En primer lugar, los sentidos nos permiten percibir objetos sensibles y
groseros, extensos, que se dan en el mundo físico y a nuestro alrededor, y que
son responsables de las impresiones. En segundo lugar, la imaginación nos
facilita percibir todo aquello que está ausente en el mundo físico o que es
producto de nuestra invención, en virtud de las representaciones que nos
brindan las imágenes en el cerebro. Por último, el entendimiento puro percibe lo
abstracto y lo general, las cosas universales y las ideas y nociones comunes.
Analizando minuciosamente los errores que cada una de estas maneras de
percibir genera, y añadiendo los que se cometen por los apetitos y las pasiones
humanas, tendremos un buen punto de partida para entender cómo se producen
dichos errores y podremos tratar de evitarlos, con lo cual, aplicando un método
general, hallar la verdad. Como nos dice Malebranche en su obra citada, hay un
precepto capital que cabe seguir siempre: “no otorgar jamás consentimiento completo
sino a las proposiciones que parezcan tan evidentemente verdaderas, que no se
pueda rechazarlas sin sentir una pena interior y reproches secretos de la
razón, es decir, sin que se conozca claramente que se haría mal uso de la libertad
de no dar tal consentimiento”.
¿Cuáles son las reglas básicas de ese método general del que habla
Malebranche? Iluminados por el precepto antecedente que hemos reproducido, en
el segundo volumen de La búsqueda de la
verdad encontramos una serie de directrices a seguir, a saber: 1) mantener
siempre una evidencia plena en la línea de los razonamientos (esto se consigue razonando,
únicamente, sobre aquello de lo que es posible tener ideas claras); 2) distinguir
con precisión el estado de la cuestión que se desea resolver; 3) hallar una o más
ideas medias que actúen de medida común y permitan, así, revelar las relaciones
existentes entre las cosas; 4) prescindir de todo lo innecesario; 5) fragmentar
o dividir la cuestión a tratar en partes, comenzando por analizar aquellas que
sean más simples para finalizar abordando las más complejas; 6) resumen de las
ideas conseguidas; 7) comparar dichas ideas “según las reglas de las
combinaciones o mediante la visión del espíritu o por cualquier otro procedimiento
adecuado (La búsqueda de la verdad, II, 1 § 2).
El dogma del pecado original es de fundamental importancia para
Malebranche, y de él parte nuestro autor para introducir su noción de las
“causas ocasionales”. Cabe tener muy en cuenta que dicho dogma divide, para él,
la historia humana en dos periodos o etapas: en una primera, previa al pecado,
el entendimiento domina y la imaginación es, por así decir, marginal, mientras que en la segunda, en
la que obviamente nos hallamos, es la imaginación la que disfruta de primacía.
Malebranche modificará la doctrina cartesiana del cuerpo. En particular,
nos dice, no se puede concebir movimiento alguno de nada, ni ninguna
interacción del alma con el cuerpo, si no hay algo que genere tales relaciones.
Un cuerpo extenso, por sí mismo, es incapaz de modificarse, de variar su
posición, no hay fuerza ninguna que lo permita (no olvidemos que Malebranche
rechazaba una física basada en fuerzas, como la newtoniana). Si hay
modificación, como la vemos nosotros, es porque debe existir un agente de
cambio en el universo que sea la causa de los fenómenos. Ésta causa, aduce
Malebranche, debe ser Dios, responsable no sólo como causa eficiente de los
movimientos de los cuerpos, sino de los que median entre cuerpo y alma y hasta
los que acontecen en la misma alma. Sin el impulso dado por la voluntad del ser
divino, no se puede demostrar, nos dice, la posibilidad de los cambios y las
interacciones cuerpo-alma.
Por suerte, tales relaciones tienden a ser ordenadas, simples y eternas. Dios,
lo infinitamente infinito, contiene en sí mismo las ideas arquetípicas de las cosas creadas. Si aceptamos que conocer una
cosa es conocer su idea, captarla de
forma clara en nuestro entendimiento, entonces el conocimiento auténtico radica
en la visión en Dios. Es más, si podemos ver
los cuerpos extensos es gracias a que, previamente, hay una idea de infinita
extensión, de la cual los cuerpos constituyen particularidades.
Dios no es únicamente la causa de nuestros conocimientos, sino también la
de cuanto se produce en el Cosmos, y la responsable de que haya interacción entre
las sustancias extensas y las pensantes. Así, para resolver el tradicional problema
de la comunicación entre substancias, nuestro filósofo cambia el concepto de
causa eficiente, de raíz aristotélica, por el de causa ocasional. Si hay algún movimiento o cambio en el alma,
sostiene Malebranche, Dios intervendrá para generar el movimiento del cuerpo
correspondiente, y viceversa. De este modo, no hay relación ninguna entre el
alma y el cuerpo, son entidades independientes e inconexas, sin comunicación posible.
Todo está, por consiguiente, mediatizado
por la acción divina. El origen y el destino del universo está fijado y
decidido por Dios.
Leibniz juzgó esta tesis de Nicolás Malebranche, no sin acierto, como un
“milagro perpetuo”, y ya hemos visto la reacción de algunos miembros de los
sectores más tradicionalistas y conservadores de la religión, que no dudaron en
reprobar el racionalismo de la fe de Malebranche, aunque éste hizo todo lo
posible (y aún más allá de lo meramente razonable, podríamos decir) por dar el
mayor protagonismo a la figura divina. Hoy vemos como comprensibles, si bien
por otros motivos, las críticas que le llovieron de ambos bandos. Su intento
fue una forzada fórmula por extender dicho dominio de Dios sobre cualquier
hecho y punto del Cosmos, una influencia divina ilimitada y omniabarcadora en
todas las circunstancias y devenires de la realidad.
***
La principal obra de Malebranche que hemos comentado, La búsqueda de la verdad, en dos
volúmenes, suscitó como dijimos mucha controversia. Particularmente agudas
fueron las críticas que recibió de Antoine Arnauld (1612-1694), que se
prolongaron en el tiempo tras la publicación de aquella obra de nuestro autor,
y que dieron pie a una réplica del mismo, que tomó forma de libro y que llevó
por título Tratado de la naturaleza de la
gracia (1680). Otras obras posteriores de Malebranche fueron, por ejemplo,
las Meditaciones cristianas (1683),
el Tratado de Moral (1684) y las Conversaciones sobre metafísica y religión
(1688).
Dado el carácter polémico de muchas de las opiniones de Malebranche, es
razonable que surgieran tanto seguidores como detractores de las mismas. Muchas
de las discusiones se articularon a su “teoría de la visión de todas las cosas
en Dios”. Un par de colegas de Malebranche en el Oratorio le dieron su apoyo, Bernard Lamy y Thomassin, así como el
padre André y François Lamy, de la Orden
benedictina. También Claude Lefort de Morinière y Thomas Taylour, el primer traductor
de La Búsqueda de la Verdad al inglés,
en 1694. Como detractores, encontramos al mencionado Antoine Arnauld, además de
los franceses S. Régis, Fénelon y Bossuet. Una figura insigne que rechazó el malebranchismo
(en beneficio, obviamente, del empirismo) fue John Locke, en Inglaterra, que
incluso publicó un análisis en 1695 de sus ideas.
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