En uno de los ensayos que componen el volumen "Los próximos cincuenta años" (J. Brockman, editor, Kairós, 2004), Rodney Brooks, director del Laboratorio de Inteligencia Artificial en el MIT (EE.UU.), ofrece una pincelada futurista acerca de cómo influirá en nosotros, los seres humanos, la aplicación de cierta y novedosa tecnología a la biología. Esta tecnología es, por supuesto, la ingeniería genética. Hay algunas frases que me gustaría comentar, porque no tienen desperdicio y suponen, quizá, la antesala de lo que está por llegar, si se confirman los augurios del desarrollo tecnológico.
Brooks inicia su ensayo repasando algunas revoluciones en el pensamiento moderno (Galileo, Darwin, etc.), y sostiene que estamos a punto de enfrentarnos a otra, fundamentalmente por el hecho de que nos hallamos en un punto en el que empezamos a reconocernos como máquinas biológicas, como sistemas vivos producto de un sinfín de interacciones moleculares, susceptibles de ser 'mejorados' tecnológicamente, como lo hemos hecho hasta ahora con las máquinas convencionales. Para Brooks, "la tecnología de nuestros cuerpos y de nuestra industria se generalizará como si ambas fueran la misma cosa", porque, en efecto, lo serán. El fin, ya iniciado, es convertir a la biología molecular en una ingeniería aplicable a nuestro cuerpo, de modo que el saber acumulado acerca de su funcionamiento pueda ser utilizado para eliminar partes dañadas o ineficientes o insertar otras nuevas o útiles.
Ejemplos de éxitos en este sentido son muchos y variados, algunos ya los tenemos entre nosotros y otros están al llegar: marcapasos o caderas protésicas, corazones artificiales, dispositivos para mejorar la escucha (insertados en el caracol del oído, que estimulan las neuronas y permiten 'oir'), implantes visuales de próxima aplicación (los cuales facilitarán la visión para quienes sufran degeneración macular de la retina), prótesis de acero y silicio para ejercitar la musculatura, proyectos para redirigir señales neuronales en pacientes de Parkinson, etc.
Otros avances, relacionados con la ingeniería genética, podrán ser útiles en la industria del petróleo, en la construcción de plásticos o baterías, en las fuentes de energías renovables o el reciclado, etc. Brooks aborda ahora un punto más peliagudo: "para el año 2025", dice, "también habremos adquirido suficiente control para poder aplicar estas tecnologías con confianza en nuestros propios cuerpos", es decir, no como simples añadidos, sino como elementos que formen parte integral de nuestra constitución. Quizás "seamos capaces de añadir capas de neuronas a nuestros cerebros adultos, elevando en algunos puntos nuestro coeficiente intelectual", augura Brooks.
La pregunta que debemos hacernos ahora es sencilla: ¿para qué diantres querrémos hacer eso?. Aunque ello mejore nuestra capacidad cerebral ayudándonos a recordar dónde están las llaves del coche cuando estemos seniles, o los rostros de personas queridas, no puedo entender cómo alguien tendrá deseo de ser más inteligente, sobretodo porque aún hoy no se dispone de un procedimiento que estime de forma precisa cuán inteligentes somos (los tests y similares son muy poco fiables, porque tienden a valorar sólo una parte muy concreta de nuestra inteligencia). Si la inteligencia es sólo una cuestión cuantitativa, si podemos hacerla mayor con sólo una adicción de neuronas (a modo del copiar-pegar de los ordenadores), ¿no estamos ridiculizando el mismo sentido de la inteligencia, no banalizamos su naturaleza?
Brooks continúa: "parece razonable asumir que para el año 2050 seremos capaces de seleccionar e intervenir no sólo el sexo del bebé en el momento de la concepción, sino también muchas de sus características físicas, mentales o de personalidad". O sea, que tener un bebé será lo mismo que ir a un restaurante: "Moreno, ojos azules, estatura media, inteligente, sumiso, y si pueden, de postre, que sea rico". Es sonrojante, la verdad. Comprendo que si se detectan anomalías graves o trastornos en el feto se pueda acudir a la genética para tratar de paliarlas o eliminarlas, pero decidir toda una serie de rasgos de tu progenie de forma tan frívola (tu hijo será lo que tú hayas querido que sea..., ¿no es esto una manera ridículamente barata de eliminar de un plumazo parte de su inherente libertad?) es, cuando menos, preocupante. No puedo ni imaginar los dilemas éticos (y hasta traumas metafísicos si se quiere) que esto podría ocasionar en un futuro.
Brooks afirma que "muchas de estas manipulaciones irán destinadas, a buen seguro, a prolongar la duración de la vida, pero muchas otras serán de carácter recreativo y relacionadas con el estilo de vida. La colección de tipos humanos se dilatará por caminos que hoy nos resultan inimaginables". Si se trata de cambiar de color de pelo como quien cambia de pintalabios no me parece mal. Pero si de lo que estamos hablando es de una criatura humana dotada de conciencia y sabedora de que ha sido creada al gusto de sus padres, por un motivo puramente "recreativo" (término espantoso), nos encontramos a las puertas de una sociedad que tiene visos de convertir la vida humana en una atracción de feria, en un concurso de "a ver quién crea el individuo más original". En un ambiente así, el valor de la vida de una persona, modulada por gustos y fruslerías mentales de unos bobos ricos y acomplejados, se vería seriamente amenazado.
De las aplicaciones prácticas que la ingeniería genética sea capaz de realizar para beneficio de nuestro sistema biológico no creo que quepa motivo de queja alguna: es la consecuencia de la evolución científica y técnica, y bien empleada, es valiosísima y debe potenciarse para que llegue a todas los países del planeta. Este es el lado bueno; el malo ya lo hemos comentado. Brooks concluye su ensayo con estas palabras: "se producirá una modificación de la visión que tenemos de nosotros mismos en cuanto especie; empezaremos a concebirnos como una parte más de la infraestructura de la industria".
Si los vaticinios de Brooks se cumplen no cabe duda que habrá una importante transformación en la forma en que nos vemos a nosotros mismos; de lo que no estoy tan seguro es si esa metamorfosis será el vehículo que nos llevará hacia una concepción de la vida humana más acorde a su valor intrínseco, como algo único y extraordinario valioso en sí mismo, un puto milagro, en palabras llanas; o si, por el contrario, entraremos en una fase de ocio reproductivo en la que la gestación de un ser humano tendrá más que ver con un programa televisivo que con la sensación, gozada desde tiempos inmemoriales, de ver a tu hijo nacer, crecer y hacerse por sí mismo a lo largo del tiempo.
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