El Imperio de Bizancio fue organizado y dirigido por Carlomagno a partir del año 768, quien se mostró tan excelso en labores de gobierno como en tareas guerreras. A la muerte del emperador, en 814, le sucedió Luis el Piadoso, el heredero del Imperio. Una vez disuelto este, y muerto asimismo Luis, en 840, el reino de Francia pasó a estar bajo mano de Carlos el Calvo, con quien se logró una importante recuperación cultural.
Hacia esos años llegaron a la corte carolingia algunas obras de "San Dionisio Areopagita" (hoy, Pseudo-Dionisio), y el profesor de la escuela palatina Juan Escoto Erígena, monje irlandés, las tradujo al latín por petición del emperador. Había emigrado a Francia en 1840, a los treinta años.
Erígena compuso otras obras: Sobre la predestinación, por la que casi fue acusado de herejía; un comentario a la Jerarquía celeste, del Pseudo-Dionisio, otro más acerca del Evangelio de san Juan y los cinco libros de De divisione naturae, su obra más relevante.
El medievalista Étienne Gilson afirma acerca de Erígena que el sentido de su doctrina es íntimamente dependiente de la relación entre la fe y la razón. La naturaleza humana tiene, por deseo innato, el ansia de conocer la verdad. Tras el pecado original, que ensombreció la razón, sólo quedó para el hombre una "física" que únicamente le permitió conocer aspectos naturales del mundo y le hizo ver la necesidad de una causa creadora. Pero desde Cristo la razón ya no estaba huérfana, y debió acatar la verdad que le es revelada por Dios. Por tanto, para comprender la verdad es preciso creerla, como había afirmado Isaías (y que San Agustin retomó). Ahora bien, el mismo Dios desea que ejercitemos la razón, porque la fe debe generar en nosotros el deseo de que también la exploremos racionalmente.
Dios ha brindando la fe al hombre, sí, pero no para que se limite a ella, sino para que sea la fuerza que sirva para desarrollar en "la criatura racional el conocimiento de su Creador". Algunos pasajes de las Escrituras cabe interpretarlos, simbólicamente, ya que para el Erígena la teología es "un tipo de poesía".
En una muy famosa cita de nuestro pensador, "la verdadera filosofía es verdadera religión, y a la inversa, la verdadera religión es verdadera filosofía". Esta expresión debe comprenderse con arreglo a lo que se acaba de decir. Y por ello mismo puede vérsele, a Erígena, tanto como un cristiano ortodoxo que como un racionalista.
La razón debe entender lo que cree. Bien. Pero, ¿cuál debe ser el método para ello? Erígena nos dice que la dialéctica platónica. Emplearemos la doble operación de división y análisis: por la primera iremos pasando géneros universales hasta los particulares, hasta alcanzar finalmente a los individuos; por el segundo, recompondremos en unidad los géneros supremos, los cuales no son conceptos lógicos sino los propios individuos.
Escoto Erígena analiza el término Naturaleza y sus implicaciones en una famosa descripción. En su conjunto, la naturaleza se presenta en cuatro ramificaciones, como recoge en De divisione naturae, una obra de genuina raíz platónica, y en la que sigue a San Agustin.
1-Naturaleza que crea y no es creada.
2-Naturaleza que crea y es creada.
3-Naturaleza que no crea y es creada, y
4-Naturaleza que no crea ni es creada.
En palabras de Nicolas Abbagnano: "La primera naturaleza crea y no es creada; y es la causa de todo lo que existe y no existe. La segunda es creada y crea; y es el conjunto de las causas primordiales. La tercera es creada y no crea y es el conjunto de todo lo que se engendra en el espacio y en el tiempo. La cuarta no crea ν no es creada, y es Dios mismo como fin último de la creación".
La primera (1) de estas naturalezas es Dios, obviamente. Es naturaleza que crea pero no es creada, y por ello es el principio de todas las cosas. La cuarta (4) es igualmente Dios, pero en su estadio final, de reposo, como fin de su propia actividad y de los productos que ha generado. La segunda naturaleza (2), que crea y es creada, corresponde a las Ideas, al Verbo. O, más bien, son creadas porque emanan del Verbo, pero nunca existió un Verbo sin las ideas. Finalmente, la Naturaleza que es creada y no crea (3) son las criaturas, formadas a partir de las ideas, de las que participan, del mismo como las ideas participan de Dios.
Pero esta división de la Naturaleza (según el Erígena, ésta es el "acto por medio del cual Dios se expresa a sí mismo") no tiene por qué implicar el panteísmo, pero lo cierto es que subyace una cierta identificación en este sentido. El mundo sensible sería una teofanía, de modo que Dios se "revela en su obra".
