esfuerzos de los individuos que la
cultivan”.
Aquí
vemos, pues, alguno de los motivos
por los que Platón escogió el diálogo. Hay otros, desde luego, como por ejemplo
estos dos: en primer lugar, como es sabido por todos, Platón fue discípulo de
Sócrates, de quien suele decirse que era ágrafo (es decir, que no sabía [o no
podía] escribir) pero que, en cambio, tenía un gran talento en la conversación
y estaba capacitado para extraer, mediante preguntas y respuestas, la verdad
del interior de sus interlocutores (la Mayéutica socrática, como vimos en una
nota anterior). Platón, probablemente, escribiría diálogos para inmortalizar
las ideas dialogadas de su maestro. Esto por un lado; por el otro, la Academia
atraía a pensadores de toda la Hélade en sus diversas profesiones, que
discutían y analizaban problemas, metodologías, finalidades, etc. de sus
respectivas disciplinas. Estas conversaciones dialogadas las vertería Platón en
sus escritos, recogiendo el espíritu que animaba a la Academia.
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