(Disponible en formato PDF en: Boletín Huygens, de la Agrupación Astronómica de la Safor, Valencia, España)
En la primera parte de este artículo, vimos las nociones primitivas que las antiguas culturas poseían acerca
de los astros. Vimos, asimismo, cómo el mundo griego inauguró una concepción
racional en la comprensión de los mismos, y cómo nuestro personaje, Anaxágoras
de Clazómenas, ya dio muestras de heterodoxia y de disensión en el ámbito de
las ideas puras. En esta segunda y última parte describiremos sus ideas
astronómicas y las consecuencias que las mismas tuvieron para su propia vida.
Anaxágoras de Clazómenas, un pionero de las estrellas (Segunda Parte)
Como decíamos en la primera parte, si las meras
afirmaciones filosóficas importunaron a grandes pensadores ulteriores a
Anaxágoras, como Platón y Aristóteles por igual, sus tesis astronómicas y
cosmológicas aún iban a producirles una indignación mayor. Como los textos
propios de aquel acerca de estos temas son bastante escasos, para conocerlos
cabe acudir a la doxografía —esto es, los textos de escritores
posteriores que recogieron las opiniones de filósofos más antiguos, como en
este caso Simplicio, Hipólito, Teofrasto y Diógenes Laercio, entre otros.
Recordemos, como punto de partida, que en las
concepciones míticas las grandes fuerzas de la naturaleza se identificaban con
dioses: así, por ejemplo, el Sol era uno de los más poderosos, dada su facultad
de generar luz y proporcionar energía, permitiendo el crecimiento de las plantas
y la maduración de alimentos.
Nadie dudaba (ni en Grecia ni en ningún otra cultura
similar, por aquel entonces) que el Sol era un dios; sin embargo, Anaxágoras
tenía una visión completamente distinta: para él, el Sol era, meramente, una roca
ardiendo, un enorme globo de fuego en la distancia. Nada de divinidades
celestiales a las que rendir tributo; nada de entelequias humanas para dotar de
familiaridad al cosmos; nada de complejas relaciones entre dioses, ni de
personificaciones vanas: el Sol era sólo una piedra al rojo vivo, que brillaba
con luz propia por su gran calor. La naturaleza solar era, pues, material, no
divina.
Anaxágoras se atrevió, incluso, a conjeturar las
dimensiones de nuestra estrella (es difícil imaginar el impacto en su época de
algo así: tratar de medir cuán grande era lo que hasta entonces se consideraba
una divinidad...): dedujo que debía ser mayor que la península del Peloponeso,
un tamaño considerable —tenía más de doscientos kilómetros en su segmento mayor
durante la época del clazomenio—, aunque no mencionó ningún cálculo concreto[1].
Como en los casos de Tales y Anaximandro mencionados en la primer parte del
artículo, lo que conviene destacar no es la corrección del dato, sino la
revolución conceptual que suponía reemplazar el carácter mítico y divino de
nuestra estrella en una simple sustancia material, así como su declaración de
que poseía un tamaño similar a la distancia usualmente recorrida a caballo en
dos días.
Si el Sol era, para Anaxágoras, sólo una roca
caliente, la Luna debía ser, dado que no producía tanta luz como la estrella,
una roca más fría. Más fría y opaca, además, ya que, al contrario que el Sol,
su luz no podía ser propia; su luminosidad debía ser resultado del reflejo de
la luz emanada por la estrella (para afirmar esto quizá percibió que la parte
iluminada del satélite estaba siempre de frente al Sol), y que rebotaba desde
su superficie hasta la Tierra, desde donde podíamos contemplarla. Tal
superficie lunar, continuaba Anaxágoras, debía estar hecha de tierra, como
nuestro mundo, y en ella habría planicies y simas. Hoy nos parece lógico hablar
de “superficie lunar”, pero en tiempos del filósofo jonio la idea de que la
Luna fuese tan sólo un cuerpo celeste propio, con sus accidentes singulares,
montañas y valles, careciendo de cualquier tipo de esencia divina, era muy
provocadora.
