El hombre tiene una tendencia natural a elevarse hacia el
Uno. Esa tendencia permite reconquistar la libertad para el alma,
desconectándola de lo temporal y lo heterogéneo para que vuelva a ella misma,
al Uno.
Todas las cosas
tienden hacia Él [el Uno] y lo desean
por una necesidad de su naturaleza, como si sospechasen que no pueden existir
sin Él (V 5, 12).
Volver al Uno parte de observar y deleitarse con la
belleza a nuestro alrededor, pero hay que desprenderse de ella para dar el paso
definitivo. Hay que saber distinguir con claridad qué es el Uno y qué no, y
esto no es posible sino por medio de la actividad intelectual. No todos podrán
hacerlo; retornar al Uno es, por así decir, una prerrogativa de amantes, de
músicos y de filósofos. ¿Por qué ellos y los demás no? Porque, nos dice
Plotino, éstos tienen en sí el anhelo de liberarse de lo material y lo
sensible.
El músico tiene más accesible ese camino porque busca la
belleza en los sonidos, evita aquello que se presenta discordante y que carece
de la unidad y homogeneidad. Como nos dice en neoplatónico: Hay que conducirlo, por tanto, más allá de
estos sonidos, ritmos y figuras sensibles […] e instruirle de que el objeto de su embeleso era aquella Armonía
inteligible y aquella Belleza presente en ella. En suma, la Belleza, no tal
belleza particular a solas (13, 1). Al amante, por su parte, cabe “enseñarle, pues, a no quedarse embelesado
ante un solo cuerpo dando de bruces en él, sino que hay que conducirle con el
razonamiento a la universalidad de los cuerpos, mostrándole esa belleza que es
la misma en todos, y que ésta debe ser tenida por distinta de los cuerpos y de
origen distinto […]. Después hay que
enseñarle cómo se implantan, y remontarse ya de las virtudes a la Inteligencia,
al Ser (I 3, 2. Platón, Banquete 210 a-212 a). Por último, el
filósofo tiende por sí mismo hacia lo alto, porque está, según dijo Platón en
su Fedro, como “provisto de alas”.
Con todo, hay que hacer del filósofo un “dialéctico consumado”, dado que el retorno al Uno procede dialécticamente.
La dialéctica nos
abre la vía de la asimilación con lo divino en dos fases: primero, pasa de lo
sensible a lo inteligible; después, de esto último hasta identificarse con el
Uno. Hay que vivir en lo sensible
como si ello realmente estuviera dirigido hacia
lo inteligible. El filósofo va más allá de sus meras limitaciones corpóreas y
se dirige a lo divino y eterno. En síntesis: «esforzarse en elevar lo que de
divino hay en nosotros hacia lo que de divino hay en el universo».
¿Cómo lo podemos
conseguir? No, obviamente, sin una profunda purificación y contemplación. El
alma precisa de este saneamiento, de una depuración total para que se le
permita hollar su destino: convertirse en un reflejo fiel de la Razón
Universal. Para lograr este propósito hay que estimular lo intelectivo, la
razón, hasta que ella misma se abandone cuando, por fin, se alcance el Bien en
sí:
El conocimiento o el contacto del Bien son lo
más grande que podemos alcanzar; dice Platón [en La República] que se trata del conocimiento más elevado,…
no la visión misma del Bien, sino el conocimiento que le precede. Las
analogías, las negaciones, el conocimiento de los seres que salen de Él…
dirigen nuestro camino hasta nuestras propias purificaciones… Es así como
llegamos a contemplarnos a nosotros mismos y a las otras cosas y como nos
convertimos en objeto de contemplación. Somos ya esencia, inteligencia y ser
vivo total que no ve en modo alguno el bien externo. He aquí un estado en el
que nos hallamos cerca del Bien y Él a distancia inmediata.
La racionalidad,
la labor de la razón, nos ha venido ayudando en este trance, pero a partir de
ahora, ya casi en contacto y a la luz del Bien, dicha inteligibilidad pierde su
sentido y se nos encauza, como dice Platón en su Fedro, «hasta la morada de lo
bello». ¿Y qué vemos allí? No objetos, ya, sino la misma luz (es decir, el
Uno). Así, no hay luz que incida en objetos y nos permita su contemplación; “No existe, pues, la distinción entre el
objeto que se ve y la luz que nos lo ofrece, como no hay igualmente una
inteligencia y un objeto pensado, sino una luz que engendra ambas cosas y hace
que existan por debajo de ella” (VI 7, 36, 2 y ss.).
