16.11.07

Personas e identidades

Una de las cuestiones más importantes de la metafísica, y a la que han ido ofreciendo explicaciones filósofos de todas las épocas, es el problema de la definición de la personalidad. Aún hoy la metafísica se interesa, en lo que constituye su asunto principal, por la identidad humana, esto es, qué es aquello que nos convierte en seres humanos. Hay, en efecto, muchas propuestas al respecto (las cuales trataremos en próximos apuntes); sin embargo, planteemos hoy el problema más genéricamente.

Parece evidente que los seres humanos somos personas, pero, ¿somos la misma persona a lo largo de nuestra vida? Esto es, ¿soy yo la misma persona que ayer, o que hace diez años, o la que será dentro de décadas? Es más, ¿cuál o cuáles cualidades nos definen como cierta persona tanto hoy como ayer? Esto es un punto de partida importante, puesto que si no somos capaces de saber cuáles son esos aspectos tan propios a nosotros mismos que nos conforman como somos, entonces quizá ni siquiera sepamos qué nos permite ser una persona.

Estas preguntas son interesantes. Lógicamente, desde una perspectiva absoluta no somos los mismos hoy que ayer, ni hace cinco años, pues hemos sufrido una serie de cambios, no sólo físicos, sino también de pensamientos o sentimientos. Pero ¿hay algo que perdure, un sustrato humano particular a cada uno de nosotros que permanezca inmutable a lo largo del tiempo, un yo individual, una identidad específica que me haga ser como soy más allá de los cambios que sufro en el transcurso de los años? Aquí podemos, por supuesto, esperar dos respuestas.

Primero, que en efecto tal identidad específica existe, la cual perdura en el tiempo y nos define a cada uno como somos. Nuestro cuerpo y nuestra mente podrán cambiar, transformarse incluso radicalmente, pero seguiremos siendo nosotros. Esto es consoladoramente agradable, pero la otra posibilidad es que no haya tal específica identidad inmutable. Si esto es así, nuestro yo de hace días o años era un agregado de rasgos humanos muy diferente al actual; es más, a cada instante vive una nueva combinación de dichos rasgos, que muta con el paso de los segundos. En otras palabras, si esto es verdad no hay un yo, no hay ninguna esencia particular que te defina y precise tal cual eres, porque los cambios a los que estamos expuestos son instantáneos y constantes, lo que imposibilita nuestra definición global como personas allende el tiempo. Si no hay nada común a nosotros que perdure, entonces mi yo real de este mismo instante tal vez tampoco exista, y sólo se trate de un agregado de atributos destinado a perecer al instante siguiente.

Estas asunciones tienen consecuencias curiosas y sorprendentes, y también algo preocupantes. Si lo que tú eras hace un tiempo eras, efectivamente, tú mismo, y lo que eres hoy es, digamos, tan diferente de lo anterior que constituye otra persona distinta (porque muchas propiedades han cambiado), entonces tu yo actual no existe. Pero, también al contrario, si crees que tu yo actual es lo suficientemente diferente al antiguo que es una persona distinta, entonces tú no llegaste a existir jamás en el pasado.

Esto es, supongamos que cuando éramos niños poseíamos un conjunto específico de propiedades, y que en la actualidad, al ser adultos, poseemos otro conjunto específico. Si yo era entonces el niño, y dado que si el mero hecho de existir una importante diferencia cualitativa entre mi-yo-de-entonces y mi-yo-de-ahora soslaya el que esté presente una sola persona, entonces en realidad nunca llegué a ser adulto; no existo como adulto. De igual forma, si soy ahora, y si existe una diferencia importante en las cualidades de dos conjuntos de propiedades que evita la presencia de una sola persona, entonces nunca fui un niño; no habría existido entonces como tal. La conclusión es que no existe niño alguno que sea la misma persona que es de adulto.

Son éstas aseveraciones singularmente atractivas y provocativas, pero sea como fuere, aquí estamos; somos hoy algo que no existía ayer, aunque no quepa duda de que existimos cuando niños, y que también existimos ahora, si bien no podamos (por el momento) definir, especificar o señalar qué nos hace como somos. Las preguntas y cuestiones anteriores remiten, tal vez, a una incapacidad natural del lenguaje (o del pensamiento, o ambas cosas) a ofrecer una descripción concreta de lo que es un ser humano a través del tiempo y cómo y en qué se diferencia de los demás. O quizá sí haya una forma de aproximarnos a estas cuestiones conceptualmente y obtener alguna respuesta. Descartes, el gran racionalista, ofreció una, así como Locke y algún otro empirista británico. Por supuesto, en sucesivas entregas (tal vez aún lejanas en el tiempo)analizaremos estas y otras metafísicas que tratan de bridar una respuesta a este complejo y trascendente problema, pero que resulta de vital importancia para desentrañar el misterio de qué son los seres humanos, en conjunto, y cada uno de nosotros, particularmente.

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