Persiste cierta inseguridad acerca de si, después de
todo, Anaxágoras fue o no el primero en afirmar el carácter de la Luna como
astro sin luz propia. Esto se debe a que en un fragmento conservado de
Parménides puede leerse: “Fulgor de la noche en torno a la tierra, errante luz
ajena”. Con “errante luz ajena” parece ser que Parménides se refería a la Luna
y que trataba de señalar, si bien algo crípticamente, como solía ser habitual
en él, que nuestro satélite carecía de luz propia, y que era el Sol el que la
iluminaba. También hay otra referencia muy similar de Empédocles (483-424 antes
de Cristo): “Redonda, gira en torno de la tierra, luz ajena” (fragmento 39).
Pero como Empédocles fue coetáneo de Anaxágoras no sabemos muy bien quién
sostuvo primero la idea.
En cualquier caso, “la astronomía de Anaxágoras es,
sin duda, mucho más racional que la de la mayoría de sus predecesores, sobre
todo en lo referente a su opinión de que el sol, la luna y las estrellas son
enormes piedras incandescentes[2]”.
Lo que motivó a Anaxágoras a sostener nociones tan novedosas en el siglo V
antes de Cristo fue, posiblemente, la caída de un meteorito en Egospótamos,
cerca de donde vivía antes de trasladarse a Atenas. Aunque la insinuación hecha
por la tradición y recogida por Diógenes Laercio de que Anaxágoras fue capaz de
predecir tal caída es a todas luces incorrecta, resulta más probable suponer
que dicha caída sí le indujo a considerar la naturaleza y posición de los
cuerpos celestes. Estos, siguiendo su propia noción del caso lunar, estarían
compuestos por material pétreo, constituyendo rocas desprendidas de la propia
Tierra, que arderían como focos inflamados a causa de la alta velocidad de su
movimiento alrededor de nuestro planeta. Tal celeridad solía mantenerles en lo
alto de ordinario, pero en ocasiones serían lanzados en dirección a la Tierra
por su tendencia natural, como objetos pesados, a aproximársele y caer hacia
ella, dando origen entonces a estrellas fugaces (meteoros) o meteoritos,
caso de alcanzar la superficie.
En otro orden de cosas, recordemos que Tales de
Mileto, como dijimos en la primera parte del artículo, pronosticó eclipses
solares y los entendió como un fenómeno debido sólo a los movimientos de los
astros. Esto constituyó un gran avance, pero fue Anaxágoras el primero que los
explicó clara y concisamente, como recoge Hipólito con estas palabras: “La Luna está debajo del Sol y más próxima a nosotros. [...] Los eclipses de
Luna se deben a que la oculta la Tierra o, a veces, los cuerpos que están
debajo de aquella; los eclipses solares se deben a que lo oculta la Luna en sus
novilunios”. En otras palabras, que los primeros se deben a la
interposición de nuestro planeta entre el Sol y la Luna, que transita entonces
en el cono de sombra de la Tierra y el Sol, mientras los segundos ocurren por
la interposición de la Luna entre la Tierra y el Sol.
Figura 3: esquema con la explicación de los
eclipses solares y lunares, explicación que Anaxágoras, hace 2.500 años, ya dio
en los mismos términos.
Anaxágoras
advirtió que como el Sol, pero no la Luna, brindaba luz y calor, cabía concluir
que no todos los astros eran iguales, aunque todos fueran astros, sosteniendo
igualmente que si no sentíamos su calor (excepto el del Sol, desde luego) era a
causa de que estaban a enormes distancias de nosotros y porque ocupaban además
una región del espacio más fría. Por lo tanto cabía considerar al Sol, la Luna
y las estrellas como un mismo tipo de cuerpos (nunca reiteraremos bastante la
importancia de definirlos así, como cuerpos, y no como dioses...),
aunque sus características físicas u orbitales pudieran ser muy distintas.
Esta
innovadora apreciación del Sol, la Luna y las estrellas como piedras
incandescentes, como sustancias materiales desprovistas de fundamentos míticos
o divinos, suponía, asimismo, un nuevo juicio acerca de las mismas: porque si
se trataba, en efecto, de astros que se elevaban y caían a nuestro mundo, ¿no
podían ser ellos, pues, otros mundos? Si la Luna presentaba sus fases y, como
la Tierra, poseía accidentes geográficos, ¿por qué considerar como mundo
únicamente a ésta?
