-El Opus Maius (1267)
Dividida en siete
partes, la obra magna de Roger Bacon contiene análisis y reflexiones sobre temas
diversos, no sólo filosóficos; como se puede imaginar viniendo de una figura
tan interesada en aspectos científicos, la ciencia también tiene su cabida en
ella.
En la Primera Parte (seguimos aquí a Frederick
Copleston en su estudio de esta obra, recogido en el segundo volumen de su Historia de la Filosofía, págs. 429-432,
Ariel, Barcelona), sin embargo, se trata la cuestión de la ignorancia y la
verdad. Según Bacon, que fracasemos en la búsqueda de la verdad obedece a
cuatro causas, a saber: someterse a una autoridad inmerecida (como lo eran,
según Bacon, Alejandro de Hales y Alberto Magno, como hemos dicho más arriba),
la influencia de los hábitos, los chauvinismos populares y el exhibir un
conocimiento aparente para ocultar la ignorancia. A veces se mezclan todas
ellas, como cuando se reconoce como verdadero algo que dijo Aristóteles y se
expresa como muestra de conocimiento propio que sólo enmascara la ignorancia.
Sin embargo, Aristóteles fue corregido por Avicena, y éste lo fue a su vez por
Averroes, con lo cual, nadie está exento, por talentoso que fuere, de ser
superado en algún momento.
La Segunda Parte no es novedosa en
principio: Bacon recalca que la verdad, toda verdad, se halla en las Sagradas
Escrituras. Ahora bien, para entender éstas se requiere de la filosofía y del
derecho canónico. Ni la razón ni la filosofía (que se basa en aquella) deben
ser condenadas, pues la razón es de Dios. La filosofía se propone acercar al
hombre al conocimiento y ponerlo al servicio de Dios, y la moral es la cumbre
de la filosofía. Bacon reconoce que el paganismo, su moral y sus ciencias
especulativas era inadecuadas y burdas, y que sólo gracias al cristianismo
encontraron el complemento y la guía. No obstante, fueron los filósofos paganos
los que ayudaron a redescubrir la filosofía, una vez superada la época de
depravación humana. La filosofía les fue revelada a los Patriarcas, pero en los
tiempos oscuros casi se perdió. Los paganos, al menos en parte, colaboraron en
su restitución, el más importante de los cuales fue Aristóteles. Lo que propone
Bacon es reconocer que hay que emplear la sabiduría pagana de modo inteligente,
es decir, “sin condenarla y rechazarla con ignorancia, pero también sin
adherirnos servilmente a tal o cual pensador particular” (Copleston, op. cit)..
Toda verdad es útil, no sólo la teológica, porque en última instancia toda
verdad, sea de la clase que sea, conduce a Dios.
La cuestión del
lenguaje se abarca en la Tercera Parte,
donde Bacon hace hincapié en el estudio científico de las lenguas, dado que
para interpretar y traducir con corrección las Sagradas Escrituras es vital un
óptimo conocimiento del hebreo y el griego. Además, esto permite corregir los
manuscritos, y es muy valioso contar con buenas traducciones de las obras
clásicas.
Para la Cuarta Parte Bacon estudia las
matemáticas, que son algo así como la puerta de entrada a todas las demás
ciencias. Las matemáticas se aprenden con más facilidad que otras disciplinas
científicas, y sin su correcto manejo no podemos afrontar con garantías la
astronomía, pero tampoco la lógica y la gramática, que en parte dependen de la
matemática. Es más, incluso la propia teología se puede ver afianzada gracias a
ella, porque ayuda en problemas cronológicos de la Escrituras, en físicos (el
tamaño de la Tierra en relación con el Universo, por ejemplo). A continuación,
Bacon ofrece reflexiones sobre la luz, la forma esférica terrestre, eclipses y
mareas, además de menciones acerca de geografía y la astrología. Ésta última,
nos dice, revela con razón que los movimientos de los cuerpos celestes “afectan
a los acontecimientos terrestres y humanos, e incluso producen disposiciones
naturales en los seres humanos, pero no destruyen el libre albedrío”
(Copleston).
Prosigue Bacon
estudiando cuestiones científicas en la Quinta
Parte del Opus Maius, esta vez referida a la óptica: cómo se estructura la
visión, la visión, los fenómenos de refracción y reflexión, etc. Pero lo más
interesante de esta parte es la sugerencia del Doctor Mirabilis, de que “podría
elevarse espejos en lugares altos para que pudieran observarse los trazados y
los movimientos de un campamento enemigo, y que, valiéndonos de la refracción,
podríamos hacer que las cosas pequeñas parecieran grandes y que objetos
distantes parecieran próximos” (Copleston). De este modo, aunque no parece
haber pruebas de que lo construyera en efecto, Roger Bacon tuvo en mente la
idea del telescopio.