Plotino considera
que para alcanzar la felicidad hay que abandonar lo sensible y lo material,
pero no hacerlo en otra vida, sino en ésta, en vida del propio hombre. Por lo
tanto, la felicidad se puede lograr aquí y ahora, por así decir. Se trata de
una característica de la filosofía helenística que la tradición cristiana
invertirá posteriormente. Para Plotino, la unión mística con la divinidad no
requiere de la gracia divina, sino que es “natural”. Las virtudes, de acuerdo
con nuestro neoplatónico, son la base que posibilitan acercarnos a la
divinidad, pero no son un fin en sí mismas, puesto que la «la meta de nuestro
afán no es quedar libres de culpa, sino ser dios» (I 2, 6). No es gracias a las
virtudes cívicas por las que nos
asemejamos a la divinidad, pues el Uno carece de dichas virtudes; si logramos
dicha semejanza es por las virtudes
superiores, por medio de las cuales purificamos el alma. Todo aquel
que posee las virtudes superiores posee necesariamente las inferiores, pero
quien posee las inferiores no por ello posee las superiores Dichas virtudes consisten en permitirnos
contemplar “las improntas del mundo Inteligible como resultado de la
conversión del alma a la Inteligencia gracias a la reminiscencia. El objeto de
la purificación radica en desvincular al alma de las cosas del cuerpo evitando
toda clase de faltas” (Salvador Mas, Historia
de la Filosofía Antigua, UNED, Madrid, 2006. De esta obra nos valemos, casi
en exclusiva, para las presentes notas).
Si logramos esa semejanza primeriza con lo divino,
entonces estamos preparados para proseguir el camino con el fin de
reunificarnos con lo Absoluto. Es el camino inverso que del propio Uno,
diferenciándose y diseminándose en lo múltiple. Volver al Uno, ahora para
nosotros, es evitar, eliminar cualquier diferenciación. En realidad, no es sólo
esto lo que hay que eliminar, sólo las diferenciaciones externas o corpóreas;
hay que perderlo y perderse del todo,
hay que perderse en la nada. Sólo así el alma, vacía de cualquier otro rasgo,
puede dejarse poseer por el Bien. Así, vacía, en realidad se llena, se colma, y
logra la plenitud de su ser. Es el éxtasis:
“Porque quizás no
deba hablarse ahora de una contemplación, sino de otro tipo de visión, por
ejemplo, de un éxtasis, de una simplificación, de un abandono de sí, del deseo
de un contacto” (VI 9, 11).
Contemplar, de este modo, significa unirnos con lo
contemplado; la dualidad “sujeto-objeto” pierde todo sentido: “Uno mismo es el ser que ve con su objeto,
acontece como si hubiese hecho coincidir su centro con el centro universal. (VI
9, 10).
Por medio de las fuerzas que proporciona la experiencia
mística (que, por cierto, no es la unión total y definitiva con la divinidad,
algo que es eterno y sólo se alcanza tras la muerte), el filósofo descubre que
toda acción moral tiene un doble rostro, o un doble fin; o, mejor dicho, que
las mencionadas virtudes cívicas y las superiores pueden consumarse en el
ámbito cívico, las primeras, y en el personal, en el segundo. La idea no es que
el hombre lleve una vida de bien, sino que su vida sea la de los dioses. Por lo
tanto, nos dice Plotino, “el virtuoso
será consciente de sus virtudes [cívicas] y del partido que ha de sacar de ellas; y fácilmente actuará, según
las circunstancias, de conformidad con algunas de ellas; pero, alcanzados ya
otros principios superiores y medidas, actuará según ellos […]. Porque se trata
de un asemejamiento a los dioses, no a los hombres de bien (I 2, 7).
La noción plotiniana de la inefabilidad del Uno y su
concepción del éxtasis tuvo una influencia muy notable en la teología negativa
y, obviamente, en toda la tradición mística posterior. Su teoría de las Tres
Hipóstasis, asimismo, afectó la noción cristiana de la trinidad y tuvo una
impronta destacada en los primerizos pasos de la filosofía cristiana (como es
patente en el caso de San Agustín, por ejemplo).
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