También aquí
persiste cierta incertidumbre respecto a si Anaxágoras creyó o no en una
pluralidad de mundos (es lo que tiene buscar sentido a escritos con una
antigüedad de dos mil quinientos años...). Un texto de Simplicio recoge dos
interpretaciones distintas: o bien que se refiera, en efecto, a mundos lejanos
allende la Tierra, o bien, por el contrario, que su intención fuera la de
especular con otras civilizaciones y pueblos desconocidos aún pero que se
hallaban en aquella. Simplicio defiende la primera de las
interpretaciones, pero reconoce sin embargo que la
cuestión no está cerrada (tampoco lo está hoy, todavía).
No
obstante, si seguimos la interpretación de Simplicio favorable a una multitud
de mundos existentes, de este último fragmento (el número 4) se deriva,
igualmente, otra notable afirmación: que tales mundos pueden estar habitados,
poseer vida, animales y seres inteligentes —otros “hombres”, puede que dijera
Anaxágoras...—, y que son semejantes a nosotros en cuanto poseen facultades
similares y tratan de subsistir en su propio planeta. Postula Anaxágoras, pues,
que no estamos solos en el universo, que, como en la Tierra, deben
existir los seres pensantes, las ideas, y la conciencia en los desconocidos
mundos del espacio. Así nos habla el clazomenio: “(Suponemos que) los hombres y los demás
animales que tienen vida han sido formados como nosotros, y que los hombres
tienen ciudades habitadas y campos cultivados como entre nosotros; que tienen
sol, luna y todo lo demás como nosotros; y que la tierra les produce toda clase
de variados productos, de los cuales se llevan a sus casas lo mejor y de ellos
se sirven”. En febrero de 1600, unos dos mil años
después, Giordano Bruno será quemado vivo en la hoguera por sostener ideas
similares (y, también, por sus conflictivas nociones teológicas), y hasta el
siglo pasado no fue considerada tal idea como plausible dentro de la comunidad
científica. Esto señala (siempre que su intención en el fragmento 4 fuese la
que sugiere Simplicio) la originalidad del planteamiento de Anaxágoras, capaz
de imaginar la presencia, no de entidades divinas identificables con los
astros, sino de seres semejantes a la especie humana, habitantes de planetas
distantes que se interrogan acerca del cosmos y de sí mismos. Y recordemos que
el clazomenio vivió en el siglo V antes de Cristo...
Figura 4: si cierta interpretación de sus palabras
es correcta, la pluralidad de los mundos habitados ya fue imaginada por
Anaxágoras como una posibilidad en el siglo V antes de Cristo.
Anaxágoras
también trató de explicar racionalmente la razón de que veamos la Vía Láctea,
nuestra galaxia. Para la mitología griega la Vía Láctea era la leche que Hera,
diosa del firmamento y esposa de Zeus, había derramado de sus pechos
accidentalmente mientras daba de mamar a unos de sus hijos. Según
Anaxágoras, sin embargo, y dado que el Sol era un astro de dimensiones
inferiores a las de la Tierra, cuando la estrella se ocultaba por debajo de
nuestro planeta, provocando la oscuridad nocturna, la Tierra generaba una
sombra que se desplegaba sobre el fondo del firmamento, alcanzado una
respetable extensión. Según esto, la Vía Láctea sería la “huella” de dicha
sombra, una especie de fantasma del cuerpo terrestre que obstruye la luz solar
y permite la contemplación de los astros que hay hacia esa dirección del
espacio. Una propuesta sin duda imaginativa y sugerente pero, como sabemos
ahora, completamente equivocada.
En la actualidad todos
admiraríamos a quienes tratasen de ampliar el horizonte intelectual de nuestra
ciudad, que intentaran promocionar la investigación, la exploración, el interés
por la cultura, y que tendiera puentes entre el cosmos y nosotros. Ello también
sucedió en la Jonia, de donde procedía Anaxágoras, y en la propia Atenas
durante un tiempo, pero sus innovaciones radicales, los cambios en la
instrucción y orientación educativa que el propio Anaxágoras reclamaba, el paso
de una mentalidad religiosa a una filosófica en tan poco tiempo, era demasiado
difícil de aceptar para los grandes poderes de la polis.
Figura 5:
el cráter lunar que lleva por nombre Anaxágoras, en una imagen de alta
resolución obtenida por la sonda japonesa Selene-1 (Kayuga), en 2009
(JAXA/NHK/SELENE)
Pericles gobernaba Atenas con
esta visión de futuro, e iba ganando enemigos poco a poco. Anaxágoras, que,
recordemos, era su maestro, había hecho una serie de afirmaciones de carácter
excesivamente materialista, alejando los dioses del panorama de la ciudad y de
la explicación del universo. Aunque en Atenas había aún libertad y tolerancia
religiosas, los detractores de Pericles vieron en la figura del clazomenio la
oportunidad de atacarle, de difamarle, y de hacerle perder el favor de la
ciudadanía, ya que directamente no podían imputarle a aquel nada en su contra.