La Sexta Parte está orientada hacia la
ciencia experimental. Mediante la razón nos podemos acercar a una conclusión
verdadera, pero se precisa de la experiencia para la confirmación de la misma.
Hay muchas creencias que se refutan por la experiencia, de la cual hay dos
clases: en una primera empleamos los sentidos corporales, instrumentos o
testimonios, y sirve para todo tipo de propósitos: prolongar la vida, fabricar
sustancias nuevas, etc.; en la segunda, la experiencia de cosas espirituales, a
través de la gracia, nos lleva a la verdad, hasta alcanzar el estado místico.
Como colofón al Opus Maius, su Séptima Parte está centrada en la filosofía moral, superior a las
anteriores actividades en tanto se vincula con las acciones por las que somos
buenos o malos y da enseñanzas a los hombres para sus relaciones con Dios y sus
prójimos. Bacon analiza la moralidad cívica y la personal, recogiendo los
fundamentos para aceptar la religión cristiana. Todo cristiano asume la
revelación, pero al tratar con no cristianos es preciso recurrir a la razón,
pues no se puede apelar sin más a la autoridad para convencerles.
-Final
Como nos ilustra
Copleston, Bacon “a pesar de su respeto por Aristóteles, no es infrecuente que
le interprete torcidamente e incluso que le atribuya doctrinas que ciertamente
nunca sostuvo”. Dada su insistencia y “devoción” por la ciencia experimental,
en el avance de la astronomía por medio de las matemáticas y en las
aplicaciones prácticas de las investigaciones científicas, y por su amplitud de
intereses y profundidad de estudios, a Bacon se le puede considerar como “un
heraldo de los tiempos futuros... puso el dedo en muchos puntos débiles de la
ciencia de su tiempo, así como de la moral y de la vida eclesiástica
contemporáneas”; tenía, añade Copleston, “la conveniente agilidad intelectual
para ver la posibilidad de su desarrollo y aplicación [de sus teorías científicas],
y tuvo una vigorosa intuición del método científico, de la combinación de
deducción e inducción”.
Sin embargo, hay
quienes opinan que se exagera a veces esta personalidad científica de Roger
Bacon. Por ejemplo, G. Sinkler, en su artículo sobre Bacon para el Diccionario Akal de Filosofía, señala
que “no debe pensarse, sin embargo, que Roger Bacon fuera un buen matemático o
un buen científico natural. Aparentemente, nunca estableció un solo teorema o
demostración matemática, tampoco se le puede considerar un buen árbitro en
temas de astronomía y tuvo una elevada consideración de la alquimia, pues creía
que los metales básicos podían ser transmutados en oro y plata”.
En todo caso, nos valemos para finalizar de Nicolás Abbagnano, que en
su Historia de la Filosofía sintetiza
y resume el modo de pensar y experimentar del Doctor Mirabilis. Reproducimos una extensa cita, porque no se
podría expresar mejor: “Así, el experimentalismo de Bacon, de acuerdo con el
espíritu agustiniano, del que está completamente impregnado y dominado,
concluye en el misticismo. La conclusión arroja luz sobre las premisas. El
experimento baconiano está todavía cargado con el carácter mágico y religioso
de las investigaciones de los alquimistas y de los magos. Bacon lo ha vuelto a
llevar al agustinismo y lo ha interpretado a la luz de la doctrina de la
iluminación divina. Pero con ello ha confirmado su carácter místico y
religioso, porque le ha reconocido un fundamento trascendente, la revelación
directa de Dios. Y, sin embargo, no es posible dejar de reconocer en esta
extraña figura de fraile franciscano, alquimista y místico, experimentador y
teólogo, el carácter de un precursor de la ciencia moderna. En primer lugar,
por el valor que ha dado a la investigación experimental; en segundo lugar,
porque ha reconocido que la disciplina de la investigación, su lógica interna,
son las matemáticas. Todo el poder de la lógica depende de las matemáticas…
Solamente en las matemáticas hay la demostración verdadera y poderosa y
solamente en ellas se puede llegar a la verdad plena sin error y a la certeza
exenta de duda. Solamente por medio de las matemáticas pueden las otras
ciencias constituirse y hacerse ciertas. Son éstas las tesis fundamentales
sobre las cuales ha nacido y se ha desarrollado, desde Galileo en adelante, la
investigación científica moderna”.
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