Ahora bien, en la Naturaleza no todo es ser. También se incluye, de algún modo, el no ser. Bien mirado, todo "ser algo" es a la vez el "no-ser" de algo (porque, siendo lo que es, no puede ser otras cosas). Y, también, si "ser" es lo que podemos comprender y percibir, todo aquello que no lo sea formará parte del no-ser.
Como comenta Abbagnano, "circula por toda la obra de Juan Escoto el sentido del valor superior y divino del hombre. El pesimismo propio de los escritores cristianos y del mismo Agustín sobre la naturaleza y los destinos del hombre, se atenúa en él hasta transformarse en exaltación del hombre, de sus capacidades y de su éxito final". El hombre participa de todo: comprende como el ángel, razona como hombre, siente como, vive como gusano, posee alma y cuerpo... De hecho, se podría ver al hombre como superior al ángel, pues posee cuerpo, sensibilidad y movimiento.
El pecado es lo que aleja al hombre de Dios; si no pecase, nada le apartaría de él... y podría participar en la perfección. El hombre es su entendimiento, y la perfección del hombre es tan grande que ni siquiera el pecado original pudo destruirla. El hombre, con él, perdió no su naturaleza, sino su felicidad.
La misma muerte del hombre es el inicio de un ascenso que le llevará a identificarse con Dios. Lo que hará será retornar al estado previo al pecado. El hombre se disolverá en sus cuatro elementos constitutivos; luego resucitará en un nuevo cuerpo; después el cuerpo será transformado en espíritu. En la última fase, la naturaleza humana volverá a sus causas primeras, que se hayan en Dios, y se moverá con él.
Pero esto no será una pérdida del hombre en Dios, sino permanecer en su verdadera sustancia, integrada en las causas primeras y subsistiendo en la perfección divina.
El mal no es una realidad, sino una negación de ella. Dios no puede conocer el mal, su conocimiento debe ser creador. Todo lo que es, es pensamiento divino. Si conociera Dios el mal, el mal sería una realidad en el mundo. Pero no es nada real, ni sustancial. Lo que hace pecar no es la apariencia bella, sino la disposición del que la ve así. La pena que recaerá, tarde o temprano, en aquel que peca no es una decisión predestinada de Dios, pues ella es igualmente dolor y carencia, no realidad positiva. La pena y el pecado no se hallan en la mente divina, que sólo posee el bien y el ser.
Por tanto, el mal es el pecado, la carencia o ausencia de voluntad. La voluntad libre es el libre albedrío, en Erígena, al contrario que para san Agustín, quien la entendía como voluntad de bien. En nuestro autor, la voluntad libre tiene la opción de decantarse por el bien o por el mal. Sin esa capacidad el hombre no sería plenamente libre.
Con sagacidad, Erígena observa que la justicia es dar a cada uno lo suyo y que Dios reconozca a cada hombre el mérito de haber seguido sus mandatos. Pero si el hombre no pudiese hacer más que el bien, ¿qué valor y sentido tendrían esos mandatos? Dios otorgó el libre albedrío para que el hombre pudiera pecar o no pecar.
La idea de un "infierno material" adonde llevar a los "condenados" no tiene cabida en un universo cuya materia ha vuelto a sus principios inteligibles. Es, dice Erígena, un residuo de superstición pagada que el cristianismo debe superar. La beatificación o condenación de cada uno tendrá lugar en su conciencia, porque la auténtica muerte es la "ignorancia de la verdad".
Juan Escoto Erígena es una isla maravillosamente fresca y genuina en el pensamiento medieval, que aparece de improviso en el siglo IX, precedida de una pobreza cultural y de investigación tristemente evidentes. Fue un espíritu libre, de gran capacidad especulativa. Resulta casi, como señala Abbagnano, "un milagro" en el árido panorama filosófico de este periodo. El mismo autor italiano nos indica su relevancia: "La obra de Juan Escoto ha tenido una importancia decisiva para la ulterior evolución de la escolástica [...] En la especulación posterior no hay filósofo de la escolástica que no se relacione con él directa o polémicamente".
Sus análisis tratarán todos los aspectos y problemas fundamentales de la escolástica. Erígena representa, pues, una mente valiente y crítica, asombrosamente lúcida en un tiempo en el que, tras su muerte, la cultura cristiana occidental iba a entrar, nuevamente, en un periodo de aislamiento y mediocridad.
(Nota: Para la realización de esta entrada nos hemos basado en la Historia de la Filosofía, de Juan Carlos García-Borrón, Volumen II)
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