Cuando Pericles envejeció, sus enemigos empezaron a censurar a todo el que
recibía la simpatía del gobernante, a criticar aquellas opiniones y posturas que
iban en contra de las costumbres y tradiciones de la polis, de modo que
aprovecharon lo afirmado por Anaxágoras para acusarle de impiedad y ateísmo por
enseñar que el Sol era sólo una piedra caliente y la Luna una aglomeración de
tierra.
Según informa
Diógenes Laercio, hay varias versiones de su proceso: unos cuentan que fue
Cleón quien le acusó de impío y le condenó a pagar cinco talentos, además de
ser desterrado; otros afirman que fue Tucídides, quien elaboró una campaña
política contra Pericles, el que acusó además a Anaxágoras de partidismo persa
—es decir, traición—, por lo que fue condenado a muerte. En todo caso, una vez
sancionado por la asamblea fue arrestado y encarcelado, pero gracias a las
mediaciones de Pericles pudo salir de la prisión y huir posteriormente de
Atenas.
Figura 6: Anaxágoras de Clazómenas, según una singular representación
de José de Ribera.
Anaxágoras
puso rumbo entonces a su tierra, Jonia, donde fundó en Lámpsaco, una colonia
milesia, su propia escuela de enseñanza, libre ya de los prejuicios y dogmas
religiosos y sociales y de las hostilidades políticas a que fue tan adverso.
Allí siguió el clazomenio dando clases hasta que murió, en el año 428 antes de
Cristo, y siempre fue estimado y respetado por sus paisanos. Fue enterrado con
todos los honores y, como deseo explícito de Anaxágoras, los niños de su
escuela tuvieron fiesta en el día del aniversario de su muerte. Los habitantes
de Lámpsaco, nos sigue contando Diógenes Laercio, rubricaron en su sepulcro
este epitafio para despedir a su distinguido conciudadano:
“aquí yace Anaxágoras ilustre,
que junto al fin de su vital carrera,
entendió plenamente los arcanos,
que en sí contiene la celeste esfera”.
Ciertamente no hubo otro presocrático tan capaz de comprender qué eran el
Sol, la Luna y los puntos luminosos que colmaban el cielo nocturno. La visión
del universo de este pionero fue el soporte en el que descansaría parte de la
astronomía y cosmología griega posterior (exceptuando la figura plana de la
Tierra), y el punto de partida de las concepciones modernas acerca de los
astros que pueblan el cosmos.
- Bibliografía:
- ABBAGNANO, N., Historia de
la filosofía, Vol. 1 y 2, Editorial Hora, Barcelona, 1994.
- GRIBBIN, J., Diccionario del
Cosmos, Crítica, Barcelona, 1996.
- KIRK, C. S., y RAVEN, J. E., Los
filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 1969.
- MOSTERÍN, J., El pensamiento
arcaico, Alianza Editorial, Madrid, 2006.
- La Hélade,
Alianza Editorial, Madrid, 2006.
- NORTH, J., Historia Fontana
de la Astronomía y la Cosmología, FCE, México, 2001.
[1]
John Gribbin, no obstante, afirma (Diccionario del Cosmos, Crítica,
Barcelona, 1996) que partiendo de la suposición de que la Tierra era plana
(Pitágoras había sugerido la esfericidad del planeta un tiempo antes del
nacimiento de Anaxágoras, pero como lo hizo basándose en motivos místicos y
geométricos éste acabó por rechazarla), éste calculó la altura del Sol —es
decir, la distancia entre el Sol y la Tierra— en 6.400 kilómetros, y, a partir
de tal dato, halló igualmente que el diámetro del Sol era de unos 56
kilómetros. Pero no parece que eso sea lo que se menciona en los fragmentos
conservados escritos por Anaxágoras ni en la doxografía posterior (y, si así
fuera, el tamaño asignado al Sol sería incoherente con que la estrella era
mayor que el Peloponeso).
[2] Kirk, C. S.,
y Raven, J. E., Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 1969.
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